EL aeroplano volaba a tres mil trescientos metros de altura. Allá por Oriente, empezaban a notarse leves vestigios de color. Los pasajeros, arrellanados en los asientos, dormían todos, salvo uno de la parte delantera que tenía encendida la luz y leía un periódico impreso en español.
Hasta entonces, el avión se había deslizado por el aire como una seda. Ahora empezó a encontrar baches y a encabritarse o resbalar de ala de vez en cuando.
El Oriente se tiñó de colorido. Abajo se distinguía la grisácea masa de una selva. De la minúscula despensa˗cocina de popa, surgió el penetrante aroma de café recién hecho.
Los pasajeros empezaron a moverse. La azafata sirvió café y pan caliente. El que estaba sentado a mi derecha sonrió amistosamente y dijo:
─Tiene muy buen sabor, ¿verdad?
Era un individuo, bronceado, de osamenta grande y ni un gramo de grasa. Calculé que tendría cincuenta y tantos años. Los ojos titilaban penetrantes y con gesto bondadoso. Parecía estar acostumbrado a viajar. A primera hora de la noche le había oído hablar español con la misma facilidad que si de su idioma se tratara.
─Está en su punto, desde luego. Y es lo que más apetece en estos instantes ─asentí.
─Son buenos psicólogos en estos aviones ─prosiguió─. Cuando uno se siente más desanimado es poco antes del amanecer. Luego sale el sol, uno se anima un poco, y la azafata se presenta con el café. El pasarse una noche en aeroplano no es como pasársela en un autobús. La altura y la velocidad poseen cierta cualidad vigorizadora. Fíjese en la selva. Empieza a ceder el sitio a las montañas. Todo parece gris allá abajo, pero no tardará ya el sol en darle una frescura igual a la de una gota de rocío en el pétalo de una rosa…
─Suena usted la mar de poético ─le dije.
Tenía la mirada seria ahora.
─Yo creo que el vivir en Colombia le hace a uno apreciar todas las cosas bellas de la vida.
─¿Vive usted en Colombia?
─Sí; en Medellín.
─¿Lleva mucho tiempo allí?
─Treinta y cinco años.
─¿Qué clase de sitio es?
─Hermoso. En él, todo es bello. Los Andes siempre se muestran verdes y frescos. Allí las montañas no son accidentadas, ásperas ni rocosas. Son… ¡qué rayos!, son como joyas. Luego hay los valles fértiles, el maravilloso clima. Y, hablando del clima… no puede usted imaginarse cómo es.
─¿Cómo es? ─pregunté.
─Perfecto. Se encuentra uno a cosa de una milla de altura por encima del pesado calor de la selva y lo bastante cerca del Ecuador para que no existan cambios de temperatura entre estación y estación.
»Las orquídeas crecen a millares. La gente no necesita calefacción artificial. Hay abundancia de agua dulce y cristalina de montaña ¡Diablos! ¡Hablo como una Cámara de Comercio! Echo a Colombia de menos. He estado ausente dos meses… en misión especial a los Estados Unidos.
─Debe usted de haber conocido a la mar de gente en su tiempo, en Medellín ─dije.
─Conozco aproximadamente a todo el mundo… a todos los que valen la pena.
─¿Muchos americanos allá?
─Norteamericanos ─me corrigió─. Todos son americanos[5]. Sí, hay bastantes. Y, por cierto, que me enfurece ver la clase de gente que mandan de los Estados Unidos. Es gente que se empeña en reunirse, en formar camarilla. La obligación principal de los directores comerciales procedentes de los Estados Unidos debiera ser la de fomentar el comercio y la buena voluntad internacionales. Pero… ¿se molestan en frecuentar la sociedad de los del país? ¿Aprenden el idioma? ¿Se preocupan, poco o mucho, de conocer las costumbres sociales? ¡Y un cuerno! Se encierran en sus propias camarillas de cuatro por nueve, y se marchan al cabo de tres o cuatro años sin saber nada que valga la pena del país ni de sus habitantes. ¡Me dan asco!
