ELSIE Brand me hizo una señal para que me acercara cuando entré en el despacho exterior.
─Está de un humor terrible, Donald.
─Le sentará bien ─le contesté─. Le elevará la temperatura y le sacará el veneno del cuerpo. Que vaya cociendo.
─Hace algo más que cocer. Está hirviendo.
─¿Te ha hecho alguna trastada?
─No hace más que dirigirme miradas torvas. Le tengo miedo, Donald. Ha probado a un par de muchachas que le han mandado de la agencia de colocaciones y ambas han resultado bastante malas. La última vez que tuvo que buscar mecanógrafa, escaseaban las colocaciones y las chicas expertas lo aguantaban todo con tal de conseguir trabajo. Ahora ocurre todo lo contrario y las muchachas que se presentan han estado acostumbradas a recibir grandes sueldos a pesar de no ser muy eficientes. Vi su trabajo. Era bastante malo.
─Bueno, entraré a ver qué es lo que la roe.
─Donald, si entras ahora, es casi seguro que regañarás con ella. Está que revienta.
─Me place. De todas formas, ya va siendo hora de que se hagan aquí unas cuantas modificaciones.
─Donald, por favor, no entres. Lo haces por mí, ¿verdad que sí?
─No, particularmente. Ya lleva Bertha demasiado tiempo obligándote a hacer el trabajo de dos personas. Y la mayor parte de las cosas que te obliga a escribir son una verdadera estupidez.
─Forma parte de su sistema. Tiene la idea de que si la gente abre la puerta de la oficina y me ve sentada aquí leyendo una revista o algo así, creerán que la agencia no tiene trabajo y se llevarán una mala impresión. Quiere que teclee a toda marcha cuando alguien se presente.
─Ya va siendo hora de que todo eso cambie.
Y crucé la oficina y abrí la puerta del despacho particular.
Bertha estaba sentada a su mesa, hundida la barbilla en el pecho, respirando profundamente en hosco silencio. Alzó la cabeza al abrirse la puerta, me vio, y se le agolpó la sangre al rostro. Echó la cabeza hacia atrás, inhaló profundamente, empezó a decir algo, y cambió de opinión.
Me acerqué y me dejé caer en el sillón reservado para los clientes.
Bertha continuó hosca y en silencio durante diez o quince segundos. Luego, de pronto, el sillón dio un agudo chirrido, al dar ella la vuelta, inclinarse hacia delante, y decirme a voz en grito:
─¿Quién diablos te has creído que eres?
Encendí un cigarrillo.
─¡Estoy harta ya! Estoy dispuesta a aguantarte muchas cosas, después de lo que padeciste en la Armada, pero ahora te has vuelto más loco que una cabra. ¿Quién diablos te has creído que eres?… ¿Hitler?
Exhalé una nube de humo y dije:
─Las muchachas como Elsie Brand debieran estar cobrando dos veces más de lo que pagamos hoy en día. La mayoría de ellas lo cobran y aun así son muy difíciles de encontrar. El noventa por ciento del trabajo que hace no sirve para nada. Se lo das simplemente para que tenga que estar dándole a la máquina todo el día y dé una buena impresión a cualquier cliente que aparezca.
─Bueno, y si lo hago por eso, ¿qué? ─gritó Bertha─. Le pagamos un sueldo. No tiene por qué trabajar si no quiere. Al aceptar el sueldo se compromete a darnos todo su tiempo durante las horas de oficina. Ocho horas al día. Hasta el último minuto. Sesenta veces ocho… cuatrocientos ochenta minutos… ¡y yo quiero hasta el último segundo de ese tiempo! Le pagamos por ese tiempo. Es nuestro.
Moví negativamente la cabeza.
─Ya no se contrata a la gente de esa manera. Además, tú no tienes ni voz ni voto en la cuestión de Elsie. Va a ser mi secretaria de ahora en adelante. Tú pon a una chica nueva en su lugar, empiézale a tirar trabajo a la cabeza nada más que para que esté aporreando teclas cuando entre un cliente, y verás lo que ocurre.
