coolCap15

ERA de noche cuando entré en el edificio donde tenemos las oficinas.

No me di cuenta de la singular expresión del encargado del ascensor hasta que hube firmado el registro que lleva de los que suben y bajan por la noche.

─Alguien le está esperando ─me dijo en voz baja.

Me volví y vi al hombre que había salido de una especie de nicho próximo a la puerta. Se notaba a la legua que era un agente de paisano. Se inclinó por encima de mi hombro, leyó el nombre que acababa de escribir y dijo:

─¡Oh! ¡Oh!

─¿Qué le pasa? ─le pregunté.

─Le necesitamos.

─¿Es una detención?

─¿Qué le hace suponer que le detienen?

─Tiene «guardia» escrito desde la cabeza hasta los pies.

No le hizo gracia. Seguramente se había creído parecer director gerente de una empresa que le pagaba un salario astronómico.

─¡Qué listo es usted!, ¿eh? ─dijo, con sarcasmo.

─La mar ─asentí─. Aprobé el curso en la Escuela de Párvulos de San Vicente con la clase de 1921. Obtuve sobresaliente y se me encargó de dar una conferencia y pronunciar el discurso de despedida. Para un chico de cuatro años no me dirá usted que está mal.

─A mí ─contestó el otro con hastío─, me deja usted tranquilo. ¡Vamos! El sargento quiere verle.

─¿Qué sargento?

─Buda.

─Debe saber dónde se encuentra mi despacho, de lo contrario no hubiese podido mandarle.

─¿No quiere venir?

─No tengo mucho empeño.

─Podríamos hacer oficial la invitación.

─¿Con una orden de detención?

─Con una cédula de citación, por lo menos.

─¿A santo de qué?

─El sargento se lo dirá.

─Escuche: no quiero que parezca que no deseo cooperar con las autoridades; pero ya he visto al sargento. Y le he dicho todo lo que sé.

─¡Qué ha de decirle usted! No de lo que ahora se trata, por lo menos.

Aquel hombre de facciones amazacotadas, hoscas y testarudas, parecía incapaz de tener más de un pensamiento a la vez.

─¿Quiere decir con eso que Buda se va a poner bruto si no voy?

─Me mandó en su busca, para que me acompañara o se negase a acompañarme: eso es lo único que sé.

─Vamos pues.

─Pude ir conmigo en mi coche.

─¡Quiá! Tengo coche propio. Le seguiré.

─¿Por qué no ir conmigo? ─inquirió, con desconfianza.

─Pudiera no tener ganas de regresar cuando yo quisiese.

Lo meditó unos instantes. Luego:

─Está bien. Tengo el coche al otro lado de la calle.

─El mío está en el lugar de aparcamiento de la agencia.

Cruzamos el vestíbulo. El agente fue en busca de su automóvil y se colocó de forma que obstaculizara la salida del aparcamiento donde teníamos el coche de la agencia. Cuando aparecí, me hizo una seña con la cabeza y puso su auto en marcha, sin apartar la mirada del espejo retrovisor.

Nos dirigimos hacia el Oeste por la Calle Séptima, cruzamos a Wiltshire al llegar a Figueroa y salimos del bulevar a Hollywood.

El agente no había dicho la distancia que habíamos de recorrer. Conducía despacio. Parecía como si su destino fuese la playa. De cuando en cuando se las arreglaba para llegar a un cruce demasiado tarde para pasar con el exclusivo fin de acortar la distancia entre los dos. Quería asegurarse de que los faros que veía detrás eran los de mi coche. Un guardia desconfiado. No estaba dispuesto a correr riesgos de ninguna clase.

Luego, de pronto, hizo la señal de torcer a la izquierda, y corrimos en dirección Sur por una calle de palacetes construidos en mil novecientos veintitantos, cuando uno podía gastarse veinte mil dólares al año en sostener una casa sin echar mano de todo lo que no se habían comido los impuestos.

