coolCap9

ME aseguré de que nadie me seguía. Luego me metí en un teléfono público y llamé a Sharples.

Respiraba entusiasmo y avidez la voz que me repuso:

─Diga. Sí. Sharples al habla.

─Donald Lam, Sharples.

─Ah, sí.

Entusiasmo y avidez desaparecieron de la voz. Debía de ser de gran importancia e interés para él la llamada telefónica que había estado esperando. Era evidente que mí voz le había desilusionado.

─¿Tiene abogado? ─le pregunté.

─Pues… pues sí. Tengo un abogado que se encarga de los asuntos de nuestro fideicomiso… las cuentas y todo eso.

─¿Vale algo?

─Es uno de los mejores.

─¿Valdría para la lucha a brazo partido? No las cuestiones de sillón, sociedades anónimas y administración de bienes, sino las de un puñetazo, truculencia y duro y a la cabeza.

─Tengo el convencimiento de que sí. Es muy hábil.

─Mándele llamar.

─Me temo que no comprendo.

─Mándele llamar. Háblele. Va usted a necesitarle.

─¿Por qué?

─El sargento Buda va a andar buscándole muy pronto.

─¿Otra vez?

─Y otra, y otra, y otra.

─No acabo de comprender lo que quiere decir, Lam.

─Buda ha llegado a la conclusión de que ese pinjante de esmeraldas significa algo.

─¿Falta alguna de las piedras?

─Las han encontrado todas ya.

─¿Dónde?

─Dos sobre la mesa, seis en la jaula del cuervo y cinco en el desagüe del lavabo.

─¿En el desagüe del lavabo? ─exclamó Sharples, casi con incredulidad─. ¡Santo Dios! ¿Qué hacían ahí?

─Reposando. Atrapadas en el codo. Alguien intentó tirarlas, echarlas por el desagüe a la alcantarilla. Pero se quedaron en el codo.

─No lo comprendo.

─Tampoco Buda.

─Pero ¿qué posible serie de razonamientos puede inducirle a relacionar el hecho conmigo?

─¡Lo sorprendido que va usted a quedar cuando vea la serie de cosas que es capaz de relacionar con usted a medida que vaya transcurriendo el tiempo! Empezará intentando establecer relación entre usted y el pinjante.

─¿Por qué?

─Porque estuve yo haciendo preguntas acerca de él y luego me presenté con usted a visitar a Cameron. Cameron tenía el pinjante. No hace falta ser un gran detective para sacar consecuencias de todo eso.

─Lamento que hiciera usted preguntas acerca de ese pinjante, Lam.

─Usted fue quien me pidió que las hiciera.

─Sí, sí, ya lo sé. Eso, claro está, fue antes de que… bueno, antes de que tuviese idea alguna de quién era su propietario.

─Procure pensar con más sentido común, Sharples. De sobra sabía usted quién era su propietaria. Lo que intentaba averiguar era por qué se había deshecho de la joya.

─Sí, supongo que sí.

─Y, por Dios sabe qué motivo, no deseaba ir a la dueña a preguntárselo.

─Intentaba averiguar… el sí o el no de…

─Justo ─le interrumpí─. Y me contrató a mí para que lo averiguara. Y lo averigüé. Y ahora no puede usted hacer retroceder las manillas del reloj.

─No; supongo que no.

─Esta mañana estuve haciendo preguntas acerca del pinjante. Poco después del mediodía, nos presentamos a hacer una visita a Cameron. Cameron estaba muerto. El pinjante por el que tantas muestras de interés habíamos dado, yacía sobre la mesa. Las esmeraldas habían sido arrancadas de su montura. No transcurrirá mucho tiempo antes de que a Buda se le meta en la cabeza que ese pinjante es la clave de todo el asunto.

─Y entonces, ¿le interrogará a usted?

─A mí ya me ha interrogado.

─¿Cuándo?

─Hace un momento.