─¿Que veré lo que ocurre? ─aulló Bertha─. ¡No encuentro una que sepa aporrear el teclado siquiera! Van a la caza y captura de una letra y le dan un golpecito, como si temieran que el teclado fuese un cepo dispuesto a engancharles los deditos si… ¡qué rayos!, ¡pienso hacer marchar mi oficina como a mí me dé la gana!
─Si deseas disolver la sociedad no hay necesidad de hacerlo a gritos.
El rostro de Bertha volvió a encenderse; luego palideció. Apretó los puños. Respiró ruidosamente. Y, haciendo un esfuerzo, dijo:
─Donald, querido, tú sabes que Bertha te quiere mucho, mucho. Pero es que no tienes ni vestigio del sentido comercial. Tienes una cabeza privilegiada cuando se trata de ser listo y astuto, y de desentrañar la verdad de una cosa; pero, cuando se trata de dirigir una oficina, no sabes ni jota y, cuando se trata de gastar dinero, estás más loco que una cabra. Tiras el dinero como si no tuviera el menor valor. Y con las mujeres, Donald, no tienes ni asomo de sentido común. Te sonríen y te convierten en masilla que pueden moldear a su antojo. No tienes resistencia. Eres pan comido. Estás pagando a Elsie Brand en este histórico instante, dos veces más de lo que la pagué yo jamás.
─Debiéramos doblarle el sueldo otra vez.
Bertha comprimió los labios y me dirigió una mirada asesina.
Sonó el teléfono. Bertha se dominó no sin cierta dificultad, descolgó el auricular y dijo:
─¿Diga?… Ah… sí… sí, comprendo… Bueno, claro, no; no demasiado ocupado. Está rematando un encargo estamos muy ocupados los dos y el señor Lam está… No, que… sí, un caso de importancia. Lo está liquidando y, en cuanto termine con eso, tendrá algo de tiempo… Sí, en seguida… Bueno, veré a ver si puedo encontrarle. ¿Quiere que llame yo?… ¿Qué número es?… ¿Qué numero ha dicho?… Ah, sí, gracias.
Bertha tomó nota del número. Dijo:
─Llamaré yo dentro de unos minutos.
Y colgó el auricular.
Se volvió para mirarme, radiante.
─¡Grandísimo demonio! ─dijo─. No sé cómo te las arreglas. Tienes algo… algo que atrae a las mujeres. Siempre enganchas a las mujeres. Las vuelves tarumba.
─¿Quién es ahora?
─Shirley Bruce, Donald. Quiere que vayas a su casa inmediatamente. Tiene una misión muy importante que encomendarnos. Dice que tiene entendido que cobramos caro, pero a ella lo que le interesa es obtener resultados. Siente mucho no haber sabido apreciarte en todo tu valor cuando te vio por primera vez. Está que destila miel.
Apagué el cigarrillo y eché a andar hacia la puerta.
─¿Vas, Donald?
Asentí con un gesto. El rostro de Bertha era todo sonrisas.
─Así me gusta verte, Donald… ardiendo en deseos de obtener más negocio. Tú tira adelante y no te preocupes de la oficina. Bertha se encargará de arreglártelo todo. Habrá un despacho particular para ti y Elsie Brand será tu secretaria particular. No te preocupes de los detalles, amor mío.
Elsie Brand, allá en la oficina exterior, oyó las últimas palabras. Me miró con ojos que parecían platos cuando crucé, tranquilamente, la habitación y cerré la puerta tras mí, mientras Bertha, de pie en el umbral de su despacho, me despedía con arrullos y sonrisas.
Desde un teléfono público de la esquina llamé a Shirley Bruce.
─Habla Donald Lam de Cool y Lam ─anuncié─. ¿Deseaba usted verme?
─Ah, sí; sí que quiero verle. ¿Podría usted venir a mi piso?
─¿Cuándo?
─Tan aprisa como le sea posible.
─¿No podría usted venir a nuestra oficina?
