coolCap25

LA señora Lérida firmó la declaración con mano temblorosa.

El capitán Sellers secó la firma, dobló el papel, se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta, y me dirigió una mirada expresiva.

Le seguí corredor abajo hasta el porche.

─¿Bien? ─inquirió Sellers.

─¿No puedes ponerla a buen recaudo como testigo material?

─Como testigo ¿de qué?

─De circunstancias que condujeron al asesinato de Robert Cameron.

─No andarás intentando sacarle el jugo a alguien por tu cuenta, ¿verdad, Donald?

─¿Por qué dices eso?

─Porque, de lo único que es testigo material esa anciana, es de la substitución de unas niñas en ese pueblecito minero de Colombia, y te vas a ver y desear para poder demostrarlo, amigo mío. Una cosa es que una mujer haga una declaración por escrito, y otra que aguante como testigo el interrogatorio de un abogado y consiga hacer prevalecer su declaración hasta el punto de conseguir que un juez halle culpable de defraudación a un hombre de negocios, cambie uno de los beneficiarios de un testamento, y ponga un par de centenares de miles de pavos en circulación. ¡Qué rayos! Si tan fácil fuera, todas las herederas del país correrían el riesgo de ser víctimas de un chantaje. Empezarían a surgir monedas por todo el país asegurando qué las habían dado el cambiazo…

─No acabas de entender.

─Seguramente que no ─me contestó, con sequedad.

─Olvida el asunto de la substitución. Concéntrate en el asesinato de Cameron.

─¿Y qué?

─Sharples y Cameron eran fideicomisarios. Al parecer, nada salían ganando ellos con que Shirley Bruce fuera Dona Grafton o Dona Grafton, Shirley Bruce. Pero, cuando se metieron en el negocio de las esmeraldas, la cosa cambió de aspecto. Allí había salsa, y Cameron, Sharples y Shirley Bruce se metieron en la salsera.

─Bueno, bueno, admitamos que se metieron en la salsera. ¿Qué tiene que ver eso con el asesinato de Cameron?

─Nada en absoluto.

Me miró, con sorpresa.

─Yo llego a la conclusión que Sharples descubrió la historia de Felipe Murindo hace años. Y fue Sharples quien le conservó como gerente de la mina. Vamos a suponer que Cameron estuviera metido en el asunto de las esmeraldas, pero nada más. No sabía una palabra de la substitución de herederas. Eso se lo guardó Sharples para su uso particular.

─Que ya es suponer ─dijo Sellers.

─Hasta cierto punto, sí. Hasta cierto punto, no. Debieras haber visto a Shirley Bruce y su «tío» Harry en acción. Entonces no te parecería tan descabellada la suposición.

─¡A˗ah! ─murmuró Sellers─. Conque ésas teníamos, ¿eh?

─Esas teníamos.

─Continúa.

─El día de su muerte, Cameron estaba preparado para entrar en acción. Había oído algo. Ahora estaba dispuesto a obrar. Visitó a esta señora Lérida, y mandó llamar a Juanita Grafton. Lo que les dijo, hizo que alguien le tirara un cuchillo.

─¿Tirar un cuchillo?

─Eso mismo. Juanita no sólo era una experta tiradora de cuchillo, sino que opinaba que esa habilidad debía formar parte del repertorio de todas las jovencitas buenas.

Sellers frunció el entrecejo.

─Entretanto ─proseguí─, Shirley Bruce había decidido hacer de rey mago con Bob Hockley. Fue a verle y le regaló dos mil pavetes.

─¿Por qué?

─Porque se habían enterado de que había pedido pasaporte para América del Sur. No le querían allí. Si iba, Sharples debía seguirle. A Bertha la contrataron para que se pusiera sobre su pista… pero, en general, lo que les interesaba era que no hiciese el viaje. Con dos mil dólares, lo natural hubiese sido que se quedara en casa haciendo apuestas en las carreras de caballos. El hecho de que no lo hiciese demuestra que se le había metido en la cabeza que en Colombia estaban sucediendo cosas de las que nadie quería que se enterase. Pero el resultado de la visita de Shirley fue que ésta se apoderó de una substancia azul cristalizada muy bonita, en cuyo frasco ponía «VENENO», y que tuvo la oportunidad de escribir unas señas en la máquina de escribir de Hockley. Conque no perdió del todo el viaje.

