BERTHA Cool acababa de salir del baño. Llevaba una chaqueta ligera de andar por casa y unas zapatillas. El whisky con soda doble que tenía junto al codo estaba contribuyendo mucho a ponerla de mejor humor.
─¿Qué diablos crees tú que sería de ese papel? ─me preguntó.
Le dije:
─¿Qué crees tú que fue de Felipe Murindo?
─¿Detenido? ─inquirió.
─Le explotó una tonelada de dinamita en el rabo. Fue, claro está un accidente, pero Felipe Murindo quedó hecho picadillo y esparcido por toda la comarca. A menos que consigamos recobrar ese papel, jamás sabremos lo que intentaba decirnos.
─Bueno, pues yo voy a dar cuenta al cónsul. A un ciudadano norteamericano no pueden ocurrirle cosas así, y…
Le interrumpí.
─Tú ─dije─, no vas a notificar al cónsul. Ni tú ni yo vamos a notificarle nada a nadie.
─¿Por qué no?
─Porque esta gente no es tan ingenua como pareces tú creer. Los círculos oficiales de este país están saturados de una sutileza refinada, sobre todo cuando empieza uno a tener algo que ver con esmeraldas.
─¡Ah, no lo sabía! ─contestó Bertha, con sarcasmo─. Estoy de visita aquí. Claro que vosotros, los que vivís de antiguo en la nación, conocéis al dedillo todas sus idiosincrasias…
─Te lo guardas ─dije─. No necesito tu sarcasmo.
Se puso colorada.
─¡Bueno, pues a mí no me dices tú lo que debo y no debo hacer!
─Si quieres que te diga la verdad, tú te encuentras en una situación bastante precaria. Al parecer viniste aquí como empleada de Harry Sharples.
─Bueno, y si fuera así, ¿qué?
─Imagínate que a las autoridades se les ocurre considerarte como cómplice suyo.
Me dirigió una mirada asesina.
─¡Capaces son, los muy tales! ─exclamó─. ¡No hay más que ver la frescura con que me detuvieron! ¡Al diablo con estar en un país donde la gente no entiende lo que le digo cuando le estoy poniendo como hoja de perejil! Les largué todo lo mejor de mi repertorio y se les deslizó por la piel.
─La cosa que tenemos que recordar es que a Cameron le asesinaron. No conocemos ningún móvil concreto. Sí que sabemos que Harry Sharples, Robert Cameron y Shirley Bruce estaban en combinación para sacar esmeraldas de Colombia, meterlas de contrabando en los Estados Unidos, y venderlas ilegalmente. Debe de haber habido una linda ganancia para cada uno de los interesados. Cuando uno puede manejar esmeraldas de esa manera, se pueden conseguir ganancias fabulosas.
─¿Qué hará nuestro Gobierno… del contrabando?
─Mucho, probablemente ─le repuse─. Claro que le va a costar trabajo demostrar nada contra Sharples. El Gobierno colombiano le pilló con esmeraldas en bruto en el equipaje. Las piedras se sacaron de una mina de aquí. Sharples aún no había intentado introducir ese lote en Norteamérica.
─Pero ¿y el contrabando que se había hecho antes?
─Cameron fue el que hizo la mayor parte de los viajes a América del Sur. Era él quien se encargaba del trabajo exterior.
─¿Y Shirley Bruce?
─Se van a ver negros para demostrar nada. Puede haber estado metida en el asunto. Pero la historia que contó del pinjante puede ser, simplemente, una que le contara Sharples. A lo mejor ni ella misma sabía por qué era preciso que la contara.
─Pero ¿y todo ese dinero que ha estado recibiendo?
─Ésa es cosa que, sin duda, investigará el gobierno.
Lo más probable es que empiecen a hacerlo por medio de la sección de impuestos.
─Y ¿dónde nos deja a nosotros eso?
─Nos deja ─le dije─, precisamente donde yo he querido encontrarme desde el primer instante: a distancia de Harry Sharples.
─¿Cómo supiste tú que no era tan honrado como parecía?
─No lo sé; pero tuve el convencimiento de que Sharples estaba perfectamente enterado de todo lo referente al pinjante antes de venir a nosotros.
─Maldito si no eres más listo que Lepe ─reconoció, a regañadientes, Bertha.
