EL sargento Sam Buda tomó la cosa muy bien.
Estaba seguro de que, cuando nos dejara, examinaría los antecedentes de Sharples con cristal de aumento. Pero, en aquellos instantes, se mostró muy cortés y todo amabilidad.
Sharples hizo su relato. Era asociado de Bob Cameron. Había querido verle por un asunto de cierta importancia y me había llevado consigo porque estaba yo trabajando a sus órdenes en… ah… oh… otro asunto. Noté que el sargento Buda se daba cuenta de la vacilación, pero nada dijo.
Buda me dirigió una mirada, se encontró con la inexpresiva máscara que cubría mi semblante, y volvió a fijar su atención en Sharples. Ya me conocía y podía echarme el guante cuando se le antojara.
─¿Le conoce usted desde hace algún tiempo? ─preguntó Buda, refiriéndose a Cameron.
─Hace años.
─¿Conoce a sus amigos?
─Claro que sí.
─¿A sus enemigos?
─No tiene ninguno.
Buda señaló el cadáver con un movimiento de cabeza.
─Tenía uno hace cosa de hora y media.
Sharples no tuvo respuesta para eso, quizá porque ello era incontestable.
─¿Quién es su ama de llaves?
─María González.
─¿Cuánto tiempo lleva a su servicio?
─Muchos años.
─¿Cuántos?
─Oh, ocho o diez.
─¿Hace ella todo el trabajo de la casa?
─Da la ropa sucia a lavar y a veces, busca quien le ayude durante el día. Ella es la única empleada fija.
─En tal caso, no puede haber dado muchas fiestas ni tenido muchos invitados.
─No. No creo que diera fiestas nunca… o casi nunca por lo menos.
─¿Dónde está esa María González ahora?
─No lo sé. Quizá haya salido a la compra o… salido simplemente.
Bailó la risa en los ojos de Buda.
─Elemental, mi querido Sharples ─dijo.
Sharples nada contestó.
─¿Cuánto tiempo hace que tenía el cuervo? ─pregunto Buda bruscamente.
─Tres años.
─¿El cuervo habla?
─Algunas palabras, sí.
─¿Le hendió Cameron la lengua?
─¡Qué ha de habérsela hendido! En realidad, se obtienen mejores resultados con un cuervo si no se le hiende la lengua, pese a que esté tan extendida la creencia de todo lo contrario.
─¿Cómo lo sabe usted?
─Me lo dijo Bob.
─¿De dónde sacó ese cuervo?
─Le encontró en un prado cuando estaba a punto de volar. Lo recogió, llevóselo a casa, empezó a darle de comer, y al cobrarle afecto, se lo quedó… convirtiéndolo en una especie de mascota. Observará usted que hizo abrir un agujero circular por debajo del gablete para que pudiera el pájaro entrar y salir.
─¿Adónde va cuando sale?
─No muy lejos. Creo que hay una muchacha que tiene otra jaula para él… una tal Dona Grafton. Es la hija de uno de los empleados de la mina. Cameron la conocía mucho. Era él quien se encargaba de hacer casi todos los viajes a Sud América y conocía a toda la gente de la mina mejor que yo.
─¿Qué tiene que ver todo eso con el cuervo?
─No lo sé.
─Ni yo tampoco.
─Quería usted saber adonde iba el cuervo cuando se marchaba de aquí.
─¿Dónde está el cuervo ahora?
─No lo sé. Estaba aquí cuando entramos. Salió y volvió a entrar. Luego se fue otra vez cuando le oyó a usted llegar. Probablemente se encontrará en casa de la Grafton en estos instantes.
─¿Conoce usted sus señas?
─No.
─¿Estaba enamorado Cameron de ella?
─No. Cameron no salía mucho por ahí. No era muy joven ya, que digamos.
─¿Cuántos años más que usted?
─Tres.
─Usted sale por ahí, ¿no?
─No en ese sentido. Es decir, no ando por ahí de galanteo.
─¿En absoluto?
─Apenas.
─¿Tenía amigas Cameron?
─No lo sé.
─¿Qué cree usted?
─No quisiera creer nada sobre el particular.
─¿Para qué deseaba verle?
Sharples contestó a la pregunta sin parpadear siquiera.
─Respecto a ciertas inversiones para el fideicomiso, de cuya administración estaba Cameron encargado conjuntamente conmigo.
Buda se metió la mano en el bolsillo y sacó, con cierto floreo, el pinjante.