─¿Dónde?

─En el establecimiento de Nuttall. Nuttall está allí. Y Jarratt también.

─¿Qué le dijeron?

─Bien poca cosa de nada.

─Conque, ¿usted cree que vendrá a verme a mí a continuación?

─Casi estoy seguro de ello.

─¿Qué he de decirle?

─Deje que la conciencia le guíe.

─Es que quiero consejos.

─Por eso le sugerí que se pusiera en contacto con su abogado.

─Pero, ¿por qué no puede aconsejarme usted?

─Cualquier cosa que le comunique usted a un abogado será considerada como confidencial. Un abogado puede hablar en nombre suyo y, sí la cosa se pone mal, aconsejarle que no responda a ninguna pregunta. Nadie puede hacerle nada a un abogado. Yo soy un detective particular. Se espera de mí que coopere con la policía. Si logran engancharme en desacuerdo con la ética profesional, me retirarán la licencia. ¿Entiende usted ahora?

─Sí; creo que sí.

─Tiene usted dos recursos. O puede usted decirles que Shirley Bruce era la dueña del pinjante, o puede asegurarles que no sabe una palabra de él.

─Les he dicho ya que no sé una palabra de esa joya.

─Por eso le aconsejo que se ponga en contacto con un abogado.

─Me temo que no acabo de entender qué es lo que quiere usted decir.

─Lo que usted les dijo puede no haber sido lo que debiera de haber dicho. Le he apoyado yo todo lo que he podido. Pero, antes de que se meta usted tan hondo que no tenga posibilidad de retroceder, quizá sea mejor que cambie de posición y le diga a la policía que no reconoció el pinjante cuando lo vio sin piedras. Pero que ahora que ha tenido tiempo de reflexionar, recuerda haberlo visto…

─No ─me interrumpió Sharples, con dignidad─. Voy a dejar a la señorita Bruce fuera del asunto. Estoy firmemente decidido a impedir que su nombre figure para nada y que se la relacione con tan desagradable suceso.

─Si le contara a Buda lo que me contó a mí, quedaría el asunto cerrado.

─En cuanto al pinjante se refiere, quizá. Pero, una vez que se supiese que era ella la propietaria de esa joya, sería objeto de una publicidad desagradable.

─La ex propietaria ─dije yo.

─Dígalo como quiera.

─No como yo quiera ─le corregí─. Como quiera usted.

─Bueno, muchísimas gracias, señor Lam. Agradezco este servicio que le hace a un cliente.

─A un ex cliente ─le enmendé.

─¿Qué quiere usted decir?

─Nos contrató para que hiciéramos cierta cosa. La hemos hecho. Estamos en paz. No le debemos a usted nada. Usted no nos debe nada a nosotros. Ambos somos libres como el aire.

─No estoy muy seguro de que me guste esa actitud, Lam.

─¿Qué encuentra usted de malo en ella?

─La totalidad.

─En cuanto a la agencia se refiere, usted nos contrató para que obtuviéramos información relacionada con un pinjante. La obtuvimos.

─Pero han surgido otras cosas.

─Más vale que se deje caer por el despacho y hable de ello con Bertha. Y, a propósito, Shirley Bruce y Robert Hockley van a recibir la visita de detectives.

─¿Por qué?

─Simple formulismo para averiguar qué saben ellos si es que saben algo.

─Gracias por decirme eso ─contestó Sharples, dando de pronto muestras de ansiedad por dejar el aparato.

─No hay de qué darlas ─le respondí.

Y colgué el auricular.

Volví a la oficina en el coche de la agencia.

Habían salido ya las primeras ediciones de los periódicos matutinos, dando cuenta del asesinato, y con fotografías del cuervo, del lugar en que fuera hallado el cadáver, y del pinjante de esmeraldas. Como de costumbre, abundaban las teorías descabelladas. Algunos de los informadores habían llegado, en verdad, a dejar que su imaginación escalara prodigiosas alturas y hallara las más maravillosas soluciones.