─Lo siento, no puedo. Le he prometido a cierta gente que estaría en casa todo el día y no puedo ponerme en contacto con ella para anunciarles que cambio de plan. Se trata de algo bastante importante. ¿Sabe? Estoy dispuesta a pagarle todo el tiempo que emplee. Es más, lo que deseo es… ¿cómo se dice?… contratarle. No; creo que lo que se dice es «retener sus servicios».
Rió, nerviosa.
Seguí escuchando sin decir una palabra.
─¿Está ahí?
─Sí.
─Bueno. Quiero valerme de sus servicios para algo… algo muy importante. No me gusta explicárselo por teléfono, pero pensé que en las circunstancias, puesto que no sería cuestión de… bueno como estaría trabajando para mí, podría venir aquí sin inconveniente alguno.
─No puedo hacerlo hasta esta tarde.
─¡Oh!
Expresaba chasco la voz.
─¿Puede esperar hasta entonces? ─inquirí.
─Pues… sí, supongo que sí… si no hay más remedio.
─¿Para cuándo tiene usted el compromiso con esa gente? ¿Mañana, o tarde?
─Oh, me comprometí a no moverme en todo el día. Le dije a una persona amiga que me encontraría en casa a cualquier hora.
─Bueno, iré esta tarde a una hora u otra. Le telefonearé para avisarla con tiempo antes de presentarme, para no aparecer mientras esté él allí.
─Mientras esté ella aquí ─me corrigió Shirley Bruce.
─Ya. Bueno. Le telefonearé, pues.
Corté la comunicación y marqué el número de Talleres Acme de Soldadura y Guardabarros. La muchacha que respondió tenía la voz insegura y parecía bastante tonta.
─Póngame con Robert Hockley ─le dije.
─No puedo. No está aquí.
─¿Dónde está?
─¿Quién lo pregunta?
─La Prensa.
─No he entendido el nombre.
─No un nombre ─dije─. La Prensa. La Prensa le necesita. Quieren entrevistarse con él. Búsquele. ¿Dónde está?
─Pues… pues… se fue a la oficina de pasaportes.
─¿A la oficina de pasaportes?
─Sí.
─¿Para qué?
─Para recoger su pasaporte. Le telefonearon que ya estaba listo. Le… tal vez pueda usted telefonearle allá.
─¿A dónde marcha? ─pregunté.
─No se lo podría decir ─me contestó, con frialdad─. Puede llamar al señor Hockley a la Oficina de Pasaportes si lo desea.
Oí el chasquido al otro extremo de la línea y colgué el auricular.
Salí, me metí en el coche de la agencia y me dirigí al hospital al que había sido trasladada la señora Grafton. No me costó trabajo conseguir enterarme del informe. Según éste era sulfato de cobre lo que le había producido el envenenamiento. El médico interno no deseaba hablar del caso, pero estaba dispuesto a dar una conferencia acerca del envenenamiento por medio del sulfato de cobre.
─El sulfato de cobre ─anunció, con tono de quien acaba de darle un repaso al tema─, rara vez se emplea como veneno en casos de homicidio aun cuando es, no obstante, un veneno activo. Sin embargo, como causa náuseas en seguida, es difícil dictaminar con exactitud sobre cuál es la dosis susceptible de tener consecuencias mortales, puesto que es tanta la cantidad que rechaza el estómago.
Moví afirmativamente la cabeza para que viera que me impresionaba su sabiduría.
─En resumen ─prosiguió el interno─, en dosis de cinco granos[2], el sulfato de cobre es un emético activo e inmediato. Es el antídoto más conocido para casos de envenenamiento por fósforo porque, no sólo hace veces de emético, librando al estómago del fósforo, sino que, gracias a su acción química sobre el fósforo restante, tiende a obrar como antídoto.
─¿Había envenenamiento por fósforo en este caso? ─inquirí.
─No, no; no interpreta usted bien mis palabras. Éste era un caso de envenenamiento, sin duda alguna. Es más, los dulces habían sido envenenados. Se encontró sulfato de cobre en casi todos los que contenía la caja.
─Entonces, si cinco granos constituyen la dosis apropiada para provocar náuseas, no puede ser fatal.
