EXPERIMENTÉ un gran alivio al comprobar que no había ningún coche policíaco delante del domicilio de Robert Hockley. Era una casa de apartamentos de ciertas pretensiones. El conserje me anunció y Hockley abrió la puerta cuando llamé al timbre.
Era un apuesto individuo de ojos burlones. Tenía la pierna derecha visiblemente más corta que la izquierda. No se movió de la puerta hasta que le dije mi profesión y que deseaba hablar con él. Entonces me invitó a pasar.
El piso le costaría, probablemente, sus buenos doscientos dólares al mes. En la sala había una gran mesa de despacho llena de papeles. La gran lámpara de pie cuya luz iluminaba los papeles me demostró que Hockley había estado sentado allí en el momento de ser anunciada mí visita.
Observé unas hojas timbradas con el nombre de Talleres Acme de Soldadura y Guardabarros, y también unos formularios de carreras de caballos.
Hockley se dio cuenta de la mirada que echaba a la mesa y le hizo muy poca gracia.
─¿Bien? ─inquirió─. ¿De qué se trata?
─Deseaba hablar con usted acerca del fideicomiso de Cora Hendricks.
La desconfianza le veló los ojos.
─¿Qué sabe usted de ese fideicomiso? ─preguntó.
─Le he dado un repaso rápido.
Rió, burlón.
─Y, con ello, cree estar enterado de todo, ¿eh?
─Estoy enterado de algo.
─Escuche; algunos de los mejores abogados de América han desmenuzado ese fideicomiso y lo han examinado hasta con microscopio. No se haga usted ilusiones.
─No me las hago.
─¿Qué quiere?
─Hablar con usted.
─¿De qué?
─¿Cuánto saca del fideicomiso?
─¿Y a usted qué diablos le importa?
─¿Le gustaría sacar más?
─No sea imbécil.
─Soy detective. Fui en otros tiempos abogado.
─Tengo abogado.
─¿Qué hace por usted?
─Todo lo que puede.
─Y, ¿cuánto es eso?
─Nada.
─Eso era lo que yo me figuraba.
─Cora Hendricks era una diablesa.
─No parece haberse portado mal con usted.
─¡Narices! Tengo que besarles los zapatos a dos hijos de mala madre cada vez que quiero un centavo. ¡Al diablo con ellos! Aguantaré hasta que revienten, o expire el plazo.
─Y, entonces, es muy posible que le compren una pensión vitalicia.
─Es posible.
─¿Qué dice su abogado de la legalidad de ese fideicomiso?
─Que no tiene importancia. Que puede hacerlo declarar nulo.
─¿Bien?
─¿Ha leído usted el testamento?
─Di un repaso al fideicomiso.
─¿Pero al testamento no?
─No.
─Cora Hendricks parece haber previsto todas las contingencias. Si el fideicomiso llegara a quedar invalidado en su totalidad o en parte, los fideicomisarios se convertirían en herederos universales, recibiendo todos los bienes en propiedad exclusiva, quedando autorizados para disponer de ellos a su antojo. También hizo constar en el testamento que, quienquiera que intentara impugnar su última voluntad, hacerla declarar inválida o acudiera a los tribunales por causa del testamento o del fideicomiso, perdería automáticamente cuantos derechos tuviese a los bienes, a los fondos del fideicomiso y a la totalidad de las propiedades. ¡Búsquele usted las vueltas a ese puñado de fortificaciones legales! Lo han intentado los mejores abogados del país y han fracasado. Por ella… y por otras cosas.
─¿Recibe usted quinientos dólares al mes?
─De ellos pago los honorarios de mi abogado.
─¿Cómo es eso? Sólo recibe consejos. ¿Qué necesidad tiene de abogado?
─Lo necesito para que repase las cuentas, para ver si se exceden en los gastos, en compensaciones extraordinarias, y todo eso. Aun así, se las arreglan para poder ir en avión a Sudamérica continuamente y ¡hay que ver las cuentas de gastos que presentan!
─¿Grandes?
─No olvidan ni una caja de cerillas.
─¿Han mantenido el equilibrio hasta la fecha? ¿Recibe Shirley lo mismo que usted?
─Oiga, ¿desde cuándo es cuenta suya todo eso?
─Pensé poder hacer un intercambio de información con usted. Pudiera irnos bien a los dos.
─Empiece a enseñarme la información que posee para hacer intercambio.
─¿Ha visto las últimas ediciones de los periódicos?
─No.
─La policía no va a tardar en presentarse aquí.
