A Buitenveldert había ido con muletas y, para mi alivio, esta vez el traslado no tuvo ninguna repercusión. Ante la perspectiva de que dentro de poco tendría que subir tres empinados tramos de escalera para llegar a mi casa, me ejercitaba varias veces al día en las escaleras del hospital. Me costaba tanto esfuerzo que rompía a sudar, pero al final lo conseguía descansando una o dos veces para recuperar el aliento.
Dos días después, me enteré de que me daban el alta. Si bien con muletas, medicinas y un estricto programa de rehabilitación que me pidieron siguiera escrupulosamente, pero bueno… El médico que vino a comunicármelo fue el mismo que se presentó junto a mi cama cuando me desperté hacía ya más de un mes. Comparado con lo que había visto entonces, mi recuperación le pareció «espectacular».
Aunque a Charlotte no le hizo mucha gracia, rechacé su oferta de llevarme a casa. No porque tuviera cargo de conciencia por recurrir a su ayuda, sino porque quería hacerlo solo. Tras haber pasado tantos días entre otras personas, deseaba silencio, un silencio que en una casa no visitada por nadie durante todo ese tiempo quizá fuera más intenso de lo normal. Quería experimentarlo sin que me distrajera la presencia de otra persona.
A cambio de una buena propina, el taxista que me llevó a casa accedió a subir la maleta a la tercera planta. Cuando volvió a bajar, empecé yo la subida, peldaño a peldaño. Me detuve en la segunda planta y llamé en vano a la puerta de los vecinos. Cómo iba a saberlo, por regla general a estas horas del día la escalera se llenaba con los olores de toda clase de platos surinameses.
Una vez que estuve en casa, lo primero fue recuperarme antes de poder percibir el entorno.
Durante todo ese tiempo las ventanas habían estado cerradas, las partículas de polvo pendían inmóviles en la luz de los rayos de sol y el único sonido que oía era el tictac del reloj. Todo conservaba el mismo aspecto que tenía hacía más de un mes, cuando había salido por última vez de casa. Miré el periódico que había sobre la mesa, con noticias ya obsoletas. La mayoría carecían de importancia entonces, y no digamos ahora. Me puse en pie y recorrí con las muletas una habitación tras otra. En el dormitorio me senté al borde de la cama y alisé despacio el edredón con la mano. Esta noche iba a dormir por fin otra vez en mi cama. Meneé despacio la cabeza; si se hubiera desarrollado todo de otra manera, ya no habría podido volver a ver todo esto nunca más. En ese caso, ¿quién habría abierto la puerta y qué pasaría con mis cosas? Mis libros, la ropa, la reproducción de la pintura de Edward Hopper, la foto enmarcada de Eileen y todos esos objetos que, salvo para mí, apenas tenían valor o carecían absolutamente de él para otro.
Sólo en una ocasión anterior había entrado con una sensación semejante. Tras el entierro de Eileen estuve aplazando tanto como me fue posible el regreso a lo que una vez había sido nuestro hogar. También entonces se ofrecieron a acompañarme. Pero ¿por qué? Cualquier palabra habría sido una palabra de más. También entonces recorrí una a una todas las habitaciones. Todo me la recordaba: su ropa, los libros, el maquillaje, las cosas que habíamos elegido juntos. Pero lo más insoportable era que su olor todavía seguía flotando por la casa, como si aún viviera, como si algo de ella aún estuviera vivo. Una vez que llegó a desaparecer por fin el olor de las habitaciones, seguí oliéndola al abrir el armario de la ropa, acariciaba sus vestidos con la mano y escondía la cara en alguna de sus prendas. Cuando decidí deshacerme de todo, no tuve el coraje de llevarlo a cabo solo ni decidir qué había que hacer con sus cosas, dónde debían ir, si a alguien podría servirle algo o si quería o no quería cualquier objeto. Escogí un par de cosas que quería conservar y al final llamé a su hermana.
Retomé mi vida habitual y la organicé tan bien como me fue posible en torno a mi discapacidad y al programa de rehabilitación. Una vez fuera del hospital, parecía que la recuperación era más rápida y el reposo obligado me había avivado el afán por entregarme al gran caso.
A pesar de esas fuerzas renovadas, me asusté cuando me recordaron un asunto que habría preferido olvidar. Rik Kronenberg llamó al timbre de casa y me preguntó si podía subir. Fue como si hubiera percibido el breve titubeo en su voz. «Nadine Husak está muerta», resumió la razón de su visita en cuatro palabras.
Mientras estaba esperándole en la puerta, noté que el sudor empezaba a brotarme del cuerpo. Me puse malísimo y fue tan grande la aversión por este caso, pese a haberla intentado reprimir lo máximo posible, que cuando llegó tuve que controlar las ganas que me entraron de decirle que se marchara.
