El patio de la entrada del museo Boijmans Van Beuningen estaba vacío, aparte de una muchacha apostada tras la barra de un bar provisional que esperaba la llegada de clientes. Las sombrillas habían sido desplegadas, pero en las mesas no había nadie y tuve mis dudas de que el resto del día fuera a ser diferente. Hacía demasiado calor para ir a un museo y, además, las innumerables terrazas al borde del agua en la ciudad eran mucho más atractivas. Allí, al menos, el viento procuraba una pizca de frescor y podías disfrutar de bellas vistas en contraposición con la sensación de encierro que proporcionaba este recinto. El «buenos días» con que saludé a la muchacha mientras Luz y yo nos dirigíamos a la entrada sonó con una fuerza insólita, retumbando en el espacio.
Una vez dentro, fui derecho al «Depósito Digital». La colección del museo poseía tantas obras de arte que resultaba imposible exponerlas todas de forma permanente, por eso se había decidido abrir el depósito al público mostrando en una gran sala, con la utilización de técnicas digitales, una selección que cambiaba continuamente. Era una colección abigarrada de obras tanto de arte moderno como antiguo: cuadros, esculturas, una televisión de la década de los años sesenta, un enorme espejo con un marco barroco de plata, una aspiradora, dibujos. Desde el suelo hasta el alto techo había una amalgama de objetos que estaban los unos al lado, debajo y encima de los otros.
Precedí a Luz hasta el lienzo que quería mostrarle. Los peregrinos de Emaús colgaba inclinado sobre un cuadro de Rob Scholte. Utilizando una gran pantalla táctil transparente, se proporcionaba información sobre las obras de arte. Invité a Luz a que tocara en la pantalla los contornos de Los peregrinos de Emaús y comenzó un relato sobre la historia de esa falsificación en el que incluso se mostraron imágenes en los noticiarios cinematográficos de la época. Podía verse cómo Van Meegeren entraba en la sala de audiencia, cómo realizaba un nuevo cuadro al estilo de Vermeer ante un panel de expertos, para demostrar que de veras era capaz de llevarlo a cabo, y cómo tras su muerte se subastaba el interior de su casa en el Keizersgracht. La gente había estado esperando, haciendo largas colas, para poder echar un vistazo a la vivienda de Van Meegeren durante los días de exposición que precedieron a la subasta.
Al finalizar la presentación, dije:
—Cuando se creía que era un Vermeer auténtico, estaba expuesto en un lugar prominente, pues era la adquisición estrella del museo, pero cuando Van Meegeren confesó que se trataba de una falsificación suya, fue retirado y almacenado, por vergüenza. Hasta 1970 no volvió a aparecer. Por aquella época se llegó al acuerdo de que esa adquisición también era una página, si bien bastante negra, de la historia del museo, y que no debía desvanecerse. Cada cual podía pensar lo que quisiera, que era una pintura bella, una vulgar falsificación, una historia espectacular, la prueba del conocimiento limitado y sobrevalorado de los supuestos expertos. Esa es la historia resumida, pero ¿a ti qué te parece el cuadro? Tal vez hubiera hecho mejor preguntándotelo antes, entonces habrías podido mirarlo sin prejuicios.
Lo observó con un poco más de atención que con ese vistazo fugaz que le había echado antes y respondió:
—No me dice mucho, no me gusta esta clase de arte antiguo. Me pasaba lo mismo con la pintura de Rubens.
—Puede ser, sobre gustos no hay nada escrito —repuse—. ¿Te parece bien que demos una vuelta?
Era como me lo había contado Luz: El martirio de San Livinio estaba allí un poco perdido. Vista la gran cantidad de arte en depósito, el museo debía contemporizar con el espacio, pero me parecía una muestra de poca consideración. Los visitantes pasaban por delante de camino a la siguiente sala casi rozándolo con el hombro, y tenían que detenerse y dar un paso atrás a propósito para poder examinarlo mejor.
Lo observé a mis anchas. Me gustaban las pinturas de ese período, pero en el curso de los años también había aprendido a distinguir muy bien las diferencias de calidad en la obra de los grandes maestros. Resultaba bastante irónico que, si no hubiera sabido que se trataba de una falsificación, lo habría considerado una de las mejores obras de Rubens.
—Me parece bellísimo.
Aunque no había querido sugerir nada con ese comentario, Luz reaccionó alerta:
—¿No lo miras con otros ojos ahora que sabes que probablemente se trate de una falsificación? Es casi seguro, ¿no?
—Sí, ya me lo preguntaste ayer, si la prueba es suficientemente concluyente. En mi opinión, sí. Pero ¿has pensado también qué ocurrirá cuando se conozca que este cuadro es una falsificación?
A pesar de mi tono amistoso, demudó el rostro.
