coolCap6

UNA vez en el coche, dijo Sharples:

─Lam, quiero llevarle al piso de Shirley Bruce ahora. Quiero ser el primero en darle la noticia de lo que le ha ocurrido a Cameron. Y deseo averiguar lo de ese maldito pinjante.

─Por mí no hay inconveniente ─le dije─. Es usted quien paga el tiempo.

Vi que le temblaba la mano al darle al arranque. Chirriaron los engranajes cuando encajó en primera. Al llegar a la segunda travesía, inició el cruce con luz roja luego retrocedió y pegó contra el coche que iba detrás.

─¿Quiere que conduzca yo? ─le pregunté.

─Bueno. Estoy un poco alterado.

Me apeé y di la vuelta al «auto». Sharples se corrió hacia el otro lado y yo abrí la portezuela de la izquierda, sentándome al volante. Seguimos en dirección Oeste hasta un distrito de pisos de lujo y Sharples me dijo dónde debía parar. Le pregunté si tenía empeño en que entrara con él. Me dijo que sí.

Shirley Bruce no me vio al principio. Soltó un gritito de alegría y corrió hacia Sharples. Éste intentó mostrarse serio y digno, pero la muchacha le echó los brazos al cuello, alzó una pierna hacia atrás, y exclamó:

─¡Tío Harry!

Había hecho una labor de besuqueo muy completa antes de que pudiera Sharples liberar los labios para decir:

─Señorita Bruce, quisiera presentarle a un… ah… uh… un amigo mío: el señor Donald Lam.

Soltó a Sharples, encendida y llena de embarazo unos instantes. Luego me dio la mano y nos invitó a entrar y sentarnos.

Era morena, con toda la chispa y todo el fuego de un ópalo negro. Su figura hubiese ido bien como adorno de un calendario artístico. Tenía curvas, y ojos, y piernas. En aquel instante se mostraba respetuosamente recatada; pero eso no significaba nada. Eran salientes los pómulos, respingada la nariz, y pequeña la boca y de labios carnosos. Se deslizaban las expresiones por su semblante como las sombras de las nubes por la montaña.

Le quitó el carmín de la cara a Sharples con su pañuelo. Se puso a trabajar luego con un dedo meñique, barra de carmín y polvera, aplicándose a los labios un vívido carmesí hasta dejárselos como sabrosas fresas prestas a ser comidas. Y, durante todo ese tiempo, no dejó de hablar ni un solo instante.

─Ya iba siendo hora de que te presentaras tío Harry. ¿Te das cuenta del tiempo que ha pasado desde que te vi la última vez? ¿Qué estás haciendo? ¿Intentando matarte a fuerza de negocios? Trabajas demasiado. Necesitas jugar. Y prometiste llevarme pronto a Colombia. Después de todo, no hay necesidad de trabajar como un esclavo siempre. ¿Por qué no podemos…?, pero ¿qué ocurre? Pareces como si… Dime, ¿ha sucedido algo?

Sharples carraspeó, sacó torpemente la pitillera. Me miró con impotencia.

Enarqué las cejas y Sharples hizo un gesto afirmativo.

─Le traemos una mala noticia señorita Bruce ─dije.

El rígido dedo que aplicaba los últimos toques a la comisura de sus labios se inmovilizó. No volvió la cabeza, pero los ojazos negros giraron en las órbitas para mirarme por encima del espejo de la polvera.

─¿Diga? ─murmuró, sin moverse aún.

─Robert Cameron ha muerto a primera hora de esta tarde ─añadí.

La polvera se le escapó de entre los dedos, y pegando contra su rodilla, derramó los polvos sobre la alfombra.

Su mirada no se apartó de mi rostro.

─¿Ha muerto?

─Sí.

─¿Cómo?

─Asesinado.

─¿Asesinado?

─Sí.

─¿Quién le mató?

─Hasta ahora, tanto vale su opinión como la mía. ¿Cuándo le dio ese pinjante?

─¿Qué pinjante?

─El legado por Cora Hendricks.

─¿Se refiere al pinjante de esmeraldas?

─Sí.

─¡Santo Dios! ─exclamó─. ¡Eso!

Las pupilas de Sharples se contrajeron.

─¿Qué me dices de ello? ─preguntó─. Necesitabas dinero, ¿verdad, Shirley? Y fuiste a Bob Cameron y le pediste que vendiera el pinjante. ¿Por qué no viniste a mí? ¿Por qué no aceptaste…?

