Resurrección o no, en los días que siguieron tuve una recaída. Me dolía tanto la pierna derecha que apenas podía levantarme de la cama, no digamos ya salir a la calle. El fisioterapeuta que me trataba lo achacó a una sobrecarga como consecuencia de un programa de entrenamiento demasiado intenso y, sin decirlo con muchas palabras, me echó toda la culpa. En lugar de un progreso gradual, mi recuperación estaba ahora estancada y mi forma física retrocedía de nuevo. Frustrado, llamé a la policía para ver si habían hecho algo para coger a los que me habían dado la paliza. La respuesta fue desconcertante: nada, nada en absoluto. No se habían producido progresos y, sin pruebas, no había causa. Llamé a la comisaría de la Beursstraat, buscando a Rik Kronenberg, pero no conseguí hablar con él y tampoco me devolvió la llamada. ¿Estaría buscando todavía a Nadine Husak?
De momento, tampoco resultaba necesaria la ayuda que le había ofrecido a Luz. Me llamó para informarme de que había hablado con la conservadora de Arte Antiguo del Boijmans Van Beuningen. Mi enfado inicial por no haber podido estar allí, pese a que me lo pidiera, rápido dejó lugar a la exaltación.
Para mi sorpresa, resultó que el museo poseía nada menos que veintisiete pinturas y dibujos de Rubens. Dieciséis habían sido adquiridos por la persona que en 1958 añadió su nombre al del museo: D. G. van Beuningen. Este legendario gran empresario del puerto de Rotterdam y coleccionista de arte ya había regalado en 1925 su primer Rubens al museo, y en los años sucesivos le seguirían muchos más regalos. Para ir creando su colección de arte, se dejó aconsejar entre otros por Hannema, a la sazón director del Museum Boijmans y un entendido en arte de reputación internacional. Como contrapartida, Van Beuningen no se olvidaba de regalar al museo algún que otro lienzo con cierta regularidad o lo apoyaba económicamente. Tras su deceso en 1955, la colección pasó a manos del museo en 1958. El precio que se pagó por ella fue de dieciocho millones de florines, la cantidad que los herederos debían por los derechos de sucesión. El museo se enriqueció de golpe con tantas obras de arte que debieron construirse salas de exposiciones y contratar más personal.
Los dos lienzos en los que estábamos interesados habían formado parte de la última donación, la más importante. Ahora que se había esclarecido esta primera parte de la provenance, surgía la pregunta de cómo habían llegado a poder de Van Beuningen. Luz tuvo acceso a algunos documentos, incluidos las facturas originales, en los que se comprobaba que habían sido adquiridos con poco tiempo de diferencia, el 22 de abril y el 14 de mayo de 1943. Por El martirio de San Livinio, Van Beuningen había pagado ochenta y cinco mil florines, y por Las tres cruces noventa mil. Los dos habían sido comprados al marchante de Ámsterdam P. de Boer, que llevaba ya mucho tiempo fuera del mercado. La conservadora le mostró una copia del «Libro de adquisiciones» en el que Van Beuningen anotaba con su propia mano todo lo que compraba: allí también estaban impecablemente recogidos.
Yo no tenía la lista a mano y pregunté:
—¿Concuerdan las cantidades y las fechas con lo que tenemos?
—Las fechas son exactas, pero las cantidades de nuestra lista son inferiores. Por El martirio de San Livinio la diferencia es de ocho mil florines y por Las tres cruces diez mil.
—¿Entonces? —pregunté.
—Entonces, nuestra lista probablemente no sea del marchante P. de Boer. Al menos supongo que la diferencia entre esos precios es la ganancia que obtuvo el marchante en esta transacción. ¿Es correcto mi razonamiento?
—Sí, pienso lo mismo —respondí.
¿A quién había comprado entonces los cuadros el marchante P. de Boer? A esa pregunta no supo contestar la conservadora. Ella suponía que a una colección privada, que se desprendieron de tantas obras durante la guerra en parte porque los precios durante esos años eran excelentes como consecuencia del afán de compra de los nazis, en parte porque la crisis económica obligaba a veces a los coleccionistas a vender alguna que otra pieza. En esos años cambiaron de propietario muchos cientos de pinturas de pintores conocidos y menos conocidos del Siglo de Oro. La conservadora no veía ningún motivo para seguir buscando la provenance de estas dos obras y menos aún tener alguna posibilidad de éxito.