Leí el artículo de un reportero en el que éste aseguraba saber «de muy buena tinta», que el sargento Buda estaba sometiendo a interrogatorio al cuervo y que, mediante el procedimiento de anotar, una por una, cuantas palabras pronunciara el pájaro, esperaba el sargento ponerse sobre la pista del misterioso asesino que clavara a Cameron el puñal en la espalda mientras éste hablaba por teléfono.

Buda, al parecer, había solicitado de la Prensa que hiciera una llamada al público, para que cuantas personas hubiesen sostenido aquel día conversación telefónica con Cameron, se pusieran en contacto con la policía.

La pistola del 22 hallada sobre la mesa también daba lugar a cábalas y conjeturas. El arma había sido disparada, aproximadamente, en el mismo instante de cometerse el asesinato. Ello no obstante, ningún proyectil se había hallado en el piso de la azotea. Lo cual daba pábulo a la creencia de que Cameron había disparado contra su asesino y de que éste, posiblemente, se encontraba herido.

Se comentaban las probabilidades de que el asesino no tuviese más remedio que acudir a una clínica para curarse, delatándose así a las autoridades.

El teléfono sonó bruscamente.

Vacilé, sin saber si contestar o no. Luego descolgué el auricular, disfracé la voz y dije:

─¿Diga? Habla el portero. ¿Quiere que tome algún mensaje?

No era aquélla la primera vez que oía la voz suave, llena de afabilidad y bastante agradable. Al principio, sin embargo, no caía en la cuenta de quién podía ser el que hablaba. Aquella voz, para mí desconocida, dijo:

─Perdone que le moleste, pero tengo verdadera ansiedad por hablar con el señor Lam de la agencia Cool y Lam. Si usted es el portero, quizá pueda decirme dónde encontrarle.

─Tendrá que dar su nombre ─le interrumpí.

─Pero escuche, amigo, eso no puedo hacerlo. Se trata de un asunto confidencial y…

Recordé de quién era la voz en aquel instante; la de Peter Jarratt. Dije:

─Un momento. Alguien entra… Pudiera ser el señor Lam… Buenas noches, señor Lam. Hay alguien aquí que quiere hablarle. Dice que es importante.

Y, por teléfono, agregué:

─Bueno. Aquí está el señor Lam. Ahora se pondrá al aparato.

Solté el auricular, di una vuelta por el despacho pera que se oyeran las pisadas por teléfono, volví a tomar el auricular y dije:

─¿Diga? ¿Quién es?

─Peter Jarratt, señor Lam.

─Ah, sí.

─Me gustó su manera de desenvolverse cuando le interrogó Buda. Fue usted muy hábil.

─Gracias.

─¿Ha visto los periódicos?

─Sí.

─He dado con la persona que, en otro tiempo, fue propietaria del pinjante de esmeraldas. No sé si le interesará seguir esa pista o no.

─¿Cómo se llama?

─Phyllis Fabens.

─¿Señas?

─Apartamentos Crestwell, Calle Novena. No tengo el número a mano, pero puede usted consultar el listín.

─Sé donde se encuentra eso ─le dije.

─Se me ocurrió que le interesaría saberlo.

─Gracias.

─¿Le dice algo eso?

─Ni pum ─le contesté alegremente─. Me contrataron para llevar a cabo una tarea. Cumplí mi cometido y cobré mis honorarios. Nada más. Pero gracias por su confidencia.

─Oiga, escuche ─protestó Jarratt─, a mí me parece que debiera investigarse ese extremo.

─Entonces será mejor que se ponga en contacto con Buda.

─No, no. Eso no puedo hacerlo. ¿No comprende usted?… Después de lo ocurrido… bueno, a mí se me antoja que a quien menos hay que notificar es a la policía.

─¿Por qué?