—Primero el revuelo de rigor —continué— y, acto seguido, si el análisis técnico confirma que es cierto, quitarán este lienzo de aquí y desaparecerá en el depósito. Al igual que ha pasado con Los peregrinos de Emaús, con suerte volverá a salir de allí para ser expuesto como una rareza, quizá junto con Las tres cruces, esa otra falsificación que ahora está en el depósito. Entonces ya dejará de ser arte, a lo sumo el testimonio de una historia extraña.
Luz guardó silencio, insegura de lo que pretendía con mis palabras.
—Giltaij van Puyvelde fue el primero que supo que se trataba de falsificaciones, pero algo le llevó a decidir llevarse el secreto a la tumba.
—Pero eso tiene su explicación, ¿no? —reaccionó ella con vehemencia—. Para sus colegas él era el experto en Rubens. Admitir una equivocación así habría significado un enorme desprestigio. Probablemente no pudiera seguir viviendo con semejante revés en su ego.
—¿Es eso cierto? ¿Cómo puedes estar tan segura de sus motivos? El desprestigio ya no importa tanto si tienes pensado suicidarte, ¿no? ¿No podría ser igual de válido, y eso es lo que creo yo, que se debatía con la idea de que ese nuevo dato no cambiaba la belleza de esas pinturas, al menos para él? Y si era su ego lo que le hizo callar, ¿no es también el ego lo que te lleva a ti a darlo a conocer? Si es así, puedo asegurarte que toda la publicidad que quizá vaya a caerte encima no va a convertirte al final en una policía mejor. Tú y yo sabemos que has resuelto el caso. Eso era lo que querías, ¿no?
Durante todo el tiempo estuve intentando adoptar adrede un tono amable, pero en el coche no hablamos mucho. Luz tenía la mirada fija en el horizonte y, si se sentía ofendida por mis palabras, este no era el momento para empezar a discutirlo.
Fuimos por la A9 en dirección a Alkmaar y pasamos por el Motel Akersloot. No hacía mucho que había entrado allí al final de un día frustrante, alcanzando por casualidad el primer éxito en mi búsqueda de Nadine Husak. Parecía que había pasado ya una eternidad. La había encontrado y, a continuación, la situación se me había ido por completo de las manos. Esta mañana, el principio de lo que parecía de nuevo un bello día veraniego, me había levantado con planes, con una meta definida, sobre todo hoy, pero para Nadine Husak todo se había terminado; lo definitivo de la situación seguía teniendo algo de irreal.
Un buen trecho antes de llegar a la rotonda de Alkmaar, surgieron los contornos del nuevo estadio del AZ, propiedad de Dick Scheringa. Tomé la carretera de circunvalación en dirección a Hoorn y apenas media hora después ya estábamos en Spanbroek, en el Scheringa Museum voor Realisme. Ya había venido aquí una vez, y ahora mi sorpresa era la misma que entonces al encontrar en este lugar, en un pequeño pueblecillo en el extremo más alejado de Holanda del Norte, una antigua escuela de labores del hogar transformada en un museo de categoría mundial, donde se estaba reuniendo una colección que englobaba pintura tanto del realismo como del realismo mágico, con artistas de la talla de Carel Willink, Pyke Koch, Jan Mankes, René Magritte, Marlene Dumas y dos pintores que me habían traído hoy hasta aquí en compañía de Luz: Charley Toorop y Edgar Fernhout.
—Si hubieras estado mejor de salud, habría dejado el coche en Hoorn y podríamos haber alquilado bicicletas para llegar hasta aquí —dije en un intento de disipar un poco la tensión—, así podría haberte enseñado algo del paisaje de Frisia Occidental. Con este tiempo, podríamos haber hecho un picnic en cualquier sitio. ¿Me acompañas?
También había mucha tranquilidad aquí. Precedí a Luz por lo que en un tiempo habían sido aulas, hasta llegar a la sala donde colgaban dos pequeños retratos, el uno al lado del otro, de aproximadamente treinta centímetros por cuarenta.
—El de la izquierda es un autorretrato de Charley Toorop de 1940. A la derecha cuelga un retrato pintado por ella de alguien cuyo nombre conoces. Te topaste con él cuando estuviste buscando información sobre Charley Toorop en la Biblioteca Real y en la Oficina Real de Documentación de Historia del Arte.
Guardé silencio y Luz se inclinó hacia el letrero que había junto al cuadro.
—Señora L. Radermacher Schorer —leyó en voz alta—. Ella y su marido la ayudaron económicamente.
