HABÍA coches parados delante del apartamento de Shirley Bruce. Iba acercándose la hora en que la gente vuelve a casa de trabajar y aquella congestión me pareció parte natural e integrante de la vida de una gran ciudad.
Di marcha atrás al coche de la agencia hasta topar con el parachoques del automóvil parado a continuación, y salí luego al centro de la calle.
Otro coche salió de la fila delante de mí. Lo conducía un hombre de unos treinta y cinco años que no parecía tener mucha prisa. El que estaba sentado a su lado era del mismo tipo corriente. No hablaban. Tenían la mirada fija en la dirección que seguían. Hice sonar la bocina y les pasé. En el espejo de retrovisión observé que se había puesto en marcha otro automóvil aparcado detrás del mío. El conductor de éste parecía tener más prisa. Tocó la bocina, me alcanzó, intentó pasarme. Pero debió calcular mal el tráfico y hubo de seguirme pegado a mi rueda derecha trasera.
También conducía aquel vehículo un hombre que llevaba un compañero silencioso al lado.
Aflojé la marcha y reflexioné un poco.
No me pareció que fueran policías. Si eran agentes particulares, alguien se estaba gastando la mar de dinero en mí.
Indiqué, con una señal, que iba a torcer a la izquierda.
Resultó que uno de los coches de atrás iba a torcer en la misma dirección, al parecer. Y observé que el más lento de los dos daba, de pronto, muestras de interés y aceleraba levemente la marcha.
En el último instante alcé el brazo, convirtiendo la señal en viraje a la derecha y torcí, bruscamente, en ese sentido. Un par de choferes hicieron sonar, frenéticos la bocina y mascullaron maldiciones al pasar. Pero yo crucé el tráfico casi en línea recta y me metí por una bocacalle.
Uno de los «autos» de atrás no consiguió imitarme. El otro logró dar con un hueco en el tráfico y seguirme.
Me acerqué al bordillo, apliqué los frenos, abrí la portezuela, me apeé. Dije:
─Bueno, muchachos, ¿de qué se trata?
Ni volvieron la cabeza siquiera. Al parecer no sabían ni que existiese. Amainaron la marcha hasta casi detenerse pero, al apearme yo, continuó adelante, como si lo único que le preocupase fuera dar con el paradero de un número determinado de la calle.
Regresé a mi coche, subí, di la vuelta en medio de la manzana, corriendo el riesgo de violar las señales, y no volví a ver a mis sombras.
Cuando quedé convencido de que nadie me pisaba los talones, me dirigí a las oficinas de Peter Jarratt.
Jarratt no deseaba verme. Estaba, me informó, a punto de cerrar el despacho e irse a casa. Era tarde y tenía que asistir a una comida. Me había dicho ya todo lo que sabía del asunto al telefonearme. ¿No podría aplazar aquella entrevista hasta mañana?
Le dije que me temía que no.
Consultó con impaciencia el reloj y me dijo que tirara adelante.
Me senté al otro lado de la mesa frente a él y le estudié con más atención que cuando le viera en el establecimiento de Nuttall.
Era alto, desgarbado. Tendría cincuenta dos o cincuenta y tres años. Y la calva le cubría las dos terceras partes de la cabeza. La escasez de pelo en la cabeza parecía quedar compensada en las cejas. Éstas eran muy pobladas, enmarañadas y ásperas. Una de sus costumbres consistía en agachar levemente la cabeza, alzar la mirada y contemplarle a uno atentamente por debajo de aquellas cejas enmarañadas. Al parecer, el objeto era impresionar a quien le hablase y ponerle a la defensiva.
Lo probó conmigo. Le dejé recrearse clavándome la mirada, el tiempo suficiente para convencerlo de que el procedimiento resultaba un fracaso conmigo. Luego dije:
─¿Cómo se le ocurrió la idea de largarme a Phyllis Fabens?
Los hipnóticos ojos vacilaron de pronto. Consiguió fijarlos nuevamente en mí mediante un esfuerzo.