─Conocí a un tal señor Cameron cierta noche en una fiesta ─dije─. Creo que estaba interesado en minas aquí.
─¿Bob Cameron?
─Creo, en efecto, que se llamaba Robert.
─¡Caramba! ¡Hace algún tiempo que no veo a Bob! Generalmente le veo con bastante frecuencia. Hace viajes acá para echarle una mirada a los negocios. Es fideicomisario de la herencia de dos personas… los bienes de Cora Hendricks.
─Justo. Sí que creo haberle oído decir algo de eso. Se muestra entusiasmado con el país.
─Buena persona ─aseguró mí compañero.
─Hay otro fideicomisario ─dije frunciendo el entrecejo─. No me acuerdo de su nombre ahora. Sharper o algo parecido…
─Sharples ─dijo el otro─. No viene a Colombia con tanta frecuencia… dos o tres veces al año nada más.
─¿Qué propiedades tienten? ¿Minas?
─En su mayor parte. No sé demasiado de ellos, ¿cómo se llama usted?
─Lam.
─Yo, Prenter. George Prenter. ¿Hasta dónde va?
─No lo sé a ciencia cierta ─repuse─. Ando buscando oportunidades de hacer negocio. Hago el viaje para echarle una mirada al país como quien dice. Había pensado pararme en dos o tres sitios.
─¿Cuál es su ramo?
─Ninguno en particular ─le contesté─. Tengo algo de dinero y estoy dispuesto a correr riesgos si un asunto me parece interesante.
─¿Dónde piensa tocar primero?
─No lo había decidido. Pero lo que usted me ha dicho de Medellín me ha hecho entrar en ganas de conocerlo.
─Véalo. No se desilusionará. Encontrará allí muy buena gente. Claro está que no puede usted esperar introducirse en las verdaderas familias aristocráticas antiguas a las primeras de cambio. Son algo exclusivistas. Y con razón. Tienen que serlo. Pero le estarán estudiando, hasta cuando usted menos se lo espere. Y, si sale usted airoso del escrutinio, empezará a recibir alguna que otra invitación. Y, entonces, por poco que sepa usted hacerse simpático, no tardará en tener una legión de amigos.
─¿Qué es lo que necesita uno para hacerse simpático?
─Oh, no lo sé… No tener un punto de vista tan comercial como adquiere la mayoría de nosotros… No escatimar tanto el tiempo… Esta gente disfruta con la amistad. El negocio es un mal necesario. Pero el negocio del día no es más que un incidente comparado con las largas noches durante las cuales viven su vida social.
─¿Reuniones? ─inquirí.
─No en el sentido en que nosotros las concebimos. Se sientan a charlar y beben whisky con soda. Nadie se emborracha nunca: eso es cosa que no se hace… emborracharse en público. Puede uno alegrarse un poco, pero, en cuanto se llega a un punto determinado, no se pasa de él. Es un algo intangible que ha de verlo uno por sí mismo.
»Esa gente le saca más jugo a la vida que nosotros. Le sacan más provecho a la amistad. Tienen más cultura, más consideración, más cortesía. Y parecen tener una perspectiva más clara. No sé por qué le hablo a usted así; pero parece interesarle y quiero que empiece usted bien. Me gustaría verle establecerse en Medellín. Pero el que haga usted dinero o deje de hacerlo depende en gran parte de la forma en que lo intente. Hay sitio en el país para un hombre que tenga capital, pero el país no quiere que se le explote.
─Creo que a Cameron le fue bastante bien, ¿no?
─No lo sé. Supongo que se encuentra bien situado. Es un hombre interesante, pero muy reservado.
─Conocí a una tal señora Grafton ─dije─. Creo que era de por ahí. ¿La conoce?
Movió negativamente la cabeza.
─Juanita Grafton. Viuda de uno metido en minería.
