CUANDO entré en el despacho a la mañana siguiente, Bertha Cool me aguardaba con los ojos brillantes.
─Donald, querido, ¡te has hecho popular! Hiciste una buena labor. Ya sabía Bertha que, cuando volvieras de la Armada, nadaríamos en la abundancia otra vez.
─¿Qué ocurre ahora? ─inquirí, dejándome raer en una silla.
─Harry Sharples. Has dado el golpe con él.
─¡Ah, ése!
─Escucha, Donald, telefoneó hace muy poco. Quinientos dólares a la semana. Te necesita con regularidad.
─¿Con qué regularidad?
─Todo el tiempo. Una especie de escolta personal.
─¿Durante cuánto?
─Garantiza seis semanas.
─Mándale al cuerno.
El sillón de Bertha exhaló un chirrido de sobresalto al erguirse ella bruscamente.
─¿De qué estás hablando?
─De Sharples. Dile que se tire de cabeza al mar. No nos interesa.
─¿Cómo que no nos interesa? ─aulló Bertha─. ¿Qué diablos pretendes con esa actitud de prima donna? Quinientos pavos a la semana. Estás loco.
─Bien, acepta tú el encargo.
─¿Yo?
─Tú.
─A mí no me quiere para nada. Te quiere a ti.
─¡Narices! Lo que él quiere es una escolta. Yo no sirvo para eso. Tú, en cambio, estarías que ni pintada.
Me dirigió una mirada asesina.
─Voy a salir un rato a fisgonear por ahí ─dije─. No sabrás qué ha sido del cuervo que tenía Bob Cameron, ¿verdad?
─Ni lo sé ni me importa un cuerno. Si tú te has creído que vas a rechazar un trabajo que nos rendirá más de dos mil dólares al mes, estás mal de la cabeza. Es más de sesenta y cinco dólares por día, piensa en eso.
─En ello estoy pensando.
Cambió bruscamente la táctica.
─Donald, querido, siempre fuiste un gran bromista. Le estás tomando el pelo a Bertha, ¿verdad?
Nada repuse. Sonrió, engatusadora.
─Bertha debiera haberte conocido mejor. Bertha siempre puede confiar en ti, Donald. Cuando la cosa va mal, siempre entras tú y te echas a las costillas más carga de la que te corresponde.
Seguí sin decir palabra.
Al cabo de unos instantes, prosiguió:
─Aun recuerdo el día en que entraste aquí pidiendo trabajo. No eran tan fáciles de encontrar las colocaciones en aquellos tiempos, y tenías hambre, Donald. Te estabas muriendo de hambre. Una colocación, aunque fuera con un sueldo que representara la más pequeña, la más minúscula fracción de lo que hoy ofrece Sharples, significaba mucho para ti en aquellos tiempos. ¿Verdad, Donald?
─Así es.
Me miró, radiante.
─Jamás olvidaré lo débil y demacrado que era tu aspecto, Donald. Ni el hambre que tenías, ni lo agradecido que estuviste por la colocación que te ofrecí. Y ¡cielos! ¡Cómo trabajaste! Cualquier cosa que yo te pidiera que hicieses, lo hacías, y la hacías bien. Y luego, gradualmente, Bertha empezó a confiarte misiones de mayor importancia. Y, después, te admití como socio. Y ha resultado muy agradable, ¿verdad, Donald?
─Ha resultado muy agradable.
─Sé que me estás agradecido, Donald, aunque no eres de los que dicen gran cosa.
─Cuando empecé a trabajar para ti, andabas rondando por las orillas del charco de la profesión, recibiendo sólo salpicaduras de barro. Solicitabas toda clase de tareas, pero sólo te encomendaban las más sucias, las que ninguna otra agencia quería tocar ni de lejos. Te encargabas de todos los casos de divorcio que los picapleitos te ofrecían. Corrías detrás de las ambulancias para intentar conseguir que la víctima de un atropello te dejara pedirle daños y perjuicios en su nombre a quien le hubiese atropellado, y jamás supiste lo que era ganar más de quinientos dólares al mes. Tú…
─¡Eso es mentira! ─aulló.
─Empezaste a prosperar en cuanto me asocié yo contigo. Hoy pagas más de impuesto sobre las rentas al mes de lo que ganabas en total al año. Claro que te estoy agradecido. ¿Y tú? ¿Me lo estás a mí?
Se meció en el sillón giratorio, dura la boca y ceñudo el gesto por la indignación, para acabar diciendo:
─Si te dejas escapar estos quinientos pavos al mes, disuelvo la sociedad y me encargo sola del asunto.
─¡Magnífico! ─la respondí─. Tira adelante.
Me puse en pie. Inicié la retirada.
Me dejó salir, cruzar la oficina exterior, llegar a la puerta del pasillo.
Un espantoso chirrido me anunció que se había levantado apresuradamente del sillón. Apareció en la puerta de su despacho particular.
─Donald, no regañemos.
─Eres tú la que está regañando.
Cruzó la oficina. Elsie Brand, presintiendo que algo crítico sucedía, dejó de teclear.
─¿Por qué no quieres trabajar para él, Donald? ─dijo Bertha.
─No sé lo que quiere de mí.