─De vez en cuando hago alguna operación, algún negocio en joyas antiguas. Es para mí cosa de interés secundario. Dio la casualidad que me acordé de la señorita Fabens y de un pinjante que le compré.
─¿Hace muchos negocios de esa clase? ─inquirí.
─¿En joyas antiguas quiere decir?
─Sí.
─Bastantes. No tanto como en otros tiempos, sin embargo. No hay tanta demanda.
─¿Cómo vende ese material? En cantidad, me refiero.
Se pasó una mano por la calva y dijo:
─Si se lo dijera sabría tanto como yo.
─Bien está. Lo dejaremos así. ¿No le habló al sargento Buda de este negocio secundario suyo?
─No se me preguntó… específicamente.
─No ofreció usted voluntariamente información alguna.
─Tampoco se mostró usted muy locuaz.
─¿Era Cameron una de las salidas que usted tenía para las joyas antiguas?
─Ni remotamente.
─Vamos a suponer, entonces, que Phyllis Fabens dijo la verdad. Vamos a suponer que le vendió a usted un pinjante de granates. ¿Qué hizo usted de él?
─Lo vendí por mediación de ciertos agentes comerciales.
─¿Al señor Cameron, no?
─Al señor Cameron, no. Decididamente, no.
─Luego aparece en posesión de Cameron y, de pronto, son esmeraldas las que tiene engarzadas.
Jarratt volvió a acariciarse la calva.
─Claro está ─dijo─, que pudiera no tratarse del mismo pinjante. No me acordé concretamente de los granates.
─Ya. Tuvo un vago recuerdo del pinjante y pensó que le gustaría que se investigase la cosa. ¿No es eso?
Se le iluminó la mirada.
─Justo. Fue eso exactamente lo que sucedió.
─¿No podría recordar usted con seguridad si tenía granates o esmeraldas cuando lo compró?
Nada dijo.
─Un hombre de su posición, que negocia secundariamente en joyas antiguas, tiende a olvidar que ha comprado un pinjante de gran valor por diez dólares. ¿Es eso, no?
─El pinjante no tenía esmeraldas cuando yo lo vi.
─Y ¿no sabe que se tratara del mismo pinjante?
─Claro que no. Sólo recuerdo que había un pinjante de igual o similar diseño entre las joyas que le compré a esa señorita Fabens. Y ni siquiera me acordé de su nombre hasta haber consultado mi dietario. Intentaba hacerle a usted un favor, señor Lam… y no colocarme en situación que se me cubriera de improperios.
─En esta profesión, las cosas no siempre salen de la manera que uno quiere.
─Supongo que tiene usted razón.
─Phyllis Fabens me olió a mí demasiado a pista falsa.
─Lo siento. Creí que le estaba ayudando.
─Se mostró serena, muy dueña de sí, fácil de abordar, rápida en contar su historia. Fue tal la avidez a que dio muestras por colaborar conmigo, que llegué a la conclusión de que todo se había preparado de antemano.
─Puedo asegurarle, señor Lam, que no hubo preparación de ningún género.
─Bien. Y ahora, ¿tiene usted alguna teoría que explique lógicamente los hechos que a continuación expongo? Que le fue comprado a la señorita Fabens un pinjante; que usted lo vendió valiéndose de intermediarios cuya naturaleza prefiere usted no explicar; que el pinjante fue a parar luego a manos de Robert Cameron; que éste quitó los granates y el rubí sintético del pinjante y colocó en su lugar esmeraldas; que, más tarde, Cameron se presentó a usted con el pinjante en cuestión, cuajado de esmeraldas, para que lo tasase; que usted se lo llevó a Nuttall para que lo tasara él; que se lo devolvió después a Cameron, y que éste se apresuró a desmontar las esmeraldas otra vez… quizá con el fin de sustituir granates y un rubí sintético después de tasada la joya…
─Tal como usted lo expresa, la cosa parece carecer de sentido común.
─¿Se le ocurre a usted algún medio de expresarlo para que lo tenga? ─le pregunté.