─¡Ah, ahora caigo! ─contestó─. No la conozco personalmente. Le he oído hablar de ella a alguien. Tuvo dinero en tiempos, o creía tener derecho a dinero o algo así, y lo perdió. Mientras está en Colombia, vive como una señora. Cuando se le acaban los cuartos, marcha a los Estados Unidos y, según dicen, consigue colocación de criada o algo por el estilo hasta conseguir reunir una cantidad. Aseguran que no se gasta ni un centavo. Trabaja como una esclava. Luego deja que se la ablanden las manos, se compra ropa, y vuelve a Medellín donde ni siquiera levanta un dedo.
─¿Eso se lo ha contado alguien?
─Sí.
─No se habrá usted confundido, ¿verdad? ¿No será en Medellín donde trabaja y en los Estados punidos donde se da la vida de señora?
─¡Quiá! En Medellín es toda una dama. Conociendo la población y las costumbres, puede pasarlo bien con el dinero que trae de Norteamérica. O podía hasta recientemente por lo menos. Actualmente hay una especie de inflación y el cambio no es tan favorable. En cuanto al poder adquisitivo de la moneda se refiere, quiero decir.
Reflexioné un poco sobre lo que acababa de decirme. Salió el sol y alcanzó al aeroplano, proyectando sobre él un haz de cálidos rayos mientras que, allá abajo, seguíase viendo gris la tierra, cubierta por las sombras precursoras de la aurora. Luego, los rayos del sol doraron las cimas de las montañas delante de nosotros, y descendieron lentamente por las elevadas lomas, hasta penetrar por fin en la selva.
─Vamos a volar por encima de unas montañas dentro de unos minutos ─dijo Prenter─. Verá un lago hermoso, muy grande. Y unas casas magníficas a su alrededor. Hay paisajes maravillosos por aquí. Estamos entrando en la zona cafetera. Cultivan un café exquisito por estos alrededores. Debiera usted de probar el café colombiano. Jamás habrá probado otro igual en su vida. No tiene nada de amargo por muy fuerte y negro que lo haga. Es, siempre, una bebida aromática con mucho sabor.
─Colombia. ¿No es de ahí de donde salen todas las esmeraldas? ─pregunté.
─En efecto.
─¿Se pueden comprar baratas aquí?
Movió negativamente la cabeza.
─Y ¿no puede uno comprar aquí esmeraldas en bruto y hacerlas tallar en otra parte? Tengo entendido que la aduana es menos elevada cuando se trata de piedras sin tallar.
Se limitó a reír con tolerancia y sacudió otra vez la cabeza.
─Tienen muchas minas de esmeraldas, ¿no?
Me dirigió una mirada escudriñadora. Yo seguí aguardando su respuesta.
─No estoy muy seguro de que lo sepa ─me respondió por fin─. Se saca bastante oro, sin embargo. Si usted quisiera meter dinero en una mina de oro, tal vez sea posible encontrar una que sea verdaderamente buena. Hay muy buenas propiedades que pueden explotarse por medios hidráulicos. Abundancia de agua, ¿sabe?, y la oportunidad de conseguir bastante presión.
─¿No hay oportunidad de colorar dinero en esmeraldas?
─No.
─¿Qué diversiones hay? Es decir, ¿qué constituye la vida social?
─Es difícil explicárselo de forma que usted lo comprenda. La gente disfruta de la compañía de sus semejantes. En Norteamérica, cuando se reúnen unos amigos, sacan una baraja y se ponen a jugar al bridge, o corren a un cine, o algo así. En casi toda la extensión de Sudamérica, la gente está acostumbrada a solazarse con la compañía de los demás. Tendrá que verlo para comprenderlo.
─Consigue usted que el país suene muy atractivo. ¿Conocía usted a un Robert Hockley?
─¿Hockley? ─preguntó, frunciendo el entrecejo─. ¿A qué se dedicaba?
─No lo sé. Creo que tiene propiedades en Colombia… o que posee ingresos de alguna clase.
─¿Qué clase de propiedades?
─No lo sé. Le oí mencionarlas con cierta vaguedad.
Prenter movió negativamente la cabeza.