─¿La policía?
─Sí.
Tenía fija y dura la mirada.
─¿Qué significa eso?
─A Robert Cameron, uno de los fideicomisarios, le asesinaron esta tarde.
─¿Quién?
─No lo saben.
─¿Me está usted diciendo la verdad?
─Sí.
Sacó una pitillera del bolsillo y encendió un cigarrillo.
─¿Existe algún móvil?
─Ninguno que conozca nadie.
─¿Por qué me lo dice?
─Maldito si lo sé. Hice cierto trabajo por cuenta de un hombre relacionado con el fideicomiso y le cobré interés al asunto. Conocí a Shirley Bruce y se me antojó que me gustaría conocerle a usted.
─¿Para qué?
─Ya le he dicho que no lo sé.
Fumó, en silencio, unos segundos. Luego empezó a hablar muy nervioso y aprisa, saltándole el cigarrillo entre los labios al pronunciar las palabras que unas nubecillas de humo iban puntuando.
─No hay razón para que sea hipócrita nada más que porque haya muerto un hombre. Le tenía atragantado. Me resultaba tan repelente como el propio Harry Sharples.
»Son los fideicomisarios. Lo tienen todo muy bien arreglado para que nadie pueda tocar nada más que ellos. No cabe duda de que, en efecto, Cora Hendricks tenía mucha confianza en los dos. Que yo sepa, ha sido ella la única persona que ha tenido confianza en ellos jamás. Pero no se haga ilusiones: ese fideicomiso está hecho a prueba de bomba. De acuerdo con las condiciones del mismo, pueden privarme hasta del último centavo. Y lo harán antes de haber terminado. Hasta ahora han hecho todo lo que estaba en sus manos para conseguirlo.
»Mi abogado me dice que no haga tonterías… que no me salga del camino… que, si de pronto, le largan todos los cuartos a Shirley, puedo proceder contra ellos judicialmente por conspiración y mala fe si yo he llevado una vida inmaculada. Conque tengo que dedicarme a un indecente negocio de automóviles mientras esos hijos de mala madre andan de un lado para otro en aeroplano. ¿Se da cuenta de mi posición? No puedo atacar al fideicomiso. Pero, si conspiran con el otro beneficiario, quizá pueda conseguir que los retiren… hacer que los bienes vuelvan al fideicomiso y que los fideicomisarios sean despedidos por incompetencia.
─Pero, hasta ahora, no ha habido conspiración, ¿verdad? ¿Shirley cobra la misma cantidad que usted?
─¡Shirley Bruce! ─exclamó, temblándole de ira la voz─. ¡Ahí tiene usted otra! ¡Qué encanto de criatura! Cada vez que ve a sus tíos, léase eso de tíos entre comillas, se dispone a besarles con una técnica que avergonzaría a una ramera. Una dulzura de muchacha. Jamás se le ocurriría aceptar un centavo en exceso de lo que yo recibo. Pero vive en un piso de lujo. Lleva vestidos del último modelo. Se pasa la mitad de su vida en los institutos de belleza. ¿De dónde demonios sale ese dinero?
─Ésa ─le advertí─, era una de las cosas que quería yo preguntarle.
─Pregúnteselo a ella. Pregúnteselo a Sharples. Pregúnteselo a Cameron. Según la manera en que se administra el fideicomiso, ella no recibe nada que no reciba yo. Pero, ¿de dónde sale el dinero? Eso es lo que yo quiero saber.
─Tiene ingresos independientes según tengo entendido.
Se echó a reír.
─¡Vaya si son independientes! Quizá, si yo hubiera sido una chica con medias de seda, saltos de cama atrevidos, y pantaloncitos de seda bordados, también hubiese poseído ingresos independientes. Si quiere saber algo de esos ingresos, interrogue a Sharples, pregúnteselo a Cameron.
─No puedo preguntárselo a Cameron. Está muerto.
─Pues pregúnteselo a Sharples entonces.
─Deduzco que no sería la primera vez que se lo preguntasen.
─¡Qué iba a ser! Ni la última.
─¿Está emparentado con usted Shirley Bruce? ─quise saber.
Me miró con sorpresa.
─Oiga, ¿está usted metido en este asunto y no sabe quién es Shirley?
─¿Quién es?
─Mi dulce y querida Shirley ─dijo, con voz burlona─, la hija huérfana de lejanos parientes de Cora residentes en los Estados Unidos… Cora Hendricks marchó a Norteamérica. Estuvo ausente siete u ocho meses. Regresó con una criatura pequeña, hija de parientes lejanos, ambos de los cuales murieron de una manera singularmente repentina. Saque usted las consecuencias.
