XX

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Bert. Dejó de exprimir naranjas, se limpió las manos en el delantal y me observó indagador—. Ahora ya me explico por qué hace tanto tiempo que no te veo. ¿Un accidente de trabajo?

—Algo por el estilo —respondí y, para evitar más preguntas, fui yo quien preguntó—: ¿Qué es lo que he oído, vais a cerrar?

—Es lo que parece.

Sonó impasible, como si apenas fuera importante. Él llevaba trabajando aquí sólo unos dos años. Para mí era distinto, pues este lugar se había convertido en parte de mi vida. Hacía más de veinte años que lo frecuentaba para recibir clientes, leer el periódico, reflexionar sobre los casos en que estaba trabajando y comer cuando no tenía ganas de cocinar. Y los conocidos con quienes hablaba me conocían lo suficiente como para saber cuándo debían dejarme en paz.

—Y bien, ¿qué van a poner aquí?

—Seguirá siendo algo de hostelería, eso es todo lo que sé.

—¿Hostelería? Eso puede ser de todo. Bueno, ¿tienes un capuchino y un vaso de zumo recién exprimido?

Llevaba más de un mes sin ir por allí, pero en mi café habitual, que ahora había sido desahuciado, no había cambiado nada. Tan sólo los pósters de las paredes, en los que se anunciaba todo tipo de actividades de recreo, habían sido sustituidos por otros nuevos. Estuve observándolos un rato y vi que en la Kleine Komedie, la Pequeña Comedia, dentro de poco habría una actuación de Alex Roeka. Sí que me apetecía, así que apunté la fecha. Tal vez fuera una buena ocasión para hacer algo con Charlotte. ¿Qué clase de música le gustaría?

Señalé al anuncio y pregunté a Bert:

—¿Tienes algo de él?

Negó con la cabeza:

—Ni siquiera he oído hablar de él. ¿Qué tipo de música es?

—Es difícil de explicar.

Cojeé sobre las muletas en dirección a la mesa junto a la ventana, mientras Bert llegaba detrás de mí con el zumo de naranjas recién exprimidas y el café. Era temprano todavía y yo era el único cliente en todo el local.

Me quedé con la mirada fija en el exterior y debí de abismarme en mis pensamientos, porque sólo noté a Luz cuando estaba a mi lado hablándome.

Mi mirada debió de reflejar tanto susto que, algo desconcertada, me preguntó si no me molestaba.

—Lo siento, por lo visto tengo todavía metido en el cuerpo el susto de la paliza. No, tranquila, eres bienvenida, siéntate.

—Normalmente te hubiera llamado por teléfono antes, pero tengo algo que me gustaría enseñarte.

Sacó de una funda de plástico transparente tres medias hojas de formato DIN-A4 y las fue poniendo con cuidado sobre la mesa, unas al lado de otras.

—He ido a La Haya a buscar en la Oficina Central de Genealogía datos sobre ese señor Donnars. Estas son copias de las denominadas «Fichas de identidad».

Deslizó hacia mí la del medio:

—Esta es la ficha del «Johan» de la carta de Charley Toorop. Su nombre completo es Joannes Mathias Diekmann. Joannes sin hache, pues.

A continuación, deslizó hacia mí la copia de la izquierda:

—Tuvo un hijo: Mathias Daniel. Esta es la ficha de nuestro vagabundo.

Por último, deslizó la última copia en mi dirección:

—Así los he encontrado. Esta es la ficha de Donnars, la «E» inicial es de Egbert. —Dio un golpecito con el dedo en una de las casillas de la ficha—: Esto es lo que los une. Aquí está el nombre de su esposa: Christina Diekmann. Egbert Donnars era el cuñado de nuestro mecenas misterioso.

Observé primero la copia con los datos personales de Joannes Mathias Diekmann. Había nacido en La Haya el 18 de noviembre de 1889 y falleció también allí el 22 de abril de 1955. Su esposa era Leentje Cornelia van der Kwast, fallecida el 24 de febrero de 1959. Su único hijo, Mathias Daniel, nació el 13 de mayo de 1953. El muchacho que después viviría como un vagabundo y moriría en soledad se había quedado huérfano, por tanto, a temprana edad. Apenas tenía dos años cuando murió su padre y no llegaba a los seis cuando falleció la madre. De su madre probablemente podía recordar aún algunas cosas, pero lo que sabía de su padre debió de habérselo oído a otros.

Por la ficha de identidad del hijo parecía estar claro que probablemente fueran sus tíos quienes le habían hablado de sus padres, fallecidos tan pronto; le registraron en su dirección después de haberse quedado huérfano.

Sin prácticamente nada como punto de partida, Luz había logrado averiguar la identidad del padre y del hijo Diekmann.

—Estupendo, Luz, esto es de veras digno de un gran cumplido. Ahora conocemos hasta la profesión del padre.

En la casilla «Profesión» aparecía escrito «Escultor»; esa palabra, sin embargo, había sido después tachada y sustituida por «Restaurador de cuadros».

—Quizá trabajaran juntos —aventuró ella—. Donnars con su tienda de antigüedades Het Oude Binnenhuis y su cuñado Diekmann como restaurador de cuadros.

—La lista con pinturas vendidas tal vez pueda explicarse como una actividad conjunta —sugerí yo—. No me parece inverosímil, y entonces estarían juntos en el negocio del arte.

