Robert Giltaij van Puyvelde vivía en la décima planta de un moderno y alto edificio de apartamentos construido en semicírculo. A derecha e izquierda del ascensor había sólo dos espléndidos apartamentos en cada planta y, desde el suyo, el catedrático de Economía gozaba de unas fabulosas vistas despejadas sobre el Amstelpark y los prados que había detrás.
Disfruté poco del panorama y me volví a un cuarto de estar que, a pesar de las dimensiones más que generosas, apenas ofrecía espacio para poder moverte libremente. No sólo las elevadas librerías estaban cargadas hasta los topes de un montón de libros, revistas, periódicos antiguos y pilas de papeles, sino que el suelo, las mesas y las sillas estaban cubiertos también. Para poder ofrecernos un asiento a Luz y a mí, liberó con prisa dos sillas que había junto a la mesa del comedor, tras dudar un instante dónde podría encontrar un nuevo lugar para los papeles amontonados. Por los títulos, se veía que su interés estaba más o menos dividido entre dos cosas: el terreno profesional de la economía y el ajedrez. En cualquier caso, no compartía la pasión de su padre por el arte, pues no fui capaz de descubrir ningún libro sobre el tema. En medio de las pilas de libros y papeles, vislumbré al menos tres tableros de ajedrez, en los que resultaba obvio que se estaban estudiando posiciones o tal vez partidas que incluso se encontraban en curso.
—¿Está jugando varias partidas a la vez? —pregunté cuando entró en la habitación con la bandeja del café.
—Sí, en efecto. ¿Juega usted también al ajedrez?
—No, qué va, pero admiro a las personas que son capaces de pensar más de uno o dos movimientos con antelación. ¿Y contra quién está jugando?
Dejó la bandeja y señaló el tablero de ajedrez que había en una mesa auxiliar junto a una poltrona:
—En este tablero estoy jugando contra un vecino del piso de arriba en este mismo edificio que se pasa por aquí de vez en cuando. —A continuación, señaló el tablero de su mesa de escritorio—: Ese lo juego por internet, contra una persona de Alemania. —Por último, señaló un tablero que de momento se encontraba aparcado en un aparador—: Y en ese contra un socio del club de ajedrez. Nos juntamos allí todas las semanas. Si no conseguimos terminar esa noche la partida, la seguimos jugando en casa y nos comunicamos los movimientos por teléfono.
—Por lo que se ve, se toma usted muy en serio la práctica de su afición —apostilló Luz—. Tiene muchos libros de ajedrez.
La palabra afición no le gustó mucho:
—No sé si podría llamársele afición. Sí que es un deporte, un deporte mental que exige bastante si lo practicas en serio. —Hizo un gesto hacia la mesa—: Siéntense. Les gustaría hablar sobre mi padre, naturalmente. —Tras habernos servido el azúcar y la leche, entró en materia—: He reflexionado sobre lo que me dijo ayer, pero me pregunto si podré ayudarlos. Mi padre falleció en 1968 y mi madre en 1980, ya han pasado más de veinticinco años. Yo apenas contaba con veinte cuando mi padre murió, bien es cierto que ya no era un niño, pero sí que tenía una edad en la que te consideras el principal centro de atención y lo demás es accesorio. No obstante, intentaré responder a sus preguntas lo mejor posible.
Mientras Luz hablaba con él, me llamó la atención lo mucho que parecía contrastar este hombre con su entorno. Quizá me equivocaba y sí que podía hablarse de orden en este caos aparente. Cuanto más lo miraba y escuchaba, tanto más me inclinaba a creer que sabía el lugar exacto donde se encontraba cada cosa en todas esas pilas que nos rodeaban. Para alguien que frisaba los sesenta años parecía estar muy en forma, tenía un aspecto cuidado y, aunque nos había recibido en casa, lo hizo bien vestido, con traje, incluida la corbata. Elegía con prudencia las palabras, articulaba con claridad y parecía contrario a la pompa externa. Lo único teatral que pude descubrir en él fue que, para enfatizar su argumentación, se quitaba y guardaba las gafas de lectura con regularidad, para al instante siguiente volver a ponérselas en la punta de la nariz. Atendía a Luz con complacencia, pero distante, como si el asunto que tratábamos no se refiriera personalmente a él. Le relacioné de manera inconsciente con su padre, al que me habían descrito en semejantes términos. Sin embargo, aquel había saltado delante del tren.
