coolCap13

ERA última hora de la tarde cuando llegué al apartamento de Shirley Bruce.

Me saludó en la puerta, con mano suave en la mía, y ojos afectuosos como la lengua de un perro.

─¿Supongo que le sorprende que le haya llamado? ─me dijo.

─Mi profesión está llena de sorpresas.

─Tiene usted algo que inspira confianza.

─Gracias.

Dejó la mano en la mía y me empujó, dulcemente, hacia el vestíbulo. Llevaba una blusa de seda artificial, pantalón que hacia resaltar la esbeltez de la cintura y la larga y suave curva de las caderas. El pronunciado escote en V de la blusa descubría la satinada piel color aceituna y redondeados contornos.

Siguió con la mano en la mía, se acercó más a mí, y dijo en voz baja:

─Mi amiga está aquí. Aguarde un poco antes de hablar. Procuraré quitármela del paso.

Y, en voz más alta:

─¿Tiene la bondad de pasar?

Entré en el cuarto. Sobre el canapé yacía una mujer medio incorporada y sostenida por unos cojines. Estaba tapada con un cubrecama de punto, la cabeza en parte vuelta, de suerte que sólo me era posible ver una cabellera negra y la curva de la mejilla.

─Siéntese, por favor ─dijo Shirley─. Mi amiga se encuentra un poco mareada. Ha pasado por un lance desagradable. Juanita, querida quiero presentarte al señor Lam, el amigo de quien te estaba hablando.

La figura que yacía sobre el canapé se movió, se incorporó… Luego, con brusco arranque de energía, lanzó el cubrecama lejos de sí. Vi, durante un instante, unas piernas que no carecían del todo de atractivos. Y, a continuación, unos ojos me miraron con expresión asesina, y Juanita Grafton empezó a escupir palabras llenas de veneno.

─Estaba éste allí cuando me envenenó. Tal vez tuviera él parte en lo sucedido. Es amigo de ella. No te fíes de este hombre. Soy yo quien te lo dice…

─¡Cállate! ─la ordenó Shirley, con dureza.

Juanita Grafton enmudeció ante la orden de la joven.

Shirley se volvió hacia mí.

─He visto a la señora Grafton con anterioridad ─le dije─. Hícele una visita a su hija. La señora Grafton comió unos dulces envenenados hallándome yo presente.

Shirley Bruce no apartó de mí la mirada de sus negros ojazos.

─¿Qué estaba usted haciendo con Dona?

Y espació las palabras, como quien dicta una pregunta a una taquígrafa.

─Investigaba el asesinato de Robert Cameron.

─¿Por qué?

─Para salvarme la pelleja en gran parte. La policía sabe que me encontraba yo con Sharples cuando descubrió el cadáver. No les gusta que los detectives particulares descubran cadáveres.

─Y ¿por qué Dona Grafton? ¿Sospecha usted de ella?

Me encogí de hombros.

─No puedo revelar de dónde proceden mis informes.

─¿Fue a ella para interrogarla?

─Puede decirlo así si quiere.

─¿Sabía ella por qué?

─Sabía que buscaba información.

─¿Conocía su nombre?

─Me creyó periodista.

─Pero, ¿cómo podía justificar su visita?

─Porque se había quedado con el cuervo de Robert Cameron. Ello me proporcionó una buena excusa para meterme. El cuervo, ¿comprende?

─Oh.

Una sola palabra. Y breve. Pero contenía expresión. Sonreía ahora. Los ojos volvían a mirarme con acariciadora invitación.

Juanita Grafton empezó a hablar en español. Shirley Bruce se volvió hacia ella y dijo, en inglés:

─Oh, cállate. Me das asco. Cuando se trata de dulces, eres una verdadera cerda. Tragaste tantos que te pusiste mala. No creo que estuvieran envenenados siquiera.

─Me puse enferma. Me caí ─dijo la señora Grafton─. Me llevaron al hospital. Me metieron una sonda en el estómago. Estuve muy mala.

─Bueno, pues estás bien ya. Deja de hacerte la inválida. Estoy harta de eso ya. ¿Por qué no nos haces té?

La señora Grafton se puso en pie, sumisa. Dobló, cuidadosamente, el cubrecama, y abandonó la estancia en silencio.

