XXI

Estuve deambulando el resto del día con la cabeza llena de recuerdos de Adriaan Mantingh. Durante los quince años que duró nuestra amistad hablamos sobre todo de las peripecias actuales en el mundo del arte, pero también muy a menudo de un período que ese sector prefería que no le recordaran. El auge en el comercio de obras de arte durante la Segunda Guerra Mundial y la colaboración con los nazis, que compraban arte a gran escala por encargo de Hitler, Göring y otros prebostes del nazismo. Adriaan podía contar historias fascinantes sobre esa época: la rapiña del patrimonio artístico judío organizada por los nazis, todas esas obras maestras que se comercializaron y el asunto del famoso falsificador de Vermeer: Han van Meegeren. Y una vez que hubo terminado la guerra, la búsqueda de todo ese arte desaparecido, donde los aliados y el Ejército Rojo se vieron envueltos en una carrera desenfrenada. La manzana de la discordia de Adriaan fue la política de restitución de las autoridades neerlandesas. Se había convertido en un crítico muy marcado de la escandalosa e insensible manera en que el aparato estatal les había señalado la puerta a los supervivientes y deudos judíos en sus reclamaciones de las posesiones artísticas recobradas.

Así pues, Donnars y Diekmann también habían vendido pinturas durante la guerra, pero no podía recordar haber oído sus nombres nunca de boca de Adriaan. Sin embargo, algo no cesaba de dar vueltas en mi cabeza y me invadía la sensación de que de forma inconsciente había registrado algo que ahora no me dejaba en paz. Intenté recordar de nuevo todo lo que había en las fichas de identidad.

Tras mucho dudar, llamé a Luz y le pedí que me las enviara por fax. Cuando estuvieron ante mí, estudié todos los datos uno a uno. Al cabo de un tiempo, mi mirada se detuvo en el nombre de la madre de Joannes Mathias Diekmann: Agatha Etermans. Pronuncié despacio y en voz alta su apellido unas cuantas veces y poco a poco fui percatándome de que lo había oído antes. Cuando por fin le adjudiqué un lugar, asentí con la cabeza y dije: «Eterman, sin la ese, Eterman. Joder, es eso, Eterman. Diekmann utilizó el nombre de su madre».

Con los ojos cerrados intenté recordar en vano cuándo y, sobre todo, en qué contexto había mencionado Adriaan ese nombre. No me aportó más que la conciencia corrosiva de que ese dato estaba almacenado en algún lugar de mi memoria.

Llamé a Luz y juntos especulamos sobre lo que podía significar que Joannes Mathias Diekmann se hubiera servido del pseudónimo Eterman. ¿Por qué? ¿Qué tenía que ocultar alguien que había ayudado tanto a otros, y no a pocos, además, durante la guerra? Según el hijo, su padre y Marten Toonder habían sido amigos y, sin embargo, eso fue lo único que le quiso contar a Els Heerlien.

Nuestra esperanza estaba depositada en lo que pudiera descubrir luego Luz. Yo mismo estaba abrumado por la montaña de información que había recibido por parte de Rik Kronenberg. Se había investigado tanto sobre el grupo Perun que fue trayéndolo en pedacitos. Cuando terminaba de estudiarlo, nos citábamos en algún sitio y me daba nuevo material. Para alguien en mi situación, que aún tenía tan poca movilidad, era la clase de trabajo que llegaba en el momento adecuado. Y una vez que me puse manos a la obra, no me volvió a parecer aburrido. Obtuve una posibilidad inesperada de seguir de cerca cómo se llevaba a cabo una investigación de esas a gran escala. Cuanto más leía, tanto más crítico era con el planteamiento o, mejor dicho, la ausencia de planteamiento. Se había investigado hasta la saciedad y recopilado mucha información, pero no se vislumbraba ninguna línea clara. En lugar de establecer un objetivo fijo, parecía que lo que esperaban era cualquier golpe de suerte. Confirmaba lo que yo ya sabía: muchas de las personas que trabajaban en el caso tenían un nivel bastante mediocre. Las cualidades de alguien como Jaap Tielemans eran poco frecuentes y, en su caso, ni siquiera se valoraban, pues les parecía demasiado obstinado.

