coolCap4

YA en el automóvil, le dije a Sharples:

─¿No le parece que resultaría más lógico interrogar a Shirley Bruce acerca del pinjante… si es suya la joya?

─No, hasta más tarde.

Aguardé a que se explicara. Pero no lo hizo.

Guardamos silencio un buen rato. Luego, bruscamente, dijo Sharples:

─Nunca se me ha ocurrido, claro está, que exista posibilidad alguna de que Bob haga algo sin comunicármelo previamente.

Ahora me tocó a mí callar.

─Shirley es una buena chica ─continuó─, una chica muy buena. Y no quiero molestarla a menos que sea absolutamente necesario. Y, por encima de todo, no quiero dar la impresión de que me inmiscuyo en sus asuntos particulares.

─Creí que quería usted averiguar por qué había empeñado el pinjante.

─Y lo quiero.

─¿No es eso inmiscuirse en los asuntos particulares de la dama?

─Es usted quien ha de hacerlo. Para eso le he contratado.

─Ya ─contesté secamente.

─¡Me siento un espía! ─exclamó, irritado.

Aguardé un par de manzanas, para volver a hablar.

─Después de todo, en buenas manos se halla si se ha dirigido a Cameron.

─Me temo que no. Mala debe ser la cosa para que no quiera que yo me entere. Comparado a mí. Cameron es para Shirley como un extraño. Es decir… quiero decir… bueno, por ley natural recurriría a mí si tropezara con baches.

Nada dije durante ocho o diez manzanas más. Luego pregunté:

─¿Hay algo que debiera saber de Cameron antes de hablar con él?

─Prefiero que sea usted simple testigo. Ya hablaré yo con él.

─De esa manera ─le hice ver─ si dice usted algo que le ofenda, no podrá ni presentar pruebas ni dar marcha atrás. Si hablo yo, usted no tiene más que limitarse a escuchar. Si me excedo, no le arrastro a usted conmigo.

─¡Al diablo con la diplomacia! ¡En la vida llegué a parte alguna con ella! Si tengo algo que hacer o decir, me gusta hacerlo o decirlo y acabar de una vez.

─Siempre que el hacerlo o decirlo lo acabe. A veces sucede lo contrario. Sea como fuere, me gustaría saber algo de Cameron.

─Bob Cameron tiene cincuenta y siete años. Tuvo experiencia minera en el Klondike, vivió algún tiempo en el desierto buscando oro, y, en sus correrías, acabó llegando al Yucatán, Guatemala. Panamá y, finalmente, a Colombia. Conoció a Cora Hendricks en Medellín. ¿Ha estado usted allí alguna vez?

─Yo soy detective, no trotamundos.

─Lindo sitio ─anunció Sharples─. Un clima que no creería usted posible. Nunca varía la temperatura más de cinco o seis grados, noche o día, invierno o verano. Alrededor de veinticuatro grados centígrados todo el año. La gente es hospitalaria, amistosa, inteligente y culta. En los ratos de asueto se sienta en patios enormes, casas magníficas, y…

─Y ─le interrumpí─, ¿usted estuvo allí también?

─Sí. Estuvimos todos juntos. Allí fue donde conocimos a Cora Hendricks. No en Medellín, sino en la mina, a orillas del río.

─¿Y a Shirley Bruce?

─Claro. Parece como si hubiera sido ayer, aunque hace… deje que piense… sí; debe de hacer veintidós años. Cora había marchado a los Estados Unidos a hacer una visita. Su prima murió en un accidente de automóvil. El marido, padre de Shirley, había dejado de existir pocos meses antes a consecuencia de un ataque cardiaco. Cora no se había casado nunca… una solterona… Recogió a la huerfanita y volvió con ella a Colombia. Ella y la esposa del superintendente de la mina se encargaron de cuidar a la niña y satisfacer hasta el menor de sus caprichos. Todos llegamos a cobrarle un gran afecto a la criatura.