─Es española ─repuso Shirley, en voz baja─. Tiene un genio de mil demonios. Sudamericana, ¿sabe? La esposa de un ingeniero que murió en la mina en la que tengo intereses. Indirectamente. Forma parte de las propiedades del fideicomiso.

─¿Cuánto tiempo lleva esta señora en este país?

─Oh, va y viene. Vive aquí una temporada, y luego vuelve a Colombia. Cuando está aquí, le gusta hacer de señora. Pero tengo entendido que, cuando se halla en Colombia, tiene que hacer trabajo de criada. Trabaja y ahorra lo bastante para venir a los Estados Unidos y… Pero no hablemos de ella. Hay otras cosas.

─¿Cuáles?

─Quiero hablar con usted confidencialmente ─contestó, señalándome el canapé.

La seguí hasta él y tomé asiento. Aún conservaba el calor del cuerpo de Juanita. Shirley Bruce se sentó lo bastante pegada a mí para que sintiera el calor de su pierna a través del pantalón. Alargó una mano, tomó la mía y se puso a jugar con mis dedos mientras hablaba:

─Dicen que es usted un hombre muy capacitado.

─Eso es cuestión de opinión.

─Me alegro.

─Me inspira usted confianza.

─¿De veras? ─inquirió, coqueta.

Me encontré con su mirada. Ojos negros, románticos… Tenía los labios rojos y gruesos levemente entreabiertos, y la cara muy cerca de la mía, con la barbilla alzada.

─Claro que sí.

Soltó una risa baja, seductora. Entornó los párpados, dejando que las largas pestañas le acariciaran el oliváceo cutis. Luego, con un suspiro trémulo, se puso a jugar con mis dedos otra vez.

─Mi tío Harry me es muy querido.

─Ya me di cuenta.

Hizo una pausa, se volvió hacia mí, y se echó a reír.

─¿Porque le besé?

─Algo tuvo que ver eso con ello.

─Siempre le beso. Es como un tío para mí.

─Entonces, tiene usted una disposición incestuosa.

─Cuando beso, beso. Yo no hago las cosas a medias ─replicó riéndose.

─¿Ninguna?

─Ninguna. No soy chica de medias tintas.

─No. No da usted la impresión de serlo.

─¿Qué quiere decir con eso? ─preguntó airada.

─¿Qué quería usted decir con ello? ─la respondí.

─Simplemente que no soy… que no… Cuando yo hago una cosa, procuro hacerla bien.

─Eso era lo que yo quería decir.

─Podría haber querido usted decir algo distinto.

─A veces resulta difícil decir exactamente lo que uno quiere decir.

Tenía ocupados los dedos otra vez, dedos suaves, cálidos, largos y sensitivos, con yemas mullidas, dedos acariciadores que al rozarme la mano me producían hormigueo.

─Soy impulsiva ─dijo.

─Colijo que es de temperamento emotivo, y rápida en sentir antipatías y simpatías.

─Justo. Hago amistad pronto, o no la hago nunca. Miro a una persona, y me gusta o no me gusta inmediatamente. Y, luego, hay algunas a las que quiero mucho.

─¿La primera vez que las mira?

─La primera vez que las miro.

─¿Y yo? ¿Qué efecto le produje?

Me apretó la mano hasta clavarme las uñas. Permanecimos sentados un minuto, sin decir una palabra. Luego me preguntó, bruscamente:

─Donald, ¿cómo sabía que le había dado dinero a Robert Hockley?

─No lo sabía.

─Pero preguntó.

─Quería averiguarlo.

Me metió la mano en el bolsillo de la blusa, sacó un papel doblado lo desdobló y me lo dio. Era un cheque firmado por ella, con fecha de una semana antes, y extendido a nombre de Robert Hockley. Un cheque de dos mil dólares debidamente endosado, y con el sello de «Pagado» del banco.

Tendió la mano y se lo devolví.

─Donald, ¿por qué no dice algo?

─¿Qué hay que decir?

─¿No quiere saber cómo es que se lo di?

─¿Importa el motivo? ¿Afecta al hecho?

─Se encontraba en apuros y estaba amargado ¡oh, muy amargado! Me dio compasión. Al principio me negué a escucharle. Quería que pidiera mil dólares de renta al mes, ¿sabe?, porque sabía que no me los negarían los fideicomisarios y que entonces cobraría él igual cantidad.

─¿Se negó?