─Te quiere para que le escoltes. Cree hallarse en peligro. ¿Tú crees que lo estará en realidad?
─Un fideicomiso de doscientos mil pavos. Mientras viva, puede repartirlo como le dé la santísima gana. Cuando muera, el fideicomiso se acaba. A su co-fideicomisario le acariciaron la espalda con un trinchante. Saca tú las consecuencias. Si fueses la directora de una compañía de seguros de vida, ¿le admitirías como riesgo a una prima reducida?
─Donald, eso lo dices con la lengua, pero sólo lo sientes de dientes para afuera. Sigues sin creerlo.
─Sharples lo cree.
─Donald, ¿por qué te portas así con él? ¿Qué le encuentras de malo?
─No tengo ganas de trabajar hoy. Quiero hacer fiesta para dedicarme a estudiar.
─Para estudiar, ¿qué?
─Las costumbres de los cuervos ─la contesté.
Y cerré la puerta.
Lo último que vi de Bertha fue ese brusco enrojecimiento que denota una elevación casi apoplética de la presión arterial. Por la forma en que empezó a aporrear Elsie las teclas de la máquina en cuanto se cerró la puerta, comprendí que Bertha se había encarado con ella para desahogar en Elsie su furia.
Volví a abrir la puerta.
Bertha se había acercado a la máquina y estaba mirando con rabia a la muchacha. Decía, en el momento de asomar yo:
─…Y es más, no me da la reverendísima gana de que ande usted fisgoneando y escuchando nuestras conferencias de negocios. Está usted aquí para escribir a máquina. Tiene trabajo de sobra para estar siempre ocupada. Y, si no lo tiene, ya me encargaré yo de que no le falte. Ahora, hágame el santísimo favor de poner las manos en el teclado y no moverlas de ahí, y…
─Y otra cosa ─la dije a Bertha─. He decidido que Elsie necesita una ayudanta. La ayudanta puede ser tu secretaria. Elsie va a ser la mía. Telefonea a la agencia de colocaciones a ver lo que puedes hacer. He hablado con el administrador de este edificio para que me alquile la habitación vecina con el fin de convertirla en mi despacho particular. Se va a encargar de abrir una puerta medianera para que podamos estar en comunicación.
Bertha dio media vuelta y echó a andar hacia mí.
─¡Maldita sea tu… tu…!
─Anda, acaba.
Una sonrisa muy dura se dibujó en los labios de Bertha.
─¿Quién diablos ─preguntó, ominosa─, te has creído tú que eres?
─El maquinista del tren de provisiones. Consulta el billete que llevas y a ver hasta dónde te autoriza a viajar.
Y volví a cerrar la puerta.
Esta vez no volví a oír el teclado de la máquina de Elsie.
Me dispuse a dar con el paradero de Dona Grafton, la muchacha que también tenía una jaula para el cuervo.
Las señas, según acabé descubriendo eran las de una de esas casas de juguete situada en la parte de detrás de un edificio sin pretensiones. Durante algún tiempo se había puesto de moda construir casitas en el patio de otras mayores, sistema que daba por resultado la obtención de veinte o treinta dólares adicionales de renta de una misma finca con una inversión inicial de muy poca importancia.
La joven que contestó a mi llamada era esbelta, de figura atlética, tal como la que los fabricantes de trajes de baño y equipos de esquiar gustan emplear en su propaganda. Era morena pero no de una morenez de ala de cuervo como Shirley Bruce y tenía su cutis el colorido y la finura que uno sólo suele esperar encontrar en las rubias.
Se mostró tan amistosa como un perrito juguetón. En cuanto la pregunté «¿La señorita Dona Grafton?», sonrió y dijo:
─Supongo que es usted otro periodista, que viene por lo del cuervo.
─La verdad es que me interesa el cuervo, aunque no soy periodista ─la contesté─. ¿Tiene inconveniente en decirme algo de él?
─Ninguno. Pase, por favor.
Pasé a la minúscula salita con la impresión de que me había metido en una casa de muñecas. Me dio una silla, se sentó y dijo:
─¿Qué era lo que deseaba usted saber?
─¿Dónde está el cuervo ahora?
─En el cobertizo de la leña. El señor Cameron, claro está podía permitirse el lujo de darle a Pancho lo mejor de todo. Yo no. Mi patrona tiene cierta estrechez de miras en cuanto a cuervos se refiere. Lo mejor que he podido ofrecerle hasta ahora ha sido el cobertizo de la leña.
─¿Cómo es que se ha hecho usted con el cuervo?
─Pancho y yo somos viejos amigos. Siempre se pasaba la mitad del tiempo conmigo.
La di a entender que me gustaría saber algo más de eso.
─Mi padre se llamaba Frank Grafton y al cuervo le dieron su nombre. Pancho quiere decir lo mismo en español que Frank en inglés.
─Así, pues, ¿usted ha conocido al señor Cameron?
─Oh, sí.
─¿Durante mucho tiempo?
─Desde niña.
─¿Y a Harry Sharples?
Movió afirmativamente la cabeza.
─¿Shirley Bruce?
─Conozco a la señorita Bruce. No somos… bueno, no la veo con frecuencia. No pertenecemos a la misma capa social.
─¿Y a Robert Hockley?