─¿Sabe usted algo de esto? ─preguntó.
─Ni una palabra ─aseguró Sharples mirándole sin inmutarse.
Encendí un cigarrillo para que Buda no empezara a hacerme a mí preguntas. Al cabo de unos instantes, le dijo a Sharples.
─Podría usted darme una lista de las personas con quienes Cameron pudiera haber estado haciendo alguna operación comercial.
─Lo haré ─prometió Sharples.
─Y ─agregó Buda, con una indiferencia excesivamente estudiada─, creo que eso es todo. No olvide de darle un repaso a la memoria y, si se acuerda de algo que no me haya dicho, póngase en contacto conmigo. Haga esa lista que le pido, indique al lado de cada nombre la relación que dicha persona tenía con Cameron, y podrá usted marcharse entonces.
─¿Y yo? ─le pregunté.
Buda me miró, fijamente.
─Usted puede marcharse cuando quiera. Sé dónde puedo encontrarle.
─Ahora no, ahora no, ahora no ─se apresuró a decir Sharples─. Deseo que se quede, Lam. Presiento que tengo necesidad de…
Tosió, carraspeó y no completó la frase.
─Ayúdele a hacer esa lista ─dijo Buda, enigmáticamente, saliendo de la estancia.
María González entró cuando Sharples completaba la lista. Era delgada, morena, alrededor de los cincuenta y, al parecer, tuvo cierta dificultad en comprender qué era lo que estaba ocurriendo.
Llevaba un bolso con comestibles, ─bolso que debía pesar quince libras por lo menos─. Unos policías la habían interceptado a la puerta de la casa, haciéndola subir a toda prisa a la azotea para que la viese el sargento Buda.
Cuando pareció experimentar dificultad en darse cuenta de lo sucedido, Sharples soltó la pluma y se puso a hablar en español.
Le dirigí una mirada al guardia que había junto a la puerta del cuarto. De haberme hallado yo en el lugar de Sam Buda no me hubiese gustado que dos de los testigos se pusieran a hablar en un idioma que ninguno de los presentes comprendía.
Si el guardia entendía el español, no dio la menor muestra de ello. Consultó su reloj un par de veces, como preguntándose cuándo iba a tener ocasión de comer. Desperezóse, bostezó y encendió un cigarrillo.
Durante todo ese tiempo Sharples y María González charlaban hasta por los codos en español, intercambiando palabras suficientes para describir toda la carrera de Robert Cameron desde su nacimiento hasta su muerte.
Luego, bruscamente, María soltó un respingo y empezó a llorar. Sacó un pañuelo del portamonedas e intentó ahogar sus sollozos. En pleno paroxismo de dolor, se le ocurrió otra cosa, soltando el pañuelo alzó los ojos lacrimosos hacia Sharples, y rompió a hablar a trescientas palabras por minuto en español.
Fuera lo que fuese lo que se le había ocurrido, Sharples no tenía el menor deseo de hablar de ello. Alzó la mano izquierda e hizo unos gestos como quien aparta de sí la idea de un empujón. Escupió una orden.
No es necesario comprender español para reconocer una enfática negativa cuando se oye.
Tras eso, la mujer prosiguió sollozando quedamente y Sharples terminaba de redactar la lista.
─¿Qué hago con esto? ─me preguntó.
Indiqué al agente de guardia junto a la puerta y dije:
─Entréguesela a ése. Dígale que se la ha pedido Buda.
Sharples hizo lo que le aconsejé.
─Bien. Creo que eso es todo ─dije yo.
Y eché a andar hacia la puerta.
Sharples volvió la cabeza en espera de una señal por parte del guardia. Éste agitó la mano, para darnos a entender que podíamos marcharnos.
A medio camino de la escalera, a Sharples ocurriósele algo y retrocedió en dirección al ama de llaves.
─Frene ─le dije en voz baja─. No intente abusar de la suerte, que ya ha tenido demasiada. Vuelva atrás y empiece a hablar en español con ella otra vez, y por muy tonto que sea un guardia, es seguro que se le presentan ideas.
Sharples adoptó una actitud de virtuosa indignación.
─¿Qué diablos ha querido decir con esa salida? ─exigió.
─Nada más que una cosa. Que ya que se ha puesto a andar, continúe en movimiento.
─No me gusta lo que eso quiere decir.
Pero siguió andando escalera abajo, y a través de la casa hasta llegar a la calle.