Cuando le dije que estaba enterado, reaccionó tranquilo e impasible. No podía atisbarse nada de sorpresa o quizá enfado por el hecho de que lo supiera. Sólo preguntó quién me lo había contado. Al oír ese nombre, meneó la cabeza y dijo:
—No me dice nada, pero he de añadir que mi padre tampoco tenía ningún verdadero amigo entre sus colegas, al menos ninguno que yo conociera. Mi madre sí que se quejaba alguna vez de que tras el entierro de mi padre nunca había vuelto a tener noticias del Boijmans, mientras que él se había entregado al museo en cuerpo y alma durante dieciocho años. Una reacción comprensible, pero yo lo veo de otra forma y, en cualquier caso, como algo menos negativo. Mi padre era respetado, de esa estima sí gozaba, no existía la menor duda, pero en su trabajo no tenía ningún vínculo personal. Nunca venían colegas invitados a nuestra casa. —Como una constatación, sin ningún matiz negativo, concluyó—: Mi padre no era de ese tipo de personas.
De nuevo me sorprendió esa racionalidad, como si no estuviéramos hablando de su padre, sino de alguien diferente.
—Por su antiguo compañero me enteré de que entonces no se dio ninguna explicación para su fallecimiento. Espero que no le moleste al preguntarle si usted sí la tiene.
—No, no me molesta. A lo sumo, me parece un poco irreal que estemos manteniendo esta conversación, pero usted vino a mí con una historia bastante extraña. Para volver a su pregunta, no, yo tampoco tengo una explicación. Lo que sí sé es que no hace falta que la busque en el ámbito familiar, pues la relación entre él y mi madre era buena y eso también servía para la que manteníamos él y yo. Esa es también la razón por la que he decidido atenderle.
—¿A qué se refiere? —pregunté.
—Con su pregunta sobre el suicidio de mi padre sugiere usted, o al menos se pregunta, si tiene algo que ver con esas carpetas desaparecidas. ¿O no es así?
—Esa idea, en efecto, sí que se me había pasado por la imaginación, pero no es más que una vaga posibilidad.
Asintió con parsimonia y dijo:
—Le honra no sacar conclusiones demasiado precipitadas. En absoluto quiero darle la impresión de que para él ocupáramos un lugar secundario, eso suena muy quejumbroso y no hace justicia al amor que profesaba por nosotros, pero para mi padre su trabajo era muy importante. Su tiempo libre también se lo pasaba pensando en él; aparte de su trabajo, no tenía otras aficiones —concluyó señalando hacia uno de los tableros de ajedrez. Se puso en pie y se dirigió al aparador mientras seguía hablando—: Estuve buscando en sus papeles ayer por la noche hasta bien tarde. —Cogió unas cuantas carpetas archivadoras y las colocó sobre la mesa ante nosotros. Después soltó a bocajarro—: Deben compararlas con las que han examinado en el Boijmans, pero me parece que lo que ustedes echan en falta se encuentra en estas carpetas. —La expresión de nuestros rostros debió de ser muy significativa, porque templó de inmediato nuestras expectativas—: A primera vista no pude descubrir nada llamativo, pero tampoco es que sea un entendido en materia de arte. Usted sí que está metido profesionalmente en ese mundo, ¿no?
—Sí, de vez en cuando —le respondí.
—Quizá descubra algo que se me haya pasado por alto a mí.
Le acerqué las carpetas a Luz:
—¿Quieres mirarlas? Tú eres la más indicada para compararlas con las que ya viste en el museo.