La vecindad irradiaba un ambiente de prosperidad conservadora, casas estucadas de blanco, tejados de baldosa encarnada, palmeras, cuadros de césped, balcones, avenidas que conducían a garajes para tres coches con piso para los choferes por encima.

Mi hombre se acercó al bordillo.

Miré hacia adelante y comprendí adonde iba. Había un automóvil policiaco detenido ante el lugar.

Me acerqué al bordillo paré el motor y apagué los faros. Mi guía continuó hasta la parte delantera de la casa, se detuvo, le dijo algo al agente de guardia y se dispuso a esperar.

El agente entró, volvió a salir, le dijo algo a mi guía y se colocó en su puesto de guardia otra vez. Mi agente se apeó de su vehículo, retrocedió hacia donde me hallaba yo aparcado y dijo:

─Bueno. Entramos.

Pasamos por delante del que montaba guardia y avanzamos por la avenida hasta el porche. Se abrió la puerta. El sargento Buda salió a nuestro encuentro.

─¿Sabe usted de quién es esta casa, Lam?

─Lo sé.

─¿Cómo lo sabe?

─Por las señas. Son las que nos dio Harry Sharples.

─¿Ha estado aquí alguna vez antes?

─No.

─¿Qué sabe de Sharples?

─No gran cosa.

─¿Algo acerca de sus negocios?

─Nada que valga la pena. Recuerde que ya me hizo esa pregunta antes.

─Lo sé ─dijo─. Las cosas han cambiado mucho desde entonces.

─¿Qué le ha sucedido? ─pregunté.

Nada, dijo. Se limitó a dirigirme una penetrante y acusadora mirada.

Después de haber durado el silencio unos segundos, preguntó:

─¿Cómo sabía usted que le había sucedido algo?

Contesté con exasperación:

─¿Es necesario que discutamos tonterías? Un agente de paisano viene en mi busca. Me conduce aquí. Veo un automóvil policíaco aparcado a la puerta. Hay un centinela fuera. Sale usted a la puerta y empieza a interrogarme acerca de Sharples, si no creyera que algo le había sucedido, sería el imbécil más grande de la profesión… que ya es decir.

─Sharples quería que hiciese usted de escolta suya, ¿no?

─Sí.

─¿Qué era lo que temía?

─No lo sé.

─¿Qué cree usted que temía?

─No tengo la menor idea.

─Cuando un hombre desea contratarle como escolta, ¿no suele usted desear saber qué es lo que teme?

─Si acepto el encargo, sí.

─¿No lo aceptó?

─No lo parece, ¿verdad?

─¿Por qué no quiso aceptarlo?

─¿De veras quiere saber la contestación a esa pregunta?

─Sí.

─Quizá no temiera nada Sharples.

─¿Qué quiere decir con eso?

─Quizá me diera Sharples un encargo con el simple objeto de conducirme a Cameron. Se presentó en nuestro despacho y aguardó, para que tanto Bertha Cool como la mecanógrafa se acordaran de que había estado allí. Tan pronto como yo mencioné a Cameron, Sharples decidió que iríamos a ver a Cameron. Fuimos juntos y encontramos muerto a Cameron.

Los ojos de Buda brillaban ahora.

─Eso no me lo había dicho antes.

─Como dijo usted hace un momento ─le repuse─, la situación ha cambiado.

─Así, pues, usted cree que Sharples mató a Cameron, corrió luego al despacho de ustedes, y…

─No sea estúpido ─le interrumpí─. Me preguntó por qué no quería trabajar para Sharples. Estoy intentando decírselo.

─¿Bien?

─Supóngase que al ir a casa de Cameron, notara yo algo que me hiciera desconfiar de Sharples.

─¿Qué fue? ─exigió.

─¡Vuelta a dispararse! Estoy describiendo lo que un abogado llamaría un caso hipotético. Puedo no haber visto nada, pero Sharples puede haber creído que vi algo. Puede haber pensado que yo sabía algo que no debía saber. Conque me alquila para que haga de escolta suya. Se queja a la policía de que se cree en peligro. Yo estoy con él veinticuatro horas al día. He de ir donde él quiera ir. Supóngase que se le antoja marchar a un bosque muy bonito y desierto. Y supóngase que yo no vuelvo a regresar.