─Verá… las autoridades en el asunto no están completamente de acuerdo. Webster, en su libro sobre medicina legal y toxicología, cita a Von Hasselt que dice que ocho granos constituyen una dosis fatal. González, Vance y Helpern aseguran que la dosis mortal varía en alto grado. El Dispensario de los Estados Unidos indica la dosis, de cinco granos como emético inmediato y activo, repetida cada cuarto de hora si es necesario, pero no más de una vez.
─Es muy interesante ─dije─, ¿qué fue de la paciente?
─Al parecer se deshizo del veneno tan aprisa como lo injirió. Cuando llegó aquí padecía de histeria y nada más ─y reíase al contestar.
─¿Dónde está ahora?
─La mandaron para casa. Por mi parte, no creo que tragara más veneno del que se la hubiese administrado como emético. Aguarde un poco. No pienso hablar de la paciente. Me estoy limitando a decirle algo del sulfato de cobre.
─¿Para qué se usa? ─le pregunté─. ¿Algo especial?
─Oh, para estampar hilados y en la fabricación de pigmentos. Es de considerable valor en la purificación del agua. También se emplea en la galvanoplastia.
─¿No es difícil de conseguir?
─No.
─¿Por qué había de usarlo nadie para envenenar bombones?
Me miró y sacudió la cabeza.
─Que me ahorquen si lo sé.
Me conformé con eso y me dirigí a Jefatura. El capitán Sellers estaba sentado a su mesa. Se hubiera alegrado de verme de no haber pensado que mi visita indicaba que iba en busca de algo y que su mejor plan era andar con pies de plomo y no soltar más prendas que las absolutamente necesarias. Habíamos tenido mucha amistad con él cuando era simple sargento de la Brigada Criminal y a mí se me había antojado que estaba enamorado de Bertha. Ésta resultaba lo bastante dura para serle atractiva.
─Hola, Donald ─dijo─, ¿qué me cuentas?
─No gran cosa de nada.
─¿Cómo está Bertha?
─Como de costumbre.
─Tengo entendido que las pasaste negras en la Armada.
─Así es.
Se metió un puro en la boca, pero no lo encendió.
─¿Quieres un cigarro? ─dijo.
─No, gracias.
─¿Qué puedo hacer en tu obsequio?
─Oh, me he dejado caer por aquí de visita. Te vemos muy poco ahora.
─No pertenezco a la Criminal ya.
─Acostumbrabas a asomarte por el despacho de vez en cuando.
─Por cuestiones de la profesión.
─No mordemos a nadie.
─¡No poco, vive Dios! ─exclamó, con amargura─. Bertha era tratable hasta que apareciste tú. Se ganaba la vida encargándose de asuntos corrientes. Tú la metiste en las altas finanzas.
─Ha ganado dinero ─dije.
─Ha hecho dinero; pero los jefes superiores del departamento no miran con muy buenos ojos vuestra organización. Tocan hierro cada vez que se menciona vuestro nombre.
─¿Hasta ese punto han llegado?
Asintió, con gesto melancólico.
─Tengo que pensar en mi carrera. Si me pongo a hacer el tonto y me muestro amistoso con vosotros, sois capaces de pasaros de listos, hacer una barrabasada de las vuestras, y dejaros pescar con las manos en la masa.
Mascó el puro.
─¿Y si no me pescan?
─Te pescarán.
─¿Y si no estoy haciendo nada ilegal?
Se encogió de hombros.
─No he hecho nada ilegal hasta la fecha.
─No te han pescado quieres decir.
─Quiero decir que no me he salido de la ley.
─No es eso. Lam. Eres como un barco que navega a toda velocidad a través de un campo de minas. Conoces el canal tan bien, que sabes exactamente por dónde puedes pasar y por dónde no. Conoces la ley. Aun cuando tal vez te mantengas dentro de ella andas tan cerca de la orilla que se necesita un microscopio para demostrar que no te has pasado de la raya. Uno de estos días vas a pegar de lleno contra una mina y hacer «¡Pum!». Y yo no quiero volar contigo.
─Hombre, estuve ausente bastante tiempo.
