LA dirección aquélla se hallaba en un barrio de edificios descuidados y medio derruidos. Los propietarios estaban sacándoles hasta el último dólar posible de alquiler antes de derribarlo por completo. Empezaban a irrumpir en el distrito almacenes y fábricas pequeñas, instalaciones industriales malolientes que en ninguna otra parte querían. La tierra desnuda tenía mayor valor potencial del que podía obtenerse construyendo casas de alquiler. En los edificios aquellos no se había hecho reparación alguna en muchos años, y no volverían a oír el ruido del martillo hasta que los derribaran.
La casa que buscábamos era sucia, descuidada y estaba sin pintar. Tenía un porche medio hundido y unos escalones torcidos.
Subimos los escalones hasta el casi derruido porche. No había timbre. Llamé con los nudillos.
Nada sucedió. Golpeé la puerta. Aguardamos en silencio mientras el ambiente del barrio se apoderaba de nosotros dándonos una sensación de descorazonamiento total. El vertedero de la ciudad se hallaba enclavado por el punto de donde soplaba el viento y el humo de la interminable quema, aunque diluido por la brisa y la distancia, poblaba el barrio entero con ese olor peculiarmente ofensivo que despiden las basuras socarradas.
Sólo al disponerme a abandonar el lugar me di exacta cuenta de lo mucho que había contado con la señora Lérida. Me sentí triste y desanimado al volver la espalda a la casa para dirigirme al coche de la agencia.
─Pruebe una vez más ─suplicó Dona─. Quizá… quizá sea vieja y sorda. Tengo un presentimiento. Pruebe otra vez… más fuerte.
Aporreé la puerta, llegando incluso esta vez a dar puntapiés contra la parte baja.
Se apagaron, los ecos, y aguardamos en el maloliente porche. Los dedos de Dona se me clavaron en el brazo. Estaba escuchando, contenido el aliento.
Dijo, bruscamente:
─Oigo algo. Alguien… alguien viene.
Entonces lo oí yo, el arrastrar de pies lentos calzados con zapatillas, que avanzaban sin energía por un corredor sin alfombra.
Se abrió la puerta. Graznó una voz ronca de mujer:
─¿Quién es?
Me guié por aquella voz. No era una de esas voces con las que se puede razonar, a las que se puede pedir… Era una voz que respondería sólo a una orden, a la usurpación de poderes. La dueña de aquella voz estaba acostumbrada a que la empujaran de un sitio para otro.
Apliqué el hombro a la puerta y dije:
─Vamos a entrar. Deseamos verla.
Lo aceptó como cosa normal.
Así a Dona Grafton del brazo y la hice franquear la puerta… Nos asaltó el olfato olor a ginebra barata rancia.
Una bombilla eléctrica rojiza, de poca potencia colgaba de un cordón verdoso, lleno de manchas de moscas, en la cocina, allá al fondo de la casa. Hacia ella conduje a Dona por el frío pasillo.
Detrás de nosotros, con desanimado, ininterrumpido y monótono arrastre, sonaba el rumor de los pies calzados de zapatillas de la inquilina, que nos seguía sumisamente, sin protestar.
Al parecer, sólo una habitación de la casa estaba amueblada y ésta hacía de cocina, alcoba y cuarto de estar. La fregadera había perdido su esmalte años antes y era ahora una masa de manchas rojizas de oxidación. Las sillas se hallaban en varios estados de decrepitud. La cama de hierro había sido blanca en tiempos. Ahora tenía un gris mate y sucio. La almohada de la cama iba cubierta de una funda llena de mugre. No había sábanas en el lecho. Las mantas estaban sucias y, encima de ella, campeaba un edredón grueso, desgarrado y deshilachado de algodón.
La mujer que nos seguía entró en el círculo de luz.
Tenía edad, y los años no la habían tratado bien. Bajo los apagados ojos colgaban abultadas y acuosas bolsas. El blanco cabello pendía en descuidadas greñas. Era evidente que predominaba en ella la sangre india mezclada con unas gotas de española. El arrugado rostro era moreno y pesado.
Indiqué una silla.
─Siéntese ─dije, como si fuera yo el amo de la casa.
Tomó asiento mirándome con plácida e indolente curiosidad.
Detrás de ella vi en la fregadera un cubo lleno de basura y desperdicios hasta los bordes. El cuello de una botella de ginebra vacía asomaba por entre la porquería. Sobre la fregadera había otra botella de ginebra medio llena.
─¿Conoce a Felipe Murindo? ─pregunté.
Movió afirmativamente la cabeza.
─¿Cuánto tiempo hace que le conoce?
─Es mi hijo.
─¿Le manda dinero?
Ahora, por primera vez se tornó cauta su mirada.
─¿Por qué? ─quiso saber─. ¿Quién es usted?
─¿Quién más le da dinero?
Guardó silencio.
─Estoy aquí para hacerla ganar dinero ─seguí diciendo─. Es una vergüenza que usted… precisamente usted… viva en semejante estado.
Hice un gesto para indicar toda la habitación.
─Esto está bien ─dijo, filosóficamente─. Es lo bastante bueno.
─No es lo bastante bueno. Debiera usted tener ropa que ponerse. Debiera de comer alimentos mejores. Debiera de tener una criada para el trabajo más pesado.
Los ojos continuaron apagados, exentos por completo de expresión.
─No es nada ─aseguró─. Esto es todo cuanto necesito.
─¿Cuánto tiempo hace que no ha estado usted en Colombia?
─No lo sé. Mucho.
─No hay derecho a que no tenga usted la oportunidad de regresar y visitar a sus amistades. Podría comprarse ropa nueva, sacar un billete de avión y volver una o dos veces al año para ver a sus antiguas amistades.