─Pudiera enredar la cosa… desconcertar a los investigadores… Escuche. Lam ─prosiguió, apresuradamente, el otro─, usted tiene un cliente en este asunto.

─Lo tuve.

─Estoy seguro de que su cliente querría que investigara usted esto… una pista tan clara… una confidencia tan importante… algo que, en mí opinión, debiera usted conocer a fondo.

─Gracias por advertírmelo.

Vaciló unos instantes. Luego:

─No hay de qué charlar ─dijo.

Y cortó la comunicación.

Bajé a toda prisa en el ascensor, saqué el coche de la agencia, y me dirigí a toda marcha a los Apartamentos Crestwell. En el cuadro de inquilinos vi que Phyllis Fabens ocupaba el número 328. Oprimí el timbre correspondiente y, casi en el mismo instante, abrieron la cancela desde arriba.

La empujé y entré.

El ascensor me condujo al tercer piso. Encontré el apartamento de Phyllis Fabens y llamé a la puerta.

─¿Quién es? ─pregunto.

─El señor Lam. No me conoce.

Abrió un poco la puerta y vi que tenía echada una cadena de seguridad. Era evidente que, cuando un joven llamaba a su casa por la noche, no estaba dispuesta a correr riesgos.

No me anduve con rodeos.

─Me llamo Lam ─anuncié─. Soy detective particular. Intento ponerme sobre la pista de una joya. Creo que usted puede suministrarme información. ¿Puedo entrar?

Me observó atentamente por la rendija. De pronto se echo a reír y quitó la cadena.

─Claro que sí ─dijo─. El hombre que se tira tan derecho al bulto y tan aprisa, bien merece que se le considere…

Aparentemente se le ocurrió que la palabra que había tenido la intención de emplear pudiera no parecerme a mí tan apropiada como a ella, porque interrumpió la frase, y soltó una risita para disimular.

─¿Seguro? ─inquirí completando la oración.

─No ─dije─. En todo caso, la que estaría segura sería yo. Pase.

Era un pisito muy agradable, bien cuidado, elegante y limpio. Daba la impresión de que en él se vivía y, sin embargo, estaba inmaculado.

─Siéntese, por favor ─me invitó, señalándome una silla.

Aguardé a que lo hiciera ella y luego la imité.

─¿Ha visto usted, por casualidad los periódicos de última hora? ─le pregunté.

─No.

─Intento seguir la pista de cierto pinjante. Me indicaron que quizá supiera usted algo de él.

─¿Quién le hizo esa indicación?

─Ésa es una de las cosas que un detective nunca puede permitirse el lujo de divulgar.

Reflexionó unos instantes. Luego repuso:

─Sí; supongo que tiene usted razón.

Saqué el periódico del bolsillo. Lo había doblado cuidadosamente para que pudiera ver la reproducción del pinjante y nada más. Se lo entregué diciéndole:

─Ésta es la pieza. ¿Me puede decir algo de ella?

Contempló ella la fotografía unos instantes. Luego desplegó deliberadamente el periódico hasta que pudo leer el pie del grabado. Éste decía que se trataba del pinjante hallado sobre la mesa, cerca de la víctima del asesinato, que habían sido forzados los engarces y extraídas las trece esmeraldas.

A continuación, dio la vuelta al diario para leer los titulares y enterarse de la identidad del muerto.

Durante todo aquel tiempo tenía el rostro completamente desprovisto de expresión y las manos firmes como una roca. No hubo boqueos, ni exclamaciones, ni gestos de sorpresa. Estaba tan fresca como una lechuga.

Juzgué que tendría alrededor de veinticuatro años. El ondulado cabello rubio tenía el color de melcocha. Despejada la frente, lo bastante rectas las cejas para darle aspecto de pensativa concentración. Los labios no era lo suficientemente delgados para que el rostro pareciese austero, pero la boca era sensitiva, una boca que sonreiría con facilidad y, sin embargo, sabría ser firme y decidida de requerirlo las circunstancias. Alzó la mirada del periódico.