─¿Trabajaban ustedes todos en la misma mina?

─Sí y no. Bob Cameron y yo éramos propietarios de terrenos adyacentes… Hay mucha minería hidráulica por allá, ¿sabe?… Es un país la mar de interesante.

─Y ¿Cora Hendricks murió poco después de volver con la criatura?

─A los tres o cuatro meses, sí.

─Y ¿se pusieron ustedes a dirigir la mina entonces?

─No inmediatamente. Bob Cameron y yo regresamos a los Estados Unidos para hacer declarar legal y auténtico el testamento en juicio de testamentaria. Tardamos un año en volver a Sudamérica. No era tan fácil viajar entonces como ahora. Nos quedamos de una pieza al enterarnos de la cuantía de los bienes de Hendricks. Y, desde luego, nos sorprendió que se nos nombrara fideicomisarios.

»No éramos más que una pareja de jóvenes aventureros. Cora era más vieja que cualquiera de los dos… una solterona apergaminada, astuta, lista, como ella sola, pero reservada. Jamás hablaba de sus negocios. Más de una vez pensé en la criatura. Supongo que no ocultaba nada, pero hubiera podido ser suya. La quería tanto como si… pero no hay necesidad de discutir eso. Shirley Bruce se llevaría un susto si sospechara que… bueno, ya me entiende, su parentesco… todo eso. ¡Qué rayos! ¡Estoy pensando en alta voz! Como una vieja charlatana. Usted no dirá una palabra de todo esto. Lam. Maldito si no le rompía la crisma de hacer usted algo que pudiera hacer sufrir a Shirley.

─¿Investigó usted lo de los primos… los padres de Shirley?

─Si quiere que le diga la verdad, no nos molestamos en comprobarlo. Cora se presentó con la niña y la historia de la muerte de su prima. Había estado ausenta un año. Recuerdo que Bob y yo pensamos… bueno eso no tiene nada que ver con el asunto… Cora nos dijo que la criatura era Shirley Bruce, que una prima de la que habló con bastante vaguedad… creo que era una prima segunda… ¿si la estará molestando alguien a Shirley sobre ese punto? No puedo comprender que necesitara dinero y no acudiese a mí.

─¿Y Cameron? ¿Hay alguna cosa que debiera conocer de él antes de que se celebre la entrevista?

─No lo creo. ¡Qué rayos, Lam, no sé yo que sea necesaria su presencia después de todo! Quizá fuera mejor que Bob y yo discutiésemos la cuestión a solas.

─Como usted quiera. Claro que pudiera preguntarse cómo diablos había llegado usted a enterarse de que había tenido el pinjante él.

─Es cierto. Y, ya que está usted metido en el asunto, creo que será preferible que continúe metido en él hasta el final.

─Lo que usted diga.

─Finja pertenecer a alguna asociación de joyeros que investiga por costumbre, siempre que se ofrecen a la venta artículos de determinado tipo. Arréglelo como quiera. Usted es ingenioso y puede hacer que la explicación resulte convincente. Pero procure no darle la idea ni hacerle sospechar que le he contratado yo.

─Tendré que arriesgar el cuello.

─Arriésguelo. Para eso le pago. Y, a propósito, si quiere resultarle simpático a Bob Cameron, muestre algo de interés por Pancho.

─¿Quién es Pancho? ¿Un perro?

─No. Un cuervo.

─¿Cómo es eso?

─¡Qué sé yo! Que me ahorquen si comprendo por qué ha de tener un cuervo por favorito. El pajarraco ese es sucio, imprudente, ruidoso. Ello no obstante, procuro quererle para darle esa satisfacción a Bob.

»Bueno, ya hemos llegado, señor Lam. He de confesar que me siento verdaderamente ruin al espiar a un compañero de esta manera. Pero hay que aclarar este asunto. Es un deber desagradable, aunque ineludible.

