XXVII

Eran alrededor de las diez de la noche y el crepúsculo comenzaba muy cauteloso, apenas perceptible. Charlotte y yo estábamos sentados fuera, en la terraza de mi café habitual. Era como si toda la gente del Pijp hubiera salido a la calle para disfrutar al máximo de un día estival que parecía no llegar nunca a su fin. En nuestra terraza y en la del bar de tapas al otro lado de la calle no quedaba ni una silla libre. La gente estaba sentada en las aceras, charlaba en grupos, con jarras de cerveza y copas de vino en la mano, o pasaba por delante en bicicleta o paseando. El murmullo de voces llenaba las estrechas calles y penetraba por las ventanas abiertas de las viviendas.

—Es extraño, Jager, pero cuando estoy contigo, siempre me viene por un instante a la memoria el recuerdo de mi padre —dijo Charlotte—. Es una sensación muy familiar. Es como si él hubiera tenido algo que ver en que nos conociéramos.

Quién sabe, tal vez fuera así. Las primeras veces que salimos juntos me fastidiaba que las manos gesticulantes de Charlotte atraparan una y otra vez mi mirada. En medio de tantos anillos llamativos, desentonaban las dos sencillas alianzas de oro de sus padres. A mí me llamaron de inmediato la atención y me recordaban de una manera desagradable aquella noche que me despertó con su llamada telefónica, achispada y trastornada porque había descubierto que su padre estaba agonizando y que se lo había ocultado. Yo fui quien, muy a mi pesar, la había puesto sobre la pista, pero si ella ya lo sabía, no parecía echármelo en cara.

—Y eso que yo era el viudo al que debías dejar en paz —respondí.

—Tú ahora eres menos viudo que cuando te conocí.

Se había merecido un sincero «sí» como respuesta. Salir juntos, los abrazos, los besos; yo no sabía bien qué estaba pasando. Tras la muerte de Eileen se produjo un agujero en mi corazón y ahora no sabía qué podía esperarme. Pero era agradable estar con ella.

Sin embargo, esa respuesta tendría que aplazarse hasta una nueva ocasión.

Mientras Charlotte estaba sentada dando la espalda a mi edificio, apenas veinte metros más allá, en medio de todas esas personas que deambulaban o vagabundeaban por la calle vi a Rik Kronenberg que se dirigía apresurado a la puerta de mi casa, llamaba al timbre y miraba hacia arriba.

—Un momento, vuelvo enseguida —le dije a Charlotte levantándome de la silla.

Ella me miró sorprendida y luego giró la cabeza.

—¿No es ese Rik Kronenberg? —preguntó extrañada—. ¿Qué quiere de ti a estas horas?

—Ni idea —respondí—. Vuelvo enseguida.

Hacía más de un mes que no había vuelto a tener noticias de Rik Kronenberg. Al contrario de lo que había respondido a Charlotte, supe a qué venía en el mismo instante en que le vi. Hubiera preferido volverle la espalda, pero sabía que no tenía ningún sentido rehuirle. Fui a su encuentro y, cuando estuve a un par de metros, me vio. Su cara tenía la consabida expresión huraña. Aunque probablemente a él le importara un pimiento, dolía ver cómo desentonaba entre todas esas caras sonrientes y relajadas.

No era un hombre de cálidas bienvenidas ni de cautelosos preámbulos.

—Tenemos que hablar. Ya sabes de qué.

Sentí la mirada de Charlotte en mi espalda y dije:

—Vamos a dar un paseo, aquí hay demasiada gente.

Doblamos la esquina de la calle y nos encaminamos al Ruysdaelkade. Él se detuvo en la orilla del canal, entre dos coches aparcados.

—¿Este sitio es suficientemente tranquilo? —preguntó.

Se sacó del bolsillo un artículo de periódico y lo desdobló.

—¿Has leído el periódico últimamente? Toma, lee, no te producirá ninguna sorpresa.

Era una noticia breve. En un área de servicio de la autopista A58, junto a Gilze Rijen, se habían encontrado en un coche calcinado los cadáveres de dos hombres sin identificar. La policía tenía indicios de que habían sido asesinados. No debía descartarse un ajuste de cuentas en el circuito criminal.

Cuando hube terminado de leerlo, se lo devolví y me apoyé con los brazos cruzados sobre el lateral de uno de los coches.

—Entre tanto, ya se han identificado los cuerpos: Jirka y Otik Perun. Les quitaron la vida con un disparo en la nuca y después prendieron fuego al coche. Esto no te supondrá ninguna sorpresa, ¿o sí?

—¿Qué quieres? —reaccioné disuasorio.

—Al principio no lo comprendí, estúpido de mí, hasta que me hice una composición de lugar para encajar las posibles razones de ese ajuste de cuentas. Hiciste una copia de esa conversación en la que Perun delataba el transporte de drogas de ese colombiano. Por eso querías tener la cinta y no te conformabas con el informe escrito, así que se la pasaste a los colombianos confiando en que se vengarían. El colombiano se quedó inválido cuando intentaban atraparle, eso también lo sabes ya, por supuesto.