Las dos veces anteriores que nos habíamos visto, si bien parecía sombrío, también tenía algo de tranquilo y equilibrado. Ahora no quedaba mucho de ese equilibrio. Tenía un aspecto cansado y tenso. Alerta e inseguro de lo que podía esperarme, escuché lo que había venido a contarme.
Nadine Husak había sido encontrada en el Schipperskwartier de Amberes. La habían matado a patadas o, mejor dicho, los habían matado a patadas, porque estaba embarazada de tres meses.
Primero acabaron con la criatura y después falleció ella, por diversas hemorragias internas. Según los doctores, el niño murió antes que la madre.
—Dios mío, qué terrible —me lamenté.
—Sólo la patearon en ese lugar, en el vientre. Como si quisieran que abortara así. Al intentar protegerse, le destrozaron las manos y los brazos a patadas.
Se le crispó la cara en un intento de controlar las emociones.
—Todavía se me viene a la cabeza cómo debió de haber transcurrido toda la escena. No puedo dormir. Ya no puedo dormir. —Y como si le pareciera necesario disculparse—: Nunca antes había pasado por una experiencia parecida.
¿Qué podía hacer para tranquilizarle? ¿Abrazarle? Este hombre era demasiado inaccesible para ese tipo de cosas y tampoco era esa la razón por la que había llamado a mi puerta. Pero ¿qué quería, entonces? ¿Desahogarse?
—¿Saben ya quién lo hizo?
Se recuperó y meneó la cabeza:
—No hay testigos, pero para mí que lleva el sello de Otik Perun. Mírate a ti, a ti también estuvo a punto de matarte a patadas. Esa es su marca: él no golpea, él patea.
—¿La policía no tiene nada?
—Lo único que tienen es la historia de la muchacha con quien compartía una habitación, una prostituta también, pero no quiere comparecer como testigo. Según ella, Nadine tuvo una trifulca con Jirka Perun cuando se negó a abortar. Esa es la práctica habitual si algo falla y una de las chicas se queda embarazada. No me preguntes por qué, pero ella se opuso.
Me sorprendió que la llamara «Nadine»; antes siempre había sido «Nadine Husak».
Durante semanas no había sabido nada de él, ni siquiera se había tomado la molestia de devolverme las llamadas. Me había cruzado brevemente en su camino y en el de Nadine Husak para volver a desaparecer en un pispás. ¿Qué quería entonces ahora de mí?
—Me parece terrible, pero ¿por qué has venido a mi casa?
—Esto tiene que parar.
—¿Perdona?
—Me fui a Amberes y hablé con esa otra chica. Está aterrada y dice que, aunque quisiera declarar, no tiene ningún sentido, porque los hermanos Perun disfrutan de buenos contactos en la policía. Es lo que hacen en todas partes, también aquí en Ámsterdam, hacen creer a las chicas que la policía es corrupta y que no pueden hacerles nada. No es nada nuevo, pero en este caso debe de haber algo más. He estado hablando allí durante dos días con cualquiera que pudiera saber algo, pero sin resultados. Nadie sabe nada, pero eso no es todo. Tengo amigos en la ciudad que dicen que a los hermanos Perun se los protege a propósito, no se encuentran con ningún obstáculo. Y no sólo eso, ayer me visitó en el hotel una persona de la Policía Federal Judicial con el mensaje de que dejara de inmiscuirme. ¡La Policía Federal Judicial! ¡Con esa gente nunca había intercambiado palabra! Normalmente no les interesan los asuntos de prostitución, los consideran por debajo de su nivel. ¿Comprendes lo que quiero decir? Está pasando algo y quiero saber lo que es.
Empezaba a sospechar qué quería de mí. Me pareció bastante absurdo.
—¿Pero no eres tú quien trabaja en la policía? ¿Qué puedo hacer yo? —reaccioné disuasorio.
—Yo soy policía, no inspector. En Bélgica no hacen nada, eso me ha quedado bien claro, y tampoco estoy dentro de la investigación en los Países Bajos. Lo que oigo de la misma, no me gusta: los siguen, escuchan, molestan, pero es insuficiente para incoar un proceso, y si no se consiguen resultados pronto, cierran el caso. Si no hay posibilidades razonables de éxito, no se seguirá investigando.
—Bueno, entonces ya lo has dicho tú todo, ¿no? En Bélgica los dejan en paz por alguna razón y aquí tus colegas no tienen nada para pillarlos. ¿Qué quieres de mí? ¡Tío, mírame! Me han dado una paliza, ya sabemos quién, ¿y qué pasa con mi denuncia? ¡Nada!
Mi frustración y mi enfado reprimidos provocaron una reacción más intensa:
—¿Entonces? ¿Quieres dejarlo todo cómo está? ¡Ayúdame, joder!
Levanté las manos al aire con un gesto de rechazo y dije:
—No te comprendo. El que yo tenga que ayudarte a ti es el mundo al revés, ¿no?
