coolCap17

FUE una suerte que me hiciera aquella indicación acerca de Panamá. Me ayudó a no enfadarme y a ir con los ojos muy abiertos. No se me había ocurrido pensar en el cuidado que tienen en aquel país. La política de buena vecindad funciona allí tan bien como un mecanismo que trabaja sumergido en aceite.

Contesté las preguntas bien y, cuando me presenté en el aeródromo al día siguiente, experimenté un alivio enorme al ver que nadie me daba un golpecito en el hombro para decirme que se habían hallado algunas irregularidades en mi pasaje de avión. Subí al aeroplano de Medellín y, esta vez, George Prenter había tenido buen cuidado de escoger un asiento exterior cerca de la proa del avión, junto a una señora de cabello entrecano y aspecto maternal.

Me di por aludido y no intenté entablar conversación.

Prenter no me dirigió la palabra en todo el camino.

Volamos sobre una selva tropical de la que ascendía la humedad en vapor, ríos anchurosos y lentos se deslizaban con tal suavidad por su lecho, que no había manera de adivinar en qué dirección fluían. Desde la altura a que navegábamos, parecían gigantescas serpientes que se habían quedado dormidas.

Aquí y allá, a lo largo de las riberas, se veían grupos de casitas de techumbre de paja y ramas, apiñadas como para protegerse mutuamente. Era tan pequeña la superficie bajo cultivo, que parecía como si los habitantes de aquellos lugares temieran alejarse mucho del poblado.

Empezaron a aparecer montañas por delante. La selva pasó, monótonamente, a la deriva y los Andes corrieron a nuestro encuentro. El avión se agitó entre corrientes cruzadas y salvó, luego, una cima. Un valle fértil, con sendas que ascendían hasta los picos de las montañas, carreteras, haciendas campos cultivados y serpenteantes nos brindaron un variado paisaje.

Desde la altura era posible ver todo el desarrollo económico del país, desde las toscas granjas allá en las cimas, que comunicaban con caminos de tierra por sendas de herradura, hasta las carreteras asfaltadas y granjas de más pretensiones, gigantescas haciendas y, por último las singulares y pintorescas poblaciones que parecían pueblos encalados.

Contemplé durante mucho rato el país que atravesábamos, fijándome en los espaciosos patios, piscinas particulares, pruebas de una prosperidad tranquila y bien ordenada por parte de los terratenientes acaudalados.

Casi antes de que me diera cuenta, el avión enfiló un desfiladero. Montañas fértiles, cubiertas de verdor, se alzaban tan cerca de las extremidades de las alas, que me era posible mirar al nivel de una cabaña y ver al ganado que pacía, alzar con curiosidad la cabeza y contemplarnos con indolente interés. Luego se vio Medellín en la distancia y el desfiladero desembocó en un ancho y soleado valle. Unos minutos más tarde rodábamos por la pista de aterrizaje.

Prenter abandonó el avión sin dirigirme una sola palabra.

Compré un diccionario español en el aeropuerto, tomé un coche hacia la parte principal de la población, conseguí habitación en un hotel, también un par de traveler’s checks[6], y marché a las oficinas del cónsul norteamericano.

Me aguardaba una carta allí. Era del capitán Sellers. Decía:

«Querido Donald:

»Bertha está que estalla. No sé en qué lío me habrás metido, pero empiezo a creer que sigues una buena pista…

»Robert Hockley consiguió pasaporte, compró pasaje para Medellín, y luego desapareció. Viajó hasta Panamá con su billete. Se apeó allí. Cuando el aeroplano se dispuso a despegar otra vez. Hockley no compareció. El capitán retrasó la salida del avión cerca de una hora. Hubo bastante jaleo con ello, pero Hockley siguió sin presentarse.

»Entretanto, se han hecho algunos progresos aquí.

»El veneno empleado en los dulces salió, al parecer, del taller de Hockley. La dirección de la etiqueta de la caja de dulces se escribió en la máquina de escribir de Hockley. Los agentes del laboratorio repasaron el piso de Cameron con escoba eléctrica y microscopio. Encontraron unos cuantos cristales de sulfato de cobre. Hallaron sulfato de cobre en cantidad en casa de Hockley. En conjunto, parece como si hubiera pruebas suficientes contra ese individuo.

»Tú le has visto y has hablado con él. Puedes identificarle. Me pongo en contacto con la policía de Medellín. Te agradecería que te dejaras caer por jefatura, hicieras amistad y te pusieses a su disposición.

»No tengo inconveniente en decirte que el tenerte ya allí sobre la pista y el poder comunicarle al jefe que te habías anticipado a marchar allí por sugerencia mía, ha aumentado considerablemente mi prestigio. Eres un buen chico.

»Cablegrafíame si descubres algo».

Leí la carta, fui a la policía y, después de corretear un poco, encontré al hombre que buscaba y que, según dio la coincidencia, era el hombre que andaba buscándome a mí.

Don Rodolfo Maranilla era bajo de estatura, musculoso y ágil. Tenía patas de gallo alrededor de los ojos. Se le curvaban los labios levemente por las comisuras, dando a la boca el aspecto de estar siempre sonriendo. Pero los ojos eran los de un jugador de poker que observa al contrincante cuando empuja un montón de fichas hacia el centro de la mesa.

Escuchó la historia que le conté y luego dijo, cortésmente, en excelente inglés:

─Conque ¿le interesa a usted invertir dinero, señor Lam?

Moví afirmativamente la cabeza.

─¿En propiedades mineras?

─Creo que tales propiedades son las que mejor justifican inversiones.

─Y… ¿deseaba echar una mirada a varias propiedades mientras se halle aquí?

─Justo.

─Creo que puede arreglarse. ¿Había usted pensado en alguna propiedad en particular?

─No. Soy forastero.

─Pero, a ese Robert Hockley… ¿le ha conocido usted?

─He hablado con él, sí.

─Y ¿a este Hockley le interesan minas enclavadas en esta vecindad?

─Creo que sí. Tengo entendido que es uno de los beneficiarios de la testamentaria de Cora Hendricks, que dejó ciertas propiedades mineras. Un tal Sharples, y un tal Robert Cameron, que murió asesinado, eran los fideicomisarios.

─Ah, sí. El señor Cameron hacía visitas a este país con bastante frecuencia. Es afortunado que haya aquí un hombre capaz de identificar a ese Robert Hockley. Me refiero a usted, naturalmente, señor Lam. Si algo podemos hacer nosotros por ayudarle, estamos a sus órdenes. Conozco las propiedades Sharples y Cameron. ¿Le gustaría a usted verlas?

El señor Maranilla me estaba escudriñando el semblante, máscara de dulzura y bondad su rostro y salvo los ojos, que parecían estarme desnudando el alma y leyéndome los pensamientos.

