coolCap1

AL individuo que estaba sentado al otro lado de la mesa, frente a Bertha Cool, no parecía gustarle el olor de la oficina. Su actitud era la del hombre rico que visita un barrio de mendigos.

Cuando aparecí en el umbral. Bertha me miró, radiante. El hombre alzó la cabeza, dispuesto, por lo visto, a encontrarse con algo que no iba a gustarle. Y no vio motivo para cambiar de opinión.

Bertha era todo dulzura, prueba evidente de que aún no se hablan fijado los honorarios.

─Señor Sharples, éste es mi socio Donald Lam. Lo que le falta en musculatura, le sobra en materia gris. Donald, el señor Harry Sharples. Tiene negocio de minas en América del Sur. Desea que hagamos algo por él.

Chirrió el desvencijado sillón giratorio como protesta al cambiar de postura los setenta y cinco kilos de Bertha. El rostro de ésta seguía radiante, pero sus ojos me transmitieron un mensaje: la navegación se le iba haciendo penosa y necesitaba que yo le echara un cable.

Tomé asiento mientras Sharples me miraba. Dijo:

─No me gusta.

Guardé silencio.

─Cuando analizo, me da la sensación que hago de espía ─prosiguió Sharples.

No expresaba su voz auténtico arrepentimiento. Era el mismo tono del hombre que dice «No me gusta llevarme el último pedazo de pastel de la fuente», y se lo echa inmediatamente en el plato.

Bertha empezó a decir algo. La corté en seco con una mirada.

Duró el silencio unos instantes. Bertha no pudo soportarlo. Respiró profundamente y, a pesar de verme fruncir el entrecejo, exclamó:

─Después de todo, para eso estamos.

─Ustedes, sí ─Sharples no intentó eliminar el dejo de desprecio de su voz─. Estoy pensando en mí.

─Justo ─dije yo.

Volvió bruscamente la cabeza en dirección mía como sí le hubieran tirado de ella con un cordel. Sólo descubrió en mi rostro una expresión de cortesía y de interés la del que aguarda a que un visitante llegado por cuestión de negocios vaya al grano y deje de andarse por las ramas.

Otro periodo de silencio rasgado tan sólo por el chis… chirrrr… chis… del sillón de Bertha cuyos nervios no le permitían estar quieta.

Sharples había dejado de mirarla. Tenía la vista fija en mí. Siguió diciendo:

─Le he explicado el asunto a su socia, la señora Cool. Le daré a usted, los datos esenciales. Soy uno de los dos fideicomisarios de Cora Hendricks, difunta. Los bienes nos fueron legados en fideicomiso a Robert L. Cameron y a mí, a beneficio de Shirley Bruce y Robert Hockley. Es lo que suele llamarse «fideicomiso de malgastadores». ¿Conoce el tipo?

─Sí ─respondí.

Bertha volvió a intervenir:

─Donald ha estudiado leyes y se licenció de abogado.

─Entonces, ¿por qué no ejerce la profesión?

Bertha empezó a decir algo y se Interrumpió con tosecita discreta.

─Se me metió en la cabeza que las leyes tenían un hueco que permitiría a un hombre cometer un asesinato, y librarse de las consecuencias ─repliqué.

─¿Se refiere al corpus delicti? ─inquirió Sharples, con desprecio.

─Algo menos burdo que eso, una verdadera obra de arte. Al Colegio de Abogados le hizo poquísima gracia.

─¿Saldría bien? ─preguntó Sharples mirándome con interés.

─Sale bien ─le contesté.

Expresaba curiosidad su voz y cierta admiración también, al decirme:

─Tendré que dejarle hablar de eso más adelante.

Moví, negativamente, la cabeza.

─Cometí ese error una vez. Eso es lo que no le gustó al Colegio de Abogados.

Calló unos instantes, estudiándome. Luego prosiguió sus explicaciones.