─Oh, sí.
─Eso me interesa ─le dije.
Ella movió, negativamente, la cabeza y me explicó:
─No creo que encuentre nada interesante en eso. Mi padre, Frank Grafton, dirigía unas minas por cuenta de Cora Hendricks. La señorita Hendricks murió siendo yo muy niña. No la recuerdo. Mi padre murió como consecuencia de un accidente minero tres o cuatro años más tarde. Tanto el señor Cameron como el señor Sharples, ambos fideicomisarios de los bienes de la señorita Hendricks, le tenían mucho afecto a mi padre, y sintieron profundamente su muerte. Les parece, hasta cierto punto, que… bueno, creo que mi padre fue el responsable de los primeros éxitos que se obtuvieron en las empresas de minería. La mayor parte de la fortuna se hizo durante los tres o cuatro años que siguieron a la defunción de la señorita Hendricks.
─Conque… ¿el cuervo la conoce?
─Sí; somos amigos de antiguo. Es que ¿sabe?, a Pancho le gusta volar por ahí y los cuervos necesitan ejercicio. Conque el señor Cameron tomó sus medidas para que el cuervo pudiera salir y entrar a su antojo. Lo mejor que yo pude ofrecer fue el cobertizo de la leña, instalé una jaula allí, y quité el vidrio de una de las ventanas. Pancho viene a verme cuando quiere. Se posa encima del tejado del cobertizo y me grazna, y yo salgo a charlar con él, y le dejo que se me pose en el hombro, y le doy algunas tonterías que comer. Cuando no me encontraba en casa, se metía en la jaula del cobertizo a esperarme, o quizá volvía a casa del señor Cameron. Ahora, desde que ha ocurrido ese suceso tan terrible… bueno, pues aquí está. Se encuentra muy solo. ¿Le gustaría verle?
─Sí que me gustaría ─la contesté.
Me condujo por la parte de atrás de la casa a un cobertizo pequeño, que no mediría más de tres metros de lado y que estaba lleno de troncos, leña menuda, cajas, un par de neumáticos de desecho, y unos cuantos tarugos.
─¿Sabe? ─murmuró, a modo de explicación─, ahora se emplea el gas para la calefacción. Y, aunque hay chimenea en casa de la dueña ahí delante no creo que la use nunca. Pancho debe encontrarse en su jaula. Vamos, Pancho, ¿dónde estás?
Observé entonces que la jaula del cuervo colgaba en un rincón oscuro del cobertizo, era una copia exacta de la que había visto en casa de Cameron. Cuando llamó la joven, se oyó movimiento. Al principio no pude distinguir la figura del cuervo en la sombra. Luego salió dando saltos, de la jaula, agitó las alas y se dirigió a la señorita Grafton. Pero me vio a mí y dio un salto la mar de raro hacia un lado.
─Ven, Pancho ─dijo ella, tendiéndole un dedo.
El cuervo torció la cabeza para clavar en mí los ojuelos.
─Embustero ─dijo.
Y rió con cuervil regocijo, ronca cacofonía en verdad.
─Pancho, no seas así. Eso es ser un chico malo. No son buenos modales de cuervo. Ven aquí.
El pájaro saltó hacia ella y se detuvo sobre la polvorienta leña.
─Vamos, ven. El señor Lam quiere hacerse tu amigo. Le interesa averiguar ciertas cosas de ti. Ven y háblale como es debido.
El cuervo dio otro largo salto y, agitando bruscamente las alas, fue a posarse en su dedo. Ella le acarició la garganta con la otra mano, al par que decía:
─No le gusta que le pongan la mano encima de la cabeza. Se hace eso cuando se le castiga. Con sólo que le pongan una mano por encima, le da un ataque. Supongo que es un caso de atavismo… un instinto… A un pájaro no le gusta estar encerrado. Siempre siente pánico cuando nota algo por encima de él. Ello significa que tiene cortada la retirada. Pancho, ven aquí a ver al señor Lam.
Movió el dedo hacia mí y yo extendí la mano. Pero Pancho no quiso tratos conmigo. Retrocedió y emitió un sonido áspero que, de momento, no comprendí.
Ella se echó a reír y dijo:
─Le está diciendo: «¡Márchese!». No habla muy claro. «Embustero» es la palabra que pronuncia con mayor claridad. Es un cariño. ¡Más juguetón…! Lástima que no pueda meterle en casa que es donde debiera estar. No está acostumbrado a quedarse fuera así, y la muerte de su dueño y todo eso le ha dado un disgusto, conque está un poco hosco.
─No está muy lejos esto de casa del señor Cameron, ¿verdad?
─Sólo tres o cuatro manzanas.
─¿Hace Pancho parada en algún otro sitio?
─Creemos que sí.
─«¿Creemos?».
─El señor Cameron y yo. No acabo de acostumbrarme que ha… que… que le ha ocurrido una cosa así.
─¿Dice usted que cree que visitaba algún otro sitio?
─Sí; pero no sabemos cuál o cuáles Pancho es un pájaro muy inteligente y muy reservado, ¿verdad Pancho? Pero veces hubo en que Pancho se fue y ni yo ni el señor Cameron sabíamos dónde se encontraba. Lo siento, Pancho, pero pesas. Dona no puede sostenerte en el dedo tanto tiempo. ¿No quieres visitar al señor Lam?