─Sí. No quería disgustar a tío Harry. Luego empecé a compadecer al pobre Robert, conque extendí este cheque y se lo llevé.

─¿Como préstamo?

─Como regalo.

Juanita Grafton gritó, desde la cocina:

─¿Dónde está la tetera china?

Shirley contestó, impaciente:

─No lo sé. No me molestes. Si no la encuentras, busca otra cosa.

Se volvió hacia mí y la voz era nuevamente dulce y seductora.

─Tendré que darme prisa, porque Juanita es curiosa y charlatana. Donald, quiero que me ayude.

─¿En qué y por qué?

─Le tengo afecto a Harry. Temo por él.

─¿Por qué?

─No lo sé. Quizá sea un presentimiento. Lo siento en los huesos. Está en peligro.

─Conque ¿qué desea?

─Quiero que esté con él, que le proteja. Lo hará ¿verdad?

─No sirvo gran cosa para proteger a nadie.

─Oh, ¡ya lo creo que sí! Es usted listo. Sabe ver el peligro donde… Quiero decir que a usted no le engaña la gente. Juzga su carácter en seguida.

─¿Qué tiene que ver eso con el asunto?

─¿Sabe por qué está en peligro Harry?

─¿Por qué?

─¿Es preciso que cite nombres?

─¿Por qué no?

─Es el fideicomiso ese ─dijo, muy despacio─. Hay quien saldría beneficiado si Harry estuviera… si lo eliminaran.

─¿Quiere usted decir con eso que a Cameron le mataron porque…?

─No, no; eso no.

─Entonces, ¿qué?

─Pero ahora está muerto.

─Eso no parece admitir discusión.

─Y, ahora supóngase que le sucede algo a tío Harry.

─¿Heredaría usted un montón de cuartos, quiere decir?

─¿Quién? ¿Yo?

Rió de buena gana.

─Lo heredaría, ¿no?

Los ojos negros se clavaron en los míos.

─Sí, claro que sí. ¿Es necesario que diga más?

─¿Quiere decir Robert Hockley?

─No quiero decir nada salvo que deseo que proteja usted a tío Harry.

─No me dedico a eso.

─Le pagaré bien. Tengo dinero propio.

─Y ¿cómo le explicaría a él que me había contratado usted para que…?

─Usted no explicaría. Se limitaría a permanecer a su lado y él le pagaría. Luego le pagaría yo también. Tío Harry le cree a usted inteligente y listo. Le gustara tenerle a su lado. Todo el tiempo. De día y de noche.

─Supóngase que averiguara entonces algo que tío Harry no quisiera que supiese. ¿Qué ocurriría?

─¿Es necesario que diga todo lo que sepa, Donald?

─Si descubro algo que un hombre no quiere que yo sepa, no me gusta permanecer a su lado día y noche. A veces resulta de mala suerte.

Me había estado acariciando el dorso de la mano con los dedos. Cesó, de pronto. Vi que reflexionaba sobre lo que acababa de decirle. Luego la voz sonó cautelosa, otra vez, con aquella misma falta de entonación, espaciando de igual manera las palabras, como si dictase:

─Haga el favor de decirme eso otra vez, Donald.

En aquel instante entró Juanita Grafton empujando una bandeja con ruedas.

Shirley la miró. Durante un instante se notó en su aspecto la exasperación. Luego se convirtió en la anfitriona perfecta, sirviéndonos el té a los dos.

Juanita Grafton, sin que se observaran en ella ya vestigios de debilidad ni de enfermedad, se mostró tiernamente solícita con Shirley, cuidando de que estuviera cómoda, de que tuviera a su alcance todo lo que necesitase. Y parecía dispuesta a aceptarme ahora como amigo. Shirley estaba sentada cerquita de mí. De vez en cuando alzaba las largas pestañas y me sonreía con los ojos. Nadie podía negar que era hermosa. E irradiaba un calor que parecía convertir el sexo en parte integrante de su propia existencia. Tan imposible resultaba pensar en amistad platónica tratándose de Shirley, como en conducir un coche de carreras a treinta y cinco millas por hora. No estaba ella hecha para amistades de ese género.

Juanita Grafton aguardó un momento oportuno para decirme:

─Debe usted pensar que soy una madre desnaturalizada.

─¿Por qué?

─Por creer que me había envenenado mi hija.

─Nada de eso era cuenta mía ─repliqué.

