XXIII

A la mañana siguiente llamé a Rik Kronenberg.

—¿Puedes ayudarme a conseguir las cintas en las que aparecen las dos conversaciones entre Jirka Perun y el hombre al que le da el soplo?

—Pero si ya tienes el texto mecanografiado, ¿no?

—Sí, pero ¿tengo todo? Creo que el agente que lo copió pasó algo por alto.

—No lo entiendo. ¿Qué es lo que dijeron que no aparece en el papel?

—Lo he leído todo y varias veces se indica que no se entiende bien toda la conversación. En unos cuantos casos porque gritaba bastante, pero también simplemente porque no hablaban claro, ruido de fondo, ese tipo de cosas.

Guardó silencio por un momento. Me había esperado esa duda por su parte, pero no pensaba darle más información. Si quería alcanzar mi propósito, no me quedaba más remedio que ser lo más convincente posible.

—Mira, tengo una sospecha. Tal vez me equivoque, pero la única manera de averiguarlo es escuchando esas conversaciones. Y para que todo quede bien clarito: tú fuiste quien me pidió que te ayudara, ¿no? Me lo pediste porque soy bueno en mi trabajo, esas fueron tus palabras. Deja, entonces, que lo haga a mi manera.

—Muy bien, veré qué puedo hacer —tras un breve silencio, sonó poco entusiasta.

En espera de las cintas, dediqué el resto del día a buscar a los hermanos Perun. Cuando estaban en Ámsterdam, se quedaban en diferentes hoteles, pero siempre en los alrededores del territorio donde tenían trabajando a sus chicas. Primero llamé sin éxito a los hoteles donde ya se habían quedado alguna vez. Con la guía telefónica y el mapa de Ámsterdam sobre la mesa, empecé a llamar sistemáticamente a todos los hoteles que se encontraban en el barrio rojo. Me daba cuenta de que, si tenía mala suerte, quizá ya se hubieran ido del país, y cada vez que recibía un «no» por respuesta, preguntaba si tal vez habían hecho alguna reserva. Es posible que Rik Kronenberg pudiera enterarse más rápido de dónde andaban, pero no podía preguntárselo. Si llegaba a concebir la menor sospecha de lo que tenía planeado, podía ir olvidándome de su colaboración, no digamos ya de las cintas. El tiempo en esta ocasión tampoco era importante, pues se me había quitado un peso de encima desde que había tomado la decisión, y tarde o temprano asomarían las narices por algún lado.

Al cabo de menos de una hora de llamadas telefónicas, di en el clavo. La recepcionista de Heart of Amsterdam, un hotel de dos estrellas en el Oudezijds Achterburgwal, me respondió de manera afirmativa; además, estaban almorzando en el hotel en ese momento. Me preguntó si quería que fuera a llamar a alguno de ellos, pero le di las gracias y corté la comunicación.

Rik Kronenberg me dio un CD con parte de las conversaciones pinchadas, muy bien clasificadas por fecha. Busqué las dos que me interesaban y las escuché varias veces para cerciorarme de que no podía existir ninguna duda sobre lo que se estaba discutiendo entre estas dos personas. El hombre que había llamado a Jirka Perun hablaba flamenco, pero sin ningún rastro de la melodía cantarina y jovial de esa lengua. Sonaba duro e imperativo y estaba claro que, si bien existía un acuerdo entre ambas partes, el hombre anónimo estaba haciendo negocios con Perun mostrando una repugnancia apenas reprimida y bajo el lema «el fin justifica los medios».

Intenté en vano hacer una copia de ambas conversaciones, porque alguien había colocado un dispositivo de protección tal que sólo podían escucharse. Al final, llamé a Nico Opaal, un genio de la informática que en el pasado solía hacer trabajitos para mí. Escuchó mi historia y me dijo que probara unas cuantas cosas, sin resultado. Por último, acordamos que me pasaría por su casa en la Spuistraat. «Con el software que tengo aquí estaremos listos en un par de minutos», dijo tranquilo.

En vista de sus actividades, era bastante previsible que los hermanos no se levantaran con el alba. Desayuné a gusto, llamé por teléfono a eso de las nueve al Heart of Amsterdam, pregunté en inglés si ya se habrían levantado y me dijeron que todavía no habían bajado a desayunar.