Movió la mano hacia mí y el pájaro volvió a echarse atrás. Dona sacudió la mano y le dio un empujoncito hacia la jaula.
─¡Embustero! ─la gritó.
Y luego dijo:
─¡Márchese, márchese!
Saltó por la leña y volvió a meterse en la jaula.
─Está completamente desquiciado en realidad ─dijo la joven─. Procuro distraerle, pero está triste e irritado. ¿Desea volver a casa, señor Lam?
─El señor Cameron viajaba bastante ¿verdad? ¿Se quedaba Pancho aquí durante su ausencia?
─Naturalmente. Las propiedades en las que el señor Cameron estaba interesado se hallaban en Colombia, y es difícil llevar a un cuervo de un lado para otro. Al señor Cameron le gustaba mantenerse en contacto con los negocios, conque marchaba allá con frecuencia. No creo que le gustara demasiado hacer el viaje. Quería demasiado a Pancho y se sentía feliz aquí. Sea como fuere, yo le guardaba a Pancho mientras se hallaba de viaje.
─Su padre ha muerto ─dije, al volver a la casa─. ¿Su madre vive?
─Sí.
─¿Aquí, en la ciudad?
─Sí.
Noté en su voz cierta reserva que me dio a comprender que respondía a las preguntas relacionadas con su madre animada de una decidida intención a no dar más informes que los absolutamente necesarios.
─Perdóneme si soy impertinente, pero ¿ha vuelto a casarse?
─No.
─¿Trabaja usted? Ya sé que todo esto resulta la mar de personal, pero…
─Supongo que está bien ─dijo, sonriente─. Después de todo, ustedes tienen que obtener información para ganarse la vida. Hago colaboración independiente.
─¿Escribe?
─Dibujo. Trabajo artístico comercial. A veces vendo mis bocetos. En ocasiones se me presenta la oportunidad da hacer un dibujo de acuerdo con instrucciones determinadas… es decir, por encargo. Una agencia, por ejemplo, puede pedirme el dibujo de una joven de pie sobre cubierta en un barco, revuelto el cabello por el viento, y… Ahora verá.
Sacó un cartapacio grande de un armario. Lo abrió. Vi a una joven de pie sobre cubierta, revuelto el cabello por el viento, agitada la faldita blanca en torno a las atractivas piernas. Un suéter blanco hacía resaltar los puntos que debe hacer resaltar un suéter.
No entiendo gran cosa de arte, pero aquel cuadro tenía algo limpio y sano. Supongo que se debía a la cantidad de blanco empleado, y a la forma en que se sugería que soplaba el viento. Estaba el dibujo lleno de vida. Se veía en los ojos de la joven la anticipación y espera. Tenía la vista alzada un poco por encima del horizonte, de suerte que parecía estar mirando por encima del mar y escudriñando el futuro, un futuro con el que anhelaba encontrarse. El revuelo de la falda en torno a las pantorrillas daba la impresión de que amaba sentir la caricia del aire en la carne. Se veía una miajita de sonrosada pierna por encima de la media al azotarla el viento la falda, no mucho: lo justo nada más.
─¿Le gusta? ─preguntó, escudriñando mi semblante.
─Me encanta ─la contesté─. Me produce un efecto indescriptible. Uno siente ese dibujo.
─Lo hice por encargo de una agencia que deseaba algo que hiciera sentir nostalgia de viajar. Después de haberlo terminado, el director cambió de opinión acerca del tipo de dibujo que deseaba. Decidió que sería mejor representar a una muchacha sentada sobre cubierta a la luz de la luna, con un hombre vestido de etiqueta inclinado sobre ella.
─Este dibujo es maravilloso. Si a ese hombre no le gustó, debe estar mal de la cabeza.
─Es que cambió de opinión. Apenas le echó una mirada al dibujo. Eso es lo malo. El director artístico que me hizo el encargo, pensaba en algo así y encontró mi interpretación perfecta. Luego llegó el jefe supremo echó una simple mirada al cuadro, y decidió que quería un claro de luna… algo que sugiriera lo romántico de un viaje. Bueno… así van las cosas.
─¿Qué hará usted de ese dibujo ahora? ─le pregunté.
─Oh, lo conservaré una temporada. Quizá pueda venderlo para un calendario artístico. A veces compran cosas como ésta.
─Para mí ─le dije─, es una de las cosas más bonitas que en mi vida he visto. Se ve el reflejo del soleado océano en los ojos azules de la muchacha, y la esperanza también, y el amor a la vida, y la sed de aventuras, y… ¡qué rayos!, ¡en ese dibujo se ve todo lo que es joven, y limpio, y vital!
─¿Es eso lo que mi dibujo representa para usted?
Moví afirmativamente la cabeza.
─Me alegro ─lijo─. Eso era lo que yo quería que expresase. Y no estaba segura de haberlo conseguido. Ya sabe usted lo que pasa con estas cosas. Intenta una obtener un resultado determinado en un cuadro y, como ha trabajado tanto por obtenerlo, una lo ve allí cada vez que lo mira. Pero una no sabe si los demás ven lo mismo, o si es que ella se ha hipnotizado hasta el punto de ver lo que no existe.