Sin embargo, ofreció a Luz la oportunidad de estudiar en el archivo la documentación de un antiguo colaborador. Este Egbert Giltaij van Puyvelde fue contratado en 1950 como asistente científico por el Departamento de Pintura y Escultura y el Departamento de Dibujos, con la tarea específica de inventariar la colección de Rubens que poseía el museo. El resultado fue la publicación en 1960 de un catálogo que todavía se consideraba la obra de consulta por excelencia para todos los que quisieran saber más sobre esta colección.
Llamar al caballero no era ninguna opción, pues había fallecido en 1968 y, si bien en el catálogo se describían ampliamente las dos pinturas, no se decía nada más de lo que Luz ya había oído de boca de la conservadora. Pasó algún tiempo hasta que pudo ser rastreado todo el material de Giltaij van Puyvelde y, cuando Luz por fin abrió las tapas polvorientas de las cajas de cartón amarillentas, que probablemente habían permanecido cerradas durante décadas, le asaltó la sensación de retroceder mucho en el tiempo.
En las cinco cajas se encontraba el resultado de ocho años de investigación exhaustiva: cientos y cientos de páginas mecanografiadas y manuscritas llenas de resultados, copias de material de terceros, nombres de personas de contacto, anotaciones de conversaciones, catálogos antiguos. Por cada obra de Rubens propiedad del museo, el investigador había creado una carpeta aparte en la que se guardaba la información: cuál era la fecha de realización más probable, cómo encajaba en la obra del maestro, quién podía habérselo encargado, cuál era el significado de lo representado, qué técnica pictórica se utilizó, qué contemporáneos inspiraron tal vez a Rubens, en qué colecciones se encontraban obras comparables.
Luz comprendió pronto que había algo que no estaba en regla: faltaban las carpetas de El martirio de San Livinio y Las tres cruces. En las horas que siguieron estuvo buscando en vano una explicación en el resto de papeles. Examinó el catálogo otra vez, pero en las cajas no encontró nada que se hubiera basado en lo que se mencionaba en ese mamotreto. ¿Estarían esas carpetas acaso en algún otro lugar, las habría utilizado alguien y después no las habría archivado en su sitio? Pidió a la conservadora una posible aclaración, sin resultado alguno.
—He de decir que, cuando volví a verla, la situación resultó también un poco incómoda —concluyó Luz—, mientras que hasta entonces no había hecho más que colaborar.
—Probablemente para ella también es un asunto muy delicado que falte algo de su archivo. Sobre todo si lo ha constatado alguien de la policía.
—Sí, tal vez sea así. Yo he continuado siendo amable, tampoco gano nada con presionarla. ¿Y cómo seguir ahora? ¿Es posible que nuestra lista sea de un coleccionista de arte que vendió parte de su colección durante la guerra? Eso estaría en la línea de lo que decía la conservadora. Puedo averiguar si se conoce a algún Diekmann que sea coleccionista a través de tus contactos en el mundo del arte.
Sonó titubeante, como si aún no estuviera convencida de que fuera el siguiente paso más lógico a seguir.
—Podría ser —dije yo—. Entonces, el padre de Mathias Diekmann no sólo habría ayudado económicamente a Charley Toorop y a Marten Toonder, sino que también habría sido un coleccionista.
Al escuchar mis propias palabras, me invadió la duda de si este era realmente el planteamiento correcto. Sondear entre la gente dedicada al arte sobre algo que había ocurrido hacía ya tanto tiempo era precisamente lo que le había desaconsejado la vez anterior. Incluso con esta nueva información seguía siendo buscar una aguja en un pajar. Pero ¿cuál era la alternativa?
—¿Pudiste contemplarlas? —pregunté.
—¿Te refieres a las pinturas?
—Sí.
—La de El martirio de San Livinio sí, la vi brevemente, pero Las tres cruces está en el depósito.
—¿Y bien? ¿Es un cuadro bonito?