─No veo yo qué iba a adelantarse visitando esas propiedades ─le contesté─ a menos que estén en venta ¿Sabe usted si están en venta?

─Probablemente todo está en venta si se ofrece lo bastante.

Asentí solemnemente con un movimiento de cabeza.

─¿Diría usted que no deseaba ver dichas propiedades?

─Tanto como eso, no. Pudiera resultar ventajoso visitarlas. Me daría una idea por lo menos, de los valores.

─Mi coche estará dispuesto a las nueve mañana por la mañana. Le acompañaré a usted y llevaremos chofer. Abajo, en el río, hará calor, conque lleve ropa ligera. Estaremos ausentes dos días.

Quería hacerle un par de preguntas más, pero se hallaba ya en pie, despidiéndome con una leve inclinación de cabeza. Y aquella vez no fui tan tonto como para no darme cuenta de que llevaba dos sombras pegadas a la cola cuando regresé al hotel.

No dormí mucho aquella noche. El clima que tan embalsamado y delicioso había parecido al bajar del avión parecía ahora bochornoso y siniestro.

Las campanas de la catedral me despertaron horas antes del amanecer. A intervalos, el sonido de las campanas de varias iglesias, y el rumor de pasos por las aceras al dirigirse los residentes en Medellín a su trabajo, me hicieron darme cuenta de que me hallaba en un país extranjero. Al parecer, aquella gente caminaba millas y millas para ahorrar los céntimos que valdría el tranvía. Caminaban alegres, con paso atlético, lo que significaba que el andar constituía parte de su cotidiano trabajo.

Me levanté y me senté junto a la ventana para ver amanecer. Vi las montañas de Oriente destacarse sobre un fondo de flamígero colorido, a los edificios de la ciudad asumir contorno y substancia… Contemplé el continuo reguero de trabajadores que caminaban con paso rítmico e invariable, escuchando de cuando en cuando trozos de conversación en la líquida lengua española, y oyendo ocasionalmente un estallido de risa. Nada de quejas, nada de gruñidos. Aquella gente era recta, erguida, digna. Aceptaba alegremente las tareas de la vida.

Desayuné a las siete y media, con el jugo espeso y picante de una fruta tropical; bananas que tenían marcado sabor a piña algo ácidas y muy delicadas; papayas, cuyas negras semillas le daban cierto sabor a pimienta… todo ello acompañado del jugo de una lima fresca. Luego, huevos cocidos blandos, tostada, café colombiano que no tenía nada de ese amargor acre que con tanta frecuencia estropea el gusto de un café cargado. Era negro en la taza, ámbar en la cucharilla y néctar en el paladar.

Cuando terminé el desayuno me tenía ya sin cuidado que pudiera estarme vigilando todo el ejército de Colombia.

A las nueve en punto me anunciaron la llegada del automóvil del señor Maranilla.

Era un coche grande y brillante, conducido por un chofer moreno, hombre de amazacotadas facciones que ni siquiera tuvo el interés ni la curiosidad suficientes para volver la cabeza y ver qué aspecto tenía yo cuando me abrió la portezuela del coche. Me estaba preguntando cómo era posible que un peón así llegara jamás a aprender a conducir un automóvil, cuando el señor Maranilla me tendió la mano.

─Buenos días señor ─dije.

─Buenos días, señor Lam ─me respondió, con su melosa voz.

Me arrellané cómodamente en el asiento. Un muchacho muy dinámico del hotel, encargado del equipaje y de los recados, sacó mi maletín y quedó impresionado al ver el coche y quien lo ocupaba. El chofer colocó el maletín en el portaequipajes, se sentó al volante y nos pusimos en marcha.

La carretera era buena. El coche parecía arder en deseos de arrancar y yo me dispuse a disfrutar del paisaje.

Rodolfo Maranilla pareció darse cuenta de mi humor. Permaneció arrellanado en su rincón, sin decir una palabra, sonriendo de vez en cuando, titilándole los ojos al contemplar el azulado humo, como si el sabor del cigarrillo le gustara mucho en verdad. No hizo el menor caso del paisaje. Evidentemente disfrutaba para sus adentros pensando en algún chiste o alguna situación jocosa.

Avanzamos por un cañón en el que un riachuelo serpenteaba por entre verdes campos que fueron haciéndose cada vez más estrechos hasta desaparecer del todo, dejando tan sólo las laderas de las montañas. Éstas estaban aún cubiertas de verdor y, aquí y allá, se veían grupos de ganado que pacía. Muy por encima de nosotros, las crestas parecían cortar formaciones de nubes siempre cambiantes que hervían y se retorcían en el vértice de vientos procedentes de las alturas.

El señor Maranilla, que había estado empalmando los cigarrillos, terminó de fumar el sexto. Me miró interrogador.

─Es muy hermoso todo esto ─dije.

Se limitó a asentir con un gesto. Contemplé la cabeza en forma de bala del chofer, erguido en su asiento, rígidamente inmóvil.

─Va bastante aprisa ─dije─. ¿Conoce el camino?

─Perfectamente.

─Quiero decir… ¿es lo bastante hábil como conductor para manejar un coche como éste por estos caminos a semejante velocidad?

─Claro que sí.

─No parece demasiado inteligente.

─Es un buen chofer.

─¿Natural de este país?

─Creo que sí… sí. Es difícil, señor Lam, juzgar el carácter de gente de una raza extranjera. O, ¿no lo encuentra usted así?

─No lo sé. A mí, este hombre me parece demasiado impasible. Me estaba preguntando si no reaccionaría con demasiada lentitud caso de que nos encontráramos con otro coche al doblar un recodo.

Maranilla sacudió la cabeza.

─Puedo responder de eso. Ese hombre es rápido como una pantera. No tema por el camino, señor Lam.

Aquello zanjó la cuestión. Hablamos del paisaje un rato. Luego, un coche, conducido a tontas y a locas y a una velocidad fantástica apareció dando tumbos por una curva, y me agarré a donde pude.

Nuestro conductor resultó ser todo lo que Maranilla había dicho de él. Pareció impasible e indiferente, pero las enormes muñecas hicieron girar el volante, al parecer en la misma centésima de segundo en que el otro coche tomó la curva. Nos cruzamos a una velocidad y de una manera que me pareció que nuestras dos ruedas derechas se hallaban suspendidas sobre el precipicio. Y el lado izquierdo del coche casi rozó los guardabarros del otro.

El corazón, que me había dejado de latir, dio un salto y se puso luego a palpitar con tal violencia, que me hizo toser.

El señor Maranilla, fumando su cigarrillo seguía con la mirada fija en el humo, sonriendo soñoliento, sin tomarse la molestia siquiera de echar una mirada al automóvil que nos pasó como una exhalación.

─Pues tiene usted razón ─dije, en cuanto me fue posible hablar.