─¿Qué es lo que desea saber? ─inquirió.

─Ese pinjante ─pregunté─, ¿le parece conocido?

Reflexionó un rato. Luego contestóme:

─Creo que tal vez sí. ¿Quiere usted decirme exactamente la relación que tiene con los hechos?

─Lo único que yo sé es lo que hay en el diario.

─No lo he leído. Me he limitado a echar una mirada a los titulares. Entiendo que el pinjante fue hallado sobre una mesa en el cuarto en que murió un hombre asesinado.

─Sí.

─Con franqueza señor Lam, no puedo identificar ese pinjante. Sólo puedo decirle lo siguiente. Tenía unas joyas antiguas que llevaban algún tiempo en la familia. Se trataba de chatarra en su mayor parte… es decir, las piedras no tenían gran valor. Entre ellas figuraba un pinjante muy parecido al que publica el periódico… aunque eso no quiere decir nada. Los debe haber, de esa clase, a centenares.

─Y… ¿qué me dice del suyo en particular?

─Pues nada más. Que era un pinjante. Su descripción no cuadraba con la que se hace de este otro.

─¿Qué quiere decir, exactamente?

─Que, desde luego, jamás tuve una joya que llevara engarzadas trece esmeraldas. Mi pinjante, si mal no recuerdo, era un duplicado casi exacto del que a usted le interesa. Sólo que llevaba engarzado un rubí sintético y las demás piedras eran granates.

─¿Qué fue de él?

─Lo vendí.

─¿A quién?

─¿Por qué lo pregunta?

Reí y contesté:

─No lo sé. Probablemente porque soy detective y tengo que hacer preguntas. He venido a investigar algo, conque más vale que investigue todo lo que con ello pueda estar relacionado.

Me devolvió el periódico. Los ojos gris˗plata me contemplaron, pensativos.

─Si quiere que le diga la verdad, se lo vendí a un tal Jarratt… especie de corredor que a veces negocia en cosas de esa clase. Así me lo han asegurado, por lo menos.

─Eso es muy interesante. ¿Qué casualidad la puso en contacto con el señor Jarratt?

─¿Casualidad? Ninguna. Fue un acto deliberado. Salí en su busca.

Enarqué las cejas. Ella rió levemente y continuó:

─Llevé las joyas a un establecimiento al que creí pudieran interesar.

─¿Al de Nuttall?

─¡Cielos, no! Nuttall es demasiado encopetado. Fui a una joyería pequeña… casi una tienda de barriada. De cuantas piezas ofrecí, la más valiosa era un anillo con un diamante de regulares proporciones. Pero creo que desmerecía por estar tallado a la antigua. Y había un par de relojes. Ya los conocerá usted… Eran de esos que las damas solían llevar prendidos en el… ¿no está de moda llamarlo seno?

─Prosiga ─dije sonriendo.

─Y el pinjante, y una pulsera… No tenían más valor que el del oro viejo.

─Y ¿cómo conoció a Jarratt?

─El propietario de la joyería pesó las piezas, las aplicó la piedra de toque, y me hizo una oferta. Me pareció muy baja. Me explicó que no podía pagarme más que el valor del oro como tal, y el que tenía el diamante. Lo demás carecía de valor casi por completo y habría de fundirse. A continuación me dijo que conocía a cierto señor con el que podía ponerme en contacto y que éste quizá, haría mejor oferta. Al parecer, dicho individuo contaba entre su clientela a gente que confeccionaba vestidos de época y andaba a la busca de piezas buenas de joyería antigua.

─¿Le dijo su nombre?

─En aquel momento, no.

─Y ¿qué sucedió?

─El joyero se puso en contacto con el tal señor y me hizo una nueva oferta… una oferta mucho más elevada que la primera… casi el doble.

─Y, claro, usted aceptó.