No mucho más tarde estaba cogiendo el tranvía, me bajé en la parada de los grandes almacenes Bijenkorf, pasé por la comisaría de la Beursstraat y me introduje en una de las angostas callejuelas. Me había estado preguntando cuál sería la mejor manera para esconderme, pero ese problema se solucionó cuando vi que justo enfrente del Heart of Amsterdam, al otro lado del canal, había una tienda de bocadillos. Ante el gran ventanal delantero habían colocado una estrecha mesa alta que ocupaba todo el ancho del ventanal, con taburetes cromados, para que los clientes pudieran mirar afuera mientras tomaban el café y los bocadillos. En el espacio posterior había un par de mesas y, tras haberme pedido un café solo doble y un vaso de agua, me senté en una de ellas, con la intención de ver bien la entrada del hotel sin llamar demasiado la atención. El canal era estrecho y la distancia entre donde yo estaba y la fachada del Heart of Amsterdam era tan pequeña que podía observarlo todo de maravilla.

No tenía ni idea de cuánto tiempo iba a durar, pero dejé el periódico sin leer delante de mí. En su lugar, me puse a mirar todo aquello que pasaba por delante andando o en bicicleta. Era un fabuloso día soleado, con la temperatura ideal para la ciudad, agradable para dar un paseo o sentarse en una terraza sin el bochornoso calor que te hiciera desear huir al campo. Con la excepción de unos cuantos hombres de negocios bien vestidos con traje y corbata, casi todo el mundo llevaba ropa veraniega. Pronto me llamó la atención la gran cantidad de tatuajes en todas esas partes del cuerpo desnudas con este tiempo agradable. Los más codiciados eran las anchas alas abriéndose en abanico en la parte baja de la espalda de las mujeres, justo por encima de la separación de las nalgas y del tanga. Cuando esas espaldas fueran ancianas, resultaría ridículo, pero ahora resultaba de un ordinario que hasta me irritaba. Era esa también la razón por la que me preguntaba si todas las mujeres que pasaban por aquí hacia el barrio rojo serían prostitutas o no. El noventa y nueve por ciento no lo serían, pero en este entorno yo observaba al cien por ciento con otra mirada.

No salieron hasta eso de las doce. Jirka y Otik Perun estaban acompañados por otros dos hombres blancos, quizá también checos y parte de su clan. Aunque eran algo más bajos que Otik Perun, seguían siendo del tamaño portero de discoteca. No los había visto antes; en cualquier caso, el tercer hombre que me había atacado esa noche no se encontraba entre ellos. Vestían ropa de verano, con una ostentosidad que, si no hubiera sabido qué clase de gentuza despiadada eran, tenía algo de ridícula. Los cuatro vestían camisas de manga corta con la parte superior abierta en forma de uve puntiaguda y de una manera tan exagerada que atraía de inmediato la atención hacia las resplandecientes joyas que llevaban colgadas al cuello. También en sus muñecas y en sus dedos centelleaban el oro y la plata excesivos y gruesos relojes se movían sueltos en sus muñecas. Así mostraban esta especie de macarras lo bien cubierto que tenían el riñón. Uno de los hombres tenía el pelo rubio recogido en una cola de caballo, los otros lo llevaban muy pegado y peinado hacia atrás, con tanto gel que resplandecía al sol.

Jirka Perun se detuvo un momento en la acera, miró a su alrededor y se encendió un cigarrillo. Uno de los hombres desconocidos hizo una observación a una chica joven que pasaba por delante, a lo cual los cuatro reaccionaron partiéndose de risa. Abarcando toda la calle, caminaban a sus anchas en dirección al Zeedijk. Tras haber girado, salieron al Nieuwmarkt y, una vez allí, tuve una sospecha razonable de adónde se dirigían. Con la Balanza a su izquierda, cruzaron la plaza y se encaminaron derechos al Lucky Devil, una sala de juegos recreativos y una de las posesiones del grupo Perun en el barrio rojo.

