XV

Desde el momento en que me permitieron levantarme de la cama, me puse a trabajar duro en mi recuperación. Entrenaba a diario bajo el seguimiento de un fisioterapeuta y me entregaba con fanatismo al programa asignado, buscando los límites de mis capacidades y aguantando el dolor cuando me extralimitaba. Un par de veces a la semana me metían en una bañera y hacía ejercicios con la pierna derecha. El cuello, el hombro y el brazo se recuperaban felizmente, pero la pierna seguía mal. No podía doblarme bien, a veces no sentía ni la parte inferior ni el pie y el dolor constante me mortificaba.

Nadine Husak nunca se alejaba mucho de mis pensamientos. Tras la explicación que Rik Kronenberg creyó que debía darme, no volví a tener noticias suyas, quizá sólo me considerara una persona que había pasado casualmente por su vida. Dirk Braam me pagó el resto de lo que me debía y tampoco volví a saber nada más de él.

Me reprochaba a mí mismo el haberme metido sin mayores preocupaciones en un mundo que no era el mío.

Así transcurrieron semanas enteras. Las horas que no dedicaba a la recuperación me las pasaba tumbado en la cama y muerto de aburrimiento. Me avisaban para realizar algún trabajo, pero debía decirles que estaría por lo menos un mes fuera de circulación. Una empresa de seguros con la que había trabajado varias veces me envió un ramo de flores de manera espontánea, deseando que mejorara pronto. Al pasarme tanto tiempo tumbado, mi forma física se resintió, se me quitó el apetito, me sentía desganado y cada vez hablaba menos con las visitas. El dolor sordo de la pierna y la incertidumbre de si algún día volvería a funcionar como antes me volvieron irascible. Dormía mal y por la mañana me despertaba cansado. Me encontraba dentro de un túnel y tenía la sensación de que la luz del final era más débil que intensa.

Una tarde entró Jaap en la habitación empujando una silla de ruedas que colocó al lado de la cama.

—Vamos a hacer una excursión, me han dado permiso para que vengas conmigo.

—Yo no te lo he dado —dije con poco entusiasmo.

—No tengas miedo. No voy a llevarte a dar una vuelta en coche y luego a tomar en algún sitio café y tarta de manzana. Te necesitamos, podrías empezar a reactivar de nuevo el cerebro. Además, es un experimento serio para terminar de una vez por todas con tu letargo antes de que sea demasiado tarde.

En el momento en que vi a Luz Daalhoff en la recepción, comprendí cuál era el asunto que requería mi ayuda. Seguía siendo tan atractiva como la recordaba de la única vez que había estado con ella. En aquella ocasión era Jaap quien tenía mal aspecto, pero ahora me tocaba a mí. Por suerte, ella no hizo ningún comentario al respecto, me estrechó la mano con decisión, me preguntó qué tal estaba y dijo que la alegraba que quisiera volver a ayudarla. Miré a Jaap con las cejas levantadas y este me respondió con una gran mueca burlona. Luz Daalhoff se ruborizó cuando comprendió cómo habían sido las cosas en realidad, pero antes de que pudiera disculparse ya había respondido yo que todo estaba en regla.

Mientras esperábamos en la acera a que Jaap viniera con el coche, me di cuenta de que nos hallábamos en plena primavera. Llevaba semanas sin salir, mirando el cielo desde detrás del cristal. Ahora la luz del sol me acariciaba suavemente la cara y sentía la deliciosa temperatura. Sí, ¿por qué no?, pensé. Quizá el caso Mathias Dijkman fuera, en efecto, una ocasión para despejar la mente y volver a meterme en algo.

Jaap plegaba la silla de ruedas mientras yo me instalaba en la parte delantera del coche y Luz se sentaba detrás.

—¿Adónde vamos? —pregunté cuando nos pusimos en marcha.

—A Overveen —dijo Luz Daalhoff.

Se había sentado detrás de Jaap, pero ahora se movió para colocarse justo entre nuestros dos asientos, inclinándose hacia delante.

—Se ha presentado una señora que dice haber conocido a Mathias Dijkman. Según ella, iba a su casa a comer de vez en cuando. Por lo visto, con bastante regularidad, porque al ver que no venía se puso en contacto con la policía. Ellos fueron quienes me llamaron.

—¿Ya has hablado con ella?

—Muy brevemente, para concertar esta cita. Es una anciana y estaba bastante afectada. La policía de Overveen ya le había contado cómo le habían encontrado, pero a mí me preguntó dónde le habían enterrado y quién estuvo presente. Me dio la impresión de que le entristeció bastante el enterarse de lo solitario que había sido el entierro. Por lo demás, hablar por teléfono no me pareció significativo.

—Siento curiosidad.

—Qué bien. También he estado trabajando en tu propuesta de ponerme a averiguar la procedencia de las pinturas. ¿Te sigue interesando?

—Sí, claro —respondí.

Cogió un sobre que tenía al lado en el asiento y dijo:

—Léelo, he empezado con buen pie, pero hay un montón de trabajo.

Apareció una importante pila de papeles.

—Parece más de lo que es —se disculpó—. Está en orden, así que puedes hojearlo para obtener una primera impresión.

Bajo la columna «Composición», en la que aparecía la descripción de las pinturas, tuve que saltar aún de palabra legible a palabra legible, pero con ayuda de un especialista ella había logrado descifrar casi la totalidad del texto manuscrito. En un par de casos dudosos las palabras que podrían ser aplicables estaban escritas cuidadosamente. Una vez completado este paso, había estudiado de los seis pintores todos los catálogos que pudo localizar, para averiguar así si la descripción en la lista de Mathias Dijkman coincidía con lo que se había documentado sobre las obras de estos pintores. Por cada pintor había hecho un pequeño apartado con sus hallazgos. Con creciente admiración, constaté lo profundo y sistemático de su procedimiento.