─Claro que estuviste ausente ─murmuró─. Pero, ¿qué pasó? Le habías inoculado a Bertha manías de grandeza. Creyó que estaba en condiciones de llegar a las nubes. Le tengo afecto a Bertha. No tiene nada de tonta, ni de pringosa. Ataca cara a cara, uno sabe siempre a qué atenerse con ella. Lo creas o no, haría una buena esposa para alguien el día en que quisiese sentar cabeza. Nadie se la daría de primo. ¿Qué edad tiene, Donald?
─No lo sé. La conozco desde hace cuatro o cinco años y siempre parece tener la misma edad. Yo diría que oscila entre los treinta y cinco y los cuarenta.
Guiñé un ojo.
─Pues eso no es tanto ─aseguró él, con beligerancia─. Yo tengo cuarenta años y, me siento tan joven como en cualquier otro momento de mi vida.
─Y lo pareces.
─¡Narices! ¿A qué viene toda esa coba? ¿Qué quieres?
─Ayer asesinaron a un tal Cameron.
─Sí, ya estoy enterado.
─El sargento Sam Buda se encarga de la investigación.
─Uh˗huh.
─Cameron era uno de los dos fideicomisarios nombrados por testamento.
─¿Quién es el otro?
─Harry Sharples.
─¿Trabajas por cuenta suya?
─Trabajábamos.
─¿Terminasteis el trabajo?
─Por mi parte, terminado está. Quiere que cumplamos otra misión.
─¿Cuál?
─La de hacer de escolta personal suya por lo visto.
─¿Por qué?
─¿Qué quieres que sepa yo?
─¡Al diablo contigo! ¡Como si no fueras a saberlo!
Puse cara de ingenuo y Sellers hizo trizas la punta del puro a mordiscos.
─Maldita sea tu estampa. Donald, eres más ladino que tú solo. Podrías meterle a uno en un lío como se le ocurriera cooperar contigo.
Se rascó el espeso y rizado cabello. Dijo:
─¿Qué quieres?
─Sharples parece estar preocupado.
─¿De qué?
─Te digo que yo no tengo la menor idea.
─Bueno y ¿qué esperas que haga yo? ¿Volverme vidente o algo así?
─Cameron y Sharples fueron nombrados fideicomisarios por Cora Hendricks en su testamento. Hay una cantidad bastante respetable en la hucha. Son dos los beneficiarios: una chica que se llama Shirley Bruce, y un hombre que responde al nombre de Robert Hockley.
─¿Y qué?
─Los fideicomisarios ─anuncié─ son muy partidarios de Shirley, pero creen su deber zumbarle en la muñeca a Robert. Shirley podría obtener todo el dinero que quisiera. Robert no… hasta que se liquidara el fideicomiso.
Sellers se sacó el puro de la boca y escupió en la enorme escupidera de latón. Dijo:
─Te sorprendería saber lo frío que me deja todo eso.
─El fideicomiso se termina cuando los beneficiarios lleguen a una edad determinada. Llegado ese momento, los fideicomisarios pueden darles el dinero o comprarles una pensión vitalicia.
─Uh˗huh.
─Mi opinión es que los beneficiarios preferirían recibir todo el dinero de golpe. Yo lo preferiría por lo menos.
─Nadie te ha preguntado lo que tú preferirías.
─Hay otro acontecimiento que pondría fin al fideicomiso.
─¿Cuál?
─La muerte de los dos fideicomisarios.
Me miró, con el entrecejo fruncido, unos instantes. Luego, de pronto, se irguió, todo atención.
─¿Cómo es eso?
─Caso de morirse ambos fideicomisarios, todo el dinero se repartiría automáticamente entre los dos beneficiarios por partes iguales.
─¿Cuánto?
─Un par de centenares de miles.
La extremidad del cigarro saltó de abajo arriba al empezar Sellers a comérselo, nervioso.
─¿Conque vienes a mí? ─dijo.
─Conque vengo a ti.
Apretó los dientes contra el húmedo tabaco, arrancó parte de la macerada punta, la escupió y contempló la cercenada extremidad.
─¿Qué quieres?