La expresión de su rostro le hizo enmudecer. Le miraba interesada y con incredulidad.

─¿Necesitar dinero? ─murmuró.

─Sí. ¿No lo necesitabas? Claro que sí. No lo hubieras vendido a menos que…

─Pero ¡si no necesitaba dinero! ─le interrumpió─. Con franqueza, quería algo más moderno. Le pedí al señor Cameron que se encargara de las negociaciones. Pensé que sacaría más provecho que yo. Deseaba hacer un intercambio y…

─¿Cuánto tiempo hace de eso? ─inquirió Sharples.

A Shirley se le dilataron levemente las pupilas.

─Deja que piense… Debe haber sido…

─¿Anteayer?… ¿Ayer?… ─la apuntó Sharples.

Abrió los ojos con sorpresa.

─Fue hace tres meses, quizás cuatro, tío Harry. Fue… aguarda… sí, hace cuatro meses.

─Y, después de tanta espera, ¿no te…?

─¿Qué espera?

Sharples me miró y yo tercié preguntando:

─¿Qué hizo el señor Cameron del pinjante?

─Lo vendió como yo le pedí. Había un tal Jarratt que comercia en esas cosas. No sé exactamente cómo… una especie de arreglo comercial mediante el cual se recogen esas cosas y se cambian por otras. Me ofreció una cantidad por mediación del señor Cameron, claro está…

─¿Cuánto? ─interrumpió Sharples.

Ella se puso colorada.

─Prefiero no decirlo… ahora. Fue mucho. Al señor Cameron le pareció bien el precio y lo acepté. El señor Cameron lo había hecho tasar por dos joyeros con anterioridad.

─Y ¿qué hiciste del dinero?

Tendió la mano, enseñándole una sortija con un diamante enorme.

─Estaba cansada de esmeraldas. ¡Las he visto tanto! Compré este anillo y… bueno, el resto lo metí en el Banco.

Sharples me miró, perplejo.

Le hice una seña, pero no la vio. Al cabo de un rato, cuando el silencio empezaba a hacerse embarazoso, le dije a Sharples:

─Bueno, pues si no hace usted una pregunta, tendré que hacerla yo.

─¿Era parte de ese dinero para Robert Hockley? ─le pregunté a Shirley Bruce.

Se indignó. Dos manchones de color la tiñeron las mejillas. Le centellearon los ojos.

─¿Con qué derecho me hace pregunta semejante?

─Eso no es cuenta suya.

Miré a Sharples. Podía continuar él desde ahora.

Éste empezó a decir algo pero se contuvo.

La muchacha alzó la barbilla. Me dio la espalda. Con tan simple gesto me eliminó de la discusión tan por completo, como sí me hubiese echado al pasillo de un empujón.

─¡Oh, tío Harry! ¿Por qué ha tenido que morir? ─preguntó─. Era tan bueno tan amable, tan comprensivo, tan considerado, tan… tan generoso. Tenía todas las buenas cualidades que puede tener un hombre.

Sharples se limitó a mover afirmativamente la cabeza.

Brusca e impulsivamente, cruzó la muchacha hacia él, se sentó en el brazo del sillón y le pasó la mano por los cabellos en dulce gesto acariciador. Y, sin previo aviso, se echó a llorar.

Las lágrimas le dejaron la cara hecha un mapa; pero eso la tuvo sin cuidado. El rimmel, mezclado con el llanto, trazó surcos grises por las mejillas, recordándome el efecto de la lluvia al azotar las ventanas de un distrito industrial y resbalar las gotas por el vidrio arrastrando el hollín acumulado.

─Cuídate mucho, tío Harry ─hipó─. Eres lo único que me queda.

Contemplándole el rostro a Sharples, se daba uno cuenta de cuán hondo le penetraba la idea.

─¿Por qué dices eso, Shirley? ─preguntó.

─Porque te quiero tanto y porque… Oh, Harry, querido, ¡me siento tan sola en el mundo…!

─¿Te dijo algo Bob Cameron? ¿Algo que te hiciera suponer que presentía algún peligro?

Sacudió ella el devastado semblante.

─No lo comprendo ─dijo Sharples─. No lo comprendo ni poco ni mucho.