Después de que hubieran entrado, miré a mi alrededor. Aquí tampoco suponía ningún problema esconderse. La plaza del Nieuwmarkt estaba abarrotada, había terrazas bastante llenas por todas partes, la gente compraba en los puestos del mercado, iba por la calle, salía del metro, merodeaba por el puente o estaba sentada en los bancos. Atravesé de nuevo el lugar y me compré un helado en la heladería Tofani. El público del Nieuwmarkt era una mezcolanza de turistas, vecinos, puteros, orientales que venían a comprar en los comercios al por mayor y en las tiendas del barrio chino, drogadictos y pequeños traficantes. En la terraza del café junto al Tofani había un grupo de jóvenes turistas ingleses vocingleros con sus grandes jarras de cerveza. Vientres gordos y desnudos, con la camiseta a la cintura, cabezas rapadas, enormes tatuajes, enfermiza piel macilenta; me pregunté por un instante si el Ajax recibiría tal vez hoy la visita de un oponente inglés. Un par de agentes de la policía iban con casco en sus bicicletas de montaña zigzagueando lentamente por entre el público. Con ese trajín, la presencia de agentes y refuerzos al alcance de la mano en la comisaría de policía aquí, en la misma plaza, no me pareció que hubiera mucho que temer de las personas a las que dentro de poco iba a abordar.

Sin perder de vista la salida del Lucky Devil, fui dándome un paseo. Era la hora del almuerzo, pero la creciente tensión me había quitado el apetito. Me compré una botella de agua y me la bebí caminando. ¿Habrían entrado para celebrar alguna reunión y me vería obligado a esperarlos durante horas? Al final me senté en un banco no demasiado alejado de la entrada e intenté concentrarme en la respiración, buscando la calma que iba abandonándome poco a poco.

Cuando volví a sentirme un poco mejor, saqué de mi bolsillo la fotocopia con las fotos de Nadine Husak. De nuevo me llamó la atención la mirada huraña e incómoda de sus padres. La indefensión que se desprendía de esa mirada me entristeció. Su hija tenía grandes planes en un mundo donde sus padres no podrían ofrecerle ninguna protección; sólo la idea era ya ridícula.

—¿La está buscando?

El sobresalto me sacó de mis cavilaciones, giré la cabeza y vi cómo a mis espaldas un muchacho de unos diez años estaba mirando la foto con desparpajo por encima de mi hombro.

—¿Por qué lo dices? —pregunté sonriendo.

—Bueno, pues porque tiene una fotocopia de su fotografía. De esas hay en la comisaría de policía, es lo que pasa siempre con las personas desaparecidas. ¿La está buscando? —preguntó de nuevo.

No sabía bien cómo debía continuar con esta conversación, pero en ese momento vi con el rabillo del ojo salir del Lucky Devil a los cuatro hombres.

—Ya no —dije mientras me levantaba.

Me dirigí a ellos de costado y los abordé en el momento en que pasaban por delante de una terraza bastante llena.

—¡Perun!

Me miraron todos a la vez. La pareja desconocida no comprendía nada, pero Jirka y Otik Perun me reconocieron de inmediato. Aunque estábamos ante una terraza muy frecuentada, no tenía ganas de que me acribillaran a tiros por haberles dado un susto. Levanté los brazos al aire con las palmas de las manos abiertas y, a continuación, volví a dejarlos caer. Sin apartar la vista de mí, Jirka Perun les dijo algo a los otros dos hombres, tras lo cual apareció una mirada sorprendida en su rostro.

—¿Qué quieres? —preguntó en alemán.

—Seguridad —respondí en neerlandés y, al igual que ese belga anónimo, no me esforcé en absoluto por hablarle en alemán. Cogí la copia de la foto de Nadine Husak y la desdoblé ante mi pecho—: Vosotros la matasteis a patadas, ¿no?

Jirka Perun y los dos desconocidos miraron rápido a su alrededor. Aunque los clientes de la terraza no podían oírnos, estábamos suficientemente cerca como para llamar la atención si en un momento determinado empezara a pasar algo inesperado. No podía leerles el pensamiento, pero una cosa era segura, esta conversación habrían preferido mantenerla en una calleja oscura. El único que seguía mirándome sin interrupción era Otik Perun.

—Oí que habías tenido un accidente —dijo Jirka Perun ignorando mi observación. Alrededor de su cara se dibujó una mueca burlona—. La policía debería atrapar a la gente que lo hizo.

—¿Pero vosotros la matasteis a patadas? —pregunté de nuevo.

Otik Perun quiso venir hacia mí, pero su hermano le cogió del brazo, le dijo algo en checo y luego retomó la conversación:

—Veo que sigues cojeando. ¿Te quedarás así para siempre?