Se le iluminaron los ojos al oír tales palabras.
─¿Quién es usted? ¿Cómo puede conseguirse eso?
─Póngase en mis manos. Desea ir a Colombia, ¿no?
─¿Habla usted español? ─preguntó.
─Lo habla esta muchacha.
La mujer rompió a hablar en español, con frases cortas y rápidas, como disparos de ametralladora, frases cuya velocidad aumentó a medida que hablaba. Las palabras me rebotaron en los tímpanos con el mismo sonido que produce un niño cuando pasa corriendo junto a una verja rozando con un palo los barrotes.
Dona Grafton dijo:
─Desea enormemente volver a la tierra de sus padres, ver el lugar donde nació, visitar a algunos de sus antiguos amigos. Aquí no tiene ninguna amistad.
─Esas cosas pueden arreglarse. Soy un agente de negocios que se ocupa de asuntos de esa índole. Si se pone en mis manos habrá más dinero para ella.
La mujer me escuchó y entendió lo que le decía, pero contempló a Dona, aguardando a que ella interpretara antes de contestar. Luego preguntó en español:
─¿Qué es lo que este señor desea?
─Usted estuvo muchos años en la Mina Trébol Doble ─repliqué.
Asintió con la cabeza.
─Fue cocinera y ama de cría. ¿Crió a la niña que llevó Cora Hendricks allá?
Empezó a decir que sí con la cabeza y se contuvo a tiempo. Ahora daba la sensación de haberse puesto en guardia, de desconfiar… Se volvió hacia Dona Grafton y dijo:
─Traduzca.
Dona tradujo lo que yo había dicho al español. La señora Lérida desconfiaba. Hasta allí había llegado y no pensaba dar un paso más. Tuve que continuar yo por ella.
─La niña trasladada a los Estados Unidos no era la niña que Cora Hendricks llevó a la mina. Después de la muerte de esa señora hubo una substitución. La esposa del superintendente de la mina cambió las niñas. A su propia hija la mandó a los Estados Unidos para que heredara una fortuna. La niña que Cora Hendricks llevara a la mina con ella, pasó por ser hija de Juanita Grafton. Usted sabe esas cosas. La información puede ser de gran valor.
La mujer nada dijo. Me contempló con ojos que se habían llenado, de pronto, de codicia. Luego, algo tardíamente, se volvió hacia Dona Grafton para que interpretase mis palabras.
Dona me estaba mirando con expresión de completa incredulidad en el semblante.
Yo, dirigiéndome a Dona, le dije:
─Ahórrese la reacción emocional. Olvide las implicaciones personales. Y, por lo que más quiera, póngase a interpretar.
La muchacha habló con la señora Lérida en español. La vieja la contestó con un monosílabo. Dona Grafton dijo algo más, gesticulando. De nuevo contestó la vieja con una frase corta. Dona Grafton pronunció nuevas palabras y entonces la señora Lérida empezó a hablar. Y, a medida que hablaba, su ritmo y velocidad aumentó. Se le animó el semblante como no lo había tenido hasta entonces.
Cuando hubo terminado, Dona se volvió hacia mí. Parecía aturdida y dolida. Los trémulos labios luchaban con su emoción. Pero logró hablar con claridad, diciéndome:
─Es cierto. Esta mujer no sabía que, como consecuencia de la substitución, la hija de Juanita Grafton recibía mucho dinero. Creyó que se trataba simplemente de un intento por cubrir unos amoríos ilícitos. Se colocará en manos de usted.
─Bien. Ahora escuche, esto es importante. Averigüe si Robert Cameron le hizo una visita.
La señora Lérida no aguardó a que la tradujeran la pregunta.
─¿El señor a quien mataron? ─quiso saber.
─Sí, ése.
─Fue muy bueno. Me dio dinero.
─¿Cuándo?
─El día antes de morir. Un día me dio dinero. Al siguiente murió.
─¿Habló usted con él?
─Muy poco.
─¿Algo?
─Sí.
─¿Le dijo a alguien que había hablado con usted?
─No.
─¿A nadie en absoluto?
─Lo juro.
─Dígale Dona que tendrá que hablar detalladamente y con franqueza ante gente que tomará nota de lo que cuente que sus palabras exactas en español serán copiadas, que firmará la declaración, y que entonces tendrá dinero y podrá regresar a Colombia a visitar a sus amistarles. Ha de ponerse por completo en mis manos. Yo seré quien la dirija.
Siguió sin necesidad de traducir. Dijo la señora Lérida, con la filosofía de una raza acostumbrada de tiempo a tomar las cosas como vienen:
─He dado mi conformidad. ¿Bebemos?
─No bebemos ─la repuse─. Ahora no.
─Telefonee a jefatura, Dona. Consiga comunicación con el capitán Frank Sellers y dígale que obtenga un taquígrafo que hable español, un notario, y que venga aquí a toda prisa con ellos.
─Podríamos llevarla a él ─sugirió Dona.
─Quiero que la vea aquí. Quiero que escuche la historia en este mismo cuarto. Hará más impresión así, y no quiero perderla de vista.
─¿No podríamos ir a verle y explicarle…?
─Le di la espalda a un testigo, y explotó una tonelada de dinamita. Lo siento, pero tendrá usted que meterse en el coche de la agencia e ir en busca de un teléfono. Yo me voy a quedar aquí con esta mujer. No va a sucederle nada hasta que tengamos su declaración jurada. ¿Supongo ─agregué, con cierto sarcasmo quizá─, que sabe usted lo que eso significa?
─Donald: he estado intentando no pensar en lo que va a significar ─me contestó.
Dicho esto, se fue, dejándome solo con la anciana en la mugrienta, desalfombrada y mal oliente estancia.