coolCap8

BERTHA Cool, tras cerrar con llave los cajones de su mesa, se había marchado a casa dando por terminado su día de labor. Yo me encontraba en la oficina hablando con Elsie Brand.

─Necesitas quien te ayude Elsie.

─Oh, ya me las arreglo sola. ¡Qué alegría que estés de vuelta de ultramar, Donald! No sabes tú lo que eso representa.

Me miró y volvió a retirar apresuradamente la vista. Se le encendieron levemente las mejillas.

─Ha representado más trabajo ─le dije.

Rió, nerviosa.

─Claro que sí. Eres tú el que trae negocio a la casa ─replicó, riéndose nerviosamente.

─No era eso lo que quería decir. Ha representado más trabajo para ti.

─Lo hago con gusto.

─No hay razón para que lo hagas. No puedes estar sentada ahí aporreando el teclado sin parar ocho horas al día. Me parece que le diré a Bertha que necesitas ayudante.

─Salgo del paso, Donald. Algunos días me retraso un poco, pero, por regla general, hay alguna interrupción que me permite poner las cosas al día.

─Una ayudante ─repetí─. Y me parece que dejaré que ella se encargue del trabajo de Bertha y tú serás mi secretaria.

─¡Donald! A Bertha le daría un patatús.

─De esa manera ─proseguí─, tendrás mucho más descanso. Bertha anda siempre mandando esas circulares que insiste sean escritas una por una. Ello requiere demasiado tiempo y energía.

─Traen negocio a la agencia.

─¿Qué clase de negocio? Casos de a perra gorda. Lo que buscamos ahora es lo de importancia. Bueno. Ya arreglaré yo eso.

─A Bertha le dará un ataque cardíaco.

─Que le dé. Ella…

Sonó el timbre del teléfono.

Elsie Brand me miró, interrogadora. Dije:

─No hagas caso. O, mejor dicho, aguarda. Tal vez sea Sharples que ande pidiendo auxilio a gritos. Veamos, quién es.

Elsie descolgó el auricular. Me lo dio al poco.

─Es para ti, Donald.

Tomé el aparato y oí una voz incisiva, bien modulada, que inquiría:

─¿El señor Donald Lam?

─El mismo.

─¿De la casa Cool y Lam, investigadores confidenciales?

─Exacto. ¿En qué puedo servirle?

─Habla ─dijo la voz─. Benjamín Nuttall. Me hizo usted una visita hoy, anunciándome que había sido robado cierto pinjante. Quisiera hablar con usted del asunto.

─Olvídelo ─le aconsejé─. Dijo que no había visto el pinjante, y con eso me bastó.

─Justo ─anunció secamente Nuttall─; pero la situación ha cambiado levemente ahora.

─¿Y qué?

─Deseo discutir el asunto más detalladamente con usted.

Respondí:

─Poseo una imaginación privilegiada, pero no se me ocurre cambio alguno en la situación que pueda aconsejarme que discuta con usted el asunto de un pinjante de esmeraldas que dice usted no haber visto nunca.

─¿No? ¡Pues a ver que opina de lo siguiente! El sargento Buda está sentado frente a mí y es él quien hace las preguntas.

─Bueno ─repliqué secamente─, dentro de cinco minutos estaré allí. Dígale a Buda que me pongo en camino.

Corté la comunicación.

─¿Qué pasa? ─inquirió Elsie.

─Caso de que Bertha se pusiera en contacto contigo, dile que me voy al establecimiento de Nuttall. Sam Buda se encuentra allí, y Benjamín Nuttall no tuvo suficiente sentido común para cerrar el pico. Ahora voy a tener que dar algunas explicaciones.

─¿Puedes hacerlo? ─me preguntó.

─Eso no lo sé hasta que lo intente.

─¿Les dirás la verdad? ─inquirió, aprensiva.

─La verdad es una perla de gran precio.

─¿Bien?

─Y ¿no existe un proverbio según el cual no deben echarse perlas a puercos[1]?