─¿Quiere usted decir con eso que Cora Hendricks marchó a los Estados Unidos nada más que para dar luz a la criatura?
El otro se encogió de hombros.
─En ese caso ─inquirí─, ¿quién es el padre de Shirley?
─Eso ─contestó él─, ¿quién es el padre de Shirley?
─¿Lo sabe usted?
─Sé lo bastante para no ignorar que estoy hablando más de la cuenta. Sólo que me pinchó usted en la llaga. ¿Qué me dice de Cameron?
─Murió. Tenía un cuervo amaestrado que andaba volando por el cuarto.
─Sí, ya conozco la existencia de ese cuervo.
─Y un pinjante de esmeraldas ─le dije, observándole atentamente─. ¿Qué sabe usted del pinjante de esmeraldas?
Movió negativamente la cabeza.
─Bueno ─dije─ una cosa tendrá que reconocer. Los dos hombres esos son muy buenos negociantes. Han conseguido pagar todos los gastos del fideicomiso y, sin embargo, aumentar la cantidad de sus fondos.
Me miró de una forma rara. Luego se puso en pie y cruzó al otro lado del cuarto. Había un teléfono instalado en la pared. Descolgó el auricular, marco un número y, cuando le contestaron, dijo:
─Jim, Bob Hockley al habla. Acaba de llegar a mis oídos que han liquidado a Robert Cameron hoy. Más vale que lo compruebes. Si es cierto, hay que averiguar qué dinero tenía Cameron al ser nombrado fideicomisario y cuánto ha dejado al morir. Además hay que intentar obtener acceso a sus cuentas particulares para descubrir de dónde proceden los ingresos independientes de Shirley. ¿Me comprendes?
Guardó silencio unos momentos escuchando a lo que le respondían. Luego:
─Me han traído la noticia. Hay aquí un individuo hablando conmigo en estos instantes. Dice que la policía va a emprender una investigación a fondo, interrogar a todo el mundo para intentar averiguar el móvil… Seguro… Claro que iré con cuidado… ¿Por qué diablos he de fingir que me era simpático ese viejo buitre? Por mi parte, me alegro que se haya muerto… Bueno, bueno, ya iré con cuidado… Comprueba. Cuando lo hayas hecho, llámame, ¿quieres?
Colgó el auricular y me miró como si me viera entonces por primera vez.
─Es usted un magnífico escuchador ─dijo─. Quizá haya hablado yo demasiado. ¡Lárguese de aquí!
─Se me antojó que quizá podría…
─¿No me ha oído? ¡Lárguese de aquí!
Se acercó a mí, cojeando.
─Como usted quiera ─le dije─. No me guarde rencor.
─Puede que sea usted una persona decente ─dijo─. Lo sabré cuando vuelva a llamarme mi abogado. ¡Eh! ¿Tiene tarjeta?
Le di una.
─Me resultaría más agradable que la policía no supiese que había estado yo aquí.
─No le prometo nada ─respondió, consultando la tarjeta─. ¿Cuál de los dos es? ¿Cool o Lam?
─Lam. Cool es una mujer.
─Quizá sea de confianza ─repitió─. En tal caso, quizá vuelva a hablar con usted. Dijo que había trabajado en el asunto. ¿Quién le contrató? No sería Sharples, ¿verdad?
Salí de canto por la puerta, sonriendo.
─¡Maldita sea su estampa! ─exclamó el joven─. Como averigüe que era Sharples, le retorceré a usted el cuello. Y no es hipérbole. Quiero decir que, en efecto le retorceré a usted el cuello.
Salió por la puerta y echó a andar pasillo abajo tras de mí.
Me dirigí a la escalera. Al llegar a ella me detuve.
─Un detalle acerca del fideicomiso que quizá se le haya pasado por alto a su abogado.
─A mi abogado no se le ha pasado por alto ni el detalle más nimio.
─Cuando los dos fideicomisarios mueran, o en el caso de terminar el fideicomiso antes de la fecha prevista, los bienes han de ser, forzosamente, repartidos por igual entre los beneficiarios.
Me estaba mirando, sin vestigio de expresión en el rostro.
─Sabe usted mucho y habla demasiado ─me dijo.
─Y uno de ellos ─proseguí, como si no le hubiese oído─ ha muerto.
Di media vuelta y bajé la escalera.