coolCap23

EN la ciudad de Méjico recibí un cablegrama de Jurado. Decía: «Señora Lérida», y el nombre iba seguido de unas señas en Los Ángeles.

─¿Qué es eso? ─preguntó Bertha.

─Evidentemente ─le repuse─, las señas de una tal señora Lérida en Los Ángeles.

─¡Escucha, rompetechos ─bramó mi socia─, a mí no me vengas tú con camamas! No soy tan estúpida que no sepa leer. ¿A quién diablos te has creído que le estás tomando el pelo?

─A nadie.

─Bueno, pues no lo intentes entonces. ¿De qué se trata?

─Al parecer, se trata de Ramón Jurado que intenta ser diplomático.

─¿Acerca de qué?

─Acerca de algo que, después de todo, se encuentra levemente fuera de su jurisdicción.

─Hay veces, maldita sea tu estampa, en que te arrancaría el corazón de cuajo.

─Sin duda ─dije─, ello se debe a la influencia subconsciente.

─¿De qué?

─De los sacrificios humanos hechos aquí antiguamente. ¿Por qué no investigamos alguno de los excelentes restaurantes que hay en esta ciudad y olvidamos los negocios de momento?

─Supongo ─dijo, con ira─ que ahora crees que estás siendo diplomático.

─Lo has adivinado.

─¡Tú, y Ramón Jurado, y tu diplomacia! ─exclamó, con un resoplido.

Pero me acompañó al restaurante de Sanborne.

A la mañana siguiente nos elevamos por la enrarecida atmósfera de la alta meseta y pusimos proa a los Estados Unidos.

Me di cuenta, durante todo el viaje, que Bertha estaba pensando. Pero, hasta que hubimos dejado Mazatlán y empezado a navegar por encima de la costa occidental, brillando las aguas del Golfo de California a nuestros pies, no se inclinó mi socia hacia mí para preguntarme con voz conciliadora:

─Donald, ¿quién mató a Cameron?

─No lo sé.

─¿Por qué no lo sabes?

─Porque todavía no estoy seguro de que por qué le mataron.

─Y, cuando sepas por qué, ¿crees que sabrás quién?

─Ayudará.

Se le encendió el rostro.

─Anda ─dijo─, juega con las cartas bien tapadas, guárdate para ti lo que sepas, ¿a quién diablos crees que le importa?

Y volvió la cabeza para concentrar la mirada en el paisaje.

Ajusté el sillón a un ángulo de mayor comodidad y dejé que el amortiguado zumbido de los motores y los mullidos cojines de esponjosa goma me mecieran. No me desperté hasta Mexicali.

Pero cuando llegamos a Los Ángeles, Bertha había terminado ya de hacer cálculos mentales.

─Donald ─quiso saber─, ¿cuánto vamos a sacar en limpio de este asunto?

─No lo sé.

─Pues más vale que lo averigües ─estalló─. Hasta la fecha no hemos sacado un centavo. Para cuando hayamos descontado gastos de viaje y todo eso… ¡Dios Santo, qué desastre!

─Yo no tengo la culpa.

─No me digas que tú no tienes la culpa. Rechazaste el dinero que Sharples quería darnos al contado, nada más que por creerle un malhechor.

─¿Sabes dónde hubiéramos estado en estos instantes si hubiéramos aceptado su dinero?

─¿Dónde?

─Con suerte, en Medellín. Sin suerte, en un calabozo de la selva, allá junto al río.

─¡En un calabozo! ¡Bah! ¡No estuvo mucho rato allí Sharples!

─Sharples sabe hablar el idioma y conoce a la gente. Además, le costó una buena cantidad el escaparse. Quizá, si hubieses agregado a la cuenta de gastos el importe de un soborno, no hubiera resultado ésta tan presentable.

─Me hubiese escapado por lo menos ─dijo Bertha.

─¿Has intentado alguna vez ofrecer un soborno por mediación de un intérprete?

─¡Vete al cuerno!

Llegamos a la población en el autocar del aeropuerto.