Maranilla enarcó las cejas en cortés gesto.

Indiqué al chofer con un movimiento de cabeza.

─Claro que sí ─respondió Maranilla.

Y desterró con esas palabras el asunto, un simple incidente en el viaje, indigno de que se preocupara uno de él.

La carretera descendió bruscamente. Los pastos cedieron el paso a pobladas selvas. El calor se hizo opresivo, no que el termómetro subiera con exceso, sino que el calor lo saturaba todo y en todas partes se introducía, encerrándonos como si fuera una substancia tangible. Me quité la chaqueta. Tenía la camisa empapada de sudor, y éste se evaporaba muy despacio dejando que mi piel padeciera del calor.

Cerca de media tarde salimos a un río ancho y lento. Al parecer, las aguas estaban relativamente bajas en aquella época del año, puesto que anchos bancos de arena cortaban la corriente. Cruzamos una poblacioncita soñolienta, y luego nos internamos por un estrecho camino de herradura hasta llegar a una verja de madera por encima de la cual se leían las palabras; «Mina del Trébol Doble». Sobre el tablero que llevaba estas palabras había una herradura de madera muy grande y, dentro de ella, dos tréboles de cuatro hojas, recortados de hojalata y pintados de verde. Se habían mantenido las dependencias en buen estado de reparación, pero ciertas señales indicaban que eran, en su mayor parte, de construcción muy antigua.

Un hombre alto y delgado, con traje blanco empapado de sudor, salió a nuestro encuentro. Era Felipe Murindo, gerente de la mina. Aparentemente no hablaba inglés.

Era ésta una complicación que yo no había previsto. El señor Maranilla habló en español, y Murindo escuchó con atención. Se volvió luego hacia mí, hizo una leve reverencia, y me tendió la mano.

Maranilla interpretó con una elocuencia suave y fácil que me convenció de que sólo estaba traduciendo los puntos salientes de la conversación.

─Le he explicado a Murindo que es usted amigo de los fideicomisarios y que ha venido a Colombia a visitar la mina.

─Eso ─dije─, mal puede decirse que sea la verdad.

─Oh ─sonrió─, se aproxima lo suficiente. Después de todo, uno no tiene por qué entrar en detalles con esta gente. Se les dice lo que se desea que hagan y se les da, tan sólo una breve explicación. El hacer más, es perder el tiempo.

Pero no me dio a mí la sensación de que las explicaciones de Maranilla fueran tan cortas como todo eso. A continuación, Murindo y él se enzarzaron en una conversación que más que tal parecía una barrera de fuego de palabras. Interpolaban sus comentarios de vez en cuando, encogiéndose de hombros y exhalando ése; singular «no˗o˗o˗o˗o» alargado y de sonido ascendente tan típico de los sudamericanos cuando están poco menos que discutiendo.

Hicimos la ronda de la propiedad, y vimos el enorme canalizo que conducía el agua, el gigantesco boquerel con ayuda del cual se proyectaba en fuerte chorro contra el mineral, haciéndolo pasar por encima de las ranuras en las que se quedaba cogido el oro.

Felipe Murindo dio explicaciones e hizo comentarios. Maranilla se encargó de traducírmelos. No me enteré de nada que no hubiese aprendido ya, en la escuela de segunda enseñanza. Se dirigía el chorro de agua contra la ribera. Esto disolvía la tierra en barroso río que pasaba por las gamellas en que quedaba atrapado el oro.

No vi nada que me emocionase.

Tenía calor y me sentía pegajoso. Experimentaba la misma sensación que si un millón de insectos se estuvieran arrastrando por mi cuerpo. El chofer de cara de palo, que hacía, evidentemente, de escolta también, iba detrás de nosotros, con un revólver de gran calibre al cinto. Aquel hombre empezó a producirme cierto desasosiego.

Regresamos a la oficina de la mina en el preciso instante en que un automóvil desvencijado apareció dando tumbos, por el camino, haciendo un ruido imponente. Aquel coche tenía algo inexplicable que me hizo presentir jaleo en perspectiva.

El automóvil se detuvo. Un individuo se apeó del mismo y echó a andar, sin prisas, hacia la parte posterior. Noté movimiento dentro como de alguien que forcejeaba para salir. Luego vi, durante un instante, el rostro sudoroso de Bertha Cool.

El conductor estaba hablando en español.

Oí gritar a Bertha:

─¡Aparte ese aliento ajiapestoso de mi cara y abra la portezuela!

El hombre no hizo ademán alguno de irla a obedecer, sino que continuó proyectando contra Bertha su chorro de palabras españolas.

Bertha sacó uno de esos manuales inglés˗español que se pueden comprar casi en cualquier puesto de periódicos en el Sur, lo hojeó y ojeó mientras el hombre, más vehemente que nunca, gesticulaba con brazos y hombros, agitaba las manos y soltaba un diluvio de palabras.

Por fin encontró Bertha lo que andaba buscando, leyó del libro:

─Ab… re… la… po… ar… ta… esss… toyi… ap… re… so… rai… do.

El hombre siguió hablando.

El señor Maranilla miró a Bertha, y luego me miró a mí.

─¿Es amiga suya? ─preguntó.

─Pues… sí ─contesté.

Y corrí hacia el coche.

Bertha alzó la mirada, me vio y dijo:

─Por lo que más quieras, abre esta maldita portezuela. Me estoy asfixiando aquí dentro, y este tal y cuál de una tal y cuál me ha encerrado con llave.

Bertha había bajado del todo el vidrio de la ventanilla. Sacó la cabeza y, durante un momento, creí que iba a intentar saltar por aquella abertura.

─¡Caramba, caramba! Pero ¡si es mi amiga la señora Cool! ¡Qué sorpresa verla a usted por aquí! ─dije.

─Vaya si es sorpresa ─asintió Bertha, con ira.

Proseguí apresuradamente:

─Vine a visitar propiedades. Ando a la busca de minas en que invertir dinero y mi amigo el señor Maranilla de la policía del Estado, ha accedido, amablemente, a enseñarme la mina Trébol Doble que pertenece, según creo, a un tal Sharples y a un tal Cameron.

Bertha dijo, con furia:

─¡Al demonio con todo eso! ¡Ábreme esa puerta!

Maranilla hizo una profunda reverencia.

─Perdone usted, señora ─dijo─: quizá pueda serle yo de utilidad. ¿Desea un intérprete?

─¡Qué intérprete ni qué niño muerto! ─bramó Bertha─. ¡Este hijo de tal no conoce su propio idioma! ¡Le he estado leyendo frases de este libro que son más claras que el agua! Acabo de decirle que me abra la portezuela, que tengo prisa, y ¡que sí quieres!

Ni la sombra de una sonrisa apareció en el rostro de Maranilla.

─Este caballero asegura que había de recibir una cantidad determinada y que aún le adeuda usted cinco pesos.