─De acuerdo con las cláusulas del testamento los fideicomisarios son los únicos autorizados para decidir que cantidades percibirán los beneficiarios hasta el momento de extinguirse el fideicomiso, que será cuando el más joven de los beneficiarios cumpla los veinticinco años de edad. Llegado ese momento, los fondos que queden serán repartidos por partes iguales.

Dejó de hablar y, durante unos instantes, nadie dijo una palabra.

─Nos coloca en una situación de gran responsabilidad ─dijo Sharples, con untuosidad.

─¿A cuanto asciende el fideicomiso? ─Inquirió Bertha, brillándole los astutos ojuelos con ávida codicia.

Sharples ni siquiera volvió la cabeza.

─No creo que tenga eso que figurar en el asunto para nada ─contestó, por encima del hombro.

El sillón de Bertha exhaló un chirrido agudo, como de sobresalto.

─¿Qué pintamos nosotros en eso? ─le preguntó Sharples.

─Deseo que hagan algo por mí.

─¿Qué?

Sharples cambió de posición.

─No me gusta hacerlo ─repitió, aguardando a que yo le tranquilizara.

No dije una palabra.

El sillón inició un chirrido de tanteo al inclinarse Bertha hacia adelante. Su mirada se encontró con la mía. La sostuve. Bertha volvió a dejarse caer contra el respaldo.

─Tendré que decirle algo acerca de las personas interesadas para que pueda usted comprender la situación en que me encuentro ─dijo Harry Sharples.

»Cora Hendricks era una mujer acaudalada. Murió sin dejar parientes cercanos. Shirley Bruce era la hija de un primo difunto. Cora Hendricks se la llevó para criarla al morir la madre de la niña defunción que ocurrió, por cierto, muy pocos meses antes de que la propia señora Hendricks muriera. Robert Hockley no es pariente suyo siquiera. Es el hijo de un íntimo amigo. El padre murió cosa de un año antes que la señora Hendricks.

Sharples carraspeó, con cierto aire de importancia.

─Robert Hockley ─siguió diciendo como quien emite un fallo sin apelación─ es un joven de costumbres bastante irregulares. Es alocado. Más aún: es testarudo, desconfiado, irritante, y se niega a cooperar.

─¿Jugador?

─Recalcitrante.

─Para eso hace falta dinero.

─Justo.

─¿Se lo dan ustedes?

─¡Ni por pienso, señor Lam! Obligamos a Robert Hockley a subsistir con una cantidad de dinero muy limitada. A decir verdad, y teniendo en cuenta la cuantía del fideicomiso, lo que le damos no pasa de ser una renta nominal.

─¿Y la señorita Bruce?

El rostro de Sharples se dulcificó.

─La señorita Bruce ─dijo─, es completamente distinta, una joven muy reservada, muy digna, muy encantadora y muy bella que posee un sentido muy desarrollado de responsabilidad económica.

─¿Rubia o morena?

─Morena. ¿Por qué?

─Nada. Por curiosidad.

Me miró, clavando en mí unos ojos coronados por enmarañadas cejas y yo le devolví la mirada con toda la tranquilidad de un jugador de poker avezado.

─Tez y cuello carecen de importancia ─dijo.

─Mucho nos gustaría ser más generosos para con Robert Hockley ─Sharples prosiguió─. Nos duele privarle de una proporción tan grande de las rentas del fideicomiso…

─Y ─comenté yo─, como necesita mucho dinero para desarrollar sus actividades, se juega hasta el último centavo que le cae en las manos. ¿No es eso?

Sharples juntó las yemas de los dedos y escogió con sumo cuidado las palabras.

─Robert Hockley constituye una mezcla extraña. Cuando nos negamos a concederle lo que él consideraba una renta adecuada, pidió dinero prestado y se estableció por su cuenta en un pequeño… taller de reparación donde también se encarga de niquelar faros de automóvil.

─¿Le va bien el negocio?

─Nadie lo sabe. Yo he intentado averiguarlo y no he podido. No obstante, mucho dudo que llegue a triunfar. No es de ésos. Es insociable, arisco…

─¿Se libró de ir a la guerra?