─No señor, no hice tal cosa. Aquel aumento tan considerable me hizo pensar que quizá hubiera algo… bueno, ya me entiende, pensé que intentaban aprovecharse de mi ignorancia. Conque le dije que había decidido no vender, y volví a llevarme las joyas.

─Y luego… ¿qué?

─Fui a otro joyero.

─¿Qué hizo éste?

─Ofrecerme exactamente lo mismo que me ofreciera el otro la primera vez, dándome la misma explicación: que las joyas no tenían más valor que el representado por el oro que llevaban.

─¿Qué hizo usted entonces?

─Le pregunté si no habría mercado para piezas antiguas… si no existiría algún corredor que tuviera salida para joyas así… Me contestó que en su vida había oído hablar de ninguno. Conque volví con las joyas al primer joyero y le dije, francamente, que no me gustaba que se aprovecharan de mí. Le dije que si con su oferta obtenía un beneficio legítimo, yo no tenía nada que decir, pero que me hacía muy poca gracia que ganara nadie demasiado a costa mía. El hecho de que un hombre, después de hacer una oferta, la doblara era como para hacer desconfiar a la persona más ingenua.

─¿Qué hizo el joyero?

─Se echó a reír. Dijo que comprendía perfectamente mis sentimientos. Se acercó a la caja registradora, sacó la tarjeta del señor Jarratt, y dijo: «¿Por qué no trata usted con él directamente? Obtenga el mejor precio que pueda y deme a mí el quince por ciento. Ése era el beneficio que pensaba yo obtener».

─¿Conque fue usted a ver al señor Jarratt?

─Conque fui a ver al señor Jarratt. Éste acabó haciéndome una oferta que me permitió pagar al joyero y, aun así, obtener cuarenta dólares más de lo que hubiese obtenido de no haberme tomado tantas molestias.

─Ese pinjante que figuraba entre las joyas… A propósito, deduzco que el señor Jarratt compró toda la colección, ¿no?

─Hasta la última pieza ─asintió la joven.

─Y el pinjante… ¿pareció interesarle en particular?

─No pareció interesarle ninguna de las piezas en particular. Su negocio, dijo, eran las inversiones de capitales pero, de cuando en cuando, se topaba con un cliente que buscaba piezas escogidas de joyería antigua… supongo que de la misma manera que algunas personas coleccionaban muebles antiguos. Afirmó que, algunas veces, le era posible colocar joyas de esa clase. Pero parecieron interesarle los relojes más que ninguna otra cosa. Aseguró que se podían arreglar y que marcharían muy bien.

─Un negocio un poco raro para un hombre de ese calibre, ¿no le parece?

─¿De qué calibre es?

─Maldito si lo sé. Pero es hombre que viste bien, que tiene un automóvil bueno, que gana, evidentemente, dinero y que sostiene un despacho que debe costarle caro.

─Entendí que el negocio de joyas no era más que una cosa secundaria. Y nada me sorprendería saber que el señor Jarratt es una de esas personas que andan a la caza de grandes negocios pero que no por eso se dejan escapar cualquier ocasión pequeña que se les presente de ganar algún dinero, por poco que sea.

─Puede que tenga usted razón. Es una posibilidad desde luego.

─Supongo que tiene usted que ser buen psicólogo en su profesión… leer el carácter de la gente con quien trata.

─Lo intento por lo menos.

─A mí me gusta estudiar a la gente también. Después de todo, más dependo de mi personalidad y de la impresión que obtengo de la gente que de ninguna otra cosa. Sea como fuere, siempre que hablo con alguien, intento averiguar todo lo que puedo acerca de su carácter.

─¿Cuánto tiempo hace que vio usted a Peter Jarratt?

─Tres o cuatro meses.

─¿No conocía a Robert Cameron?

─Ni en mi vida oí su nombre.

─¿Había esmeraldas en alguna de las piezas que vendió?