Había también otra cosa que resultaba restrictiva, casi asfixiante, y que aumentaba la presión de trabajo para personas que probablemente ya estaban desbordadas. Era justo lo que Jaap había dicho antes: todo lo que se oía o se observaba «en el campo», cada llamada telefónica que se intervenía, cada conversación que se mantenía, todo ese trabajo de investigación debía registrarse acto seguido, fijado en apuntes e informes. Parecía que no sólo se hacía por el interés de la investigación misma, sino que existía un fuerte elemento de rendir cuentas, como si el agente que tecleaba el informe fuera consciente de que alguien le estuviera mirando por encima del hombro. Seguro que todo tenía que ver con los contratos de resultados con que trabajaba la policía. Rik Kronenberg no formaba parte de la policía judicial, pero él también debía cumplir unos objetivos: escribir por lo menos dos atestados al día, aunque sólo fuera por el piloto trasero roto de un coche.

El grupo Perun estaba bien identificado, incluso con un auténtico organigrama. Los hermanos se encontraban en lo más alto, tenían seis «colaboradores fijos» y un gran número de empleados eventuales. Entre estos últimos encontré un nombre conocido: Ulku Ortac, el macarra turco que trabajaba en Alkmaar y alrededores. Salvo un abogado de Ámsterdam, no había ningún neerlandés autóctono entre los miembros de la banda. Los hermanos Perun tenían su residencia habitual en Colonia y cuando visitaban Ámsterdam se quedaban en hoteles que iban alternando. Los nombres y las direcciones de esos hoteles, los restaurantes donde comían, las matrículas del parque móvil del grupo, todo estaba consignado por escrito. También se hallaban bien registrados los nombres de las chicas que trabajaban para ellos, incluido el de Nadine Husak, y en el dossier había hasta copias de sus pasaportes. Se había realizado un estudio detallado sobre quién debía de controlar a quién, incluidas las chicas que tenían mayor categoría y vigilaban a las otras chicas, y dónde las ponían a trabajar. Como ya me había contado Rik Kronenberg, rotaban continuamente. Y no sólo en los Países Bajos, también las pasaban a Bélgica y a Alemania.

Sólo ahora que veía la profusión de datos sobre cómo los hermanos Perun habían organizado su red de prostitución, fui consciente del tiempo y dinero que debía costar el seguir ya sólo a esta banda. Debía de ser enorme la presión que suponía tener que imponer una exitosa pena a los sospechosos a cambio de semejante inversión.

Junto al club de alterne Ecstasy Sex Palace y un local de striptease, el grupo Perun explotaba en el barrio rojo dos salones de juego y se tenían indicios de que también estaban metidos en el negocio inmobiliario. Para la estructura financiera y de propiedades remitían a la BFER, la Policía Judicial para Delitos Financieros y Económicos. Me fastidió no poder acceder a esa información, pues el dinero era el único móvil de estos criminales y probablemente también su talón de Aquiles: «Quítales el dinero, sólo eso los joderá de verdad». Esa era la razón por la que durante los años anteriores había sido tan importante la investigación financiera para abordar el crimen organizado, pero precisamente esa información no estaba disponible para mí.

Por lo demás, en el dossier había informes de visitas a colegas de Alemania y Bélgica. Las actividades del grupo Perun en Alemania estaban mucho más detalladas que en Bélgica. Rik Kronenberg había planteado una posible razón para esa falta de información en Bélgica: allí respetaban al grupo Perun a propósito. Pero en un fragmento encontré un par de líneas en las que se ofrecía una explicación que parecía bastante más plausible que cualquier teoría del complot infundada: la prostitución y la trata de blancas sencillamente no estaban situadas en un puesto importante de la agenda política belga. Al igual que en otras partes del mundo, la justicia en Bélgica tenía medios limitados y estos iban en primer lugar a la lucha contra el tráfico de drogas. Por lo demás, como consecuencia del caso Dutroux, se habían fijado en todo lo que oliera a pornografía infantil.

Me retrepé y lancé un suspiro. Tenía una buena impresión de Rik Kronenberg, pero en su deseo de atrapar a estos criminales, ¿no se le estaría saliendo de madre la fantasía?