Cuando su hermano y los dos desconocidos empezaron a reír por este comentario, la cara de Jirka Perun dibujó también una sonrisa de autosuficiencia.

—Estaba embarazada cuando la pateasteis.

La cara se le volvió a tensar de golpe.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando —respondió, pero la ausencia de cualquier tipo de sorpresa o asombro en su rostro era muy significativa—. ¿Qué quieres? —preguntó de nuevo.

—Ya te lo he dicho: seguridad.

Por primera vez me miró con algo más que un interés superficial. Entonces sacudió despacio la cabeza y en señal de que su paciencia se había agotado, dijo:

—¿También tienes la cabeza dañada? No quiero volver a verte, ¿comprendes? Te lo advierto, vete ya, lárgate.

Me quedé donde estaba y me dirigí a Otik Perun.

—¿Fuiste tú quien la mató a coces? —le pregunté—. ¿No eres tú el violador del grupo? Quizá hayas matado también a tu propio hijo.

La cara de Jirka Perun se endureció y Otik Perun miró a su hermano sin entender. Cuando le hubo traducido el significado de mis palabras, la reacción se produjo rapidísimo y esta vez su hermano no le puso ninguna traba.

Otik Perun saltó sobre mí y, como si hubiera estado buscando mi punto débil mientras me había estado mirando, al igual que un depredador, con un movimiento ágil me dio de pronto una patada en la pierna buena desde debajo. Se abalanzó hacia mí, pero fue a dar con el pecho en mi rodilla, que levanté en un acto reflejo. Intentó golpearme la cara con el puño derecho, pero sólo me rozó. Mientras trataba de alejarme de él rodando, vi cómo los otros dos armarios se adelantaban y me cerraban el paso. El único que no hacía nada era Jirka Perun. Ahora había tanto movimiento que habíamos llamado la atención de la terraza y, como si eso no fuera suficiente, empecé a gritar. Jirka Perun llamó a su hermano al orden, pero este estaba fuera de sí y volvió a lanzarse sobre mí. Jirka Perun debió de haber visto con el rabillo del ojo a la policía, porque reconocí esa palabra cuando se la gritó a su hermano, se inclinó con rapidez hacia delante y le sujetó. Al ponernos en pie, allí teníamos ante nosotros, en efecto, a dos agentes de policía, y en un abrir y cerrar de ojos fuimos rodeados por un creciente grupo de caras que miraban con curiosidad desvergonzada.

Probablemente, Jirka Perun le había dado a la pareja que le acompañaba instrucciones de poner pies en polvorosa, porque sólo él, su hermano y yo fuimos llevados a la comisaría de policía. Allí surgió la confusión. En presencia de los hermanos Perun, indiqué que, en lo que a mí respectaba, no había pasado nada y que no deseaba presentar ninguna denuncia. A la pregunta de cuál había sido el motivo por el que empezamos a pelearnos así, sin más, yo respondí que nos habíamos chocado, sólo eso. Otik Perun no se enteraba de la mayoría, pero su hermano comprendía muy bien la intención de mis palabras. Si estaba sorprendido, no dejó que se apreciara y confirmó también que, por lo que se refería a su hermano y a él, no había pasado nada. Me sonrió, me puso una mano en el hombro y me tendió la otra en un ademán conciliador. Dudé por un momento y tuve que contenerme para no apartarle la mano de golpe, pues a cada fibra de mi cuerpo le repugnaba su contacto. Nos miramos cara a cara, lo suficiente como para ver en nuestros respectivos ojos la misma dura mirada que indicaba que toda esta pompa externa sólo era falsa apariencia y que todavía no se había pronunciado la última palabra. Con toda seguridad, contaba con que en la próxima vez volvería a ser él de nuevo la parte ganadora. La primera vez yo había tenido suerte y siempre llegaría un momento en que bajaría la guardia.

Superé mi repugnancia, respondí a su sonrisa y le di la mano.

Aunque los dos habíamos declarado que queríamos dejarlo así, la policía nos llevó aparte. Se me preguntó expresamente si no estaba presionado o me sentía amenazado. Respondí de manera negativa e insistí en que no había pasado nada. No los convencí del todo, pero se hizo el informe sin ahondar más en el tema. Lo examiné sin profundizar en el contenido y lo firmé. Los hermanos Perun sin duda habrían hecho lo mismo en su deseo de reducir al mínimo el contacto con la policía.