LA noche no era ni demasiado calurosa ni demasiado fresca. El aire embalsamado, suave al tocar la piel, acariciaba los sentidos. Me sentí igual que si me hubiera metido en un baño de agua tibia a sacarme el cansancio de los huesos.
Una luna suspendida por encima de los Andes iluminaba las misteriosas calles de Medellín, los edificios que ya eran viejos cuando nuestro propio país era joven.
Nos sentamos en el Club Unión a saborear bebidas.
Ramón Jurado dejó de creer necesario representar papeles delante de mí. Ahora iba vestido de blanco, pero en sus facciones seguía viéndose aquella impasibilidad, que a primera vista, parecía estupidez.
El Club Unión es un edificio magnífico, de espaciosas estancias y enorme patio. En los Estados Unidos, yo había asociado siempre, subconscientemente, a los clubs con el snobismo, pero allí uno obtenía la sensación de que el club no era más que el hogar comunal de sus socios. El lugar poseía esa indescriptible atmósfera de un sitio en que se vive, y con comodidad.
Nos sentamos junto a la piscina. La media luna reflejada en la serena superficie de las aguas hacía palidecer a las estrellas.
Se aproximó medianoche sin que hubiese comparecido Bertha Cool. Había dejado aviso en el hotel para que se pusiera en contacto conmigo en cuanto llegase.
─¿Una copa más? ─inquirió Maranilla.
─Sólo una más.
Maranilla llamó a uno de los camareros. Al acercarse el mozo para saber qué deseábamos, el encargado del despacho del club se acercó a nuestra mesa. Su mirada se encontró con la de Maranilla. Dijo: «Usted perdone» en inglés, y luego algo en español a Maranilla. Éste se excusó y se fue.
Aun se hallaba ausente cuando el muchacho nos trajo las bebidas.
─¿Le gusta aquí? ─inquirió Jurado.
─Mucho ─le repuse─. Me gustaría vivir en este país.
─Es un privilegio ─reconoció.
─Parecen disfrutar ustedes de la vida.
─Y ¿qué mejor uso puede hacerse de la existencia?
─Me gusta la forma de hacer las cosas aquí. Me gusta su forma de beber. Esta noche, en el comedor, nadie parecía estar bebiendo demasiado ni con indebida precipitación.
─Hacemos las cosas sin prisas ─dijo Jurado.
─Pero las hacen bien.
─Lo intentamos. Y ahora, puesto que es limitado el tiempo de que disponemos, he de hacerle una pregunta o dos, a pesar de lo mucho que me desagrada introducir una nota profesional en la tranquilidad de que disfrutamos.
─Tire adelante ─le invité.
─Es su teoría que, cuando Cameron llegó de la calle, llevaba guantes. ¿Vio algo que le hizo echar mano de pronto a la pistola?
─Quizá la cosa no fuese tan repentina. Quizá probara otras cosas primero. La pistola fue el último recurso.
Jurado movió afirmativamente la cabeza.
─Sí; eso resultaría lógico. ¿Deduzco que ha investigado?
─Lo poco que me ha sido posible. No hay mucho material disponible.
─Muy interesante ─murmuró Jurado.
Saqué un librito de notas del bolsillo.
─La biblioteca del amante de la naturaleza ─dije─. En el tomo segundo de un libro titulado «Aves de Norteamérica», se afirma que cuervos aparentemente domesticados dan muestras siempre de cierta propensión al robo que puede compararse a lo que, en seres humanos, llamaríamos cleptomanía. Parecen tener especial y arraigada afición a robar o esconder objetos de brillante colorido, como carretes de hilo encarnado o azul, o artículos de metal muy pulidos, como las tijeras y los dedales.
Jurado asintió con la cabeza. Dijo:
─Es muy interesante.
─El libro de las aves, segundo tomo de la Sociedad Geográfica Nacional ─proseguí─, asegura que los cuervos mansos son muy dados a recoger y esconder chucherías brillantes de muchas clases, sobre todo guijarros relucientes. Guardan sus tesoros en rincones escondidos o, a veces, los entierran incluso en un patio o jardín, donde con frecuencia los olvidan.
Se me acercó un muchacho y me dijo algo en español. El señor Jurado me lo interpretó. Se me llamaba, al parecer, al teléfono.
Era Bertha. Estaba enfurecida y farfullaba.