—Si tienen un poco más de paciencia —dijo él—, quisiera mostrarles algo más. Algo que, dicho de la manera más suave, sí que me parece de lo más extraño.
Recogió de la esquina de la mesa una pila de lo que parecían antiguos cuadernos escolares de color marrón oscuro, con una cubierta de cartón duro. En la etiqueta blanca del ejemplar que estaba encima, aparecía escrita a mano la fecha «1968».
—Estas son las agendas de oficina de mi padre, desde los últimos diez años hasta su muerte. Ayer por la noche las hojeé todas. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que las vi. Mi padre era un hombre muy trabajador, es algo que vuelve a llamarme la atención ahora, y sus agendas están llenas de citas. Seguro que les interesará una en concreto.
Abrió la agenda que se encontraba en la parte superior por la página en que estaba pegado un post-it. Sin decir nada, señaló un nombre en medio de otros nombres: «M. Toonder, Ámsterdam». Al igual que con las demás citas, se mencionaba brevemente el tema de conversación: «Verificar la historia de Donnars».
Para mi absoluta sorpresa, aquí también aparecía el nombre de Marten Toonder. Giré la agenda hacia Luz, para que también ella pudiera leer el nombre, y pregunté:
—¿Su padre conocía a Marten Toonder?
Robert Giltaij van Puyvelde negó con la cabeza:
—No, que yo sepa. En cualquier caso, en casa nunca oí mencionar ese nombre. Y para anticiparme a su siguiente pregunta, he vuelto a estudiar sus agendas y esta es la única vez que el nombre de Toonder aparece allí escrito. —Dejó caer un breve silencio y continuó—: Tres semanas antes de su muerte.
Luz y yo guardamos silencio, conscientes del peso de sus palabras y buscando una posible explicación para lo que acabábamos de oír.
Robert Giltaij van Puyvelde no la esperaba:
—Hoy he dormido muy mal, su llamada telefónica ha puesto muchos resortes en marcha. Todos esos años he estado aceptando la muerte de mi padre como lo que era, como algo inexplicable y, si hubo un motivo claro para su suicidio, a mí me resultaba desconocido en cualquier caso. ¿Quién sabe lo que se le habría estado pasando por la cabeza? Yo entonces era demasiado joven para ocuparme de ese tipo de cosas. Ahora llama usted por teléfono y puede que exista una explicación lógica.
—Hay tantas cosas que no sabemos, que deberíamos proceder con cautela —reaccionó Luz—. ¿El nombre de Donnars le dice algo?
—No, tampoco. Pero su nombre aparece también una sola vez en la agenda. —Retrocedió unas cuantas páginas para señalar otra cita—: Mi padre visitó a ese Donnars, en algún lugar de La Haya, ocho días antes de su cita con Marten Toonder.
Luz y yo leímos lo que aparecía apuntado: «E. Donnars, Tienda de Antigüedades Het Oude Binnenhuis, Nobelstraat Ia, La Haya».
Aunque el nombre no me decía nada, había algo que enseguida llamaba la atención: el lugar reservado para la razón de la cita esta vez se encontraba en blanco.
Con las manos entrelazadas, los índices en la nariz, Robert Giltaij van Puyvelde nos miraba expectante. No supe qué contestarle. Sin poder sacar conclusiones, reflexioné sobre lo que ya sabíamos.
Durante la guerra, el dibujante de cómics Marten Toonder había recibido ayuda económica de Johan Diekmann, el padre de un vagabundo en cuyo maletín Luz había encontrado una lista con diferentes pinturas. Esa lista nos había llevado hasta este hombre, y ahora resultaba que su padre y Marten Toonder habían coincidido una vez, no mucho antes de su muerte. Esa cita se había concertado para «verificar una historia» que le había contado un tal E. Donnars.
—Yo estoy tan sorprendido como usted —le dije— y en este momento desde luego que no tengo ninguna explicación.