Asentí y dije:
—Exacto. Llegaron incluso a entablar amistad, se hacían visitas y se escribían cartas. Charley Toorop nunca mantuvo en secreto lo agradecida que estaba por la ayuda que le prestaron a ella y en especial a su hijo. El apoyo de este matrimonio no se quedó en el anonimato, pues tampoco era preciso que fuera así. Ven, quiero enseñarte algo más.
Caminé delante de ella para detenerme ante un gran cuadro, de nuevo un autorretrato.
—Edgar Fernhout, casi en carne y hueso, diría yo.
La pintura tenía aproximadamente un metro por dos y fue realizada en 1949-1950. Edgar Fernhout se había representado a sí mismo en tamaño natural y de cuerpo entero, vestido con el largo abrigo marrón que, si nos fijábamos en las manchas de pintura, llevaba mientras estaba trabajando; un pantalón marrón claro, zapatillas desgastadas y en la mano izquierda un pincel fino. De su expresión y de la mirada de sus ojos no podía inferirse ninguna emoción especial. Alegre, seguro de sí mismo, optimista, desde luego que no era todas esas cosas y, aunque los colores del cuadro eran más bien sombríos, ese tampoco parecía ser su estado de ánimo. Más bien neutro, quizá ligeramente indagador. En mi opinión, no era fácil de penetrar. Tras el fallecimiento de su madre, se había trasladado a su vivienda taller «De Vlerken». Obsesionado como estaba por su arte, llevaba una existencia retirada; allí en Bergen le consideraban un ermitaño.
—Mírale bien, este es el hombre que pintó a tu Joannes Mathias Diekmann, alias Eterman. Con esa mano, tal vez con ese pincel incluso. Una sensación extraña, ¿no te parece?
Nos quedamos mirándolo en silencio. Al final, le propuse a Luz que fuéramos a tomar algo en el café del museo.
Cuando llegué con lo que habíamos pedido, vi que Luz se había sentado bajo una gran fotografía de Carl Willink y su excéntrica esposa Mathilde. Se habían hecho inmortalizar al estilo de un retrato oficial.
Antes de que tuviera ocasión de indicárselo y de preguntarle si tal vez después quería pasarse a ver sus cuadros, Luz dijo:
—¿Quieres que lo deje como está? ¿Es eso?
Para mi alivio, no aprecié ningún fatalismo en su voz. No me contentaba con una conformidad en la que no hubiera auténtica convicción, y precisamente por eso la había traído hasta aquí. Si estaba de acuerdo, no debía abrigar sombra alguna de duda.
Asentí y dije:
—Sí. Al igual que Charley Toorop y su hijo. Ellos guardaron silencio.
—Pero ¿por qué? ¿Porque no querían que se lo recordaran?
—Esa puede ser la razón, es cierto. Quizá no querían recordar por más tiempo que precisamente ellos, pintores, artistas, habían permitido una vez que los ayudara un falsificador. Sin duda lo sabían. Un pintor empobrecido, de poco éxito, que de pronto disponía de mucho dinero durante los años de guerra en que el mercado se inundó de falsificaciones. Si no lo habían sospechado entonces, seguro que tendrían que haberse dado cuenta cuando desenmascararon a Van Meegeren después de la guerra. Ese paralelismo sí que tendrían que haberlo visto. Sí, tal vez fuera vergüenza, pero no lo creo. Y desde luego que no por parte de la madre, pues era una mujer bastante poco ortodoxa que no tomaba a nadie en serio. Creo que ella no quiso sacar a Eterman del anonimato a propósito. Por la carta que encontraste, Charley Toorop parece sinceramente agradecida por la ayuda que recibió de Eterman. ¿O no?
Estaba de acuerdo, pero resultaba bien claro que tenía dificultades para admitirlo. Quizá me hubiera pasado al sugerir que el problema se encontraba en su ego y ella creyera de veras que de esta manera el caso no se había cerrado como es debido.
—Toonder sí que escribió sobre Eterman —objetó aún.
—Sí, pero décadas después y sin que se hiciera referencia a pinturas en concreto, ya que es prácticamente imposible encontrarles el rastro. Y también escribe con gratitud sobre Eterman.
—Si lo dejamos así, en el Boijmans tendremos colgada una falsificación.
Le habría podido contar que no debía imaginar el mundo de los museos como algo más bonito de lo que era en realidad y que la belleza de las obras de arte en absoluto tenía que ver con la comercialización de las mismas, donde muchas veces prevalecen el engaño, la hipocresía y la avaricia, que tristemente era un mundo con muy poca capacidad de autolimpieza y que cualquier director de museo al que preguntaras respondería sin pestañear que en su colección no se encontraba ninguna obra de arte falsa o de dudosa procedencia; a lo mejor antes, pero ahora ya no. Para la decisión que Luz debía tomar, sin embargo, todo esto no era relevante.
—Considéralo un homenaje —dije mientras me ponía en pie.