En la parte superior estaba el lienzo de Rembrandt, descrito como «Estudio de un anciano con barba». El resultado de esta búsqueda fue decepcionante. Cuando leí el nombre de Eelco Posthuma y el informe de su conversación telefónica, me volví hacia ella. Eelco Posthuma era el subdirector del Rembrandt Research Project. Junto con su jefe, Ernst van de Wetering, eran los dos expertos en Rembrandt. Un dúo que ya desde la década de los años sesenta del siglo pasado se ocupaba exclusivamente del inventario de la obra de Rembrandt.

—¿Has hablado con él en persona?

—Sí, y me atendió con mucha amabilidad, pero, como puedes leer, no pudo decirme nada de esa descripción. Dice que es aplicable a muchas pinturas de Rembrandt. Sin información adicional, no puede ayudarme, y esa información yo no la tengo.

—Lo que más me sorprende es que hayas conseguido hablar con él: mis felicitaciones. Es una persona muy ocupada. A finales del año pasado salieron en las noticias, incluso en la televisión, porque se habían descubierto unas cuantas obras nuevas de Rembrandt. Pinturas que hasta entonces se habían atribuido a otros resultaron ser suyas. Las personas de ese proyecto tienen una profesión fascinante.

Jaap me miró de soslayo y dijo:

—Igual que la tuya.

—Lo mismo puede decirse de la vuestra, ¿no?

—Yo más bien me paso el día sentado ante el ordenador —respondió él— para registrar lo que he hecho y dar cuenta sobre ello. Si no está en el ordenador, entonces no existe y, por tanto, tampoco he trabajado. Eso es lo que estanca nuestro trabajo, el exceso de burocracia, que cuesta un montón de tiempo. —Se dirigió a su colega, que estaba sentada detrás—: En cualquier caso, esa es la ventaja de lo que estás haciendo ahora, Luz. No hace falta que le rindas cuentas a nadie. Si tuvieras que rendirlas, iría el doble de lento.

Luz no reaccionó, quizá fuera de otra opinión o el funcionamiento interno de la policía no le pareciera un tema para discutirlo allí y en ese momento.

Volví a sumergirme en el resto del material. En la lista había cuatro pinturas de Rubens y con ellas tuvimos más suerte. La descripción de los lienzos coincidía con dos cuadros que se encontraban en una colección privada en los Estados Unidos y con dos lienzos de la colección del museo Boijmans Van Beuningen. Constaté satisfecho que, en cualquier caso, allí había un punto de partida. De las otras trece pinturas de Hals, Lievens, Maes y Van Dijck la imagen era menos clara. Tres descripciones se apartaban de lo que aparecía en los catálogos, mientras que las otras dos eran tan generales que bien podrían haber guardado relación con más lienzos. De los ocho cuadros con los que sí había claras coincidencias, seis se encontraban en colecciones privadas de Alemania, Rusia y los Estados Unidos. Los dos restantes, uno de Frans Hals, el otro de Jan Lievens, colgaban en el Statens Museum for Kunst de Copenhague.

No era un mal resultado, ya que había logrado averiguar dónde se encontraban doce pinturas. Cuatro en museos, instituciones de las que podía esperarse que estuvieran dispuestas a dar información sobre la provenance de sus cuadros. La mayoría de los coleccionistas particulares probablemente también lo estarían, pero no era necesario seguir esa pista ahora. Desde luego, no cuando podíamos arrancar en Rotterdam, que estaba tan cerca. Yo no era ningún experto en Rubens y, por tanto, tampoco en los dos lienzos: El martirio de San Livinio y Las tres cruces, pero el museo tendría sin duda más información.

Volví a guardar los papeles y le entregué el sobre.

—Muy buen trabajo y con un estupendo resultado.

—Gracias, pero no fue muy complicado, oye. Llevó su tiempo, eso sí.

—No hace falta que pongas siempre una acotación cuando alguien te hace un cumplido, Luz. Al César lo que es del César —intervino Jaap mientras me guiñaba el ojo.

—Todavía no hemos terminado, ¿vale? —repuso ella—. Ahora lo más lógico es empezar en el Boijmans Van Beuningen de Rotterdam, ¿no crees?

Asentí:

—Sí, totalmente de acuerdo, es lo que haría yo también. Y supongo que colaborarán cuando les pidas información.

—Quizá no haga falta —nos interrumpió Jaap—. Ya hemos llegado.

Entramos a una calle con grandes casas adosadas de la década de los años treinta a ambos lados, provistas todas de profundos jardines delanteros. Nos detuvimos ante una cuya visión de su fachada nos la sustraía un alto seto. Después de que Jaap desplegara la silla de ruedas y me sentara en ella, me empujó por un fabuloso jardín de vegetación lujuriante, lleno de plantas y flores, algunas ya en plena floración. El sendero que llevaba hasta la puerta principal era tan estrecho que la silla pasaba rozando hojas y ramas, y parecía sólo una cuestión de tiempo el que todo esto quedara totalmente cubierto por las plantas.

Luz Daalhoff llamó al timbre y, mientras estábamos esperando, se me pasó por la mente el espectáculo tan extraño que debíamos de ofrecer. Yo en la silla de ruedas, con la cara maltrecha, Luz Daalhoff con sus facciones indias y el desharrapado Jaap con la melenita y el rostro ligeramente asilvestrado.

Una anciana de complexión robusta y aspecto vigoroso nos abrió la puerta. Miró directamente a Jaap y a Luz, pero por lo visto no reparó en mí. Pasaron un par de segundos antes de que me diera cuenta de que a esta señora no le importaba en absoluto nuestro aspecto.

Era ciega.