─Donald, no te metas en líos.

─Tengo que meterme en líos de cuando en cuando para no olvidar la técnica de cómo salir de ellos. Más vale que te pongas en contacto con Bertha y le digas que se retire de la circulación de momento, hasta que pueda alcanzarla y hablar con ella para que nuestras explicaciones no se den de patadas.

─¿Qué explicaciones vas a dar, Donald?

─Te lo diría sí lo supiese, pero no lo sé. Todo depende de si Nuttall ha dicho algo de Peter Jarratt.

─Y… ¿si lo ha hecho?

─Si lo ha hecho, voy a dejar que Peter Jarratt, agente de inversiones, sea el que lo diga casi todo. Ponte al habla con Bertha y dile que desaparezca de momento. Me voy.

Llegué aprisa a la compañía de joyería Nuttall. A la puerta aguardaba un guardia de la brigada volante, franqueó conmigo la puerta principal, entregándome al vigilante de Nuttall, que me entregó, a su vez, a un guardián que me condujo escalera arriba al despacho del jefe.

Nuttall, el sargento Buda y Peter Jarratt estaban arrellanados en sillones fumando en silencio. La atmósfera estaba cargada de humo. La actitud de los tres hombres daba la sensación de que habían llegado a un punto muerto y se encontraban descorazonados. Me dieron la misma sensación que los miembros de un jurado que se miran en silencio cuando no pueden ponerse de acuerdo y el juez se niega a despedirles.

─Hola, amigos ─dije.

El sargento Buda gruñó un saludo, se volvió a Nuttall y le conminó.

─Dígale lo que me ha dicho a mí.

Nuttall escogió cuidadosamente las palabras. Obró como si deseara avisarme de que no hablara más de la cuenta.

─A una hora más temprana que hoy ─dijo, pronunciando las palabras con estudiada exactitud─, este caballero se presentó y dijo que deseaba verme en relación con un asunto de suma importancia. Hablé con él. Le pedí que me enseñara sus credenciales, y me enseñó un documento en el que constaba que era detective particular, se llamaba Lam, y era socio de la entidad…

─Olvídelo ─le interrumpió Buda, impaciente─. Vaya al grano. ¿Qué sucedió?

─Me preguntó si había visto cierto pinjante de esmeraldas o si sabía algo de él. Me dio a conocer la forma y diseño del pinjante por medio de un boceto que llevaba. Le pregunté por qué había venido a mí y me contestó que porque tenía entendido que yo me especializaba en esmeraldas.

─Siga ─ordenó Buda.─, díganos lo demás. ¿Por qué dijo que le interesaba?

─Eso es cosa ─anunció Nuttall─ que no recuerdo con exactitud. No recuerdo si intentaba dar con el paradero de la joya por cuenta de un cliente o no. Pero, obtuve la impresión de que había, quizá, cierto lío doméstico en el fondo.

Buda se volvió a mí.

─¿Cuál es la historia? Escúpala.

─Aproximadamente ─le aseguré─ la que acaba usted de oír.

─¿Qué excusa le dio usted?

─No creo que le diera ninguna.

─Él cree que sí, pero no la recuerda.

Sonreí y dije:

─Ésa es la impresión que intento crear. Hablo aprisa y aturdo. No vine aquí a dar a conocer mis motivos, sino a saber si había visto aquel pinjante de esmeraldas.

Buda mascó el cigarro puro y me miró con ojos que eran medio hostiles.

─Bien. Intente usted aturdirme a mí y verá hasta dónde llega. ¿Por qué andaba buscando ese pinjante de esmeraldas?

─No intentaré aturdirle, sargento ─contesté─. Le diré la verdad. Un cliente deseaba que obtuviera esa información.

─¿Para qué?

─Eso tendrá que preguntárselo al cliente.

─¿Harry Sharples?

─No pienso decirlo.

Buda removió el puro en la boca y señaló a Nuttall con la cabeza.

─Continúe. Cuéntenos lo demás otra vez.