─Es un solemnísimo embustero ─aseguró Bertha─. Le contraté para que hiciera este viaje y él sabía dónde iba. Le he pagado, y no hay más que hablar.

─Él insiste en que lo que se acordó fue que la condujera a una población pequeña que se encuentra a unos doce kilómetros de aquí.

Dijo Bertha:

─Es que me dijeron que la mina estaba allí cuando pregunté en la ciudad.

─La diferencia entre este sitio y aquél ─dijo Maranilla, sonriendo ahora─, es de doce kilómetros.

El conductor del automóvil prehistórico mostró su asentimiento con vehemente sacudida de cabeza.

─Deseo que quede usted satisfecha ─anunció serio, el señor Maranilla─. Dice que, si no desea usted pagarle por haberla traído aquí, la volverá a llevar al pueblecillo que es adonde habían convenido que la llevase. Dice que es usted una dama bondadosa y que es necesario darle toda clase de satisfacciones.

─Sí, ¿eh? ─exclamó Bertha─. Y no soy una dama bondadosa. Le desmontaré el automóvil pieza por pieza. Pienso apearme aquí.

El conductor prorrumpió en nuevas protestas en español.

El señor Maranilla parecía estar contemplando todo el asunto con imparcialidad y sin humor.

De haber creído yo que existiera la menor probabilidad de que el chofer se llevase a Bertha al pueblo otra vez, y de que no se desarmaría el coche antes de llegar allá, nada mejor hubiese pedido. Pero conocía la capacidad de Bertha en plan de violencia y dudaba que el vehículo pudiera soportar sus iras sin desmoronarse. Dije:

─No se preocupe. Es amiga mía.

Y saqué el portamonedas y le di al conductor cinco pesos.

Se mostró éste pródigo con sus palabras de agradecimiento. Introdujo una llave en la portezuela y la abrió para que pudiera apearse Bertha.

Dijo el señor Maranilla:

─Hace muchos años que conozco a este chofer. Ha puesto cerraduras en las portezuelas para que sus pasajeros no puedan apearse hasta haber pagado el viaje a satisfacción suya. Espero que su amiga no haya sufrido molestia alguna.

No le contesté a eso. La cara de Bertha hablaba por sí sola.

Felipe Murindo le dijo algo a Maranilla y éste se lo tradujo a Bertha. Las facilidades de la Mina Trébol Doble estaban a disposición de su distinguida visitante.

El conductor de Bertha empezó a sacar equipaje del coche. Era evidente que Bertha había saltado de un avión, y, tras cargar las maletas en aquel vehículo decrépito, se había internado a ciegas por la selva.

Desde mi punto de vista la situación se complicaba hasta el punto de convertirse en revoltijo.

Regresamos todos al despacho de la mina. Murindo sacó con un cazo agua de una tinaja cuya húmeda superficie parecía un fresco oasis. Pero no había suficiente evaporación para que el agua estuviese fría.

Bertha se tragó dos cazos llenos, exhaló un suspiro, y dijo:

─Ahora me siento algo mejor; pero bien poco.

Y se dejó caer en una silla.

─¡Dios Santo, qué sitio! ─resopló.

─No creo comprender exactamente el objeto de su visita, señora ─dijo Rodolfo Maranilla.

Bertha le miró, con los desconfiados ojuelos fríos como diamantes contra el encendido color de la sudorosa piel.

─Lo contrario me extrañaría ─respondió, con aspereza─, a menos que sea usted zahorí.

Maranilla dijo de pronto:

─Aguarden aquí.

Hizo una seña a su chofer y se marcharon los dos. Un instante después oí el zumbido del motor de su coche.

─¿Habla este tipo inglés? ─inquirió Bertha, indicando con un gesto a Murindo.

─Al parecer, no ─contesté─; pero uno no puede fiarse nunca. Más vale que recurramos a la circunlocución.

─Anda y circunloquea pues ─contestó Bertha, con ira.

─Al discutir el propósito fundamental del cambio de ambiente, yo he asumido la posición de quien persigue beneficios en metalurgia distribuida.

─Bueno, pues en cuanto a mí se refiere, yo no me las he pirado para rondar ahí machacando cuartos propios. Cuando viajo, es porque puedo echar mano de bolso ajeno.

─¿Cuestión de anticipo adecuado?

─Puede fiársele.

─Sin mencionar nombres, ¿se trata de alguien, quizá me ha requerido con anterioridad nuestros servicios?

Bertha me miró con rabia y repuso:

─No sé por qué diablos he de desnudarte mi alma. Te largaste saliendo por la tangente. Sólo Dios sabe en qué estarás trabajando ahora. Supongo que hay faldas de por medio. Siempre fuiste pan comido para las odaliscas.

Nada dije.

─¿A qué andar tan preocupado por esos dos micos? ─inquirió Bertha.

─Uno de ellos es un hombre muy inteligente. Quizá lo sean los dos.

─Narices. ¡Qué rayos! ¡Les habla una a esos tipos y ellos se quedan mirando boquiabiertos! Heles aquí, a dos días de vuelo de los Estados Unidos, y aún no se han despertado lo bastante para ponerse a aprender un poco de inglés.

─Tú te encuentras a dos días de vuelo de este país. ¿Cuánto español has aprendido?

Bertha cogió un periódico atrasado, empezó a abanicarse y dijo:

─Vete al cuerno.

Hubo silencio durante un rato, interrumpido ten sólo por el zumbido de las moscas. Felipe Murindo se sentó e hizo un cigarrillo, lo encendió, y nos miró con insegura sonrisa.

Bertha Cool tomó su libro de frases y dijo laboriosamente:

─I… el… ló…

Luego volvió la página, resbaló el dedo por la columna y agregó:

─¿Ser… vei… sa?

El agente de la mina sacudió la cabeza. Protestó en español. Habló despacio, dando énfasis a sus palabras con una serie de gestos.

Bertha me miró:

─¿Te estás enterando de algo, Donald?

─De alguna palabra aquí y allá. Me formo una idea aproximada de lo que dice. No hay cerveza helada. Si eso es lo que quieres, tendrás que ir a buscarla al pueblo… y la encontrarás caliente.

─¡Cerveza caliente! ¡Para su abuela! ─exclamó Bertha, malhumorada.

─Cuida de no refutar la premisa de mi explicación inicial a las autoridades locales ─repuse como advertencia.

Bertha soltó un resoplido y dijo:

─Esa agua maldita me resbala por el gaznate y se pierde. Tengo tanta sed después de beber como antes de haberlo hecho. ¡Zumba! ¡Qué calor hace!

─Te acostumbrarás a él dentro de dos o tres días. Has estado viviendo en un clima completamente distinto. Tienes la sangre más espesa.

─¡Valiente ayuda resultas!