La casa era de estuco blanco con baldosa encarnada, verde cuadro de césped y arbustos recortados. En la parte posterior había un garaje para tres coches. Hacia falta tener mucho dinero para sostener un lugar así.

Sharples se apeó del coche, subió los escalones de la puerta principal, hizo ademán de oprimir el pulsador del timbre con un dedo y medio segundo después empujó la puerta. Se abrió, y Sharples se echó cortésmente a un lado para que entrase yo.

─Más vale que entre usted primero. Yo soy un extraño.

─Justo. Un buen detalle ─asintió Sharples─. Estará arriba, en el piso de la azotea… se pasa la mayor parte allí. Tiene un agujero por debajo para que su maldito cuervo pueda salir y entrar a su antojo. Por esta escalera, Lam.

─¿No está casado?

─No. Vive aquí solo, con un ama de llaves vieja… una colombiana que lleva muchos años a su servicio. Una casa bien grande para un soltero. María no debe estar… ¡eh, María!… ¡Hola, María! ¿Hay alguien aquí?

Sólo los ecos le respondieron.

─Está de compras ─dijo Sharples─. Bueno, arriba. Echó a andar delante de mí.

─¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Embustero! ─gritó una voz ronca y burlona.

La voz aquélla, al rasgar el silencio casi sepulcral de la casa, hizo que Sharples diera un brinco de sobresalto.

─¡Ese maldito cuervo! ─exclamó, después de rehacerse─. ¡Debieran cortarle la cabeza! ¡Vaya animalito para tener por casa!

Llegamos al final de la escalera. Sharples siguió adelante, pasó por una puerta abierta, y entró en el piso de la azotea.

Oí batir de alas y un ronco graznido. El negro cuerpo de un cuervo pasó rápidamente por delante de la puerta y desapareció, pero aún pude distinguir el batir de alas y un cloqueo singularmente desagradable.

Sharples dio un paso hacia el interior del cuarto y luego retrocedió.

─¡Santo Dios! ─exclamó.

Me acerqué a su lado. Vi los pies de un hombre y parte de las piernas. Sharples se echó a un lado y contemplé el cuerpo entero: el del hombre a quien había visto salir del despacho de Jarratt.

Yacía en el suelo. Rojos hilillos que manaban de la parte de atrás del mismo habían formado un charco sobre la alfombra. La mano izquierda sujetaba el auricular y la boquilla combinados de un teléfono de tipo francés, y la parte en que se hallaba el disco de marcar colgaba entre mesa y suelo.

─¡Santo Dios! ─volvió a decir Sharples.

Había palidecido hasta los labios y, cuando le miré, aquellos labios sin color empezaron a temblar y retorcerse. Se dio cuenta de ello e intentó dominarlos para recobrar, por lo menos en apariencia, la calma, pero la boca le continuó haciendo muecas.

─¿Es ése Cameron? ─pregunté.

Sharples echó a andar hacia la puerta. Liego hasta la escalera y allí se sentó, bruscamente, en el primer escalón.

─Ése es Cameron ─contestó─. Mire a ver si hay algo de beber en la casa, Lam… Me… me temo… que voy a vomitar.

─Meta la cabeza entre las rodillas. Sosténgala así. Para que le afluya la sangre al cerebro. No se desmaye.

Sharples inclinó el cuerpo e hizo lo que le dije. Le oí respirar profundamente y le sonó una especie de sollozo en la garganta al inhalar.

Volví a la puerta del cuarto en que se había cometido el asesinato.

Era evidente que el hombre había estado sentado a una larga mesa en el momento de alcanzarle la muerte. Había caído al suelo, arrastrando el teléfono consigo. Claro que le podían haber colocado el auricular en la mano después de matarle. Un par de cartas yacían sobre la mesa. El sillón giratorio en el que, al parecer, estuviera sentado, hallábase ahora caído de lado.