─¿Quiere decir… asesinato?

─Algo menos burdo que eso. Unos hombres nos sorprenden, nos reducen a la impotencia, nos atan… se nos llevan a alguna parte. Sharples logra escapar. Conduce a la policía al lugar del suceso. Encuentran mi cuerpo sin vida… un valeroso detective que halló la muerte en el cumplimiento de su deber.

─A mí, eso me suena a fantasía pura ─gruñó Buda, dando un resoplido.

─A mí ─le aseguré─, me suena a pesadilla.

─Y… ¿ésa es la razón de que se negara a trabajar para él?

─Yo no digo eso. Me limito a presentarle un caso hipotético. Lo que yo digo es: supóngase que fuera ésa la razón.

─Bueno, y ¿lo fue?

─Sargento, no lo sé ─le dije, mirándole de hito en hito.

─¡Al diablo con usted! ¡No ha de saberlo!

─Le hablo con sinceridad. No lo sé. Sharples quería que trabajase para él. Y a mí me dio la corazonada más grande y más clara que en mi vida he tenido, de que no quería trabajar para ese hombre. No sé por qué fue.

─Ya. Se sintió dotado de la facultad de un clarividente, ¿no? ─dijo Buda, con sarcasmo.

─Puede llamarlo así, si quiere.

─¿Le avisó alguien?

─No. Le he dicho que se trató de una simple corazonada.

El rostro de Buda reflejó su asco.

─¡Bonita historia! No podemos citar a una corazonada para que comparezca ante un jurado a sufrir interrogatorio. No podemos extraerle el subconsciente, envolverlo en papel celofán y presentarlo en la prueba testifical.

─¿Qué sucede a fin de cuentas? ─inquirí.

Vaciló unos instantes. Luego:

─Entre ─ordenó.

Subimos los escalones de cemento, cruzamos el ancho porche, abrimos la puerta y entramos en un vestíbulo de piso de madera encerado y costosas alfombras orientales alumbrados por las luces pendientes en arañas de cristal.

El sargento Buda me condujo hacia la puerta que se abría a la izquierda y pasamos a un despacho y biblioteca combinados.

Por la estancia parecía haber pasado un ciclón. Las sillas estaban caídas y rotas. Una mesa yacía de canto. Un tintero había derramado su contenido por el parquet. Estaban arrugadas y enredadas confusamente las alfombras, como por los puntapiés de varias personas que lucharan a brazo partido. Una estantería de las que se construyen en secciones había perdido el equilibrio y yacía de lado en el suelo. Las puertas corredizas de cristal de las diversas secciones aparecían a distintos ángulos. Los libros salidos de los estantes habían recibido su cuota de puntapiés. Los estantes desmontados al caer, habían sembrado el cuarto de secciones, dando la sensación éstas de vagones de ferrocarril en un accidente ferroviario. La puerta de la caja de caudales estaba abierta y los documentos que contuviera esparcidos por el suelo, como si los hubiesen sacado precipitadamente de los casilleros.

─¿Bien?─inquirió Buda, al verme contemplar el estropicio─. ¿Qué opina de esto?

─¿Se espera mi colaboración? ─pregunté.

Buda frunció el entrecejo, molesto.

─Porque en caso afirmativo ─dije─, indicaría, como deducción elemental, que la caja de caudales se abrió después de terminada la lucha, y a continuación de ser reducido Sharples a la impotencia. Observará, mi querido Watson[4], que, si bien las alfombras se encuentran en desorden y los muebles caídos por el suelo, los papeles y documentos, sacados con precipitación de la caja de caudales, se hallan prácticamente en orden.

─Continúe.

─Observará igualmente que hay una banda de goma rota, y un montón de sobres escritos, al parecer, de mano femenina y dirigidos a… (Me agaché y recogí une de los sobres), Harry Sharples. El nombre del remitente, según figura en la extremidad superior izquierda, es, el de cierta señorita Shirley Bruce, que parece tener su domicilio en…

─No ha de tocar usted nada.