—Desde luego, pero a mí el arte antiguo no me gusta tanto. Y es bastante cruenta. Los demonios le arrancan la lengua al santo y los ángeles descienden del cielo para liberarle y castigar a sus torturadores.
—¿Es un cuadro grande?
—No, qué va. ¿Cuánto puede medir, sesenta centímetros por ochenta? En el marco aparece una chapa de cobre en la parte superior donde puede leerse «Coll. D. G. van Beuningen». Por cierto, estaba colgado en un sitio bastante perdido, en una especie de pasillo que comunicaba dos salas.
Tras la conversación telefónica, me quedé tumbado en la cama con la mirada clavada en el techo e intenté ordenar mis pensamientos. De todas esas obras de Rubens que este Giltaij van Puyvelde había estudiado de manera tan exhaustiva, faltaban precisamente las dos carpetas que nos interesaban. Era imposible que se tratara de una casualidad. Debía de haber una razón, al igual que Mathias Diekmann había tenido una razón para esconder la lista en el maletín que siempre llevaba consigo. El retrato de su padre y la carta de Charley Toorop estaban dentro de la bolsa, pero justo la lista con las pinturas había sido ocultada de manera concienzuda. ¿Por qué? No podía encontrar ninguna explicación.
Pasó algo de tiempo antes de llegar a comprender que debería recurrir a mi experiencia y a mi método de trabajo habitual. Sólo podía localizar algo que sentía todavía demasiado alejado de mí mirando cerca, a mi alrededor, el paso siguiente que podía dar, algo que sí se encontrara a mi alcance. Porque así era como estaba acostumbrado a operar, paso a paso, detalladamente y poniendo toda la atención. Llegado a este punto, tampoco importaba lo largo que resultara el camino y sólo existía ese único paso siguiente.
Sentí un alivio cuando pasé a la acción. Llamé a la conservadora del Boijmans Van Beuningen y aludí a la visita de Luz ese día por la mañana. Cuando se hubo recuperado de la primera sorpresa ante mi insólita pregunta, me puso con un colaborador del Departamento de Personal. Allí volvieron a pasarme, esta vez con un empleado que se tomó todo el tiempo del mundo para atenderme. No sólo me dio la información solicitada, sino también el nombre y la dirección de un antiguo empleado muy anciano del personal científico que todavía, ahora de voluntario, seguía haciendo de vez en cuando algún trabajillo para el museo.
Se lo agradecí de forma expresa y me las ingenié para bajar en el ascensor con la silla de ruedas. En un hospital tan grande sólo había disponibles seis ordenadores con conexión a internet para visitantes y pacientes, y todos estaban ocupados. Hube de esperar más de media hora antes de poder acceder a uno. Por suerte, buscaba un nombre poco habitual, pero aun así encontré ocho. Apunté sus números de teléfono y regresé a mi habitación. Una vez en la cama, esperé a que se me pasara el dolor más intenso de la pierna. Después fui llamando uno a uno a todos los números y con el cuarto atiné.
El inicio de la conversación resultó laborioso, aunque no podía ser de otra forma. Tuve que superar el escepticismo habitual y, cuando hubo espacio para hacer preguntas, fue como si con cada pregunta que le hacía él me disparara dos. Sin embargo, conseguí ganar el litigio y concertar una cita para la mañana siguiente.
Al final llamé al número del empleado jubilado del Boijmans. Se puso la esposa al teléfono y me prometió que me devolvería la llamada hoy mismo. Y sí, ella creía que su marido había conocido personalmente a Giltaij van Puyvelde.
—He localizado a familiares de Giltaij van Puyvelde.
Se produjo un breve silencio al otro lado de la línea.
—¿Estás ahí todavía? —pregunté.
—Sí, sí —respondió Luz titubeante.
—Su esposa falleció en 1980, pero tenían un hijo. Todo ha sido gracias a la excelente administración del departamento de personal del Boijmans que, en cualquier caso, no ha extraviado esa información. Tras unas cuantas llamadas, por fin pude dar con él. Nos hemos citado en su casa mañana por la mañana a las diez. ¿Puedes venir? Es catedrático de Economía en la Universidad Libre de Ámsterdam y vive en Buitenveldert.