─Sí. Le rechazaron por no sé qué dolencia sin importancia. Me llevé un chasco. De haberse visto obligado a incorporarse, se hubiese simplificado nuestro problema. Y la disciplina del Ejército hubiera resultado una gran cosa para ese joven… ¡una gran cosa!

─Pudieran haberle matado ─repuse.

A Sharples no le gustó la forma en que lo dije. Se volvió hacia Bertha Cool.

─No sé qué es lo que me ha impulsado a dar este paso ─dijo, con irritación.

Bertha le dirigió una de sus radiantes miradas.

─El emplear a detectives particulares es como ir a unos baños turcos. Sí uno no lo ha hecho nunca antes, se siente terriblemente cohibido. Pero, después de hacerlo un par de veces, y de darse cuenta de los beneficios que obtiene…

Una sonrisa y un movimiento de cabeza dejaron que Sharples terminara por su cuenta la frase, diciendo:

─Necesito información que es absolutamente preciso que obtenga. No puedo obtenerla yo.

─Para eso estamos nosotros ─ronroneó Bertha.

─Shirley Bruce ─continuó─, también es un problema… de distinta clase. Como he dicho, según los términos del fideicomiso, quedamos autorizados para darle a cada beneficiario la cantidad que nos parezca bien. Podemos no darle un centavo a uno. No es lícito, sí así lo deseamos, darle al otro diez mil dólares al mes. Claro está que, sí eso continuara durante un periodo muy largo, tendría por resultado un desequilibrio completo. Es decir, un beneficiario recibiría más que el otro: mucho más.

─Ciento veinte mil dólares más al año ─insinué yo.

─Oh, no cité esa cantidad para que se tomara al pie de la letra, señor Lam. Sólo a modo de ilustración.

─En ese sentido la mencioné yo ─contesté.

─Bueno, sea como fuere, ahora ha comprendido usted las posibilidades.

Moví afirmativamente la cabeza.

─Ahora bien, Shirley Bruce es una jovencita de voluntad muy fuerte, una señorita con principios, una mujer de opiniones concretas. Se niega a aceptar un centavo más de lo que recibe Robert. Comprenderá usted porque nos coloca eso en una posición un poco embarazosa.

─¿Quiere usted decir con eso que rechaza el dinero? ─exclamó Bertha, con incredulidad.

─Eso mismo.

─No lo entiendo ─dijo Bertha.

─Ni yo tampoco ─confesó Sharples─; pero ésa es su actitud. Evidentemente no quiere ser más favorecida que el otro beneficiario. Le parece que el fideicomiso debe ser repartido por partes iguales… Opina que, aunque tenemos perfecto derecho, de acuerdo con el testamento, a variar las reatas, la idea fundamental es que, a fin de cuentas los bienes se repartan por igual.

─¿Cuándo?

─Cuando el más joven de los beneficiarios llegue a los veinticinco, o cuando el fideicomiso se liquide por cualquier razón.

─Así, pues, cuando Robert Hockley cumpla los veinticinco años, ¿tendrán ustedes que darle la mitad de los fondos que queden?

─No. Cuando Shirley cumpla los veinticinco. Robert Hockley tiene tres años más que ella. Tendrá veinticinco cuando el fideicomiso se liquide… dentro de tres años. Cuando termine el plazo, podemos darle la mitad de lo que haya o comprarle una pensión vitalicia, pagable por meses, con la parte de la herencia que le corresponde. Eso queda a discreción nuestra.

─De suerte que, cuanto más dinero quede, más habrá que repartir cuando el fideicomiso termine.

─Naturalmente.

─Pero cuando se distribuya, ha de hacerse en partes iguales, ¿no es eso?

─Sí, salvo que podemos distribuir el dinero en efectivo o comprar pensiones.

─¿No hay ninguna otra opción?

─No.

─Pero, mientras dure el fideicomiso, ¿ustedes pueden hacer una distribución desigual?

─Justo.

─¿Qué es lo que desea?