Nuttall intervino.

─En aquel momento, le contesté a este joven, con toda veracidad, que no poseía información alguna acerca de un pinjante tal como el que él me había descrito. Más tarde, sin embargo, el señor Jarratt, a quien he conocido ligeramente, se presentó con un pinjante así para que se lo tasara. Le sugerí que, antes de que llegara siquiera a comprometerme tasando la joya debiera ponerse él en contacto con el señor Lam y averiguar qué era lo que deseaban Cool y Lam… qué interés tenían ellos en el asunto.

─Exacto ─asintió Jarratt, moviendo efusivamente la cabeza en señal de asentimiento.

─Y ¿de dónde sacó usted el pinjante? ─le preguntó Buda a Jarratt.

─Me lo entregó el señor Robert Cameron, suplicándome que lo hiciera tasar.

Buda mascó un poco más la destrozada y húmeda punta del puro, luego lo tiró a la escupidora.

─No me gusta ─murmuró.

Nadie contestó una palabra.

─Les estoy dando una oportunidad para que cuenten todos lo sucedido al propio tiempo ─dijo, sin dirigirse a ninguno en particular─ para que ninguno pueda intentar cubrirse a expensas de los demás. Por otra parte, ello les da a todos la ocasión para ponerse de acuerdo. Si descubro que es eso lo que ha sucedido, no va a gustarme ni pizca.

Todos guardamos silencio.

─¿Ha tenido tratos comerciales con Cameron previamente? ─le preguntó Buda a Jarratt, disparándole la pregunta tan aprisa y de una manera tan imprevista como un boxeador que descarga un golpe con la izquierda.

Jarratt alzó los ojos de suerte que se clavara su mirada en la pared sesenta centímetros por encima de la cabeza de Buda. Frunció el entrecejo, como intentando evocar un recuerdo algo nebuloso, y dijo:

─He visto al señor Cameron varias veces antes de eso. Es posible que haya cumplido algún encargo suyo. Mejor dicho, algo debo haber hecho por él, de lo contrario no hubiera acudido a mí a pedirme que hiciera tasar la joya. Pero, por mucho que me devano los sesos, sargento, no consigo recordar qué otra operación puedo haber hecho con él. Quizá me acuda más tarde a la memoria.

─¿Cuál es su negocio, exactamente?

─Pues, verá… soy una especie de intermediario. Negocio joyas de valor por cuenta de personas que han solicitado un préstamo y que se ven obligadas a vender la garantía. Y, claro está, actúo también a veces por cuenta de clientes que pasan estrecheces económicas y que no pueden permitirse el lujo de figurar personalmente en una operación.

─¿Una especie de prestamista encopetado?

─No, no. Yo no llevo cuentas de ninguna índole, ni doy créditos de ninguna especie. Sólo actúo como intermediario. Como es natural, dispongo de una lista de sitios donde pueden venderse joyas de alta calidad y soy algo entendido en joyas también. Tengo que serlo. No puedo correr el riesgo de que se le estafe a un cliente.

─Y… ¿Cameron fue a verle y le pidió que obtuviera el mejor precio posible por ese pinjante?

─Me pidió que lo hiciera tasar cosa que, naturalmente, es completamente distinta.

─Pero que, en su profesión, conduce a lo mismo, ¿no es eso?

─A veces.

─¿Generalmente?

─Sí.

Buda se encaró conmigo.

─Supongo que usted estaba haciendo, simplemente, la ronda de todas las joyerías, ¿no?

No caí en la trampa.

─Todo lo contrario ─le respondí─. El establecimiento de Nuttall fue el primero y único que visité.

─¿Por qué?

─No tuve tiempo de visitar a los otros antes de que surgiera este otro asunto.

─¿Qué otro asunto?

─Éste.

─¿Se refiere a Sharples?

─A nuestra marcha para entrevistarnos con Cameron.