─Cameron ha muerto. Varias personas tuvieron la oportunidad de salir beneficiadas con su muerte. Se intentó envenenar a Dona Grafton… y Juanita se tragó el veneno. Todos los indicios señalan, en este caso, a Robert Hockley. Ahora han asesinado a Felipe Murindo y, en el instante de su muerte, no había al parecer en Colombia más que dos personas que pudieran concebiblemente, estar relacionados con la muerte de Cameron: Robert Hockley y Harry Sharples. Si los dos asesinatos tienen relación alguna entre sí, hemos reducido considerablemente nuestro campo de investigación. Pero sólo si lo están, cosa que anda lejísimos de estar demostrada.
─Harry Sharples y Robert Hockley se hallaban ya detenidos. No pueden haber matado a nadie ─dijo Bertha.
─¿Tú crees que fue un accidente la explosión de dinamita?
─No. Fue demasiado oportuna.
─Tenía ya el convencimiento, antes de venir aquí, de que se estaban sacando esmeraldas de la Mina Trébol Doble. Deseaba obtener pruebas para poderle apretar a Sharples las clavijas. Por desgracia para nosotros las autoridades colombianas se hallaban sobre la pista también. Pero tengo otra cosa metida en la cabeza… algo que empieza a crecer, y desarrollarse.
A Bertha le brillaron los ojos.
─¡Ole por ti, Donald! ¿Puede sacarle dinero a eso la agencia?
─La agencia ─respondí─, podría sacarle un buen bocado.
─¡Duro y a ello! ¿Tiene algo que ver con el asesinato de Cameron?
─Naturalmente. Ése ha de ser nuestro punto de partida en todo lo que intentemos.
─Siento parecer estúpida, pero no entiendo nada de ese asunto de los guantes, ni del disparo de la pistola, ni de que se disparara el arma como último recurso. ¿De qué demonios hablabais?
─Robert Cameron disparó la pistola del 22 y no dio en el blanco.
─¿Cómo sabes que no dio?
─Tiene que haber marrado el tiro.
─¿Quieres decir con eso que tiró contra el agujero, que le falló la puntería y que el proyectil levantó una astilla al borde del agujero?
─No estaba disparando contra el agujero, Bertha. ¿No te diste cuenta cuando le hablaba de ello a Maranilla y Jurado?
Bertha se enfureció en seguida:
─¿Cómo diablos quieres que me diese cuenta? No entiendo las frases que se dicen con segundas. ¿De qué demonios estabais hablando?
─Robert Cameron tenía los guantes puestos cuando hizo el disparo.
─¿Contra el asesino?
─No contra el asesino, Bertha, contra el cuervo.
─¿Contra el cuervo? ─me gritó Bertha exasperada─. ¡Rayos y centellas! ¿Estás majareta? El cuervo era su favorito. ¿Por qué había de querer pegarle un tiro?
─Porque los cuervos no saben contar.
Bertha me miró en el colmo de la exasperación y de la rabia.
En aquel instante sonó el teléfono. Bertha lo descolgó. Dijo: «¡Diga!», y luego aulló:
─¡Hable en inglés! ¿Quién repámpanos…?, ¡oh! ─dijo, en voz singularmente amansada.
Escuchó unos instantes. Luego dijo:
─Gracias, se lo diré.
Y colgó el auricular.
Toda su rabia había desaparecido ya.
─¿Quién era? ─pregunté.
─Rodolfo Maranilla Telefoneó para decirnos que Robert Hockley y Harry Sharples se escaparon de la cárcel poco después de nuestra partida esta tarde. Las circunstancias en que se ha efectuado la fuga indican que puede haber habido soborno. La celadora insiste en que el papel que me quitaron fue metido dentro de un sobre y colocado sobre la mesa del capitán de policía. Sharples y Hockley se hallaban en el calabozo entonces. Desaparecieron poco después y el papel desapareció también.
─Eso explica muchas cosas.
─Y ─prosiguió Bertha─, Maranilla quería que te dijese que, con tu permiso, está instalando una guardia a la puerta de nuestras habitaciones. Sugiere que no estaría de más que tomáramos precauciones extraordinarias de momento.
─Es muy amable.
─¡Maldita sea tu estampa! ─estalló Bertha, de nuevo─. ¡Eso es lo que tú tienes! ¡Siempre juegas con dos barajas y acabas metiéndonos en un lío padre a los dos!
─No eran ésos tus sentimientos hace unos minutos, Bertha.
─Hace unos minutos ─anunció, con ferocidad─, estaba pensando en dinero. Ahora… ¡estoy pensando en dinamita!