El cuervo había vuelto al cuarto. Estaba posado en la lámpara que pendía del techo, con la cabeza ladeada, y me miraba con ojos negros, pequeños, impudentes…

─Ladrón ─dijo.

─Embustero ─le contesté.

Medio desplegó las alas y emitió aquel singular cloqueo ronco y gutural.

En un rincón del cuarto colgaba una jaula de acero, una jaula enorme, lo bastante grande para dar cabida a un águila. La puerta estaba abierta y sujeta con un alambre para que no pudiera volverse a cerrar.

Algo que había sobre la mesa atrajo mi atención, algo que relucía con el brillo mate del oro. Me acerqué para mirarlo. Era un pinjante o pendentif, al parecer exactamente igual que el que Sharples me dibujara. Pero no llevaba esmeraldas. Los engarces hablan sido alzados y no quedaba una sola piedra en todo el pinjante.

Vi una pistola del 22 encima de la mesa. La luz arrancaba un destello al casquillo del proyectil caído en el suelo. Me incliné para oler el cañón del arma, poco hacía que la habían disparado.

Observé el fulgor ─de un verde oscuro─ un verde tan intenso y profundo que era como clavar la mirada en una laguna de agua aprisionada sobre un arrecife de coral. El fulgor emanaba de una esmeralda grande, cuyo color era el más perfecto que había visto en mi vida.

Cerca, unos guantes ligeros, de piel de cerdo. Deduje que su tamaño era el de las manos del muerto. Había llevado guantes al salir del despacho de Jarratt. Aquéllos parecían los mismos.

La causa de la muerte saltaba a la vista. Le habían clavado un puñal en la espalda, por encima del omoplato izquierdo, llegándole al corazón. No estaba el puñal en la herida.

Salí adonde Sharples continuaba sentado, meciéndose hacia atrás y hacia adelante, y gimiendo.

─¿Qué haré ahora? ─me preguntó, cuando le posé la mano en el hombro.

─Tiene usted dos recursos ─le contesté.

Tenía apagados los ojos al mirarme. Parecía como sí la carne de su rostro hubiera perdido su elasticidad. De haberle clavado yo un dedo en cualquier parte de ella, el hoyo hubiese permanecido visible durante varios segundos. Tan poco elástica era su cara en aquellos instantes, como un pegote de harina amasada. Tras mirarle unos instantes, le dije:

─O denuncia usted el asesinato a la policía, o sale usted de aquí y no dice una palabra. Si todo este dolor del que está dando muestras es pura comedia, más vale que salga de estampía. Si su muerte nada significa para usted, más que la pérdida de un amigo, dé cuenta de ella.

Vaciló. Luego dijo:

─¿Y usted? ¿No exige la ley que se denuncie un descubrimiento de esta índole?

─En efecto.

─¿Correría el… riesgo?

─¡Quiá! Denunciaría el hecho por teléfono; pero no me creería obligado a mencionar mi nombre ni el de la persona que me acompañaba.

Cortóse en seco su agitación con la misma facilidad que se quita un hombre el abrigo. Durante unos segundos fue el hombre de negocios frío y pensativo.

─¿No me interrogarán de todas formas?

─Probablemente.

─¿No me preguntarán dónde me hallaba en el momento de cometerse el crimen?

─Es muy posible.

─Bueno. Lo denunciamos. Creo que será mejor qué me largue ahora y evite que mis huellas dactilares aparezcan diseminadas por el cuarto más de lo que están ya.

─Así, pues, ¿están ya?

─Pues… no lo sé… Quizá haya tocado algo.

─Lo siento por usted si eso es cierto.

Me miró con el entrecejo fruncido y añadió:

─Hay un bar al otro extremo de la calle. Podemos telefonear desde allí.

─Y… ¿recordará que estuve con usted desde hace una hora, Lam?

─Desde hace veinte minutos ─le repuse.

─Pero antes de eso estuve con la señora Cool.

─Bertha se encarga de administrar su propia memoria ─le dije─. En eso somos completamente independientes.