─¿Esperabas que yo lo remediase? No aumentes tu tensión arterial subiéndote a la parra y no te parecerá que el calor es tan grande.

─¡Maldita sea mi estampa! ─exclamó Bertha, con rabia─. Un salteador de caminos me encierra en un automóvil, me lleva dando tumbos por las peores carreteras del mundo, me cobra diecisiete precios distintos por hacerlo, y ¡me pides que no me enfurezca! ¿Qué crees que están haciendo esos dos tipos y adónde opinas que han ido?

Miré expresivamente al gerente de la mina.

─Que me registren.

─¿Dices que ese hombre pertenece a la policía del Estado?

Asentí con la cabeza.

─Y ¿el otro es su chofer?

─Chofer, escolta y, al parecer, ayudante general.

─No tiene ─dijo Bertha─, inteligencia suficiente para resguardarse de la lluvia… el chofer, quiero decir.

─El otro tiene más que suficiente para los dos.

─No estés tan seguro ─me dijo─. Por mi parte, aún no he visto a ninguno que pueda compararse, ni con mucho, a uno de nuestros guardias. A Sellers por ejemplo.

─Ya ─le repuse.

Se puso de color ladrillo.

─¿Qué rayos quieres insinuar ahora?

─Nada.

Me dirigió una mirada asesina.

─Cuidado ─le dije─ con no enmarañar la línea. Te he dicho con qué objeto vine aquí. Tengo una idea de que van a preguntarte qué es lo que estás haciendo aquí.

─Que pregunten y revienten. Tengo derecho a viajar si me da la gana.

─¿Por qué a este sitio precisamente?

─Porque me dijeron que viniese.

─¿Quieres decir con eso que recibiste instrucciones concretas, que te dijeron que vinieses aquí precisamente?

─¡Santo Dios! Pero… ¿es posible que me creas capaz de venir a un sitio como éste a divertirme?

─Y ¿la persona que te dio esas instrucciones era un cliente?

─Claro que sí.

Dirigí una mirada a Felipe Murindo. Estaba fumando un cigarrillo. Al parecer, sus pensamientos se hallaban a un millón de kilómetros de allí. Pero no podía tener la seguridad. Tal como iban las cosas, no deseaba correr más riesgos de los absolutamente necesarios.

Bertha siguió mi mirada. Estudió a Murindo y dio a entender, bien a las claras, que le consideraba completamente inofensivo.

─¿Cuándo le viste? ─pregunté.

─No le vi.

─¿Cómo recibiste las instrucciones?

─Por carta.

Estaba meditando sobre eso, cuando oí automóviles. Eran dos esta vez. Fui al porche y me asomé.

Maranilla iba delante. El chofer conducía el coche con la misma expresión de impasibilidad y estupidez. Detrás del coche grande y brillante de Maranilla, avanzaba un armatoste que parecía aún más viejo y decrépito que aquél en que llegara Bertha Cool.

Este coche lo conducía un hombre con uniforme casi arrugado. Detrás de él iba sentado otro de uniforme con fusil y bayoneta. Había dos hombres más en el coche. No pude estar seguro de su identidad hasta verles un poco mejor. Eran Harry Sharples y Robert Hockley. No sólo parecían un poco desgastados por el uso, sino que daban la sensación de haberse jugado el último centavo a un caballo que había perdido la carrera.

El chofer de Maranilla se apeó y abrió la portezuela. Maranilla echó a andar hacia el despacho con despreocupación, completamente ajeno, al parecer, a los prisioneros que en aquel instante bajaban, obligados, del vehículo de atrás.

─¡Que me ensarten en un palo retorcido! ─exclamó, entre dientes, Bertha─. ¿De dónde cuernos salió ese tipo?

Maranilla hizo un gesto insignificante, casual, un simple movimiento de la muñeca. Pero la guardia supo interpretarlo y detuvo a los prisioneros a seis metros del porche.

Maranilla subió los escalones. Con una reverencia ochocentista, le tendió a Bertha Cool un cigarrillo y dijo:

─¿Me permite que me siente?

Bertha le miró torvamente e hizo un gesto afirmativo.

Llegó el chofer y entramos todos.

─¿Conque le interesan a ustedes las propiedades mineras? ─preguntóme Maranilla.

Le contesté afirmativamente.

El chofer empezó a hablar de pronto, en rápido y perfecto inglés.

─Según nuestros informes ─anunció─, es usted detective particular y está asociado con esta Bertha Cool que llegó en el primer avión y alquiló inmediatamente el automóvil que la trajo aquí.

Yo nada dije, y Bertha fue incapaz de hablar. Reflejaba su rostro sorpresa e incredulidad.

─Usted, señor Lam, por añadidura ─prosiguió el chofer─, cuando se hallaba a bordo del avión y antes de salir de los Estados Unidos, dio muestras de interés en esmeraldas. A nosotros ─agregó, secamente─, su interés nos interesa.

Bertha me miró y su expresión dijo bien a las claras que no tenía el menor deseo de tomar la iniciativa en la conversación.

Decidí que un poco de cortesía no estaría fuera de lugar.

Hice una reverencia y pregunté:

─¿Con quién tengo el honor de hablar?

─Con Ramón Jurado ─me respondió.

─Y… ¿su título?

─No tengo ninguno.

Maranilla intervino.

─No pertenece a la policía ─dijo─. Está por encima de ella.

Jurado me miró con ojos apagados en los que no se advertía ni el menor destello de inteligencia. Dijo:

─Represento al Gobierno. Cuanto guarda relación con esmeraldas, me interesa.

─Creo que empiezo a comprender.

Jurado se encaró con Bertha.

─Señora Cool, ¿qué la trae a usted aquí?

─Ése es asunto que a usted no le interesa.

Sonrió el hombre.

─En cuyo caso ─dijo─, será una suerte para usted. ¿Me permite que la felicite?

─¿Qué es lo que será una suerte? ─inquirió Bertha.

─Que lo que esté usted haciendo aquí no sea asunto que me interese ─le respondió Jurado.

Bertha cerró la boca.

Jurado continuó:

─Quizá valga más que hablemos con los otros.

Maranilla gritó algo en español y oímos, a continuación, pasos fuera. Se abrió la puerta y la guardia hizo entrar a Hockley y Sharples en el despacho.

─Siéntense, señores ─dijo Maranilla.

Ahora era el jefe él. Jurado había vuelto a asumir su papel de chofer.

─¿Cuál de ustedes es responsable de la presencia de la señora Cool aquí? ─preguntó, indicando a Bertha con un gesto.

Sharples miró a Hockley, luego me miró a mí y, por último, miró a Bertha Cool.

─En mi vida la he visto hasta este instante ─dijo.

Hockley se limitó a encogerse de hombros.

Maranilla les miró, ceñudo.