Le rodeó el talle con el brazo, le dio unas palmaditas tranquilizadoras en la cadera, y luego hizo un esfuerzo por incorporarse.

─He de marcharme, Shirley ─dijo─. Hay muchas cosas que hacer y he de llevar al señor Lam a su despacho. Le prometí que sólo me detendría aquí un instante.

Se mostró amable conmigo ahora la joven. Las lágrimas hablan disuelto su desdén. Posó una mano blanda y flexible dentro de la mía, e hizo, con voz ahogada, un comentario cortés. Acarició a Harry Sharples con los ojos. Éste no hacía más que retroceder, recordando el rojo carmín de los labios. No pude menos de preguntarme si mostraría tanta indiferencia por aquellos besos dados tan a conciencia cuando visitara a su pupila sin que nadie le acompañase.

Los ojos de la muchacha buscaron los suyos un instante antes de cerrar la puerta.

─No te mantengas alejado, Harry. Vuelve tan pronto como puedas… por favor.

Prometió y echamos a andar por el pasillo juntos.

Le pregunté bruscamente a Sharples:

─¿Se niega rotundamente a aceptar cantidad alguna de los fondos del fideicomiso a menos que reciba Hockley igual cantidad?

─Eso mismo.

Me puse a darle vueltas a eso en la cabeza. Si era cierto, nada tenía que ganar la muchacha dando tan pegajosas muestras de afecto a los fideicomisarios. Si a Hockley no le hubiesen dado más que lo absolutamente necesario por ser jugador y juerguista pero a Shirley Bruce la hubieran estado dando mucho más por ser una jovencita muy buena, hubiese resultado fácil comprender todo aquel afecto que le inspirara su «tío».

─Ese piso cuesta dinero ─repuse.

Él asintió con un movimiento de cabeza.

─¿Tiene ingresos por algún otro concepto que no sea el fideicomiso?

Estaba demasiado preocupado para decirme que eso no era cuenta mía.

─Claro que sí. Pero no sé a cuánto ascienden exactamente.

Estaba de humor propicio para contestar preguntas, y yo estaba de humor propicio para hacerlas.

─¿Cuánto le dan ustedes? ¿Qué renta percibe?

─Unos quinientos dólares al mes.

─Y… ¿Robert Hockley percibe igual cantidad?

Nuevo gesto afirmativo.

─Debiera poder vivir bien.

─Debiera. Pero es jugador. Tiene ese negocio de guardabarros y carrocería ahora. Se ha puesto a trabajar… no ha tenido más remedio, supongo. Estaba empeñado hasta la coronilla. Quizá le redima el trabajo. Así lo espero, por lo menos.

─Esos ingresos de la señorita Bruce… no trabajará, ¿verdad?

─Oh, no.

─¿Inversiones?

─Sí. Es perspicaz… lista si las hay. ¿De dónde sacaría la idea de que pudiera sucederme algo a mí? ¡Qué rayos! ¡No me gusta eso ni pizca! No crea usted nunca que este mundo es tan tranquilo y ordenado como la mar de gente se empeña en querer hacerle a uno creer. Es implacable. Y cuando uno intenta darle el salto a un gobier… Le llevaré a su despacho, Lam. No quiero hablar más. Tenga la bondad de no decir nada en un buen rato.

Me condujo al despacho. Cuando detuvo el coche, rompió el silencio que él mismo se había impuesto, diciéndome:

─Pasaré por aquí más tarde para liquidar y saber en qué situación quedo.

─No hay necesidad de eso. Se lo puedo decir ahora mismo.

─Económicamente, quiero decir…

─A eso me refiero.

─¿Habrá un saldo a mi favor? ¿Se me devolverá parte del depósito de quinientos dólares?

─Ni soñarlo.

Frunció el entrecejo.

─No vale la pena que me enfade ─proseguí─. Debiera conocer a Bertha a estas alturas.

─¿Quiere decir con eso que es… codiciosa… aferrante?

─Aferrante ─le contesté─, es participio presente. En este caso, se equivoca usted de tiempo. Aferróse es la palabra que busca. Bertha fue aferrante hasta echarle la zarpa a los quinientos dólares. Ahora ya los aferró, y Bertha no suelta nunca.

Me miró parpadeando, como si las palabras no significaran nada.

─Hum… supongo que tiene usted razón ─dijo casi distraído y se marchó.