Guardamos silencio un rato y luego el paisaje me llamó la atención. Pasamos un hermoso lago, serena la superficie, sin que la menor brisa la rizase. Después atravesamos unas millas de baches de aire y, de pronto, iniciamos un viraje y el descenso hacia Guatemala.
Prenter pareció bastante reservado cuando abandonamos Guatemala. Contestó casi en monosílabos a mis preguntas sobre el país. Aparentemente estaba reflexionando. Y, en dos o tres ocasiones, cuando tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos entornados como si durmiese, sentí en él cierta tensión que me hizo pensar que andaba muy lejos de estar dando descanso al cerebro.
Volamos por encima de elevadas montañas y por cerca de un volcán en erupción. El avión navegaba a gran altura. Nos era posible ver el Atlántico por un lado y el Pacífico por el otro.
─Supongo que nos aproximamos a Panamá ─observé.
─No tardaremos ya.
Hubo unos instantes de silencio, luego Prenter se volvió bruscamente.
─Escuche ─dijo─: ¿no lo creerá usted fuera de lugar si le doy un consejo?
─Se lo agradeceré incluso.
─No vuelva a hablar de esmeraldas.
Dejé que mi rostro expresara sobresalto y sorpresa.
─¿Por qué? ¿Qué hay de malo en las esmeraldas?
─Hable usted a mucha gente como me ha hablado a mí ─me contestó, sombrío─, y verá qué pronto averigua qué es lo que hay de malo en ellas.
─¿Qué quiere decir con eso?
─El negocio de esmeraldas es un monopolio del Gobierno. ¿Comprende lo que eso significa?
─Me temo que no.
─El negocio de esmeraldas por todo el mundo es algo muy grande.
─Sí; eso me lo imagino.
─El Gobierno de Colombia lo controla por completo.
─¿Qué quiere decir con eso? ─volví a preguntar.
─Quiero decir que el Gobierno de Colombia regula el número de esmeraldas al mercado. Regula el precio de las esmeraldas. Es evidente que si se echaran al mercado esmeraldas al mismo tiempo, ello tendría consecuencias desastrosas para los precios. Si los grandes traficantes en piedras conocieran con exactitud la situación en cuanto a las esmeraldas se refiere, ello pudiera tener malas consecuencias también.
─No acabo de entender.
─Bueno, pues medite sobre ello cuando no tenga otra cosa que hacer. Supóngase que fuera usted un gobierno. Supóngase que poseyera información exclusiva capaz de hacer fluctuar el precio de una mercancía, que usted controlara, en el mercado del mundo. ¿Empieza usted a comprenderlo ahora?
─Creo que quizá vea atisbos de lo que quiere usted decir.
─Bueno ─prosiguió─, pues continúe pensando hasta que esos atisbos se conviertan en chispa de luz y, luego, hasta que esa chispa se trueque en cegadora luz de comprensión. Y, para que tenga usted amplia oportunidad de hacerlo, no le molestaré dándole conversación en un buen rato. Vamos a aterrizar en Panamá. Le interrogarán allí y quedará detenido hasta mañana. Si a alguno se le ocurre pensar que a usted lo interesan las esmeraldas en plan de negocio, jamás llegará a Colombia.
─¿Quiere decir con eso que se negarían a reconocer mi pasaporte norteamericano?
─Nada de eso amigo mío ─dijo─. Se encuentra usted en un país donde la diplomacia es un arte refinado. A nadie se le ocurrirían soluciones tan burdas. Descubriría usted, simplemente, que, sin duda por descuido, ciertas formalidades no habían sido cumplidas en su caso particular. Y, cuando quisiera darse cuenta, se encontraría envuelto en una red impenetrable de burocracia y papeleo. Piénselo.
─Lo haré ─le prometí.
─No lo olvide. Tiende usted a exagerar su papel de turista… y no se enfade si critico su técnica. No sé lo que usted anda buscando, pero se trata de algo determinado y muy concreto. Adiós.
Dicho lo cual, cerró los ojos, apoyó la cabeza en los cojines del respaldo, y se retiró de la conversación, tan por completo, como si se hubiese apeado del avión.