─Vamos, vamos, señores. Esto complica las cosas. ¿Me es lícito recordarles que ninguno de los dos se halla en situación de negarse a cooperar con nosotros?

Hockley dijo:

─No sé lo que tendrán ustedes contra este otro tipo, pero no tienen nada contra mí.

Sharples me miró y se humedeció los labios. Había una súplica en sus ojos.

─Se hallaba usted con Sharples. Es un cómplice suyo ─afirmó Maranilla.

─¡Tonterías! No puedo ver al vejestorio este ni en pintura ─contestó Hockley─. Lam puede contarle a usted la verdad. Quería sacarle cuartos al viejo.

─Ah, sí ─dijo Maranilla, con una sonrisa─. El señor Lam sin duda podrá contarnos la historia. Usted saldrá fiador por el señor Sharples, y Lam saldrá fiador por usted. Y, entonces, Sharples podrá, a su vez, salir fiador por el señor Lam.

─¡No diga estupideces! ─dijo Hockley─. ¿Por qué no da pruebas de un poco más de sentido común?

Sharples empezó a hablar en español.

Maranilla le interrumpió con aspereza.

─Tenga la bondad de hablar en inglés.

Dijo Sharples:

─No sé lo que pasa, pero una cosa puedo decirles: si han encontrado ustedes contrabando en mi equipaje, es que alguien me lo ha escondido allí.

Maranilla miró un instante a Jurado y pareció leer una señal en los ojos de éste. Me dijo:

─En estos últimos tiempos hemos sabido que había algo raro en esta mina. También nos hemos enterado de otras cosas. El mercado de esmeraldas no acusa normalidad. Hay piedras en venta que salieron de Colombia, pero que jamás salieron oficialmente de este país.

Evidentemente leyó la pregunta en mis ojos, porque continuó diciendo:

─En Colombia constituye delito, salvo en el caso de ciertas personas autorizadas hallarse en posesión de piedras sin tallar. El tallado de esmeraldas es objeto de permiso especial. No puedo decirle todo lo que desea saber, pero algo si le diré. En las esmeraldas talladas bajo supervisión gubernamental, existen ciertas peculiaridades de talla que nos permiten saber cuándo han sido lanzadas al mercado piedras de procedencia clandestina.

»El señor Sharples ha hecho numerosos viajes a la mina. Hasta hace poco se le consideró por encima de toda sospecha. Pero ayer por la noche se le detuvo y se le registró el equipaje. ¿Quiere que le enseñe lo que encontramos?

Sharples se humedeció los labios con la lengua.

─Le digo a usted que no sé una palabra de esas piedras.

Maranilla tomó la enorme cartera de piel de cocodrilo, la abrió y extrajo un saquito de cuero. Desató el saquito y oí a Bertha inhalar ruidosamente al inclinarse hacia adelante en su asiento, atraída por el interés que su codicia le inspiraba.

Parecía como si el saquito se hubiese transformarlo en un lago de un verde intenso, fresco, compulsivo, que atraía la mirada hacia sus profundidades con hipnótica fuerza.

─No son mías ─declaró Sharples─. Es la primera vez que las veo. No sé una palabra de ellas.

─Claro está ─prosiguió Maranilla, casi como quien se excusa─, no somos del todo inexpertos en estos asuntos. Esta mina es objeto de investigación desde hace algún tiempo. Y mis agentes secretos han hallado un pozo y una galería en la parte superior de la ladera de la colina. Se han sacado rocas de ese pozo y se han ocultado con mucha astucia. Lo que se encuentra en el interior de la galería sorprende a nuestros geólogos. Quizá sea una de las minas de esmeraldas más ricas de cuantas hemos descubierto hasta ahora.

─No sé una palabra de ellas ─dijo Sharples─. ¿Se encuentran ese pozo y esa galería en esta propiedad?

─En esta propiedad ─asintió Maranilla─. Y se la lleva explotando tres o cuatro años probablemente.

Sharples se volvió hacia el gerente de la mina, que nos contemplaba con indiferencia y aburrimiento.

─Nada de español ─le advirtió Maranilla.

Sharples pareció sobrecogerse.

─Pues bien ─continuó Maranilla─, nuestros agentes reciben orden de investigar. En los Estados unidos hallan a un cuervo sobre el que las esmeraldas ejercen gran atractivo, a un hombre muerto, un pinjante del que se han arrancado esmeraldas, y un detective particular que aspira a saber algo de esmeraldas. Es como para dejar perplejo a cualquiera.

»Hay un señor Jarratt a quien mis agentes no pierden de vista. Sus actividades son interesantes en grado sumo. El señor Lam también parece encontrar interesante al Jarratt en cuestión. ¿Conoce usted por ventura al señor Jarratt, señor Sharples?

─No.

─Es una lástima. Es hombre de inteligencia.

Se volvió a la guardia.

─Llévense a estos dos ─dijo en inglés.

Luego dio una orden en español.

Hockley exclamó:

─Escuche, yo no tengo nada que ver con esto. Vine aquí porque me pareció que había irregularidades en el fideicomiso. Me metí clandestinamente en el país…

─Discutiremos su caso más adelante ─le interrumpió Maranilla.

Hizo una señal a la guardia, que se llevó a los prisioneros del despacho.

Maranilla se encaró conmigo.

─Tendré que pedirle mil perdones, señor Lam… y a usted también, señora Cool, pero este gerente no sabe una palabra de inglés. Es necesario ahora que averigüemos varias cosas. Por consiguiente, tendré que excluirles de la conversación, porque voy a hablar en español.

Bertha siguió sentada como pudo en un árbol, manteniéndose del todo apartada del asunto.

─Tire adelante. En cuanto a mí se refiere, creo que conozco la solución ya ─dije yo.

Brillaron los ojos de Maranilla en una sonrisa. Luego se volvió hacia Murindo y le disparó una pregunta en español.

El gerente se encogió de hombros, hizo un gesto con la mano que sostenía el cigarrillo, y sacudió la cabeza.

El tono de Maranilla se hizo más incisivo. Sus labios vertieron palabras en rápida acusación.

Los ojos de Murindo parecían ahora los de un animal acorralado, pero seguía respondiendo con movimientos negativos de cabeza.

Maranilla empezó a hablar. Habló durante dos minutos seguidos.

Bajo la insistencia de aquel chorro de palabras. Murindo empezó a perder su aplomo. El cigarrillo cayó, inadvertido, al suelo. Bajó la vista y, cuando le tocó hablar a él, alzó los ojos y pronunció unas cuantas frases. Una vez lanzado, habló durante unos cinco minutos. La voz, hosca al principio, se hizo más expresiva a medida que hablaba. Se animó y gesticuló. Maranilla hizo una docena de preguntas quizá. Murindo respondió a cada una de ellas sin vacilar.

Maranilla se volvió a mí.