─Anda. Sigue hablando ─dijo Sellers─. Te escucho. Eso es lo único que hago de momento; pero escucho.

─A dos personas les interesaba enormemente lo que pudiera suceder de haberse enterado Cameron del secreto de Murindo, y de estar dispuesto a revelarlo. Una de ellas era Juanita Grafton y la otra Shirley Bruce.

─¿Cómo te lo oliste en primer lugar? ─inquirió Sellers.

Y comprendí que estaba intentando ganar tiempo.

─Muchas pequeñeces ─repuse─. Conocí a Juanita Grafton. Se enfureció con la mujer que pasaba por ser hija suya. Pero luego, cuando la vi en casa de Shirley Bruce, la estaba sirviendo a Shirley de pies a manos con toda la devoción, con todo el espíritu de sacrificio, que prodiga una madre a una hija mimada.

»Aquí me contaron que Juanita vivía como una dama en los Estados Unidos gracias a que trabajaba como una esclava durante sus estancias en Sudamérica. En Sudamérica me dijeron que vivía allí como una dama, gracias a que trabajaba como una negra durante sus estancias en los Estados Unidos. Murindo, el analfabeto que regentaba la mina, tenía un puñado de billetes en los bancos de Colombia. Murindo tenía cierta información que estaba dispuesto a comunicar a cambio de dinero. Estaba relacionada con una hija y un ama de cría. Con todas esas cosas juntas y, luego, fíjate en el parecido que hay entre Shirley Bruce y Juanita Grafton, y en el hecho de que Juanita y su supuesta hija Dona no se parezcan en absoluto… ¡Qué rayos! No hace falta ser detective para sacar de eso las debidas consecuencias.

Sellers sacó un cigarro del bolsillo, mordió la punta, escupió el húmedo tabaco y encendió una cerilla.

─¡Repámpano qué lío! ─exclamó─. Podría meterme en un atolladero con la mar de gente por andar persiguiendo a fuegos fatuos por el pantano.

─La persona que mató a Cameron sabía manejar el cuchillo. Dicha persona se encontraba en el cuarto con él. Ponte tú en el lugar de Cameron. Obtienes información según la cual Shirley Bruce es una impostora. Pisas terreno bastante firme. Estás seguro de que es cierto lo que te han dicho. Pero no eres capaz de hacer nada a espaldas de otra. Obtienes las pruebas. ¿A quién mandas llamar? Cuando tienes a la persona en cuestión a tu lado, ¿a quién llamarías y dirías: «Venga aquí inmediatamente, por favor. Hay…?».

─¿Al otro beneficiario quieres decir? ─me interrumpió Sellers.

─Justo. Llamarías a Robert Hockley para decirle que acababas de descubrir algo de la mayor importancia; que había en Colombia pruebas de… Y, en aquel momento, aproximadamente, el puñal te sellaría los labios para siempre.

─Entonces, ¿por qué no se presentó Hockley a dar cuenta de la conversación telefónica?

─En lugar de eso. Hockley decidió marchar a Sudamérica e investigar por su cuenta. ¿Qué necesidad tenía él de exponerse haciendo declaraciones?

─Yo creí que Cameron descubrió lo de la substitución en Sudamérica.

─Así fue, en efecto. Pero necesitaba pruebas. Volvió aquí a husmear. Tardó un poco en dar con el paradero de la señora Lérida. Después de hablar con ella, mandó llamar a Juanita Grafton. Ésta le vio, y sufrió un ataque de histeria. Marchó corriendo e hizo frenéticos esfuerzos por ponerse en comunicación con Sharples y Shirley Bruce. Habló con Sharples por la tarde y, lo que éste le dijo, la apaciguó los nervios.

─¿Quieres decir con eso que le entró pánico porque le había matado?

─No. Porque no le había matado. Cuando supo que había muerto, se calmó.

─Si eso es cierto, no quedan muchos sospechosos.

─Sólo uno ─le contesté.

Sellers se rascó el occipucio.

─¡Qué rayos, Lam ─estalló, por fin─ para apoyar todo eso, no cuentas más que con una teoría!

─Con una teoría tan sólo ─le repuse─, contaba Cristóbal Colón.

Y di media vuelta y me metí en la casa.