─Pues usted lo ha conseguido sin el menor género de duda. ¿Qué otros dibujos tiene?
─Oh, no le interesarían. Éste es el mejor de todos. Algunos de ellos son bastante malos. Me gusta pensar que algunos de ellos son buenos, pero varían.
─¿Tiene inconveniente en enseñármelos?
─Me gustaría, si es que de verdad quiere verlos. Me encantaría escuchar sus comentarios. Un artista intenta hacer algo… no puedo decirle qué. Supongo que es interpretar la vida lo que pretende. Ahí tiene el dibujo de la muchacha viajera, por ejemplo. Yo creo que casi todo el mundo desea viajar. Es un medio para salirse de sí mismo. Pero, cuando se viaja, no se mira exclusivamente el paisaje en realidad. Se intenta mirar más allá de uno mismo… más allá del horizonte. Por eso dibujé a la muchacha con la vista y la cabeza alzadas, mirando por encima del horizonte.
Moví afirmativamente la cabeza.
─¿Obtuvo usted esa sensación al mirar el cuadro?
─Sin duda alguna. ¿Viaja usted mucho?
─Claro que no. Tengo que trabajar. En confianza, me tomo una vacación de cuando en cuando para pintar. Luego, cuando me amenaza el hambre, salgo a buscar una colocación… una colocación corriente.
─¿De qué?
─Cualquier cosa que pueda conseguir y que me brinde los medios de ganarme honradamente la vida. Sin embargo, cada dólar que puedo reducir de mis gastos y ahorrar, significa que puedo prolongar tanto más mi trabajo artístico. Uno de estos días conseguiré que me vayan mejor las cosas y podré hacer mejor trabajo.
─¿No la preocupa y molesta tener que dejar el arte para buscar colocación?
─Oh, sí. Pero procuro no pensar en ello. Es necesario, y he descubierto que es inútil indisponerse con las cosas necesarias de la vida.
─A mí me parece que debiera poderse ganar el sustento con el arte.
─Algún día lo conseguiré. Por ahora, mi trabajo no es todo lo perfecto que debiera ser. Claro que son difíciles los principios, una vez se da una a conocer, puede vender todo su trabajo y a buen precio. Cuando se empieza, la gente parece creer que puede comprar el producto de su trabajo por una miseria. Eso la hace ser escogida y criticona. Cuando una tiene nombre, la reconocen como autoridad también y se enamoran y hacen lenguas de cosas que no se les ocurriría comprar a una desconocida.
─Eso debe ser la mar de molesto.
─No sé… Claro que hay veces en que una quisiera que las cosas fueran de otra manera. Pero el hecho es ése y, si uno ha de abrirse camino en la vida, ha de aprender a respetar los hechos. ¡Hay tanta gente que pasa por la vida intentando engañarse! Procuro acostumbrarme a no discutir con los hechos.
─¿Va usted a enseñarme los otros dibujos?
─¡Oh, perdone! No me daba cuenta de que le hacia esperar.
─No me hace esperar. Disfruto escuchándola. No olvide que tengo una labor que hacer y que usted me está ayudando a hacerla. ¿Habla español?
─Como una española. ¡He tenido tantas amistades que hablaban ese idioma cuando yo era pequeña! Y mi madre conoce a mucha gente de habla española. Yo aprendí ese idioma al mismo tiempo que el inglés.
─¿Se fijó en el pinjante de esmeraldas que reprodujeron los periódicos?
─Sí. Leí todo lo referente a la muerte del señor Cameron. ¿Usted cree que disparó contra el asesino?
─Es difícil saber. ¿Había visto usted ese pinjante antes?
─No.
─Y, sin embargo, el señor Cameron debía de tenerlo desde hacia meses. ¿Cree que tendría el propósito de regalárselo a alguien?
─Es posible. No lo sé.
─¿Le interesaban las joyas?
─No lo creo. No obstante, era un hombre muy especial. Y hasta incomprensible en algunos aspectos. Eran muchos sus intereses. Pero, cuando estaba con una persona, sólo daba muestras de interés en lo que a ella le interesaba. Jamás se le ocurría hablar de las cosas que le interesaban a él… obligar a los demás a que las escucharan.
─¿Y Sharples?
─Es distinto. No le conozco tan bien. Mi madre le conoce mucho mejor que yo.
─¿Le es antipático?
─Yo no he dicho eso.
─Pero ¿le es antipático?
─¿Es absolutamente necesario que haga usted esa pregunta?
─Tenía curiosidad por saberlo.
─Es un hombre muy listo. No creo que se interese tanto por sus amigos como lo hace el señor Cameron… como lo hacía mejor dicho. El señor Sharples está más absorto en sus propios asuntos… que creo que abarcan muchos aspectos.
─¿Algo donjuán?
Se echó a reír.
─¿No lo son todos los hombres?
─¿A mí me lo pregunta?
─Yo creo que sí que lo son.
─¿Lo era Cameron?
─¡Cielos, no!
─Ahí tiene, pues. Algunos hombres no lo son.