─Es una lástima ─dijo─, que no conozca usted el idioma. La situación se simplifica. Este hombre ha confesado. Hace cosas de tres años, un pozo exploratorio penetró una formación de roca en la que se esperaba encontrar oro. Hallaron esmeraldas.

»Murindo era el único que sabía que se habían hallado esmeraldas. El hombre que ya ha muerto, Cameron, apareció en escena poco después y se hizo un arreglo mediante el cual el pozo fue, al parecer, abandonado. En realidad, continuaron trabajando en él Murindo y otro minero de confianza. Las esmeraldas se entregaron, la mayor parte de las veces, a Cameron, y una o dos veces a Sharples.

»Y ahora, señor Lam de la casa Cool y Lam, si hubiera contratado sus servicios Sharples, podría hallarse usted en una posición delicada. Es una desgracia. Sea como fuere, es necesario que aclare usted sus relaciones con el asunto. Bueno será que hable con franqueza, sin la menor reserva, y con todo lujo de detalles.

─Ese Sharples intentaba conseguir una escolta cuando… ─dijo Bertha.

─Creo ─la interrumpí─, que será mejor que hable yo, puesto que fui yo quien tuvo el contacto personal.

─Bueno ─añadió Bertha─, pues en cuanto a nosotros se refiere, no sabíamos…

─Creo que será mejor que le contemos a la policía toda la historia, Bertha ─le dije.

Me miró como si de buena gana me hubiese clavado un puñal en el corazón; pero guardó silencio.

─Es, quizá, una historia larga. La acortaré todo lo que pueda. La cuestión es: ¿por dónde empiezo? ─pregunté a Maranilla.

─Por el principio ─contestó éste─; decididamente por el mismo principio.

─Sharples ─expliqué─ se presentó en nuestro despacho y nos pidió que averiguáramos por qué se le había encomendado determinado pinjante de esmeraldas a un establecimiento de lujo para que lo vendiese. Me dijo que el pinjante era propiedad de Shirley Bruce, que lo había heredado de Cora Hendricks.

»Hice una investigación y descubrí que quien había entregado el pinjante para que se vendiese era Robert Cameron. Quedé convencido de que había algo sucio en el asunto. Hice mi informe a Sharples. Éste sugirió que le hiciésemos una visita a Cameron. Cuando llegamos a su casa, Cameron estaba muerto. Le habían asesinado. Al parecer, le dieron muerte inmediatamente después de haber hablado éste por teléfono, o quizá mientras aún hablaba.

Vi que tanto Maranilla como Jurado me escuchaban atentamente. En los ojos de Jurado no se veía ni asomo de expresión, pero me fijé en que tenía la cabeza ladeada levemente y echada hacia adelante. Los ojos bondadosos y titilantes de Maranilla eran tan insistentes como los faros de un automóvil que se aproxima en la niebla.

─Continúe ─dijo.

─Yo estaba con Sharples cuando se descubrió el cadáver. Entramos juntos en casa de Cameron. Después, fuimos a hacerle una visita a Shirley Bruce. Shirley nos dijo que le había entregado el pinjante a Cameron algún tiempo antes.

»Fui a examinar el testamento de Cora Hendricks y enterarme de las condiciones del fideicomiso. Son doscientos mil dólares aproximadamente los que están en juego. Quizá más. A la muerte de ambos fideicomisarios, los bienes pasan a los beneficiarios por partes iguales. Mientras los fideicomisarios vivan, pueden entregarle una parte o la totalidad de la herencia a uno de los beneficiarios. En otras palabras: no tienen la obligación de distribuir con equidad los bienes.

─Y… ¿usted cree que la muerte de Cameron sea, quizá, precursora de la de Sharples? ─inquirió Maranilla.

─No lo sé. Lo único que sé es que Sharples pareció creer que corría un grave peligro y que necesitaba una escolta. Entonces hizo algo muy raro: me escogió a mí para ese papel.

─¿Por qué es eso raro? ─inquirió Maranilla.

─Como escolta, bien poco valor tendría yo.

─Es evidente que tiene usted inteligencia, señor Lam.

─Para servir de escolta hace falta tener algo más que inteligencia.

─¿Ofreció Sharples pagarle bien?

─¡Ya lo creo que sí! ─exclamó Bertha─. Ofreció tres veces más de lo que la cosa valía.

Maranilla le impuso silencio con un gesto cortés pero firme.

─Tengo concentrado el pensamiento en los procesos mentales del señor Lam ─dijo─, si me es lícito decirlo sin ser grosero, señora Cool. La interrogaré a usted más tarde.

Yo continué:

─Es evidente que Shirley Bruce era una niña cuando murió Cora Hendricks… una simple criatura. Según el testamento, los bienes de la difunta, la totalidad de ellos, pasaban a poder de los fideicomisarios. En éstos iban incluidos todos los dineros, toda la propiedad personal, todos los bienes inmuebles, todo cuanto tuviera valor alguno. En tales circunstancias, de haber pertenecido el pinjante a Cora Hendricks y de haberlo obtenido Shirley Bruce, surge una pregunta: ¿cómo lo obtuvo? Y otra: ¿cuándo lo obtuvo?

Maranilla estaba radiante ya.

─Continúe, continúe… ─dijo, con impaciencia.

─Sharples ─seguí diciendo─ tuvo buen cuidado de que yo le acompañara cuando fue a casa de Cameron. Puede haber sabido, o puede haber ignorado, lo que iba a descubrir cuando entró en el pequeño despacho. Pero tuvo muchísimo cuidado de que yo le acompañase cuando visitó a Shirley Bruce. Y, desde luego, él sabía perfectamente lo que ella iba a decir.

─Prosiga.

─Había varias cosas raras en cuanto se relaciona con la muerte de Cameron. Sobre la mesa yacía una pistola del 22. Se había hecho un disparo con ella. La policía cree que el asesino había querido dar la impresión de que Cameron hizo un disparo antes de recibir la puñalada. Ello pudiera servir más adelante de base para alegar defensa propia. O pudiera haber inducido a las autoridades a creer que el asesino estaba herido. Después de la investigación, la policía dedujo que el asesino había intentado disparar por un agujero de debajo del alero del tejado con el fin de que no fuese hallado el proyectil. La bala levantó una astilla del borde de madera… lo bastante para que la policía supiese dónde había dado.

Maranilla miró a Jurado e hizo un gesto casi imperceptible de asentimiento.

Jurado no parpadeó siquiera.

Le dije a Maranilla:

─Cuando la policía le hizo a Cameron la prueba de la parafina, no encontró rastro de pólvora. Al parecer, él no había disparado el arma. Por consiguiente, llegó a la conclusión de que la habría disparado el asesino. Un examen de la pistola demostró que ésta había sido disparada poco antes de hallar la muerte Cameron.