Para mi sorpresa, seguía muy tranquilo. Me había hecho el firme propósito de callar si alguien me responsabilizaba de lo ocurrido. Ni lo negaría ni lo admitiría y tampoco me defendería. Y, desde luego, no buscaría ningún consentimiento o aprobación. Había llegado el momento. Rik Kronenberg me miraba expectante, pero no había nada que decir. Nada.

—¿Fue así? —pregunté.

—¿Es cierto lo que digo? ¿Sí o no?

—Sí.

De nuevo esperé una reacción enérgica, pero su mirada sombría siguió inmutable. Sólo asintió y se restregó la barbilla despacio.

—¿Quién más lo sabe, además de nosotros dos?

—Nadie.

—Pues debe seguir así. ¿Lo entiendes?

Era una pregunta que no necesitaba respuesta. Yo seguía apoyado contra el coche y me preguntaba qué más quería de mí. No había venido a verme para reñirme o para echarme un sermón, eso ya había quedado claro.

—Ya no puede hacerse nada —dijo y, tras un breve silencio—: Yo estoy por lo menos tan involucrado como tú. Yo fui quien te dio esa cinta.

Por un momento pareció como si estuviera hablando más consigo mismo que conmigo, pero luego volvió a mirarme:

—No declino responsabilidades, quiero que lo sepas. Es una carga que también pesa sobre mis hombros.

—Está bien —respondí—. Como dices, ya no puede hacerse nada.

Ahora que habíamos terminado de hablar, nos quedamos mirando el agua sin saber muy bien cómo despedirnos. Al otro lado, llamó nuestra atención un grupo de turistas que salían del vestíbulo del Museum Quarter Hotel y discutían vocingleros y con muchas risas adónde podían ir.

—Fue cerca de aquí donde te dieron la paliza, ¿no? —preguntó Rik Kronenberg al final.

Hice un gesto con la cabeza en dirección al Rijksmuseum y dije:

—Sí, aquí, en el Ruysdaelkade, un par de cientos de metros más allá.

—Al menos eso sí ha salido bien, por suerte. —Tampoco había olvidado a Nadine Husak. Me tendió la mano y dijo—: Me voy. Tal vez nos encontremos otra vez algún día.

No sonó como si se lo creyera, ni tan siquiera parecía que necesitara un próximo encuentro.

Cuando se hubo alejado unos diez metros de mí, se detuvo y se volvió.

—Tenía un novio.

—¿Qué?

—Por eso quería conservar al niño. No era un chulo nuevo, sino un chico que por lo visto la quería de verdad. Eso debe de haber supuesto un poco de luz para ella, en medio de toda esa miseria. ¿O no?

—Sí —respondí y, después, con mayor convicción—: Sí, debió de ser así.

Por un momento pareció como si quisiera decir algo más, pero tras un breve titubeo inclinó muy brevemente la cabeza, de manera apenas perceptible, y luego volvió a dar media vuelta.

Seguí mirándolo mientras se alejaba en dirección a la Albert Cuypstraat. Entre tanto, ya se había hecho casi de noche y pronto no fue más que una vaga sombra que volvió a iluminarse por un instante a la luz amarillenta de una farola, luego cruzó la calle y desapareció tras un tranvía que pasaba por allí. Se encaminaba hacia un lugar del Ruysdaelkade donde también había prostitutas. Según su jefe, las conocía a todas. Probablemente iría un rato para dejarse ver y mantener una charla con ellas. Si tenían problemas de verdad, poco podría hacer, pero mejor eso que nada. Sí, siempre era mejor eso que nada.

Charlotte seguía sentada donde la había dejado. Me acerqué a ella por detrás, le puse la mano en el hombro y me senté.

—Perdona por haberte hecho esperar.

—¿Qué quería? —me preguntó de inmediato.

—Vino a contarme que los hermanos Perun han sido asesinados, liquidados.

—¡Vaya, es estupendo, un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar! —fue su reacción espontánea—. Deja que se maten entre ellos. Esa es mi opinión.

Tampoco pensaba hablar con ella del asunto y, para evitar una conversación sobre el tema, pregunté:

—¿Quieres que vaya a buscar algo de beber?

Ya estaba recogiendo nuestros vasos, pero el mío se cayó de la mesa. Con estridente tintineo, los añicos salieron desperdigados al chocar contra el empedrado. Las personas que estaban sentadas a nuestro alrededor se quedaron mirándonos para, acto seguido, continuar tranquilas sus conversaciones. Me miré las manos y comprobé que temblaban sin control. Me agarré al borde de la mesa y apreté lo más fuerte que pude.

—¿Qué pasa, Jager?

—Nada, pronto se me pasará.

Charlotte se inclinó hacia delante e intentó poner sus manos sobre las mías, pero las aparté con un gesto distante. Ella me lanzó una mirada ofendida, pero calló.

Y yo, yo esperé con las manos dobladas entre las rodillas. Estuve así hasta que la tembladera llegó a su fin.