─Me resulta difícil describirle adecuadamente a Shirley Bruce. Es una joven de voluntad muy fuerte.

─Eso lo dijo usted antes.

─¿Conoce a Benjamín Nuttall? ─preguntó Sharples bruscamente.

─¿El joyero?

─Sí.

─No le conozco. He oído hablar de su establecimiento.

─¿No es un joyero muy caro? ─Inquirió Bertha.

─Comercia en cosas caras ─respondió Sharples─. Especialista, hasta cierto punto, en esmeraldas. Da la casualidad que gran parte de la fortuna de Cora Hendricks se compone de propiedades mineras sitas en Colombia, y… ¿Sabe usted algo de esmeraldas?

Miraba a Bertha al hacer la pregunta. Ella movió negativamente la cabeza.

─Pues bien ─dijo Sharples─ puede decirse que el Gobierno colombiano monopoliza estas piedras. Las mejores esmeraldas del mundo se encuentran allí, y el Gobierno colombiano domina todo el mercado. Es él quien dispone la cantidad que ha de sacarse de las minas, cuántas irán de tallarse, y cuántas ponerse a la venta. Y nadie sabe a ciencia cierta qué sucede entre bastidores. Se extraen esmeraldas, se tallan y se venden. Nadie sabe qué factores influyen en las decisiones. Evidentemente, ése es un secreto de la mayor importancia. El especulador que pudiera averiguar determinados detalles se encontraría en una posición muy ventajosa.

─¿Qué quiere decir con eso? ─inquirió Bertha, brillándole en los ojos la codicia.

─No se han extraído esmeraldas de la tierra desde hace algún tiempo ya, por ejemplo ─explicó Sharples─. El Gobierno le dirá que no es necesario. Le dirán que tienen una cantidad suficiente almacenada para atender temporalmente la demanda. Es más, sí tiene usted algo de influencia, la dejarán entrar en las cámaras acorazadas y le enseñarán las esmeraldas. Le dirán que la colección que está usted viendo constituye la totalidad de las existencias… que tienen la intención de extraer unas cuantas más cuando los gastos de operación de las minas sean más bajos… pero que ahora las condiciones no son muy ventajosas, y todo eso…

─¿Qué? ─inquirió Bertha.

─Pues ─repuso Sharples─ que se queda uno sin saber si, en efecto, el lote que ha visto constituye la totalidad disponible. Uno nunca sabe. Se las tiene que haber con algo muy grande, algo, como quien dice, atrincherado. Es cómo sí se comerciara con una enorme compañía particular… sólo que, además de eso, tiene uno que habérselas con el poder absoluto del Estado. Resulta muy encocorador a veces.

─Así, pues, ¿he de entender que parte de la fortuna de Hendricks se compone de terrenos esmeraldíferos…?

─De ninguna manera ─contestó el hombre con brusquedad─. Se precipita en sus conclusiones, joven, y como suele suceder en estos casos, se equivoca de medio a medio. Las propiedades mineras que se hallan bajo nuestro dominio y nuestra dirección son propiedades auríferas hidráulicas situadas muy lejos de la zona en que se encuentran las esmeraldas. Pero a mis contactos en Colombia debo el haber llegado a saber algo del mercado de esmeraldas.

─¿Qué tiene que ver todo eso con Nuttall? ─pregunté.

─De cuando en cuando hago un viaje a Colombia y… ─bueno, pues tengo relaciones allí, claro está. Y mi co-fideicomisario Robert Cameron va y viene con mucha frecuencia. Está relacionado con personas muy influyentes. En ocasiones, me entero de alguna cosa yo también… a veces por Cameron. Datos sueltos, ¿sabe?… rumores, cosas que se cuchichean por allá y que sólo en Colombia pueden escucharse. Y, como Nuttall es tratante en esmeraldas, es natural que todo eso le interese.

─¿Le da usted a conocer cuantos informes recoge?