─El señor Cameron era distinto. Se mostraba dulce y considerado. Nunca sobaba. A veces le daba a una un golpecito en el hombro; pero, cuando lo hacía, no molestaba. Era un golpecito amistoso, animador, en el que nada había de sexual.
─¿Quería el señor Cameron a Shirley Bruce de la manera como la quiere Sharples?
─No lo sé.
─¿No tiene usted idea?
─No sé gran cosa de Shirley.
─¿Conoce a Sharples?
─No demasiado bien. No creo que haya hablado nunca gran cosa con él acerca de Shirley. Él es una especie de guardián o tutor suyo… Supongo que se siente más ligado a ella por ese motivo. Pero, escuche, nos estamos desviando bastante del asunto que me interesa a mí, para profundizar en el que le interesa a usted. Supongo que parte de su entrenamiento consiste en aprender a conseguir que la gente hable de las cosas que a ustedes les interesa saber. Yo no he aprendido a sujetar la lengua. Hablemos de cuervos y de dibujos y… oiga, ¿querría unos bombones? No soy demasiado aficionada a los dulces y alguien me ha mandado una caja de…
Giró el tirador. Una mujer entró sin llamar. Era de edad madura, pero sin exceso de carne. Ojos negros y emotivos. Pómulos salientes. El más leve vestigio tan sólo de color cetrino en la piel. Tenía un aire de orgullo y de desdén que la nariz corta y respingona hacía parecer extrañamente incongruo.
─Hola, mamá ─dijo Dona.
La madre me miró.
─Permíteme que te presente al señor Lam, mamá.
Le dije que celebraba conocerla y ella me hizo una leve reverencia diciendo:
─¿Cómo está usted, señor Lam?
La voz era dulce y de garganta y debiera haber resultado hermosa, pero la monotonía de su tono demostraba que estaba pensando en otras cosas.
Los negros ojos dirigieron una rápida mirada al cartapacio y vieron el dibujo antes de que Dona pudiera cerrarlo.
─¿Más tonterías? ─inquirió.
Dona se echó a reír y dijo:
─Sigo laborando, mamá.
La señora Grafton casi escupió una exclamación de disgusto.
─¡No hay dinero en eso! Trabajas, trabajas y trabajas y ¿qué sacas de ello? ¡Nada!
Dona desterró con una sonrisa aquella discusión a la que, evidentemente, estaba ya acostumbrada.
─El día menos pensado triunfaré. Siéntate, mamá.
La señora Grafton se sentó, me miró con desconfianza, y luego dirigió la vista hacia Dona. Los ojos oscuros que en otros tiempos podrían haber sido románticos parecían ahora casi los de un ave de rapiña. Poseía la facultad de verlo todo de una mirada.
─¿De dónde salieron esos confites?
─Llegaron por correo. Aún no los he probado, los recibí inmediatamente después del desayuno.
─Mejor será que pienses un poco más en el matrimonio ─dijo la madre.
Destapó la caja de bombones, la miró y luego me miró a mí.
Esta vez la expresión era menos hostil y más escudriñadora. Había, en la voz, un dejo de seductora invitación.
─¿Le gustarían unos bombones, señor Lam?
─No a tan temprana hora del día, gracias.
La señora Grafton escogió uno, cuidadosamente, lo mordió empezó a decir algo, cambió de opinión comió el dulce, tomó otro, y dijo, con asco:
─¡Esos guardias!
─¿Qué pasa, mamá? ─inquirió Dona, metiendo el cartapacio en el armario y cerrando, cuidadosamente, la puerta.
─Son todos unos imbéciles ─dijo la señora Grafton, comiéndose un tercer bombón─. ¿Recibiste mí nota, Dona?
─Sí.
─¿Sabías que iba a venir?
─Sí.
La señora Grafton me miró.
─Bueno, ya va siendo hora de que me marche ─dije─. Me… me gustaría volverla a ver alguna otra vez si me lo permite, una especie de… de corolario, ¿comprende?
─¿A qué periódico representa? ─inquirió Dona.
Moví negativamente la cabeza.
─No represento a ningún periódico. Se trata de algo distinto. Estoy… estoy interesado.
─Interesado… ¿en qué? ─preguntó la señora Grafton.
─En cuervos ─respondí, sonriendo.
─Pero ¡sí yo creí que era periodista! ─exclamó Dona.
─No.
─¡Periodista! ─exclamó la madre─. Dona, ¿tan poco sentido común tienes que hablas con periodistas? ¡Si serás inconsciente! Te muestras demasiado amistosa. Andas por ahí hablando con la gente… con toda clase de gente. Parece que no hay manera de que aprendas nunca que eso no puede hacerse.
─Pero, mamá, sí dice que no es periodista.
─Pues entonces, ¿qué es?
─Yo…
Dona se interrumpió, me sonrió perpleja. Dijo bruscamente:
─¿Tendría la amabilidad de responder a esa pregunta de mi madre, señor Lam?
Me volví hacia la señora Grafton.
─La verdad es ─dije─, que me interesan…
El rostro de la madre se nubló.
─Dona, ¿qué les pasa a estos dulces?
─Pero, ¿qué ocurre, mamá?
─Ese último bombón, sabía…
Se le contrajo el semblante en brusco espasmo. Luego el pánico y la rabia brillaron en sus ojos.