Me arrancó el sobre de la mano y dijo:

─Los sobres ─proseguí─, parecen estar vacíos. Es evidente que uno no guarda sobres vacíos en una caja de caudales. Por lo tanto, salta a la vista que, una vez sacados de la caja, las cartas que contenían fueron extraídas.

─Lo que quiero de usted es hechos, no teorías.

─¿Qué clase de hechos?

─¿Quién hubiera secuestrado a Harry Sharples?

─¿Usted cree que fue secuestrado? ─pregunté a mi vez frunciendo el entrecejo.

─No ─contestó Buda con profundo sarcasmo─. Decidió quitarle el polvo al cuarto y el pobre tiene una mano muy pesada.

─Deduzco que Sharples ha desaparecido.

─Esa deducción le honra.

─¿Cómo se enteró usted de esto?

─Una de las criadas llamó a Sharples a cenar. Al no presentarse éste, la mujer entró en el cuarto. Esto fue lo que encontró. Creyó conveniente dar cuenta a la policía.

─Y ¿usted me hizo venir aquí para interrogarme?

─Justo. ¿Conoce usted a esa Shirley Bruce?

Saqué un pañuelo del bolsillo y lo extendí sobre la mesa.

─¿Qué diablo tiene que ver eso con lo que le pregunto? ─inquirió Buda.

Señalé, con orgullo, el manchón de rojo.

─¿Ve usted esto?

─Sí.

─Esto es el carmín de los labios de Shirley Bruce.

Buda me miró con una expresión en la que la sorpresa luchaba con la ira.

─¿Cómo es eso?

─Es impulsiva ─dije─. La gente le es simpática o no le es simpática. Es de las que aman a sus amigos y odian a sus enemigos. Cuando me vio, le gusté. Le gusté una barbaridad. Se abalanza sobre la gente que le agrada.

─¡Zumba! ─exclamó Buda─. ¡Qué barbaridad!

─¿El carmín?

─No; el cuento que me está largando.

─Es ─aseguré─, el que a mí me contaron. Podría ponerlo entre comillas. Es una citación verbatim.

─Y… ¿a quién cita?

─A Shirley Bruce. Al pie de la letra.

─Me parece ─dijo─, que iré a ver a Shirley.

─Creo ─le dije─, que haría usted muy bien.

─¿Con qué fausto motivo ─quiso saber─ dio muestras tales de afecto?

─No estoy del todo seguro. Quería que hiciese algo en su obsequio.

─¿Qué?

─Pregúnteselo a ella.

─¿Lo hizo?

─No.

De nuevo señaló Buda el carmín.

─¿A pesar de eso?

─A pesar de eso.

─Escuche, Lam: seamos razonables. Sharples es, evidentemente, un hombre de posición. Vive en una buena casa, podemos presumir que tiene dinero e indudablemente, no carece de amigos. Estaba relacionado, profesional y comercialmente con Cameron. Cameron murió asesinado. Sharples se dirigió a la policía solicitando protección y…

─¿A la policía?

─Sí.

─Quería que hiciese yo de escolta suya.

─Lo sé. La policía no tomó la cosa lo bastante en serio. Le dijeron que no podían asignarle agente alguno para que se pasara con él noche y día. Ésa era labor para un detective particular.

─Así, pues, ¿se dirigió a las autoridades primero?

─Sí. ¿Qué de particular tiene eso?

─Nada. Creí que a lo mejor tendría razones para desearme a su lado y que todo lo demás era simple adorno para convencerme.

─Claro está ─murmuró Buda pensativo─, que puede haberse supuesto que las autoridades no le proporcionarían escolta…

─¿Dijo qué era lo que temía?

─Con bastante vaguedad.

─Lo suponía. De temer algo, no era fácil que les dijese a ustedes qué.

─Parecía creer que la persona, o personas, que asesinaron a Cameron pudieran sentir ganas de meterse con él a continuación.