─¿Vas a subir al despacho? ─inquirió Bertha.

─No.

─¡No subas, pues!

─Gracias, eso pensaba hacer.

Bertha subió echando chispas. Yo cogí el coche de la agencia y me dirigí al lugar en que Dona tenía su minúsculo estudio.

Fue ella quien me abrió la puerta.

─Hola ─dijo, iluminándosele el semblante al verme─, pase ¿quiere?

Entré y me senté. Dijo ella:

─Quiero darle las gracias. He estado intentando ponerme en contacto con usted. Su secretaria dijo que se hallaba ausente.

─¿Qué era lo que deseaba?

─Sólo darle las gracias por ser tan… tan agradable y considerado, y todo eso, y por ayudar de la forma en que lo hizo. Me pareció maravilloso.

─Ni siquiera me había enterado de que había hecho yo nada.

─Tonto. No sea tan modesto. ¿Dónde ha estado?

─En Colombia.

─¿En Sudamérica quiere decir?

─Precisamente.

Le brillaron los ojos:

─Debe ser maravilloso viajar así… ir a los sitios que uno quiere visitar. Ha hecho un viaje rápido.

─En efecto. Creo haber descubierto algo.

─¿Qué?

─¿Conoce a un hombre que se llama Felipe Murindo?

─¡Claro que sí! ─dijo riéndose─. Es decir, no le conozco personalmente, pero le he oído al señor Cameron hablar de él. Es el gerente de la mina de allá.

─¿Qué decía Cameron de él?

─Pues sólo que era un hombre agradable, trabajador y de confianza. No creo que sepa leer o escribir. Pero es honrado y eso es lo principal.

─Ha muerto.

─¿Sí? ¿Cómo fue?

─Una explosión accidental de dinamita.

─¡Oh!

─Puede poner lo de accidental entre comillas.

─¿Quiere decir con eso que ha sido…?

─Asesinado.

─Pero ¿quién… por qué lo mataron? ¿Cuál fue el motivo?

─De saberlo, quizá supiera el motivo del asesinato de Robert Cameron.

─¿Quiere decir con eso que ambas muertes están relacionadas?

─Eso creo.

─No puedo comprender cómo dos asesinatos, separados por tantas millas de distancia…

Rió nerviosa y agregó:

─Me estoy haciendo un lío. Lo que quiero decir es que a las víctimas les separaba una distancia tan grande, que no veo cómo los dos asesinatos pueden ser… bueno, cómo es posible que tengan nada en común.

─¿Por qué tartamudea de esa manera, Dona?

─No estoy tartamudeando ─contestó indignada.

─Bueno, pues está nerviosa por lo menos y habla más aprisa de lo corriente.

─Bueno, y si así es, ¿qué? Tengo perfecto derecho a hablar como me dé la gana. Después de todo, una no discute un asesinato igual que si discutiese lo que iba a tomar para desayunar.

─¿Cuándo pensó por primera vez que su madre había matado a Robert Cameron?

Carmín y colorete se destacaron con más brillo al palidecerle el semblante.

─No sé de qué me está hablando.

─Pruebe otra vez.

─Señor Lam, le encontraba a usted muy simpático y pensé que… bueno, que era agradable, muy agradable. Y, ahora…

─Déjese de lo que pensara de mí. ¿Cuándo cayó usted en la cuenta de que su madre había matado a Robert Cameron?

─Ella no le mató.

─Está usted silbando para no desanimarse. ¿Cuándo llegó usted a la conclusión de que ella le había matado?

─No pienso discutir el asunto.

─Tiene que haber sabido usted algo… algo que no le dijo a nadie. Pero es algo que no ha podido desterrar usted de sus pensamientos. ¿Por qué no me dice lo que es?

─Lo siento ─me contestó─. Veo que no vamos a ser amigos después de todo.

─Claro que podría telefonearle a Sam Buda y dejar que fuese él quien la interrogase. Después de todo, ¿sabe?, estoy intentando ayudarla.

─¿Cargando el asesinato a mi madre?