Buda replicó, irritado:

─¡Por los clavos de Cristo, que intenta usted confundirme! Quiere darme la sensación de que ha hablado con franqueza, de que no ha callado nada… Pero no me ha dicho nada en absoluto.

─Lo siento.

─Podemos pasarnos aquí toda la noche ─dijo Buda─ si es necesario. Usted sabe dónde se encontró ese pinjante Lam. Quise investigarlo. Mis hombres recorrieron los principales establecimientos de joyería. Ninguno de ellos lo había visto nunca. Luego llegamos a Nuttall. Nuttall nos proporcionó la pista de Jarratt y luego, algo tardíamente, se acordó de usted. Bueno pues. Usted estuvo aquí haciendo preguntas acerca de ese pinjante. ¿Por qué?

─Le diré todo lo que puedo, sargento ─contesté─. Ese pinjante era una pieza que pasaba de madre a hija en determinada familia. Pertenecía a una mujer. Alguien que le tiene afecto a esa mujer se dio cuenta de pronto que ya no poseía la joya. Quiso averiguar qué había sido de ella.

─¿Por qué?

─Imagínese que se diera usted cuenta de pronto de que su esposa ya no tenía una joya valorada en muchos miles de dólares. Querría averiguar qué había sido de ella, ¿no?

─¿Era ésta una cuestión de marido y mujer?

─Yo no dije que lo fuera.

─Pero lo ha sugerido.

─¿Cuándo?

─Cuando me preguntó qué sensación me producirla lo de mi mujer ─contestó Buda, irritado.

─Eso ─le dije─, no fue más que una pregunta y un ejemplo.

─¡Maldita sea su estampa! ─aulló Buda─. ¡Soy yo quien hace las preguntas aquí!

─Muy bien, tire adelante.

─¿Se trataba de marido y mujer?

─Hombre, le diré… sí que pudiera haberse tratado. No obtuve yo la impresión de que se tratara de eso por entonces, pero me temo que no puede excluirse semejante posibilidad. Él no me dijo que fuese su mujer.

─¿Y le dijo ─rugió Buda─, que no lo era?

─No, sargento. Estoy completamente seguro de que no me dijo eso.

─¡Al diablo con usted! Esto no nos conduce a ninguna parte. ¿Obtuvo usted la impresión, acaso, de que se trataba de un chantaje?

─Creo que mi cliente pensó que le gustaría que fuese investigada semejante posibilidad.

─Y ¿la investigó usted?

─No.

─¿Por qué no?

─En cuanto vi el pinjante en posesión de Cameron, quedé convencido de que no se trataba de un chantaje. En verdad, según resultó después, la persona por quien mi cliente se interesaba se había deshecho de la joya meses antes. Cameron debió obtenerla por algún otro conducto.

Peter Jarratt se agarró a la explicación. Se acarició la calva, diciendo:

─Creo que ésa es una posibilidad que hay que tener en cuenta… una posibilidad muy concreta.

─¡Qué rayos, sargento! ─exclamé─. Yo tengo que proteger a mi cliente. No puedo andar por ahí yéndome de la lengua. Pero, como buen detective, debiera poder deducirlo todo de lo que ya le he dicho. Hoy mismo, y en hora posterior, se me dijo que la persona propietaria del pinjante lo había vendido porque estaba cansada de esmeraldas y quería comprar diamantes. Y yo creo que lo que el señor Jarratt intenta decir es que Cameron compró esa pieza simplemente porque le interesaban las esmeraldas.

─Precisamente ─asistió Jarratt─. Tengo el convencimiento de que al señor Cameron le interesaban las esmeraldas por los muchos años que había pasado en Colombia. Creo que entendía en esmeraldas. Colijo que las esmeraldas de este pinjante eran de una intensidad y de un color poco corrientes. Carecían, virtualmente, de fallas e impurezas. Yo las hallé muy poco usuales y le pedí al señor Nuttall que confirmara mi opinión.

─Pero ¿quién ofrecía el pinjante a la venta? ─inquirió Buda.