─¡Me has envenenado! ─aulló.
─¡Mamá! ¿Qué pasa?
La mujer rompió a hablar en español. La hija se encogió ante la virulencia de la acusación, acusación supuse que era, por lo menos. Luego dijo la madre en inglés:
─Conque ahora es a mí a quien quieres matar.
Hizo un brusco movimiento con el brazo. Brilló el acero. Me abalancé hacia ella. Estaba echando hacia atrás el brazo para lanzar el cuchillo. No conseguí asirle la mano, pero la agarré de la manga. Tiró el cuchillo en el momento en que di yo una sacudida al tejido. La manga se rasgó, y el arma cayó al suelo.
De nuevo estalló en rápido español, intentó correr al cuarto de baño, dio un traspiés, cayó en una silla y se puso a vomitar.
No oí entrar al sargento Buda. Sé que la muchacha y yo intentábamos conducirla a la alcoba cuando noté que alguien nos estaba ayudando. Alcé la mirada y vi al sargento.
─¿Qué pasa? ─me preguntó.
─Cree que la han envenenado.
Buda contempló la caja que había sobre la mesa.
─¿Bombones?
─Justo.
─¿Tiene usted mostaza? ─le preguntó a Dona.
─Sí.
─Haga agua de mostaza. Caliente. Désela. En abundancia. ¿Dónde tiene el teléfono?
─No tengo teléfono. A veces me deja la dueña emplear el suyo. En la casa de delante.
Buda desapareció. Dona y yo nos quedamos solos con la enferma. La muchacha preparó agua de mostaza. La madre gimió, arrojó, y gruñó. Pareció como si pasáramos horas con ella, haciéndola tragar agua de mostaza caliente, sujetándola al estremecerse y enrigidecer su cuerpo como consecuencia de las oleadas de nauseas que a continuación sentía.
Al cabo de un rato dejó de arrojar y salí a la sala dejando a Dona con su madre. Empecé a buscar el cuchillo.
Estaba allí, a la vista, clavado en el suelo, y no era el cuchillo que Juanita Grafton había intentado arrojar. El suyo había sido un puñal de mango de ónice y de siniestro aspecto. El que estaba clavado en el suelo era un cuchillo casero corriente, de mango de madera, y con manchas de pintura en la hoja.
No lo toqué.
Dona me llamó entonces.
La madre tenía un ataque de histeria. Luchaba y lanzaba aullidos. Entré en la alcoba para ayudar a sujetarla.
Oí vagamente sirenas, la campana de una ambulancia… Noté la presencia de hombres enfundados en batas blancas y de Buda que daba rápidas instrucciones. El médico, vestido de blanco me echó a un lado y, cuando me di cuenta exacta de lo que estaba sucediendo, me encontré en el patio con un par de agentes de la brigada volante, y con el sargento Buda que me miraba de hito en hito.
─¿Cómo anda por aquí? ─preguntó.
─Me interesaba el cuervo.
─¿Por qué?
─Me interesaba, simplemente.
─¿Quién es esa mujer?
─La madre.
─¿Le vio comer los dulces?
Asentí con un gesto.
─¿Cuántos?
─Tres o cuatro.
─¿Cuánto tardó en ponerse mala después de comerlos?
─Se puso mala casi inmediatamente.
─Suena a cianuro ─dijo Buda─. Quédese por aquí, Lam. Quiero hablar con usted luego. Vamos, muchachos, hay que averiguar lo de los dulces.
Entraron todos en la casa. Salieron dos camilleros transportando a la señora Grafton. La metieron en la ambulancia y oí la sirena y la campana.
Una mujer observaba la escena desde la casa de delante. Parecía haber algo casi furtivo en su curiosidad. Cada vez que me veía mirarla, apartaba bruscamente la cara, se alejaba de la ventana, y se ponía a hacer otras cosas. Unos minutos más tarde, el rostro asomaba en otra de las ventanas.
Di la vuelta a la casita de juguete y me dirigí hacia el cobertizo.
Nadie me detuvo.
Pancho no estaba en su jaula.
Me encaramé por encima de la polvorienta leña, tropecé con una maleta medio deshecha, y empecé a explorar la jaula.
En la parte de detrás había un espacio pequeño aislado, en el que ramitas y hojas habían sido amontonadas en círculo irregular. Logré introducir la mano en este compartimento y mover los dedos dentro. Toqué con las yemas de los dedos algo duro y liso. Usando el índice y corazón como tijera, logré sacarlo.
Hasta en la penumbra del cobertizo resplandecía con un verdor profundo que atraía la mirada con hipnótica fascinación.
Me lo guardé en el bolsillo y volví a meter la mano en la jaula. No encontré ninguna otra cosa y estaba a punto de dejarlo, cuando tropecé, en un rincón, con un montoncito de cosas que parecían guijarros. Las saqué. Eran cuatro esmeraldas, de un color tan hermoso e intenso como la primera.
Me aseguré de que no quedaban más esmeraldas en la jaula y salí del cobertizo.
Llevaba cinco o diez minutos fuera cuando salió el sargento Buda. Se acercó a mí y preguntó:
─¿Qué me dices de los bombones, Lam?
─Se los comió.