─Poniendo al descubierto hechos. Se van a descubrir de todas formas.

Permaneció sentada, sin decir palabra.

─Bien, Dona, lo siento. Esperaba que confiara en mí y tenía la esperanza de poder ayudarla. En vista de su actitud, sin embargo, no tendré más remedio que dejar que la ley se encargue del interrogatorio.

─¿Cómo quiere decir que podría ayudarme?

─No lo sé. No estoy muy seguro de que sea capaz nadie de contestar a esa pregunta con exactitud. Hemos de conocer los hechos antes de saberlo. Lo que sí sé es que, cuando su madre sacó un cuchillo para tirárselo, consiguió usted cambiar el cuchillo por otro cuando creyó que yo no la veía. Conque, ¿por qué no me dice ahora la verdad?

─Mi madre tenía una cita con él aquella mañana ─soltó ella de pronto.

─¿Le aconsejó alguien que no dijera una palabra de eso?

─Mi madre.

─¿Qué dijo?

─Que no le había visto. Que había anulado la cita.

─¿La creyó usted?

─No. Sabía que eso no era verdad.

─¿Sabía que le había visto?

─Sí; creo que le vio.

─Voy a contarle a usted algunos de los hechos tal como yo los he deducido. Quizá entonces hablará usted conmigo con mayor franqueza.

─Diga.

─Harry Sharples y Robert Cameron empezaron como fideicomisarios de acuerdo con el testamento de Cora Hendricks. Los bienes de ésta consistían en una propiedad minera que se estuvo explotando al buen tuntún durante una temporada. Luego los dos fideicomisarios instalaron maquinaria moderna y sacaron buen rendimiento a la mina. Adquirieron más propiedades. Había dos beneficiarios. Procuraron ser justos, imparciales y honrados. Pero uno de los beneficiarios al crecer se convirtió en una jovencita de alto voltaje que hipnotizó por completo a los dos hombres. Ambos individuos se aproximaban a la edad en que resulta más o menos fácil trastornar a un hombre el juicio.

Dona se limitó a mirarme, sin hacer comentario alguno.

Proseguí:

─Felipe Murindo se convirtió en gerente de las propiedades mineras. Cobraba un sueldo bastante bueno, teniendo en cuenta todas las circunstancias. Tiene que haber ahorrado. Después de su muerte se descubrió que poseía una cuenta corriente bastante crecida en un banco de Medellín. No está mal para un muchacho que no ha ido a la escuela ni un sólo día en toda su existencia.

─¿Adónde quiere ir a parar? ─inquirió Dona.

─Hace cosa de tres años ─proseguí─, Cameron descubrió un macizo de roca, por encima del río. Cuyo aspecto le gustó. Exploró la roca y luego adquirió título de propiedad. Se abrió un pozo y se inició una galería. Luego la mina se abandonó al parecer. Todo trabajo en ella cesó.

─¿Bien? ─inquirió Dona.

─Dije «al parecer». En realidad, Felipe Murindo continuó trabajándola. Era una mina de esmeraldas. Sacaron de ella gran cantidad de piedras. Robert Cameron volaba a Colombia a intervalos regulares. Era muy conocido… un hombre de negocios de muy buena reputación y en quien se tenía confianza. Había claro está inspecciones por parte de los funcionarios de Aduanas. Pero eran éstas en su caso, puramente formularias, puesto que el Gobierno le consideraba de todo punto honrado. Seguramente sabrá usted que, para cuando un turista de regreso a su país llega a las Aduanas, éstas ya han recibido un informe bastante completo sobre él. Si en sus actividades o antecedentes hay algo sospechoso, los funcionarios lo saben de antemano.

─Supongo que sí. Es decir, siempre he supuesto que tal sería el caso.

─Cameron introdujo en este país grandes cantidades de esmeraldas en bruto. Aquí las tallaba alguien que no ha aparecido en escena aún.

─¿Qué se hacía de las esmeraldas? ─inquirió Dona.