—Sí, claro que te acompañaré, pero me sorprendes.
—¿Te molesta?
—No, qué va, al contrario. Sólo me pregunto por qué quieres seguir precisamente ese camino. No me lo esperaba.
No sonó como si dudara de mi planteamiento, más bien como si se preguntara si a ella, detective en formación, se le había pasado algo por alto.
—Algo ocurre con esas carpetas —la informé—. Sólo hay tres posibilidades. La primera es que las carpetas se hayan extraviado sin más, lo que me parece demasiada casualidad, no me lo creo. La segunda posibilidad es que alguien a quien no conocemos se las haya llevado. Y qué hago yo con eso, no sabría qué dirección tomar para continuar. Por último, existe la posibilidad de que el mismo Giltaij van Puyvelde haya tenido algo que ver, y eso es lo que quiero averiguar.
Luz estuvo callada durante algún tiempo, luego preguntó:
—¿Es ese un planteamiento puramente racional o te dejas llevar por un presentimiento?
No tuve más remedio que reír:
—¿Has estado charlando con Jaap sobre mis métodos instintivos? En este caso es más una cuestión de experiencia: si pongo en fila las diferentes opciones, esta es la más lógica a mi modo de ver.
Charlotte estaba sentada junto a mi cama y tomábamos café cuando el empleado jubilado del Boijmans Van Beuningen me devolvió la llamada por la tarde, durante la hora de visita. De nuevo tuve que repetir toda la historia. El anciano al otro lado de la línea hablaba con distinción y arcaísmo, eligiendo las palabras con mesura y sin ninguna prisa.
En efecto, había conocido personalmente a Egbert Giltaij van Puyvelde, pero sólo desde cierta distancia. Trabajaban en diferentes departamentos y, cuando él se incorporó al museo en 1962, Giltaij van Puyvelde ya era un científico exitoso que había firmado una obra de referencia sobre Rubens y cuya erudición se encontraba por encima de cualquier duda. Era un hombre circunspecto, algo difícil de abordar, que vivía para su trabajo. «Por lo demás, debe situarlo en el contexto de aquella época. El trato entre las personas era mucho más formal que hoy en día. El tuteo no era tan inmediato, el trato era de “usted” y anteponíamos el “señor”, así era antes.» Giltaij van Puyvelde nunca hablaba de su vida privada, pero su antiguo colega sabía de un matrimonio y de un hijo que estaba estudiando en la universidad. La única vez que los vio fue al darles el pésame tras el entierro de su esposo y padre respectivo.
A medida que avanzaba la conversación, me iba quedando claro que poca información podría sacar. Si bien este caballero estaba en disposición de contarme algo sobre la persona Giltaij van Puyvelde, no sabía casi nada del proyecto de investigación sobre Rubens de su antiguo colega, no digamos ya de carpetas desaparecidas.
Cuando me disponía a concluir la conversación, me sorprendió.
—Las circunstancias en las que falleció, por lo demás, fueron especialmente tristes —dijo.
Me pareció que durante todo nuestro diálogo debía de haber estado sopesando si debería contármelo o no, para llegar por fin a deshacer el nudo gordiano.
—¿A qué se refiere? —pregunté con cautela.
—Se tiró delante de un tren. Fue una sorpresa absoluta para todos. No lo conocí de otra manera que no fuera como un hombre de exquisito equilibrio. Aún recuerdo el entierro como si se tratara de hoy. Quizá ya hubiera antecedentes y su esposa supiera algo más, puede ser, por supuesto, pero para nosotros, sus colegas, resultó del todo inesperado. Además de la compasión que nos merecían su viuda e hijo, la incapacidad para dilucidar los motivos hizo de nuestra presencia ese día algo en grado sumo incómodo y penoso, como si estuviéramos en el entierro de un extraño.
Tras haber concluido nuestra conversación, me quedé con el teléfono en la mano y la mirada perdida. Como había durado tanto, Charlotte había salido al pasillo para hacer allí una de sus muchas llamadas. Cuando entró de nuevo, me miró indagadora:
—¿Qué ha pasado? Parece como si te hubieras quedado pasmado.