─¡Magnífico! ─murmuró Maranilla entre dientes─. ¡Qué bonito es disponer de técnicos de laboratorio, químicos médicos que se especializan en necropsia! Pero continúe, señor Lam… continúe.

─No había esmeraldas en el pinjante cuando se descubrió el cadáver de Cameron. El pinjante se encontró allí. Las piedras sobre la mesa y seis en el nido del cuervo. Ocho en total. Se encontraron cinco más en la tubería de desagüe del lavabo.

Maranilla extendió las manos, juntó las yemas de los dedos.

─Es un placer ─dijo, pensativo.

─El trabajo para el que me había contratado Sharples era demasiado sencillo. Pensé, casi desde el primer instante, que se trataba de algo preparado, deliberadamente, de antemano. De haberle pertenecido aquel pinjante a Shirley Bruce, y de haberse enterado Sharples que se hallaba en venta hubiese ido derecho a Shirley. De haberse encontrado Shirley Bruce en un apuro y necesitar dinero, hubiese ido derecho a Harry Sharples. Si deseaba vender un pinjante de esmeraldas nada más que porque se había cansado de él, no se hubiera dirigido a Cameron. Hubiese ido a Sharples. Los hechos, en mi opinión, no estaban lógicamente concatenados.

Dijo Maranilla con dulzura:

─Hubo razones que nos impulsaron a investigar a cierto Peter Jarratt. Shirley Bruce despertó el interés de nuestros agentes. Nos informaron que usted les había descubierto y eludido. A continuación, regresaron a vigilar nuevamente a Jarratt y se cruzó con el de usted su camino. ¿Tendrá usted una explicación, quizá?

─Jarratt me llamó por teléfono. Me dijo que una tal Phyllis Fabens había sido la propietaria de aquel pinjante. Fui a ver a Phyllis Fabens. Había tenido, en efecto, un pinjante así, pero no de esmeraldas: el suyo había llevado granates y un rubí. Al principio lo creí combinación…

─¿Combinación? ─intervino Jurado.

─Algo deliberadamente preparado ─explicó Maranilla.

─¡Ah! ─exclamó Jurado.

─Prosiga ─me dijo Maranilla.

─Pero, después de visitar a Jarratt, se me ocurrió una idea distinta. Se me antojó que Jarratt estaba comprando piezas de joyería antigua adornadas de granates o piedras baratas. Éstas se las entregaba a Cameron. Se quitaban las piedras de sus engarces y se colocaban en su lugar esmeraldas. Luego se ofrecían las joyas aquí y allá… posiblemente por toda la nación. Hubiera resultado un medio interesante de vender esmeraldas sin desequilibrar el mercado… de tener uno esmeraldas.

─¡Ah! ─dijo Maranilla.

Y se frotó las manos.

Jurado dijo, con voz sin entonación:

─Hubiera resultado mucho más convincente de habernos dicho el señor Lam todo eso antes de nuestro descubrimiento.

─En efecto, en efecto ─respondió Maranilla apresuradamente─; pero creo que el señor Lam aún piensa darnos más explicaciones.

─Daré una prueba de mi buena fe, diciéndoles algo que nadie más sabe.

─Ayudaría ─reconoció, cortésmente, Maranilla.

─El cuervo domesticado que vivía con Cameron contaba con otra jaula, en otra casa. Me dirigí a esa otra jaula. En ella encontré cinco esmeraldas.

Maranilla frunció el entrecejo y miró a Jurado. El rostro de éste estaba tan sin expresión como un pedazo de madera, amazacotado, impasible, hosco.

Maranilla me dijo:

─¿Quizá tendrá usted una explicación señor Lam?

─Sólo tengo una teoría, no una explicación.

─Nos interesará enormemente.

─¿De qué diablos sirve escupírselo todo a esta gente? ─irrumpió Bertha, con ira.

Dijo Maranilla con dulzura:

─Quizá esté saliendo de un atolladero a fuerza de palabras, señora. Y usted, señora… ¿no vino aquí a petición del señor Sharples? No olvide, señora, que se encuentra en Colombia. Y existen leyes relacionadas con la explotación y la posesión de esmeraldas.

Bertha comprendió. Se puso colorada, pero comprimió los labios y no volvió a decir palabra.

Volvió a hablar de nuevo.

─Es extraño que, después de haber sido engarzadas las esmeraldas en el pinjante, y de haberse puesto el mismo a la venta, fueran arrancadas nuevamente las piedras del pinjante.

─Ese punto ─reconoció Maranilla─, me ha dado mucho que pensar.

─Imagínese ─añadí─ que un hombre tiene determinada cantidad de esmeraldas, y que cinco de ellas desaparecen. Sabe, quizá, quién se las ha llevado; pero ignora lo que ha sido de ellas. Sin embargo, está convencido de que aquellas esmeraldas volverán a aparecer y que entonces se descubrirá su procedencia. Se ve, por consiguiente, enfrentado con el problema de justificar la posesión de unas esmeraldas legítimamente obtenidas y de las que ha perdido cinco.

»En tales circunstancias, ¿qué cosa más natural que arrancar las trece de sus engarces y colocar cinco de ellas donde, en circunstancias normales, no serán descubiertas? Claro está que mal puede prever que van a asesinarle y que la policía desconectará los tubos de desagüe por puro formulismo.

─Es una teoría interesantísima ─anunció Maranilla.

Y al cabo de un instante agregó:

─¿Tiene usted algo que pueda convertirlo en cosa que no sea simple teoría?

Moví afirmativamente la cabeza.

─La prueba de la parafina demostró que no había ni vestigio de pólvora en las manos de Cameron. La policía cree, por consiguiente, que el asesino debió disparar el arma. Pero la policía pasó por alto un hecho muy significativo… el par de guantes de cuero, muy ligeros, que yacía sobre la mesa cerca de la pistola.

Maranilla frunció el entrecejo.

─¿Dispararía uno un arma con los guantes puestos? ─murmuró.

─Sólo en el caso de tener los guantes puestos al surgir la situación que requiera acción inmediata y no haber tiempo para quitárselos. Y, claro, los guantes tienden a estropear la puntería. Sólo es necesario meditar sobre las circunstancias en las cuales uno tendría los guantes puestos al surgir semejante necesidad de urgencia… y sobre la naturaleza de la urgencia en cuestión. Las posibilidades resultan interesantes en grado sumo.

Por primera vez desde que le conociera, Jurado dio muestras de emoción. Golpeó de pronto las manos.

─¡Amigo! ─exclamó─. ¡Ya lo tenemos!

Maranilla dijo algo en español. Jurado movió afirmativamente la cabeza. Los dos se pusieron en pie y echaron a andar hacia la puerta.

─Perdonen ─dijo Maranilla al salir.

Nos dejaron solos con el hosco y atemorizado gerente de la mina.