─Sharples y Cameron se especializaban en la colección de joyería antigua. El que se encargaba de tallar y pulimentar las esmeraldas, probablemente se encargaría también de extraer las piedras de las joyas antiguas y montar en su lugar esmeraldas. Pueden haber tenido alguna otra salida para las piedras. No lo sé. Pero consiguieron deshacerse de bastantes esmeraldas de esta manera sin llamar la atención. Y esto ya es hacer, porque los círculos joyeros son altamente sensitivos a los susurros y los rumores, y el Gobierno colombiano controla el mercado de las esmeraldas con mano de hierro.

»Sharples y Cameron se encontraron en un atolladero. No podían declarar los ingresos obtenidos de las esmeraldas en su propia declaración jurada de rentas, ni introducirlos como parte del fideicomiso sin descubrir lo que estaban haciendo. Es evidente que discutieron el asunto con Shirley Bruce y que decidieron repartirlos entre los tres por partes iguales y no dar cuenta a nadie.

»Luego un día Cameron fue un poco descuidado. Se olvidó del cuervo. Estaba trabajando con unas esmeraldas y, por Dios sabe qué razón tuvo que salir. Dejó las esmeraldas sobre la mesa. Cuando regresó, todas las esmeraldas no estaban allí. Al principio no comprendió qué significaba aquello. Después al levantar la mirada, vio al cuervo Pancho posado en la lámpara con una esmeralda en el pico.

»Con toda seguridad, de haber sido Cameron un poco más diplomático, hubiera conseguido hacer bajar al cuervo y quitarle la piedra. Pero Pancho sabía lo que le esperaba. Con toda seguridad le castigarían. Empezó a volar hacia el agujero de debajo del gablete con la esmeralda en el pico. Cameron no podía consentir eso. Cogió la pistola del 22 y disparó apresuradamente en el preciso instante en que el pájaro desaparecía por la abertura. Por poco le dio; pero por poco nada más.

»Entonces sí que se vio en un apuro. Sabía que el cuervo había estado robando esmeraldas. Estaba convencido de que el pájaro vendría aquí, a casa de usted con la esmeralda en el pico. Al hacer recuento, vio que le faltaban cinco esmeraldas. Comprendió que tendría que dar explicaciones. No había manera de saber por dónde habría diseminado Pancho las piedras. Durante un instante no supo qué hacer.

»Luego se le ocurrió una idea luminosa. Tomó la última pieza de joyería antigua que había ofrecido a la venta arrancó las piedras y depositó la montura en un rincón de la mesa. Dejó dos de las esmeraldas en la mesa también y escondió seis en la jaula del cuervo. A continuación se dispuso a salir, probablemente para hacerle a usted una visita. Caso de haber descubierto usted las esmeraldas o de que las hubiese visto alguien, Cameron hubiera dicho: “¡Santo Dios! Estaba trabajando yo con unas esmeraldas… quitándolas de una montura antigua para que pudiera engarzarlas un joyero en otra más moderna. Las dejé encima de la mesa y el cuervo las debe haber robado”. Entonces se la hubiese llevado a usted con él a su casa, y hubiera usted comprobado cuán cierta era su explicación. Vería el pinjante con sus trece huecos dos piedras sobre la mesa, seis en el nido del cuervo y cinco desaparecidas.

Dona me miraba ahora con sobresalto, muy abiertos los ojos.

─Continúe ─dijo, en un susurro─; ¿qué ocurrió después?

─Pero antes de que Cameron viniera aquí para averiguar qué había sido del cuervo, telefoneó a otra persona, ese alguien era una persona en quien Cameron tenía confianza… una persona con la que tenía cierta intimidad. Le hizo un gesto a dicha persona para que tomara asiento, y continuó telefoneando.

─Y… ¿luego? ─inquirió Dona.

─Y entonces, cuando estaba a punto de colgar nuevamente el auricular, dicha persona se le acercó silenciosa y hábilmente por la espalda, y le clavó el puñal entre las costillas.

─¿Y las esmeraldas? ¿Qué fue de ellas?