Me topé con una nota indignada, dirigida al Ayuntamiento de Ámsterdam, en la que la JZP se quejaba de la falta de coordinación de un ayuntamiento que, por propia iniciativa y sirviéndose de la ley Bibob, había decidido retirar las licencias de los clubs de alterne y de los locales de striptease. «No es ninguna solución. ¿Dónde están esas chicas ahora?», había escrito alguien enfadado al margen.

Por último, me entregué a la lectura de cientos de páginas mecanografiadas de conversaciones telefónicas. Rik Kronenberg ya me había indicado que los hermanos Perun y sus socios daban por seguro que sus teléfonos estaban intervenidos y eso podía apreciarse muy bien. La mayoría de las conversaciones eran breves, se referían a asuntos prácticos e insignificantes y, cuando se trataba de información probablemente relevante, eran tan crípticas y resultaba tan evidente que utilizaban palabras en código, que no estaba nada claro de qué hablaban.

Sin embargo, fueron esas conversaciones las que leí con mayor interés, y en especial las de los hermanos Perun. Aquí aparecía literalmente cómo hablaban los hombres que me habían maltratado. Su lenguaje era grosero y rotundamente denigrante cuando hablaban de las chicas que tenían trabajando. A sabiendas de que el proxenetismo no era un delito mientras no fuera evidente que había coacción, hablaban de putitas y zorras. A las chicas se les despojaba de su personalidad al no llamarlas por su nombre. En su lugar, utilizaban los pronombres «ella» o «ellas». Aunque aquí sólo podía leer el texto, sin oír las conversaciones, el tono era de desprecio manifiesto y de fría dureza.

En un batiburrillo de noticias breves, ultracortas, en gran medida insignificantes e intrascendentes, y mensajes velados de tal manera que no ofrecían ningún detalle de lo que se decía realmente, me llamó la atención una conversación que se apartaba del resto. El agente que lo había mecanografiado había anotado que el sospechoso, Jirka Perun, había recibido una llamada desde una cabina telefónica de Bruselas en la que un hombre desconocido, que hablaba flamenco, ni había dicho su nombre ni se había esforzado en hablar alemán, la lengua de Jirka Perun aparte de las pocas veces que hablaba en checo. Por lo visto, el hombre presuponía que Jirka Perun comprendía el suficiente flamenco para poder seguirle, lo que se convirtió en un diálogo en el que una de las partes hablaba flamenco y la otra alemán.

Al interlocutor se le asignaba la letra «D», a Jirka Perun las letras «JP».

D: «¿Y bien? ¿Por qué no tengo noticias tuyas?»

JP: «Paciencia.»

D: «¿Paciencia? Nuestro acuerdo corre peligro. ¿Lo entiendes?»

JP: «Sí, sí.»

D: «¿Cuánto falta?»

JP: «No mucho.»

D: «Con esto yo no puedo hacer nada, ¿entiendes?»

JP: «Sí, sí.»

D: «Prisa, debes darte prisa, de lo contrario será el fin de nuestro acuerdo. ¿Lo entiendes?»

JP: «No tardará mucho.»

D: «Por la cuenta que te trae.»

Después de esta nota había otra de una conversación que habían mantenido dos días después las mismas personas, y de nuevo fue Jirka Perun quien recibió la llamada. Esta vez desde una cabina de Lieja.

D: «¿Tienes algo o no?»

JP: «Samarinda.»

D: «¿Qué?»

JP: «Samarinda.»

D: «¿Dónde?»

JP: «Amberes.»

D: «¿Cuándo?»

JP: «La semana que viene.»

D: «¿La semana que viene? ¿Qué día?»

JP: «No lo sé. Eso puedes averiguarlo tú, ¿no?»

D: «De acuerdo. Esperemos que salga bien.»

JP: «No lo estropees.»

D: «¿Qué? ¿Me estás dando un consejo?»

JP: «Sí, sí. Tenemos un acuerdo.»

D: «Sí, todavía. Tendrás noticias mías.»

Entre otros muchos informes incomprensibles, pasó algún tiempo antes de que fuera consciente de la razón por la que precisamente estos pinchazos llamaban mi atención. En casi todos los casos Jirka Perun era la parte dominante, daba órdenes, era seco o abiertamente tosco y grosero, pero aquí estaba claro que no era él quien cortaba el bacalao. Aunque no escuchara las conversaciones y sólo pudiera leer las transcripciones mecanografiadas, no me sorprendería que el tono de «D» dirigiéndose a Jirka Perun fuera autoritario y antipático.