─Dato interesante del asesinato ─dije─. Cameron tenía un cuervo amaestrado que respondía al nombre de Pancho. A Cameron le mataron teniendo el teléfono en la mano. Había un revólver del 22 encima de la mesa, delante de él. Tenía un cartucho disparado. ¿Contra quién dispararía?
Sellers se encogió de hombros.
─Estaba yo con Sharples cuando descubrió el cadáver ─le dije─. Eché una mirada a mi alrededor. No vi a ningún sitio en que hubiera podido pegar la bala. Tengo entendido que la policía no logró encontrar ningún agujero de proyectil.
─¿Crees que a lo mejor anda por ahí alguien con una bala del 22 en el cuerpo?
─Tengo entendido que ésa es la teoría que tienen las autoridades.
Sellers volvió a mascar el puro y se pasó la mano por la rizada cabellera.
─Te diré una cosa, Donald… No le digas a nadie quién te lo dijo, porque no hay necesidad de comprometerse.
─¿Qué?
─Se ha encontrado la señal del proyectil.
─¿Cameron disparó contra alguien y marró el tiro?
Sellers movió negativamente la cabeza.
─Disparó contra el techo. Parece como si hubiese querido hacer una viveza; pero no era lo bastante buen tirador para eso.
─¿Qué quieres decir?
─Había un agujero allá arriba para que pudiese entrar y salir el cuervo… un agujero debajo del gablete…
Asentí con un gesto.
─Pues bien ─prosiguió Sellers─, si los muchachos hubiesen encontrado ese revólver con una de las balas disparadas y la habitación cerrada, lo natural hubiera sido que creyeran que le había disparado contra alguien. Y, de no encontrar el proyectil, quizá hubiesen llegado a la conclusión de que Cameron había obrado en propia defensa.
Moví afirmativamente la cabeza.
─El que disparara el revólver ─dijo Sellers─ apuntó, evidentemente, al agujero, con el propósito de que el proyectil se perdiera, pero marró el blanco. Se encontró la bala incrustada en el borde del agujero.
Arrugué el entrecejo para que Sellers supiese que estaba pensando. Sellers aguardó a que dijese algo y, al ver que guardaba silencio, continuó:
─Es fácil comprender lo que sucedió. Cameron tenía un revólver. Era del veintidós; pero no por eso dejaba de ser un arma. Le mató alguien con un cuchillo. De haber disparado Cameron el revólver, hubiera sido lógico suponer que le había apuntado a la persona que esgrimía el puñal. Con lo cual, en lugar de asesinato, la cosa se convertiría en una lucha entre dos.
─¿Por qué?
─De haber él disparado el revólver, tenía que haberlo hecho antes de que le clavaran el cuchillo. Según el forense que hizo la autopsia, Cameron no hizo nada después de clavársele el puñal en el corazón. Ahora bien, si hubiese sido él quien inaugurara la fiesta con el revolver, la persona que le dio el pinchazo no habría hecho más que obrar en defensa propia.
─Conque… ¿tú crees que el asesino hizo el disparo?
─Justo. El asesino era alguien a quien Cameron conocía bastante, alguien en quien Cameron tenía confianza. Cameron estaba sentado en su silla, telefoneando. El asesino estaba de pie a su lado. Quizá al asesino no le gustara lo que decía por teléfono. O tal vez hubiese estado, simplemente, aguardando el momento oportuno. Sacó un puñal de su vaina, aguardó el instante propicio, y le largó un tajo a Cameron. Éste cayó de la silla y el asesino abrió tranquilamente el cajón, donde sabía que Cameron guardaba una pistola se colocó junto al sitio en que yacía su víctima, apunto al agujero, oprimió el gatillo y dejó luego el arma sobre la mesa. Confiaba haber mandado el proyectil por el agujero; pero se equivocó en veinticinco milímetros.
─¿Alto, bajo, o a un lado?
─Alto.
─¿Tú crees que fue el asesino?
─Creemos que fue el hombre que cometió el asesinato.
─¿O la mujer?
Me miró y dijo, despacio y algo dubitativo:
─O la mujer que cometió el asesinato.