─Había ocho esmeraldas en casa de Cameron. Las otras cinco las encontré yo aquí, en la jaula del cobertizo, y la policía encontró cinco más en la tubería de desagüe.

─Pero… ¡son demasiadas esmeraldas! ─exclamó─. ¿No dijo usted que sólo había trece en el pinjante?

─En efecto ─asentí─. Pero el cuervo ignoraba que debía de sumar las esmeraldas y obtener un total determinado. El pobre bicho ─le dije─, no sabía contar.

─Pero ¿y el asesinato? ¿Por qué le mataron? ¿Quién le mató?

─Para responder a esa pregunta ─dije─, es preciso que hallemos primero la contestación a otra: ¿por qué fue escogido Felipe Murindo para gerente de la mina? También hemos de averiguar qué relación existe entre la muerte de Murindo y la de Robert Cameron. Y tenemos que descubrir por qué se volvió Sharples contra Cameron.

Dona anunció:

─Puedo decirle una cosa que quizá ayude.

─¿Cuál?

─Shirley Bruce no tenía tanta amistad con Cameron como con Sharples.

─¿Cómo lo sabe usted?

─Por nada concreto. Cosas intangibles. Creo que quizá todo lo que usted dice será verdad y, sin embargo, sé que existía una barrera entre Cameron y Shirley… un sentimiento por parte de Cameron de que Sharples y Shirley eran… bueno, muy amigos.

─¿Hasta el punto de tener… intimidad?

─Yo no he dicho eso.

─Pero lo digo yo.

─No lo sé. Robert Cameron no lo sabía. Pero siempre existía ese presentimiento.

─Siga. Cuénteme más.

─Cameron y Sharples eran amigos… no íntimos, pero se llevaban bien. El señor Cameron tenía mucho de ermitaño como quien dice. Sharples era de carácter completamente opuesto. Luego ocurrió algo. No sé lo que sería. El señor Cameron mandó aviso a mi madre para que fuese a verle.

─¿Cuándo?

─La mañana del día en que murió.

─Y ¿su madre le vio?

─Sí.

─¿Cuándo?

─A eso de las nueve y media.

─¿Qué sucedió?

─No lo sé. No puede haber sucedido entonces, ¿verdad, Donald?

─Si le vio a las nueve y media, no.

─A esa hora me dijo ella.

─¿Cuándo se lo dijo?

─Aquella tarde. Estaba histérica, desmadejada. Comprendí que había sucedido algo terrible. No hizo más que telefonear al señor Sharples, sin conseguir encontrarle. Luego llamó a Shirley Bruce e intentó ir a verla, pero Shirley se negó a permitir que fuera hasta el día siguiente.

─Y… ¿luego?

─Consiguió obtener comunicación con Sharples por fin, y él le dijo algo que la tranquilizó. Seguía un poco desmadejada, pero recobró su optimismo.

─¿Cuándo fue eso?

─Por la tarde. No sé la hora exacta. Shirley es… obra como si fuera una reina. Supongo que mi madre la aburre a veces y, sin embargo, parece tenerla verdadero cariño. Mi madre quiere que me parezca yo a Shirley más. Mamá comprende esa clase de vida… el ocio y el trato social. A mí me volvería loca.

Reflexioné unos instantes y dije:

─Quizá se esté usted aproximando ahora mucho a lo que yo quiero saber.

─¿Qué es eso?

─Lo que quiero, inmediatamente, sin perder instante, es que vaya a hacer una visita conmigo a cierta persona.

─¿A quién?

─A la señora Lérida. ¿La conoce?

─¿Lérida? ─repitió, frunciendo, pensativa, el entrecejo─, no; no creo conocer a ninguna señora Lérida. ¿Vive aquí, en la ciudad?

─Vive aquí.

─Y ¿de qué vamos a hablar con ella cuando la veamos?

─No lo sé.

─¿Quiere decir con eso que piensa interrogarla?

─Sí.

─Y ¿por qué quiere que le acompañe yo?

─Necesito un testigo y necesito un intérprete.

─Y ¿me escoge a mí?

─Sí.

─¿Por qué?