─¡No, no! ─exclamó─; usted dice eso por ser cortés. Quiero que conozca mi lado de la cuestión. Quiero que comprenda mis sentimientos.

─Olvídalo, Juanita ─terció Shirley─. A Donald no le interesa conocer los sentimientos que Dona te inspira.

─Pero… ¡es que me ha visto perder los estribos acusarla de intentar envenenarme! Eso fue una estupidez. Tenía nauseas. Estaba nerviosa. Me dio un ataque de histeria, Deseaba ver a Dona, hablar con ella y quizá mejorar así nuestras relaciones. Y de pronto ocurrió eso y pensé… mejor dicho, no pensé. Somos muy impulsivas… nosotras las del Sur.

Me limité a mover afirmativamente la cabeza.

─No es importante, Juanita, de veras que no ─afirmó Shirley.

Juanita Grafton no apartó la mirada de mi rostro. Eran ojos negros, pequeños, penetrantes, que suplicaban mi comprensión.

─Para nosotros los de habla española del Sur ─dijo─, la familia representa mucho. No perseguimos las riquezas como hacen otras razas comerciales. Damos mucho valor a nuestros hogares, a nuestras amistades, a nuestra familia. Sacamos de eso más que ustedes los del Norte. Lo sé, porque he vivido en los dos países.

─Era la primera vez que veía a su hija. Fue una simple visita profesional.

─Así, pues, ¿usted no es amigo suyo?

─¿Ella le habrá dicho, quizás algo de mí?

─Nada.

─No la comprendo. Existe un abismo entre las dos. Ella es más del Norte. Es ambiciosa. Nada puede cerrarle el paso a esa ambición. Dígame, señor Lam, ¿de qué sirve alcanzar gran talento como artista si, para hacerlo, una ha de destruir el amor? Eso es lo único que hace que la vida valga la pena… el amor de los amigos, el amor de la familia… lazos que ligan fuertemente a los corazones.

»En nuestro país nos sentimos acaudalados sí somos ricos en amigos. El ser rico en pesos sin ser rico en amigos es una gran desgracia. ¿Me hago entender?

─Nunca he estado en su país. He oído hablar de él.

─Es así. Es el credo de mi pueblo. Y, ahora, mi hija Dona se ha vuelto contra mí. Yo soy algo a lo que se puede echar a un lado sin miramientos. Yo: su madre. ¿Me hace su confidente? No. Las confidencias se las hace a los pinceles, a sus dibujos y cuadros. Ambición ¿de qué? Ambición de triunfar. Y ¿qué es el triunfo? ¡Puf! No es nada. ¿Qué triunfo puede merecer que se renuncie a la amistad? ¿Qué puede dar el triunfo que supla la falta de amor?

─¿Quiere usted decir con eso que Dona no tiene amigos? ─pregunté.

─Ninguno. Los echa a un lado. No tiene más que su ambición. Estudia. Trabaja. Dice que es deber suyo desarrollar sus facultades. Pero ¿qué son facultades y talento sin desarrollar el corazón y los afectos? Triunfar sin amistades, es lo mismo que hallarse en un desierto donde uno es el dueño de cuanto terreno se ve, pero donde no hay ningún otro ser viviente. ¿De qué sirve la propiedad entonces? ¿A quién le interesa ser amo de un desierto?

─A la gente de Palm Springs no le ha ido tan mal ─dije.

Dio muestras de sentirse herida.

─Bromea usted.

Shirley intervino.

─Claro que bromea, Juanita. Nosotros los norteños somos así. Bromeamos para ocultar nuestros sentimientos. Donald comprende. ¿Más té, Donald? Un poco de leche y azúcar… ¡oh!

La jícara de leche se le escapó de los dedos, dio contra la orilla de la mesa, y cayó al suelo.

─¡Pronto, Juanita, una bayeta! Limpia esto.

Juanita Grafton se puso en pie de un brinco y corrió a la cocina.

─Y otra jícara de leche ─le gritó Shirley.

─Lo siento, Donald ─me dijo Shirley.

─No tiene por qué sentirlo. Lo hizo usted adrede.

Le sonrieron los ojos, con esa sonrisa que parece decir: «Tenemos algo en común».

─No puedo ocultarle nada, ¿verdad Donald?

No quise contestarle.