─No todos ─se apresuró a decir Sharples─. Algunos son confidenciales; pero él… Bueno, le comunico todo aquello que no es confidencial… rumores escuchados aquí y allá… Somos bastante íntimos… en cierto modo. Pero él es sagaz y reservado… astuto como el mismísimo demonio. Tiene que serlo.

─¿Tiene usted relaciones comerciales con Nuttall?

─De ninguna manera. Nuestras relaciones son puramente amistosas.

─¿Qué es lo qué desea?

Sharples aclaró su garganta.

─Estuve hablando con Nuttall hace cosa de un par de días. Como es natural, la conversación acabó versando sobre esmeraldas. Nuttall suele encargarse, por regla general, de que se toque ese tema. Me dijo que había adquirido recientemente, para venderlo, un pinjante de esmeraldas nada común. Iba a hacer reengastar las piedras y hacer un nuevo modelo de pinjante. Las piedras eran de una pureza poco corriente y de un color muy intenso.

Cruzó las piernas y volvió a carraspear.

─Continúe ─le instó Bertha, casi sin aliento.

─Me lo enseñó. Era un pinjante que yo conocía… aunque llevaba algún tiempo sin verlo. Había sido propiedad de Cora Hendricks y era una de las cosas que legara específicamente a Shirley Bruce.

─¿Nuttall tenía la pieza para reengastarla o para venderla?

─Para venderla. Eso de reengastar las piedras en una montura nueva era una idea puramente suya.

─¿Conque?…

─Conque quiero averiguar por qué llevó Shirley Bruce la joya allí y la pignoró. Sí necesita dinero, quiero saber cuanto y por qué.

─¿Por qué no se lo pregunta a ella?

─No puedo hacerlo, si no vino a mí a decírmelo espontáneamente… bueno, pues no puedo hacerlo, he ahí todo. Y, además, hay otra posibilidad.

─¿Cuál?

─Alguien puede haber empleado… bueno… ah… cierta presión para sacarle el pinjante.

─¿Chantaje?

─¡Oh, no, eso sí que no, señor Lam! Chantaje es una palabra muy fea prefiero pensar en ello como un simple caso de coacción.

─En mi diccionario, ambas palabras son sinónimas.

Permaneció silencioso.

─¿Qué es, exactamente, lo que desea usted que hagamos? ─inquirió Bertha.

─Primero ─dije─, que traten de averiguar quién llevó la joya al establecimiento de Nuttall. No creo que lo consigan… estos grandes joyeros protegen siempre a sus clientes. Segundo: que descubran qué es lo que te obliga a Shirley a buscar dinero y cuál es la cantidad que necesita.

─¿Cómo me pondré en contacto con la señorita Bruce? ─pregunté.

─Le presentaré yo.

─¿Cómo me pondré en contacto con Nuttall?

─Que me ahorquen sí conozco la respuesta a esa pregunta. Me temo que no la tiene.

Bertha inquirió con cautela:

─¿Podría ir yo a la tienda de Nuttall, decirle que me interesaba un pinjante de esmeraldas de determinado tipo, y…?

─¡No sea idiota! ─la interrumpió Bertha─. Habría una probabilidad entre cien de que Nuttall le enseñara el pinjante. Sí lo hiciese, le daría precio y garantizaría el título de propiedad. No discutiría con usted cómo había llegado a sus manos. Puedo asegurarle, señora Cool, que no hay ninguna manera fácil de obtener la información que deseo.

Bertha se aclaró la garganta.

─Solemos cobrar siempre algo por adelantado para prestar nuestros servicios ─dijo, mirándome.

─Yo no pago por adelantado ─anunció Sharples.

─Y nosotros no trabajamos sin anticipo ─le informé. ─Extienda un cheque de quinientos pavos y tráceme un boceto del pinjante.

Quedóse muy quieto mirándome.

Bertha empujó su pluma estilográfica hacia él.

─No, gracias ─repuso Sharples─, al trazar el boceto de una joya, siempre se hace mejor con lápiz. Hay más facilidad para dar las tonalidades… los claros y las sombras…

─La pluma estilográfica es para que extienda el cheque, solamente ─repliqué.