─Porque creo le interesará a usted el resultado de la entrevista.

─¿Tendrá relación con el asesinato de Robert Cameron?

─Sí.

─Bien; iré con usted ─dijo─. Sólo que no haré nada para… bueno, en el caso de que mi madre fuera… hiciera…

─¿Usted sabe que su madre siempre lleva un cuchillo?

─Sí.

─Y… ¿sabe tirarlo?

─Sí. Siempre ha sido de la opinión que una mujer jamás debe ir sin algún medio de protección. Aun siendo niña me habló e intentó enseñarme.

─Enseñarla, ¿qué?

─A tirar bien el cuchillo.

─¡Ah, ya! Y ¿aprendió usted?

─Sí.

─¿Lleva usted cuchillo?

─No.

─¿Nunca?

─Nunca.

─¿Dónde está el cuervo? ─inquirí, cambiando bruscamente de tema.

─En su jaula del cobertizo, supongo.

─¿Echa de menos a Cameron?

─¡Oh, mucho! ¿Sabe usted lo que hizo la policía? Clavar una pantalla en el hueco por el que entraba y salía para que no pudiera volver a entrar. Voló allá y probó vez tras vez, y luego intentó destrozar la pantalla a picotazos. Daba lástima verle. Vino a mí cuando le llamé y me lo traje aquí. Está desconsolado.

─¿Le tiene usted cariño?

─Mucho, sí.

─¿Y él a usted?

─Sí. Ahora que ya no tiene al señor Cameron, se pega a mí de una manera que da compasión.

─¿Ha hecho usted algún dibujo más? ─le pregunté.

─¿Por qué lo pregunta?

─No lo sé. Porque siento interés.

─Siempre estoy trabajando.

─¿Ha vendido algo?

─Alguna cosilla aquí y allá.

─¿Últimamente?

─No.

─¿Le da dinero su madre?

─¿Por qué pregunta eso?

─Porque me interesa. Quiero saberlo. Puede ser mucho más importante de lo que usted se figura.

─No. Siempre me las he arreglado para ir viviendo. Mamá no aprueba mi trabajo ya lo sabe. A veces la despensa ha estado bastante vacía; pero siempre he logrado salir del paso.

─¿Gracias a su arte?

─¡Cielos, no! ─exclamó─. Es como le dije antes. Trabajo una temporada dibujando y pintando, y luego tengo que buscar colocación. Créame, cuando trabajo ahorro hasta el último centavo posible. Soy una verdadera avara. Luego vuelvo al arte.

─Me recuerda usted a esa joven del cuadro, la que está de pie junto a la borda, revuelta la falda por el aire.

─¿Mirando más allá del océano? ─preguntó, llenos los ojos de añoranza.

─Mirando más allá del océano. Mirando más allá del lienzo del cuadro… más allá… hacia el porvenir. Creo que debe usted de haber expresado muchos de sus sentimientos en esa pintura.

─Hay mucho mío en todos mis trabajos, supongo. Quizá sea por eso por lo que no se venden.

─¡Tontería! No se venden porque la gente no tiene el sentido común necesario para apreciar la sinceridad. Los editores de publicaciones artísticas que compran esas cosas sólo quieren lo estereotipado, lo convencional… muchachas atractivas con muchas curvas y nada de atracción, mujeres medio desnudas que conservan la actitud de modelos profesionales hasta cuando aparecen en los calendarios… el tipo de ilustración que no significa nada. En los cuadros de usted hay historia y novela. Supongo que un artista completo hallaría lugares en que la técnica pudiera mejorarse, pero los cuadros en sí están pletóricos de mensaje. Un día empezara usted a venderlos. Cuando lo haga, se pondrán de moda los cuadros de Dona Grafton.

Me asió de la mano y la apretó, impulsivamente.

─Es usted un tónico ─dijo─. ¡Dios! A veces intento no descorazonarme, pero… oh, bueno… dejémoslo, Donald, por favor, no diga usted nada de… mi madre.

─Vayamos a visitar a la señora Lérida.