─Lo sé, lo sé… ¿De dónde los sacó la muchacha?
─¡Qué rayos! ─le contesté─. También soy yo forastero aquí.
─Esos malditos bombones no crecieron allí dentro.
─Puede que no.
─¿Le invitó alguien a que comiese un bombón?
─Sí.
─¿Quién?
─La madre.
─Pero ¿los bombones estaban allí cuando usted llegó?
─No me fijé. Tenía otras cosas a las que dedicar mí atención. La muchacha me creyó periodista. Después de todo, mal puede una chica suministrarle un bombón a cada reportero que la interrumpa.
─Pero se los ofreció a su madre. ¿Recuerda eso?
─No señor. Creo que la madre se acercó a la caja y se comió los que quiso sin consultar a nadie.
─Escuche, Lam, usted sabe que la madre no se presentó allí con los bombones. La hija los tenía ya. Le invitó a su madre a que los comiera.
─Creo que la madre los comió sin que nadie la invitara. No creo que los trajera la madre, pero no puedo jurarlo. No presté gran atención a lo que hacía la madre. Estaba obteniendo información cuando entró la madre. Ella se encargó de que las cosas cambiaran de cariz. Quería que me largase. Conque me estaba largando.
─¿Qué información estaba obteniendo?
─Oh, no hacía más que echar una mirada a mi alrededor.
─¿Por cuenta de quién trabaja?
─En estos instantes, por cuenta mía.
─¿Qué quiere decir con eso?
─Exactamente lo que digo.
─Harry Sharples dice que ha contratado a la agencia de ustedes para que vigilen por su cuenta. Parece nervioso.
─Nos ha hecho una oferta.
─Bueno, y ¿no trabaja para él?
─No.
─Bertha cree que sí.
─Bertha podrá estar trabajando por cuenta suya… Yo, no.
─Entonces, ¿qué es lo que busca?
─Obtener una visión de conjunto.
─No me gusta que me den quites.
─Procuro no dárselos.
─¿Qué opina de la muchacha?
─De calidad.
─Qué rayos, no soy ciego. Un poco demasiado delgada quizá pero un tipo magnífico a pesar de todo. No era eso lo que yo le preguntaba. Quiero saber lo que opina de ella.
─Buena persona.
Me miró unos instantes. Luego dijo:
─Sí; era de esperar que pensara eso. Siempre fue la mar de impresionable en cuestión de mujeres. Bueno, en marcha. Y ni una palabra del envenenamiento.
─Tendré que darle cuenta a mi socia.
─Me refería a los periódicos. Dígale a Bertha que no se vaya de la lengua.
─¿Por qué? ¿Hay algún secreto en ello?
─Tal vez lo haya. ¿De dónde salió el cuchillo que estaba en el suelo?
─Alguien lo dejó caer.
─¿Quién?
─La madre.
─No dijo eso la hija.
─Creo que fue la madre quien lo dejó caer.
─¿Cómo llegó a dejarlo caer?
─Se puso enferma.
─¿Qué hacía con él, en primer lugar?
─No lo sé. No se lo pregunté. Había cierta confusión.
─¿Mayor confusión que la suya?
─Yo no me encuentro confuso. Sólo que no me era posible verlo todo. Me estaba marchando cuando ocurrió. Puede haberlo empleado para abrir la caja de bombones.
─¿Cómo sucedió?
─La mujer se puso a arrojar. Y, cuando digo arrojar, quiero decir arrojar.
─¿Dijo algo de que la habían envenenado?
─Creo que dijo a su hija que más valía que no tocara aquellos bombones, que tenían mal gusto, o que creía que estaban envenenados, o algo por el estilo.
─Y ¿no sabe de dónde salió el cuchillo?
─Recuerdo haber visto el cuchillo ─dije─, pero la mujer estaba arrojando y yo intentaba sostenerla y… bueno, ya sabe que estaba arrojando de verdad, y…
─La hija dice que el cuchillo había estado encima de la mesa. ¿Lo vio usted allí?
─Puede haberlo estado en uno u otro momento.
─La hija dice que lo había usado para raspar un poco de pintura de la orilla de un cuadro y que lo había dejado luego encima de la mesa.
─La casa es suya. Probablemente sabe lo que hizo.
─¿El cuchillo podía haber estado en la mesa?
─Escuche, sargento, a mí me interesaba lo mío. Había un puñado de cosas encima de la mesa. El cuchillo puede haber estado encima de la mesa, debajo de un periódico o completamente a la vista. Los bombones pueden haber estado allí también. O la madre puede haberse presentado con la caja de bombones debajo del brazo. No lo sé. ¡Qué rayos! ¡Hasta puede haber traído el cuchillo consigo!
─No. La muchacha reconoce que el cuchillo estaba allí, sobre la mesa. Es suyo.
─Bueno, pues ahí está.
Buda se enfureció.
─¿Dónde demonios ─aulló─, estoy?
─¿No lo sabe?
La pregunta le hizo muy poca gracia. La esquivó diciendo:
─Sabré algo más de esos confites antes de que hayan transcurrido muchas horas. Quizá vuelva a hablar con usted.
─Siempre que usted quiera.
Salí, pasando junto a la casa delantera, subí al coche de la agencia, y me marché.