—¿Que tú no me comprendes a mí? ¡Soy yo quien no te comprende a ti! ¿No sentías tanta lástima por ella? Al menos no me dio la impresión de que lo que más te importara fuera el dinero. ¿Me equivoco?
—No te equivocas. ¿Y qué?
—No he venido aquí por las buenas, he estado informándome sobre ti. Si eres tan bueno como dicen, ¿por qué no me ayudas entonces?
—Este capítulo ya está cerrado para mí.
—¿Es así? Sigues vivo, ¿no? Se habría terminado si te hubieran matado a patadas. Ahora puedes devolvérsela.
Había puesto todo su poder de persuasión en esas últimas palabras. Me puse en pie y me dirigí hacia la ventana. Mientras miraba afuera, sentía los ojos de Rik Kronenberg en mi espalda. Frustrado, al borde de la extenuación, demasiado implicado en el destino de una muchacha que, entre tanto, se había convertido en «Nadine», trabajando en un departamento de la policía donde no estaba autorizado a investigar, ¿qué me hacía confiar en este hombre? En una cosa sí que tenía razón, el que hubiera aparecido por aquí significaba que el asunto todavía no se había terminado, por mucho que me empeñara. Pero si iba a hacer algo, tendría que garantizarme que sería a distancia. Quería evitar, costara lo que costara, verme enfrentado con esos hermanos.
—¿Qué quieres en concreto de mí?
—El que me diga un inspector federal belga que debo dejar en paz a los hermanos Perun significa algo. No me han dicho que la razón sea porque la policía es corrupta, no tengo nada que decir al respecto, ¿no? Debe de haber otra razón por la que debo de dejarlos en paz. Ayúdame a encontrar algo con lo que podamos pillarlos.
—¿Qué información puedes conseguir? Aparte de lo que me has contado, no sé nada de esa gente. ¿Tienes acceso, por ejemplo, a lo que ha ido reuniendo la investigación criminal?
—En la JZP tengo buenos contactos, allí sí que puedo entrar.
—¿Pero? —pregunté.
—Sé que también la BFER, la Policía Judicial para Delitos Financieros y Económicos, está recopilando información para el dossier, pero por desgracia allí no conozco a nadie. Son muchachos que van siempre por libre.
—¿A qué se dedican allí?
—Observan sus empresas y los flujos monetarios. Estructuras de blanqueo de dinero, cuentas secretas en el extranjero, fraude fiscal, ese tipo de cosas.
—¿Y en Bélgica? ¿Puedes sacar información de allí?
—Tendría que averiguarlo —respondió hosco y comprendí que no podía esperar mucho por ese lado.
Sopesé lo que había oído. El hecho de que iba a cometer un delito si veía información que no estaba destinada a terceros no me importaba mucho. El hecho de que en el mejor de los casos iba a poder comprender a lo sumo una parte de lo que había recopilado la policía judicial me parecía más jodido.
—¿Podrías llevarte la información de la JZP sin llamar la atención?
Se dio cuenta de que prácticamente ya me había convencido y respondió con un «sí» muy rotundo.
—Empecemos, pues, pero con una condición: quiero ver lo que los demás han recopilado, pero yo no me implicaré en la investigación de manera activa.
Asintió con la cabeza:
—No te pido más.
Se marchó sin darme las gracias. A su modo de ver, yo tenía mis propios motivos para entrar en el asunto, no lo estaba haciendo por él.
Busqué entre mis papeles las fotos de Nadine Husak y las coloqué delante de mí sobre la mesa. Sólo había intercambiado un par de palabras con ella. Cuando estuve sentado a su lado en el coche de Dirk Braam se había pegado a la puerta para que la distancia que nos separaba fuera la máxima posible. No me conocía y no tenía ninguna razón para confiar en mí, menos después de todo lo que le había pasado. Vi la tristeza en su rostro mientras estaba durmiendo y entonces pensé que el resto de su vida tendría que llevar consigo todo lo que le habían hecho. El resto de su vida. Sacudí la cabeza amargamente: qué poco puede llegar a saber un hombre.
No había significado nada para el chulo que la prostituía ni para el putero que la utilizaba. Una puta joven, que acababa de cumplir la mayoría de edad y por eso estaba permitido follársela. Así estaba dispuesto en la ley neerlandesa. En realidad, todavía seguía siendo una niña, una niña a la que habían obligado a prostituirse y a la que se le había venido encima una incomprensible cantidad de miseria. Una niña que regresó con la gentuza que la maltrataba cuando amenazaron a sus padres y hermanos, a quienes había querido proteger. Lo mismo hizo por su hijo nonato cuando la obligaron a abortar. Allí había trazado una raya, sola, con nadie a quien recurrir. Cuánto valor había sido necesario para enfrentarse a esa chusma. Y qué miedo debió de haber pasado.
Rik Kronenberg tenía razón: no estaba haciéndolo por él.