—Sí, ya lo he considerado —respondió ella—. Con lo que Diekmann ganaba, pudo ayudar a Charley Toorop y a Marten Toonder, y quién sabe a cuántos más.

Estuvimos sentados en silencio durante un tiempo, mirando los papeles que se encontraban entre nosotros sobre la mesa.

—Y esta no es toda la historia —verbalicé lo que los dos estábamos pensando.

—Sí, ya lo sé. No paro de pensar en lo que había escrito en la agenda de Giltaij van Puyvelde junto a su cita con Marten Toonder: «Verificar la historia de Donnars». ¿Qué le habría contado Donnars y por qué debía comprobarlo con Marten Toonder?

—¿Y de qué se habría enterado para que decidiera suicidarse tres semanas después? —pregunté.

—Sí, a mí también se me pasó por la cabeza que posiblemente haya una relación.

—¿Y ahora qué? —pregunté.

—Todo el mundo ha muerto —suspiró. Cogió la ficha de Donnars—. Aquí pone que su esposa ya había fallecido en 1965, él en 1970 y no tenían hijos. Charley Toorop, Edgar Fernhout, Giltaij van Puyvelde, Van Beuningen, Donnars y, naturalmente, los propios padre e hijo Diekmann; todos muertos. Si esto hubiera pasado un año antes, le habríamos podido preguntar a Marten Toonder, pero ahora él tampoco está entre nosotros.

Por primera vez percibí algo de desaliento en su voz.

—Siento como si se me hubiera parado el motor al ver la meta. ¿Tú qué piensas?

—¿Estás ya harta? —le pregunté—. Con todo el tiempo y la energía que llevas invertidos, es comprensible.

Había tocado una cuerda sensible, porque una sombra le cubrió el rostro.

—En efecto, si inviertes tanto tiempo, es porque de alguna manera esperas resolver el caso. También sé, naturalmente, que no es ninguna consecuencia automática, pero bueno; como esto se quede así, me llevaré un chasco enorme.

—Si se tratara de un caso antiguo, entonces sí. Quizá haya que dejarlo reposar un par de días y distanciarse un poco.

—Es difícil, quiero cerrarlo ya.

—Lo comprendo, pero quizá más tarde vuelvas a verlo con mayor frescura.

—Tal vez sea una buena idea, sí. —Y para indicar que quería cerrarlo, dijo con el tono de voz más alegre que le fue posible—: Después me centraré en Marten Toonder. Con Charley Toorop y su hijo no pude encontrar nada referente a Diekmann, pero me parece que es el enfoque más lógico.

—Sí, yo haría lo mismo. La alternativa es visitar uno a uno a los propietarios de las otras pinturas, pero eso equivale casi a empezar de nuevo. Además, es muchísimo trabajo, quizá hasta tendrías que ir al extranjero. No, mira, mejor excluye primero la vía de Marten Toonder.

—Muy bien, así lo haré.

Luz cogió de la mesa las copias de las fichas de identidad y las guardó. Yo estaba pensando en algo que ya me rondaba la cabeza desde el momento en que había leído la profesión de Joannes Mathias Diekmann en su ficha.

—Hablabas de todas esas personas fallecidas que tal vez nos hubieran podido contar algo más. Yo podría añadir alguien a esa lista.

Se quedó mirándome sorprendida.

—Se me ocurrió cuando leí la profesión de Diekmann: «Restaurador de cuadros». Yo tenía un muy buen amigo, Adriaan Mantingh, que entre unas cosas y otras ya lleva unos cuantos años muerto. Me ayudó varias veces con mi trabajo. Era un experto en arte con mucha experiencia, internacionalmente conocido incluso, especializado en el Siglo de Oro de la pintura neerlandesa. Aunque Adriaan no era ningún restaurador, sí que se relacionaba mucho con ellos. En la época de la guerra era relativamente joven, pero siempre tuvo el talento de trabajar con grandes profesionales. Si Diekmann era bueno en su trabajo, no está del todo excluido que se hubieran conocido. Ese mundo no es tan grande, así es hoy en día y antes no debía de ser distinto. —Por último, le sonreí—: Otro muerto más al que ya no podemos preguntar; hay toda una lista así. Tampoco sé si nos hubiera reportado algo, pero tengo una memoria de elefante y no logro recordar que Adriaan haya mencionado alguna vez el nombre de Diekmann.

Seguimos hablando un poco sobre los Diekmann padre e hijo. Mathias se mudó tras la muerte de su tío Egbert Donnars y vivió hasta 1984 en otras dos direcciones de La Haya. Después ya no había nada en su ficha de identidad. Si esos datos eran correctos, durante más de veinte años había llevado una vida de vagabundo.

Cuando nos despedimos, le recomendé de nuevo a Luz que olvidara el caso durante un par de días.

—Muy bien, pero ahora que estoy en Ámsterdam, me pasaré con estas fichas por la Oficina Municipal de Exequias. En la tumba hay un nombre equivocado y le falta la fecha de nacimiento. Así pues, Mathias Dijkman debe ser Mathias Daniel Diekmann, nacido en La Haya el 13 de mayo de 1953. Después de todo el esfuerzo que han hecho por enterrarle en condiciones, creo que les gustará saber que hemos conseguido averiguar su identidad.