─No ─reconoció, tirándose del lóbulo de la oreja izquierda.
─Parece haber figurado usted con bastante prominencia en el asunto ─anuncié─. En primer lugar, compra el pinjante; luego, lo vende. A continuación, un hombre lo compra le pone esmeraldas, y se lo trae a usted para que se lo lleve a Nuttall y lo haga tasar. Para hombre que sólo se dedica a esa clase de negocio casualmente en una gran ciudad, se parece usted a Roma.
─¿Qué quiere decir con eso?
─Todos los caminos conducen a usted.
Siguió tirándose del lóbulo de la oreja.
─Se me antoja ─dijo─, que no hay más que una explicación.
─¿Cuál?
─Que el pinjante que le compré a Phyllis Fabens no era el mismo pinjante que me trajo Cameron y, sin embargo… bueno hubiera jurado que se trataba del mismo.
─¿No se fijó en el parecido por entonces?
─No. Porque no le di tanta importancia al pinjante… es decir… bueno, ya me comprende.
─No estoy tan seguro yo de comprenderle.
─Hombre, verá… la compra efectuada a la Fabens fue muy casual. No me acordé de habérselo comprado hasta que me puse a pensar sobre el significado del pinjante.
─El pinjante en cuestión representa un tipo de joyería antigua. ¿No cabe la posibilidad de que se hicieran muchos pinjantes del mismo modelo?
─Supongo que sí… sí.
─¿Y que uno hubiese llevado engarzadas esmeraldas, y el otro granates?
─Supongo que ésa ha de ser la explicación y, sin embargo… Con franqueza, Lam, sigo creyendo que el pinjante hallado en posesión de Cameron era el que le compré yo a Phyllis Fabens.
─Entonces, se hace de vital importancia averiguar de dónde lo sacó Cameron.
─El problema se complica estudiado desde ese punto de vista.
─¿Por qué?
─Porque no puedo revelarle a usted los medios de que dispongo para lanzar al mercado esas piezas de joyería antigua. En primer lugar, sería tanto como traicionar los intereses de un cliente. En segundo lugar, probablemente tendría ello la consecuencia de estropearme un mercado que me rinde buenos beneficios. Pero puedo decirle lo siguiente: bien pudiera ser que el señor Cameron estuviese haciendo una investigación detectivesca por su cuenta cuando le mataron. A lo mejor le interesaba descubrir al señor Cameron cómo era que tenía aquel pinjante engarzadas unas esmeraldas, y de dónde habían salido éstas.
─En otras palabras, que la persona que le compra a usted las joyas antiguas se dedica a un negocio ilegal.
─Yo no he dicho eso.
─Y Cameron, que está en buenas relaciones con el Gobierno sudamericano que controla el mercado de esmeraldas, quizá habría estado llevando a cabo una investigación por hacer un favor de amistad.
─Creo poder sugerirle esa posibilidad sin violar la ética profesional ─contestó Jarratt.
─Gracias. Reflexionaré sobre ello. Lamento haber reaccionado de una forma tan poco agradable en el asunto de Phyllis Fabens. Empiezo a creer que es usted un hombre más listo de lo que yo me había supuesto.
─Gracias. Lo soy ─aseguró Jarratt.
Y me dio las buenas noches.
Bajé a la calle, empecé a subir al coche, y miré a mi alrededor para asegurarme.
Había dos coches parados a menos de treinta metros de distancia. En cada uno de ellos había dos personas. Eran los mismos dos vehículos con los que jugara yo al escondite poco tiempo antes.
Me metí en el «auto» y me marché.
Ninguno de los dos coches intentó seguirme. Experimenté una desagradable sensación de frío en la boca del estómago. Si aquellos muchachos me habían seguido hasta el despacho de Jarratt, tenían que haberlo hecho por telepatía. No era su aspecto el de personas muy inteligentes. Había logrado darles esquinazo sin dificultad. Y, sin embargo, allí los tenía, aparcados frente al despacho, aguardando tranquilamente a que saliera, después de haberme entrevistado con Jarratt.