—Tampoco la habría esperado, entiéndame bien —fue su respuesta cortés—. Tal vez les parezca algo impaciente, pero comprendo muy bien que nosotros, como ya usted observaba con razón —miró a Luz—, debemos proceder con cautela. Quizá debieran examinar primero esas carpetas. Tómense el tiempo que consideren necesario, luego vendré de nuevo a sentarme con ustedes.
Nos dejó solos y se instaló en su mesa.
Necesitamos menos de una hora para estudiar el material y ver confirmado lo que ya nos había anunciado Robert Giltaij van Puyvelde: no contenían nada sensacional. En opinión de Luz, la estructura era la misma que había encontrado en el Boijmans con las otras pinturas de Rubens, y se refería sobre todo a la génesis, modo pictórico y significado de los dos lienzos dentro de la obra del pintor. Se había hecho un estudio exhaustivo de las obras de arte, sobre la provenance no se mencionaba nada más que los lienzos procedían de la colección de D. G. van Beuningen.
Cuando hubimos terminado, Robert Giltaij van Puyvelde volvió a reunirse con nosotros. Estábamos a punto de marcharnos, pero había algo que me había estado preguntando durante todo este tiempo.
—¿Tiene usted alguna afinidad especial con Rubens? —le pregunté.
—¿Se habría esperado reproducciones suyas en las paredes? —me respondió sonriendo—. Pero tiene razón, no siento más que un interés superficial. La pintura no me apasiona en exceso y, entre tanto, ya sabe, mi tiempo libre lo dedico a otras cosas.
—Por supuesto —respondí—, en cualquier caso le estamos muy agradecidos por habernos querido atender. Si llegamos a averiguar algo más, tenga por seguro que se lo comunicaremos.
Noté que dudaba cuando quise darle la mano.
—¿Tienen un momento aún?
Salió de la habitación y Luz y yo nos miramos sorprendidos.
—Siéntense de nuevo, por favor —dijo cuando regresó.
Dejó ante nosotros, sobre la mesa, un pedazo de papel de embalar que abrió con cautela, sin tocar el contenido. En el papel había un dibujo de unos veinte centímetros por treinta. Era un esbozo de tres mujeres desnudas, en diferentes poses, con dos putti por encima de sus cabezas que utilizaban flores para coronarlas. Los contornos habían sido plasmados con rapidez, pero con tanto acierto que las robustas y redondas formas corporales y la expresión de los rostros eran perfectamente naturales.
Durante todos los años que había estado desempeñando este trabajo había entrado en contacto varias veces con pinturas singulares. Sentí cómo se me ponía la carne de gallina cuando sospeché qué era lo que había sobre la mesa.
—¿Este es un dibujo original de Rubens, de su propia mano?
Robert Giltaij van Puyvelde asintió y dijo:
—Es un estudio preliminar para dos pinturas mayores, una está colgada en Florencia y la otra en Madrid.
Nos quedamos contemplándolo en silencio durante un rato, luego mi admiración dejó lugar a la pregunta de por qué había decidido enseñárnoslo.
—Ya les dije que no deberían buscar la muerte de mi padre en el ámbito privado. Esta es la prueba, para mí es incontestable que mi padre amaba a mi madre. Este dibujo se lo regaló cuando llevaban veinticinco años de matrimonio. Como ya dije, no soy ningún experto, pero se llama Las tres gracias. Las tres mujeres aquí representadas son las acompañantes de Venus, la diosa del amor. —Fue señalándolas una a una—: Aglaya es la divinización de la belleza, Eufrósine de la alegría y Talía de la felicidad floreciente.
Volvió a levantar la vista, nos miró y concluyó:
—Yo estaba presente cuando mi padre le fue explicando su significado y dijo que ella, su esposa, mi madre, representaba para él las tres cosas a la vez.
Una vez estuvimos en la calle, invité a Luz a tomar un café junto al río Amstel, al fin y al cabo estábamos cerca. En una terraza, que fue llenándose poco a poco, encontramos un lugar junto al agua. Todavía me resultaba difícil creer que acabábamos de contemplar un dibujo de Rubens. Un esbozo sencillo, bien es cierto, pero suyo al fin, de su propia mano y, además, algo que debía tener unos cuatrocientos años de antigüedad.