─¿Dijo por qué?

─No.

─¿No mencionó motivo alguno?

─No.

─¿No suelen ustedes exigir un poco más de información que ésta?

─Por regla general, sí. No olvide, sin embargo que en este caso nos negamos a complacerle. No le dimos nada.

─Y ¿ahora sienten no haber entrado en más detalles?

─Justo. Y por eso le hemos mandado llamar. Teníamos el convencimiento de que sabría usted algo más del asunto.

─Pues se equivocaron.

Un guardia asomó la cabeza por la puerta y dijo:

─Aquí está la otra.

─Que pase.

Un instante después oí fuertes pisadas. Un guardia escoltó a Bertha hasta la puerta y casi la metió de un empujón.

─Pase, señora Cool ─dijo Buda.

Bertha le dirigió una mirada malévola y luego clavó la iracunda vista en mí.

─¿Qué cien mil demonios significa todo esto? ─exigió.

─Deseábamos información, señora Cool. Y la deseábamos aprisa ─dijo Buda.

Bertha barrió el cuarto con centelleante mirada.

─¿Qué ha pasado aquí?

─Al parecer ─explicó Buda─, alguien atacó al señor Sharples. Se cree que ha desaparecido. Cuando se le vio por última vez, se hallaba en este cuarto. Una criada, que le sirvió aquí el té a eso de las cuatro, dice que estaba repasando unos papeles que tenía sobre una mesa y que la caja de caudales se encontraba abierta.

─Y ¿qué tengo yo que ver con todo esto? ─presunto Bertha.

─Eso es lo que yo quiero averiguar.

Bertha me señaló con un movimiento de cabeza.

─Pregúnteselo al jefazo. Es él quien lo sabe todo. Yo sólo estoy al tanto de las generalidades. Es Donald quien todo lo ve, todo lo oye, y nada le dice ni a su padre. Así es Donald Lam, mi socio… ¡valiente socio!

─Bien. Denos a conocer su idea de lo que son generalidades ─dijo Buda.

Bertha, en guardia ahora y cuidando mucho sus palabras, replicó:

─Sharples vino a nuestro despacho. Quería que hiciéramos algo. Llamé a Donald, y dejé que Donald se hiciera cargo de ahí en adelante.

─¿Qué papel desempeñó usted en la transacción?

─Endosar el cheque ─dijo Bertha─, y mandarlo a toda prisa al banco por mensajero especial.

─¿Quién fue ese mensajero?

─Elsie Brand, mi mecanógrafa.

─Mi secretaria ─agregué yo.

Bertha me dirigió una mirada asesina.

─Y luego ¿qué?

─Luego Sharples pareció encapricharse de Donald. Dijo que necesitaba alguien que se pasara con él noche y día. Nos ofreció el trabajo.

─¿Por qué lo rechazó Lam?

─No me lo pregunte a mí. A lo mejor porque Sharples tendría halitosis, juanetes, ojos de gallo, piorrea, canas o cualquier otro defecto secreto de esos que hacen perder la ilusión.

─Yo no le pedí sarcasmos ─le interrumpió Buda.

─Me pidió algo que yo no le puedo dar: razones ─contestó Bertha─. Y ése es el motivo de que Donald no aceptase el encargo de Sharples.

─Y… ¿usted no sabe una palabra de esto?

Buda indicó con un gesto el estado del cuarto al hacer la pregunta.

Bertha le miró de hito en hito y dijo con voz tan iracunda que convencía a cualquiera:

─Ni una santísima palabra.

Buda exhaló un suspiro de hastío.

─Bien ─dijo─. Me parece que eso es todo lo que tengo que preguntar.

Permaneció en la puerta de la biblioteca hasta que cruzamos el vestíbulo. Luego se metió otra vez en la estancia y cerró la puerta de golpe.

Bertha dijo:

─Esto no hubiera sucedido si…

─Frena ─interrumpí─. Es de pega.

─¿De qué estás hablando? ─quiso saber Bertha.

La empujé por la puerta y aguardé a que nos halláramos en el coche de la agencia antes de contestar.