─No se ofrecía a la venta sino que se solicitaba su tasación ─insistió Jarratt.

─Y ¿quién era su propietario?

Jarratt le miró de hito en hito.

─Pues el señor Cameron, claro está.

─¿Está usted seguro de ello?

─Lo di por sentado.

─¿Desde cuándo era su dueño?

Jarratt miróme y añadió:

─Según el señor Lam desde hace varios meses.

Buda tabaleó con los dedos sobre el borde de la mesa.

─¿Por qué diablos había de molestarse tanto Cameron en hacerlo tasar con exactitud para luego arrancarle la pedrería?

─Quizá fuera un ladrón ─intervine yo─, quien arrancó las piedras.

─Narices ─dijo Buda─. Cameron sacó las esmeraldas de sus engarces él mismo. Encontramos un equipo completo de herramientas de joyero en el cajón de su mesa Quitó las piedras del pinjante y luego se puso a esconderlas. Metió seis de ellas en la jaula del cuervo, en un sitio donde creyó que nadie las encontraría. Había dos sobre la mesa. Lo que da un total de ocho.

─Y eran trece ─dije yo.

─Y ─prosiguió Buda─ cuando al efectuar el registro a conciencia que se lleva a cabo en tales casos, y desconectar el codo del desagüe del lavabo instalado en el cuarto de baño del piso de la azotea para averiguar si el asesino se había lavado allí las manos manchadas de sangre… ¡encontramos las otras cinco esmeraldas!

─Magnífico ─dije─. Así no falta ninguna.

Buda me miró, con ira.

─Ahora ─dijo─, ¿querrá usted decirme por qué rayos sacó Cameron las piedras de sus engarces, metió cinco por el desagüe del lavabo, seis en la jaula del cuervo, y dejó dos sobre la mesa?

─No creo ─repuse─ que me llamara usted aquí en plan de consulta.

─Y que lo diga, amigo mío. Le llamé para obtener ciertos informes y quiero esos informes. Y, como venga usted con camelos, que me ahorquen si no le hago retirar la licencia.

─Creo haber respondido a cuantas preguntas me ha hecho.

─¡Oh, seguro! ─exclamó, con sarcasmo─. ¡Ya lo creo que las ha contestado! Y lo ha hecho hasta con verborrea. Y estos dos otros caballeros están aportando una ayuda inconmensurable. ¿Verdad que es raro que con tanto auxilio, no encuentre dato alguno que me sirva?

─Está usted cansado ─contesté─, y tiene los nervios de punta. Ha estado trabajando demasiado, últimamente. Tal como yo lo veo, resulta de una sencillez abrumadora. Se me llamó para que averiguara qué había sido de ese pinjante, por qué había desaparecido, quién lo tenía, y por qué. Empecé a hacer la ronda de los establecimientos de joyería…

─Y quiso la suerte que diera con el establecimiento que lo tenía a la primera intentona, no teniendo así necesidad de visitar a ninguno de los otros, ¿eh?

─No fue la cosa tan oportuna como todo eso, sargento. Sabía que Nuttall tenía nombre como especialista en esmeraldas de alta calidad, conque vine aquí primero.

─Y… ¿Nuttall le dijo que lo tenía?

─No sea tonto ─le dije─. Nuttall estaba protegiendo a su cliente.

─¿Quiere decir con eso que le dijo que no sabía una palabra del pinjante?

─Quiero decir que me dio un cien por cien de información negativa.

─Entonces, ¿por qué vino a verle si sabía que no le iba a dar información alguna?

─Eso no lo sabía cuando vine a verle.

─Pero, ¿lo descubrió?

─Sí.

─Y luego… ¿qué?

─Y luego ─le repuse─, me dijeron qué abandonara el asunto porque surgieron otras cosas que, de momento, tenían mayor importancia. Y eso es todo.

─Pero… ¿esos asuntos de mayor importancia le condujeron al pinjante después de todo?

─Con franqueza, sí.