Luz estaba menos impresionada y pronto terminamos hablando del siguiente paso que podíamos dar. Mientras estábamos discutiéndolo, contemplábamos lo concurrido que estaba el río. Muchas personas habían aprovechado el buen tiempo para salir con sus botes.
Un cuatro con timonel, al que gritaba con una vieja bocina un entrenador que iba en bicicleta al otro lado del agua, me hizo recordar la época en que yo también había sido miembro de un club de remo al comenzar mis estudios en la universidad. Al final resultó que el remo no estaba hecho para mí, pero allí conocí a Eileen, que ahora había pasado a ser un recuerdo irreal, como mi vida entera se había convertido en irreal antes de que ella falleciera. Tras su muerte perdí el norte por completo durante mucho tiempo, pero poco a poco había ido mejorando y de momento ya había dejado los antidepresivos. Tal como estaba ahora aquí, con el sol dándome en la cara, me encontraba bien, no había más y tampoco pedía yo más.
Miré a la mujer joven sentada a mi lado. Su atractivo lo ratificaban las miradas de los demás hombres en esta terraza, pero ella parecía no darse cuenta. Su trabajo era importante para ella y era buena en él, yo mismo lo había podido constatar de cerca, pero ¿dónde estaban el placer y la alegría? Como mínimo, era incómodo ver cuánto se esforzaba por hacer algo de su vida y lo difícil que por lo visto le resultaba.
—Tu madre es peruana, ¿no? Eso me contó Jaap la última vez.
—Sí, es cierto. ¿Y a qué viene eso? ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. ¿Has estado allí alguna vez?
—Una sola, con mi madre. Ella es de Cuzco, esa ciudad fue el corazón del imperio inca, en lo alto de los Andes.
—¿Y qué tal lo pasaste allí?
Guardó silencio por un momento, en busca de las palabras adecuadas.
—Digámoslo así: me resultó difícil ver el efecto que producía en mi madre. Ella desciende de los incas y está muy orgullosa, pero también hay algo que la entristece, sobre todo cuando está en Cuzco. En esa ciudad y sus alrededores hay toda clase de ruinas que recuerdan lo impresionante que debió de haber sido ese imperio. Por otra parte, su gloria se esfumó del todo para siempre, destrozada ya hace tiempo por los españoles. Sin embargo, sigue perviviendo aún con mucha fuerza en los corazones de muchos indios, sobre todo en el de mi madre y su familia. ¿Suena absurdo?
—No, por supuesto que no. Puedo hacerme una idea de lo difícil que debe de resultarle vivir aquí en los Países Bajos.
—Bueno, hablan a menudo de regresar, cuando mi padre se jubile. Quizá lo hagan algún día.
—¿Pensaste alguna vez en irte a vivir allí?
—No, ni hablar —respondió muy segura—. ¿Qué podría yo hacer allí? La policía es una enorme banda de corruptos, allí sólo puedes hacer carrera si tienes los contactos adecuados. El ser bueno o malo en tu trabajo no tiene ninguna importancia. Aquí puedo conseguir algo gracias a mis cualidades. Y, además, aquí tengo mi vida.
Como si tuviera miedo de que le preguntara en qué consistía exactamente esa vida, cambió de tema y se puso a hablar con demasiado entusiasmo sobre el hombre al que habíamos ido a visitar.
A ella le pareció que había hablado sobre el suicidio de su propio padre con llamativa racionalidad e impasibilidad. Mi impresión sobre Robert Giltaij van Puyvelde era algo distinta. Por impasible que fuera su exterior, en el fondo me parecía que se sentía un tanto incómodo. Tal vez se debiera a la vergüenza, la vergüenza que le producía el hecho de que hubiera sido necesaria la llegada de unos extraños para concienciarse de que nunca había ahondado en las razones del suicidio de su padre, dejándolo sin indagar durante todos estos años.
Quizá fuera esa también la razón por la que había dormido mal.