─Como hay Dios que caí en una trampa ─dijo─. ¡Demonios coronados, si yo…!
─Déjate de farfullos ─la interrumpí─. ¿Qué ha sucedido?
─Esa chusma de policía local tuvo la frescura de detenerme. Les dije que Maranilla había dicho que podía considerarme como el aire. O no me comprendieron o no les dio la gana comprenderme.
─Bueno, eso ya no tiene importancia, Bertha. Ahora estás libre. Tómate un baño y relaja los nervios. Ahora mismo iré a invitarte a un trago y…
─¡Cierra el pico! ─Bertha pronunció las palabras con tal rabia, que parecieron saltar del auricular y morderme la oreja─. Me registraron.
─¿Los policías?
─Oh, emplearon a una mujer gorda e indecente para eso. Pero ¡maldita sea su estampa! ¡Se llevaron ese papel!
─¿Te refieres al…?
─¡Sí! ─me aulló por el teléfono.
Guardé silencio unos instantes, reflexionando.
─¿Bien? ─chilló Bertha al cabo de un segundo─. ¡Di algo!
─Estoy pensando.
─Pues, por lo que más quieras, ¡no emplees tanto tiempo para hacerlo! Sácate el plomo del asiento de los pantalones. Ponte a hacer algo.
─A hacer ¿qué?
─¿Cómo diablos quieres que lo sepa? ─trinó Bertha─. ¿Para qué te tengo a ti, Confucio?
─Aguarda allí hasta que pueda reunirme contigo. ¿No te devolvieron el papel?
─Claro que no, no seas idiota.
─¿Tenían intérprete allí… alguno que supiese el inglés?
─Uno de los agentes sabía inglés suficiente para decirme lo que deseaba, pero me largaba un «no entiendo» cada vez que intentaba yo decirle algo.
─Quizá ─dije, son sequedad─, fuera incapaz de comprender tus epítetos.
Bertha no vio nada gracioso en el comentario. Dijo, muy seria:
─Bueno y ¿qué rayos? Si un tipo estudia el inglés, se supone que conoce las palabrotas, ¿no? No le largué ninguna complicada. Sólo le dije al hijo de…
─Bueno, bueno ─la interrumpí─, frena un poco. Creo que me hago perfecta cuenta del cuadro. Y me parece que sé lo que hay que hacer. Tú aguarda ahí.
Colgué el auricular y volví a la mesa. Maranilla había vuelto ya. Había acercado la silla a Jurado y los dos hablaban en voz baja.
Alzaron la mirada y sonrieron cuando me reuní con ellos.
─Señores ─les dije─ tengo una petición que hacer. Podrá ser poco usual, pero la creo importante.
─¿De qué se trata? ─inquirió Maranilla.
─Les agradecería mucho que mandaran aviso a sus agentes de la población más cercana a la mina. Me gustaría saber que Felipe Murindo estaba… bueno, protegido.
─¿Protegido? ─inquirió Jurado.
─Sí. Quisiera tener la certidumbre de que se hallaba seguro.
Los dos hombres se miraron.
Preguntó Jurado:
─¿Usted cree que a lo mejor corre peligro?
─Se me ha ocurrido que quizá haya algo que se me ha pasado por alto. Existe la posibilidad de que Murindo posea la clave de lo que bien pudiera ser el móvil del asesinato.
Ambos hombres volvieron a mirarse. Fue Jurado quien dio la noticia.
─Me temo ─dijo─, que ha sido usted un poco tardío en su petición señor Lam.
─¿Qué quiere decir con eso?
─La llamada telefónica a la que acudió Rodolfo Maranilla hace unos momentos, estaba relacionada con Felipe Murindo.
Me di mentalmente un puntapié por haberme apresurado a enseñar la oreja. Debí haber callado hasta que Maranilla hubiese tenido ocasión de hablar. Después de todo, aun cuando no podía esperarse que yo supiera que la conversación telefónica estaba relacionada con Murindo, debí haber tenido en cuenta esa posibilidad. Era demasiado tarde ya.
─¿Qué sucedió? ─pregunté.
─Al parecer, a eso de las cinco de esta tarde ─explicó Maranilla─, estalló accidentalmente una considerable cantidad de dinamita almacenada en el polvorín vecino a la residencia del gerente.
─¿Y Murindo?
Maranilla se encogió de hombros.
─Está muerto. Y en pedacitos pequeños.