─¡Cielos, no!

─¿Ha estado en América del Sur alguna vez?

─No sea tonto, soy una simple trabajadora.

─Y, a propósito, ¿me es lícito preguntar a qué se dedica?

─Soy secretaria del director de una casa de seguros.

─Cuando vendió las joyas, ¿necesitaba usted dinero por algún motivo especial?

Se echó a reír. Luego exclamó:

─¡Cómo se tira al bulto, amigo, sin miedo a que le den en el testuz!

─Y a veces ─asentí, sereno─, alargo el cuello demasiado, con grave riesgo de que me decapiten. El hacer preguntas es parte de mi profesión.

─Me parece que ya le he dicho bastante, ¿no?

─Supongo que sí. Pero yo no tengo más remedio que hurgar allí y allá, para ver si descubro una pista que me sirva de algo.

─¿Por qué es tan importante el pendentif?

─No lo sé. Figura en un asesinato.

─¿No pertenecía al señor Cameron?

─Supongo que sí.

─Escuche voy a ser franca con usted, señor Lam. Ése no es mi pinjante. El que a usted le interesa es, evidentemente, un pendentif de esmeraldas. El mío era de igual diseño, pero usted sabe tan bien como yo que ese diseño estuvo de moda durante toda una época. Debieron hacerse por entonces centenares de pinjantes iguales. Es muy probable que la mayor parte de ellos se hayan fundido ya. Pero, desde luego, no creo que le costara trabajo a una persona encontrar un pinjante así, si quisiera…

─Si quisiera… ¿qué?

─Hacer un duplicado de una joya determinada.

─Y… ¿usted cree que eso era lo que quería Jarratt?

─Yo no dije eso.

─Le pregunto que qué opina.

─Después de todo, usted es el detective. ¿Por qué no se encarga usted de opinar y pensar?

─Bien. Así lo haré. Gracias.

Se puso inmediatamente en pie, serena, con aplomo, pero el gesto era decidido y de despedida.

─Bueno, pues muchas gracias ─dijo─. ¿No hay ninguna otra cosa que sepa?

─Ni media.

Le volví a dar las gracias y salí, dirigiéndome a un teléfono público. Llamé a Peter Jarratt. Se hallaba en su despacho, aguardando.

─¿Descubrió algo? ─me preguntó en cuanto supo quién era.

─Sí ─le dije─, he descubierto bastante.

─¿Pudo identificar el pinjante?

─El suyo tenía un rubí sintético y unos granates.

─¡Oh! ─exclamó.

─¿Qué es lo que le hizo pensar en la señorita Fabens? ─pregunté.

─Si quiere que le diga la verdad, Lam, fue una de esas casualidades. Me acudió a la memoria. Recordé haberle comprado joyería antigua a una joven y consulté mi dietario, hallando el nombre y las señas.

─Y ¿qué hizo usted de las piezas?

─Las coloqué en distintos sitios. Había un par de relojes con cuya venta obtuve un buen beneficio. Lo demás no pasaba de ser chatarra.

─¿No le dio usted el pinjante a Robert Cameron?

─¡Líbreme Dios! Yo no regalo joyas a mis clientes.

─Y… ¿él no se lo compró?

─No.

─Bueno; muchas gracias por su información.

─¿Piensa usted hacer algo en ese asunto?

─No, señor mío, no pienso hacer nada. No sé qué relaciones tendrá usted con esa muchacha. No sé si llegará muy lejos la policía en sus esfuerzos por seguirle la pista a ese pinjante. Pero sí sé que, si corriera al sargento Buda con una «pista caliente» que luego resultara ser una simple intentona encaminada a despistar a las autoridades, al sargento Buda no iba a gustarle. Ni a mí tampoco. Conque buenas noches, adiós, y que usted descanse.

Colgué el auricular antes de que a Peter Jarratt pudiera ocurrírsele una contestación apropiada.