─¿Qué es lo que te hace suponer que fue el asesino quien disparó la pistola?
─Le hicimos la prueba de la parafina a Cameron. No hallamos rastro de partículas de pólvora[3].
─¿Huellas dactilares?
─No.
─¿Y en la pistola?
─Unas cuantas pero borrosas.
─¿Quieres decir con eso que habían limpiado la culata?
─¡Nooo! Es decir, no la habían limpiado del todo, por lo menos. El asesino puede haber envuelto la culata en un pañuelo al disparar. Donald, ¿qué diablos quieres?
─Quiero marchar a América del Sur.
─Y yo también.
─Quiero decir que deseo marcharme ahora mismo.
─Y ¿qué tengo yo que ver con el asunto?
─Tú vas a conseguirme el pasaporte.
─Estás loco.
─¡Quiá! ¡Qué he de estarlo! Vas a descolgar el auricular y telefonear a la Sección de Pasaportes del Ministerio de Estado, decirles quién eres, anunciarles que trabajo en la investigación de un asesinato y que tienes absoluta confianza en mí… que quisieras que me extendieran el pasaporte a toda velocidad.
─Estás loco.
Sacudí negativamente la cabeza.
─Aun cuando quisiera ─dijo─ no podría hacerlo. Resultaría inútil.
─Si emplearas el argumento apropiado, conseguirías que me lo dieran.
─¿Qué dice Bertha a esto?
─No sabe una palabra.
─¿Quién te manda a América del Sur?
─Voy por mi cuenta.
─¿Qué demonios hay allá?
─No lo sé.
─¿Por qué vas?
─Robert Hockley se marcha allá. Es uno de los beneficiarios del fideicomiso de Cora Hendricks. La mayor parte de las propiedades del fideicomiso se encuentran en Colombia.
─¿Quieres decir con eso que deseas seguirle los pasos?
─Quiero ir a Colombia simplemente.
─Y ¿qué me pasa a mí? Te saco las castañas del fuego y después, ¿qué?
─Las castañas serán para ti.
─Quemarán demasiado para que las toque.
─Podrías dejarlas enfriar todo el tiempo que quisieras.
─¿Quién me garantiza que vas a sacar castaña alguna del fuego?
Reí. Le contesté:
─Nos estás armando un lío. Eras tú quien iba a sacar las castañas del fuego. ¿Recuerdas?
─¡Qué rayos Donald! Doy yo la cara por ti, y luego ocurre algo y me pescan…
─No te pescaran. No va a suceder nada. ¿No te interesa un informe de lo que haga Hockley en Colombia?
─No sé por qué ha de interesarme.
─¿Sabes de razón alguna para que no te interese?
─Si descubrieras algo, ¿me lo dirías? ¿Sin ocultarme nada?
Sacudí negativamente la cabeza, riendo.
─Ya me parecía a mí que no.
─Pero cuando descubra quién mató a Robert Cameron, te lo diré y puedes tu hacer la detención.
─No seas tonto. Te daré los datos necesarios. Y podrás tú comprobarlos.
Sellers vaciló.
─Después de todo ─continué─, no tienes, en realidad, nada que perder. Sabes tan bien como yo que el Departamento de Policía no pagará los gastos de nadie para que haga un viaje a Sudamérica simplemente porque vaya Robert Hockley. Ahora se te presenta una ocasión de tener quien continúe allá las investigaciones sin gasto alguno para el departamento. Siempre te quedará el recurso de demostrar que has obrado de buena fe en el asunto si te ves obligado a ello… que no te verás.
Sellers se sacó el puro de la boca. Lo tiró, con rabia, a la escupidera.
─¿Te engañé otra vez? ─le pregunté.
─Has tomado atajos no muy de acuerdo con la ley.
─Pero nunca has perdido una apuesta conmigo. Siempre te he metido en el desenlace.
El capitán Sellers exhaló un suspiro y alargó la mano hacia el teléfono.
─¿A quién llamo?
─A la Sección de Pasaportes, oficina del Secretario de Estado. Y vuélcate. Ya que te pones a hacerlo, vale la pena que lo hagas bien.