─Lo que quiero decir es que no hubo lucha.

─¿Qué es lo que te hace suponerlo?

─¿Has probado tumbar alguna vez una estantería de libros de ocho secciones? ─la pregunté.

Me miró con rabia.

─¿De qué diablos estás hablando?

─De estanterías.

─No soy sorda.

─En tal caso, no seas estúpida tampoco.

─No seas tan mordaz. Ganas me dan de fracturarte la mandíbula a veces. Dime, amor mío, ¿qué le pasa a la estantería?

Le contesté:

─Tú intenta tumbar una de esas alguna vez.

─¡Oh, vete al cuerno! ─exclamó Bertha con ira.

─Lo digo en serio.

─Sí, ya lo sé. Quieres que compre una estantería de ocho secciones y la tumbe nada más que para que tú no tengas que contestar a preguntas. A veces te mataría con mis propias manos.

─Cuando uno tumba una estantería tan alta, la sección superior lleva bastante velocidad para cuando toca al suelo. Las puertas de cristal se harían todas añicos. Cosa curiosa: no se había roto ni un solo cristal en esa estantería.

Bertha meditó unos instantes y luego dijo, entre dientes:

─¡Que me aspen si no hay algo en eso!

Seguí razonando.

─La botella de tinta se había derramado por añadidura. Ello hubiese ocurrido durante la lucha, si es que hubo lucha de alguna especie. Pero no había pisadas en la tinta. De haber habido gente luchando por el cuarto, rompiendo sillas y cosas por el estilo hubieran ido de un lado para otro, pisando vez tras vez el charco de tinta, cayéndose en él, y dejando manchas por todas partes.

─¿Y si hubiese cesado la lucha en el momento de verterse la tinta… o aproximadamente en aquel momento?

─¿Por qué había de caerse entonces?

─No lo sé.

─Ni yo tampoco.

─No entiendo ─dijo Bertha.

─Es una pega, Bertha, una cosa preparada. Fíjate en el cuidado que se tuvo para no hacer ruido. Se rompieron las sillas mediante el sencillo procedimiento de arrancar los travesaños y quitar luego las patas una por una. Se sacaron los libros de sus estantes y se colocaron en el suelo para que pareciese que se habían caído. Las secciones se quitaron una tras otras y se esparcieron a continuación por el cuarto. Pero, si te fijas en el suelo encerado, observarás que no hay ni señal de golpe donde se supone que pegaron los estantes.

Bertha dijo, exasperada:

─Maldita sea tu estampa. Te odio. Pero tienes materia gris. Quizá tengas razón después de todo, Donald. Quizá sea tu sistema el mejor de llevar las cosas. Bertha hará abrir una puerta que comunique con el otro despacho mañana, y buscará muebles, y te preparará un despacho particular muy bonito. Puedes quedarte con Elsie Brand, emplearla como secretaria particular tuya y…

─No estaré aquí mañana ─la dije.

─¿Por qué no? ¿Adónde vas, Donald? ─inquirió Bertha, con afectuoso arrullo en su voz.

─Voy a tomar mis dos semanas de vacaciones.

─¿Que vas a hacer qué?

─Tomarme las vacaciones. Me marcho a Sudamérica. Siempre he tenido deseos de ver ese país.

Bertha se irguió en el automóvil hasta quedarle la espina dorsal tiesa como un palo.

─Pero… ¡maldita sea tu estampa, ladrón! ─exclamó─. ¡Mico sinvergüenza!, ¡falso, traidor, embustero!, ¡más terco que una mula aunque no levantas un palmo del suelo! ¿Quién diablos te has creído que eres para largarte de parranda y vacaciones? Si no necesitara tu inteligencia… ¡cometería yo misma un asesinato y que me ahorquen si no digo lo que siento!

─¿Quieres que te lleve a tu casa o al despacho? ─le pregunté.

─¡Al despacho! ─me aulló Bertha─. ¡Qué rayos! ¡Alguno de los dos es necesario que trabaje!