─¡Qué franqueza, ni qué rayos! ─me gritó Buda─. Me dice usted eso porque sabe que lo sé. Y ahora, ¿cómo es que Cameron tenía ese pinjante?

─Le he asegurado repetidas veces, sargento, que ésa es cosa que no puedo decirle. Pero sí puedo decirle que, en vista de que el pinjante había sido localizado, mi cliente tuvo la oportunidad de hablar francamente con la mujer interesada y descubrió que ella se había deshecho de la joya porque deseaba otra clase de piedras, y que había vendido el pinjante hace meses. Ésa es la explicación completa. Como comprenderá usted sin dificultad, de haber ido este hombre directamente a preguntarle con franqueza a su… a la joven en cuestión…

─¿La joven? ─me interrumpió Buda.

─Pues… sí.

─¡Ah! Conque es uno de esos casos… ¿eh?

─Yo no he dicho que lo fuera.

─Se le fue la lengua y se delató. Quien lo dice ahora soy yo.

─Claro está ─dije─, que yo no puedo controlar las conclusiones a las que usted llegue, ni soy responsable de ellas.

─¡Bah! ─exclamó Buda, chasqueado─. ¡Conque es uno de esos casos! ¡Un viejo verde y su amiga! Y él creyó que la muchacha empeñaba los regalos que le hacía cuando, ¡vive Dios!, ¡era eso precisamente lo que estaba haciendo!

─No lo cree él así ahora.

Fue áspera la risa de Buda.

─Claro que no. Porque tuvo ella tiempo de inventar una explicación. Conque le miró a los ojos, le dijo cómo había ocurrido la cosa, y el viejo imbécil se tragó el anzuelo, sedal y caña de pescar. Ahora, sólo hay una cosa que quiero saber. ¿Es Cameron el viejo verde… el pagano?

─No creo que Cameron fuera el pagano de nadie.

─Eso cuadra ─anunció Buda─. Una pregunta más. ¿Fue él quizá el rival que se metió por medio y…?

─No creo que el interés de Cameron en el pinjante estuviera relacionado con historia amorosa alguna ─le dije.

─Le digo ─insistió Jarratt─, que fue sólo que le interesaban las esmeraldas. Las que tenía aquel pinjante se salían de lo corriente. Yo creo que el señor Nuttall lo tasó muy por debajo de su verdadero valor. Y creo que lo hizo porque tenía prejuicios contra él como consecuencia de su montura anticuada. Daba ésta la sensación de que las esmeraldas habían andado rodando por ahí mucho tiempo y, de haber sido tan selectas, las hubieran cambiado de montura y vendido mucho tiempo antes. Con franqueza, yo le dije al señor Cameron que las esmeraldas eran verdaderas maravillas, que si las tuviera engarzadas en otra montura más moderna, valdrían una pequeña fortuna… y no tan pequeña por cierto. Yo creo que ésa fue la razón de que las estuviera arrancando de la montura cuando… bueno, cuando sucedió algo.

Nuttall carraspeó.

─Señores ─dijo─, seré franco con ustedes. Examiné ese pinjante con cierta precipitación y sin darle demasiada importancia. La montura despertó mis prejuicios. Es muy posible que se me pasara por alto algo. Las esmeraldas engañan mucho. Y, ahora que lo pienso, si que era poco normal su colorido. Pensé por entonces… Mejor dicho, la verdad es que no pensé por entonces. Dejé que se me escapara por entre los dedos algo que valía la pena atrapar.

Buda se puso en pie.

─Supongo que es eso ─dijo.

Luego agregó, casi en son de rato:

─Tiene que serlo.

Jarratt movió afirmativamente la cabeza, como para tranquilizarle con su asentimiento.

─Tiene que ser eso, sargento ─aseguró─. Cameron iba a cambiar la montura, tal como yo le había aconsejado.

Nuttall abrió un cajón de su mesa y sacó un frasco de whisky, de doce años.

─En estas circunstancias, señores, no parece existir motivo para que no echemos un traguito.