El agente que había estado trabajando con este pinchazo no había ido mucho más allá de hacer un gran signo de interrogación al margen y escribir la observación: «Seguir indagando». Miré la fecha de las conversaciones: hacía más de dos meses, pero parecía ser que el prometido seguimiento no había llegado nunca.

La siguiente ocasión en que hablé con Rik Kronenberg parecía afectado. Circulaba el rumor de que el expediente sobre la banda de Perun iba a cerrarse dentro de poco. En conversaciones recientes que se habían interceptado aparecían señales de que el grupo quería trasladar su campo de acción. Los hermanos Perun estarían sopesando seriamente abandonar sus actividades en el barrio rojo de Ámsterdam. La razón de este abandono eran los planes muy avanzados del Ayuntamiento de Ámsterdam, y en especial en el distrito Centro, de despojar de una vez por todas al barrio rojo de las influencias criminales.

La banda de Perun había sufrido con la ley Bibob todas las consecuencias de ese ataque, llamado administrativo, contra el crimen organizado, pero esa sólo fue una primera ola. Poco antes, el distrito Centro había anunciado que iba a retirar a los peces gordos los permisos para la explotación de escaparates, burdeles y sectores «criminógenos», así como los coffeeshops y las salas de juegos recreativos. El rey del porno, «Gordo Charles» Geurts, propietario de más del diez por ciento de toda la oferta de escaparates en el barrio rojo, Citon Chang, Bert «Shout» Cirkel, la tailandesa Natraphee Khamma, Anna Sweering y también los hermanos Perun serían esta vez tratados con mano dura por asuntos que antes carecían de importancia y por los que no se los molestaba. Geurts y sus socios habían tenido los meses pasados la posibilidad de presentar recurso de amparo mediante el así llamado «punto de vista», pero la previsión era que obtendrían un cero en la solicitud. Unos cuantos de ellos, que se las veían venir, habían emigrado a Haarlem, pero el alcalde allí también había anunciado que apostaría por la ley Bibob.

Según Rik Kronenberg, todo parecía mucho más bonito de lo que en realidad era. Si bien a los criminales les imposibilitaban trabajar, no serían condenados. Además, buscarían otras maneras de prostituir a sus chicas en el sector de visitas a domicilio, burdeles ilegales o lo que se terciara, fuera de la vista y el control de la Administración. Estaba plenamente convencido de que a gentuza como los hermanos Perun había que pillarlos de verdad, en lugar de atosigarlos, porque de lo contrario seguirían proliferando sin problemas en otro lugar.

—Lo cual acaba siendo una carrera contrarreloj. Si no encontramos algo rápido, cierran el expediente y a toda esa gente que había estado trabajando en él se la traslada a otros casos. Si luego llegamos con algo, lo apartan sin más. Así que es ahora o nunca.

Después de haber escuchado sus sombríos argumentos, le puse delante los informes de los pinchazos telefónicos y pregunté:

—¿Puedes hacer que tus contactos belgas indaguen esto? Tal vez aclare por qué allí los dejan en paz.

Se acercó las hojas mecanografiadas y, tras leerlas, asintió.

—Perun está informando aquí a alguien, quizá a alguien de la policía. ¿Es lo que crees?

—¿Con lo que me contaste de que allí por lo visto pueden campar a sus anchas? Sí, desde luego que es lo que creo. Me gustaría saber qué tipo de información pasa, pero sobre todo pide encarecidamente a tus contactos que sean discretos.

—Eso no hay ni que decirlo —sonó desabrido.

¿Era así? ¿Se daba cuenta de veras de lo que le estaba diciendo? Me incliné hacia delante y le cogí por los brazos:

—Escúchame bien, la vez anterior tenías buscando a la Policía Criminal Federal. Entonces no pudiste hacer nada, pero no me apetece lo más mínimo mover este saco de mierda. Ya me las he tenido que ver una vez con esos hermanos Perun y no me gustaría volver a repetirlo.