─¿Sabe? ─continuó ella─. Hay otra cosa que me gustaría mucho que se hiciese. Creo que usted podría hacerlo.

Bajó la voz y dijo, precipitadamente:

─Es posible que Robert Cameron tuviera cámaras de alquiler. Pueden no haberse hallado a nombre suyo. ¿Cree usted que podría mandar gente a los distintos bancos para que…?

Juanita Grafton entró con un paño de cocina. Empapó con él la leche y recogió los trozos de la jícara.

─Y más leche para el señor Lam ─dijo Shirley.

Ésta aguardó a que Juanita se hubiese retirado a la cocina, para decirme:

─Creo que Robert Cameron tenía, alquiladas cajas en varios bancos.

─¿Para guardar los fondos del fideicomiso?

─No lo sé. Me… me gustaría averiguarlo. Comprenderá usted que me interesa.

─No necesita usted contratar los servicios de una agencia de detectives para que la consigan esa información. El Estado de California cobra derechos reales cuando muere una persona. Pudieran emplearse cajas de alquiler para estafar al Estado de parte de los impuestos. Al Estado no le gusta eso. Como consecuencia, se muestra muy riguroso. Ha promulgado la mar de leyes y ordenanzas sobre lo que ha de suceder cuando la gente almacena cosas en una cámara de alquiler y luego se marcha al otro barrio.

─¿Se está riendo de mí… burlándose?

─No. Me limito a decirle que no tiene por qué preocuparse de las cámaras de alquiler de Robert Cameron.

─¿Protegerá usted a tío Harry?

─No lo sé. Creo que no.

─¿Por qué?

─Porque tengo otras cosas que hacer.

─¿Qué cosas?

─Cuestión de negocios.

─Pero… ¡sí yo estoy dispuesta a pagarle! Y él le pagará también.

─Ya lo sé. Pero quizá no tenga tiempo.

─¿Significa eso que no quiere hacerlo?

Juanita gritó desde la cocina que sólo quedaba un poco de leche.

─Bueno, pues ponla en una jícara y tráela ─contestó Shirley, con impaciencia.

─¿Trabaja para usted?

─¡Cielos, no! Es una amiga. A veces resulta más aburrida que ella sola.

─¡Oh!

─Usted ya sabe lo que pasa, claro. Tengo entendido que, cuando se halla en América del Sur, trabaja de criada y supongo que yo me las arreglo para aprovecharme de eso. Es una mujer de más edad y… le gusta hacer favores a la gente. Se siente muy sola y ansía encontrarse con gente que la comprenda para charlar con ella. Ella y su hija no se llevan muy bien. Yo creo que la culpa la tiene Juanita… lo que no quiere decir que Dona esté por completo exenta de ella. Dona está tan absorta en su carrera, que ni siquiera tiene tiempo para su propia madre… y hay que conocer a los iberoamericanos para comprender lo que eso significa. Para Juanita, la familia y las amistades son lo primero. Después de eso, el dinero. Pero sí que acabo hastiándome un poco de ella y de sus preocupaciones. Y, sin embargo, le tengo tanto cariño, que haría cualquier cosa por ella.

Juanita volvió a entrar en el cuarto con otra jícara de leche y se sentó. Hablamos durante dos o tres minutos de todo y de nada y luego le dije a Shirley que me tenía que marchar. Me hizo aguardar un rato, apelando a una excusa tras otra. Esperaba que Juanita se iría antes de que me fuese yo, y nos dejara solos a los dos. Durante un instante creí que iba a decirle a Juanita que se largara. Pero no lo hizo, probablemente porque temió que me marchase yo con ella.

Shirley me acompañó hasta la puerta. Volvió la cabeza para asegurarse de que Juanita seguía sentada, luego salió apresuradamente al corredor y miró a derecha e izquierda.

Yo ya sabía lo que iba a pasar y no me moví.

Se acercó a mí. Osciló y se dejó caer en mis brazos, como pieza de acero atraída por un imán. Aplastó los húmedos labios contra los míos. Me rodeó el cuello con el brazo izquierdo. Los dedos me asieron el pelo de la nuca, tirando tan fuerte, que me hicieron daño.

─¡Encanto! ─exclamó la joven, cuando salí a la superficie a respirar.

Luego, sin decir otra palabra, dio media vuelta y se metió en su casa.

Oí cerrarse de golpe la puerta.