XI

Cuando Dirk enfiló el camino de entrada en la mansión de la familia Braam, la iluminación exterior alumbraba al comité de bienvenida que, integrado por Annemarie, su hija Raffaëla, Katka Adamec, un hombre que supuse que sería el médico de cabecera y, para mi sorpresa, también Charlotte, se hallaba esperando entre los pilares de mármol de la escalinata.

Al salir del coche, Dirk Braam recibió el efusivo abrazo de su esposa, que manifestaba alternativamente su enfado y su alivio por lo que había hecho su marido. Después de haber descargado así las primeras emociones, se dirigió al resto del grupo. Urgía. Preparada o no, a Katka Adamec se la veía muy afectada por el aspecto de su sobrina. Hizo un torpe intento de abrazarla, una situación que resultó aún más embarazosa al no ser su ademán correspondido. La hija de la casa, el médico de cabecera, Charlotte y yo nos quedamos allí mirando expectantes y violentos. Al igual que durante mi anterior visita, Annemarie Braam intervino para apoyar a su asistenta. Tomó la mano de Nadine y dirigió al grupo al interior. Mientras su esposo, hija, Charlotte y yo fuimos conducidos a la sala de estar, ella precedió a Katka Adamec, a Nadine Husak y al médico de cabecera hacia una de las habitaciones de invitados.

Dirk Braam nos dejó un momento a solas para ir a cambiarse de ropa, y esa oportunidad la aprovechó su hija para escabullirse. Reaccioné con brusquedad cuando Charlotte intentó iniciar una conversación con el fin de enterarse de lo que había ocurrido con exactitud, y me encaminé a la gran fachada de cristal. El agua calma y azul clara, iluminada desde el fondo de la piscina, parecía especialmente tentadora. La vez anterior había examinado con admiración las estatuas del jardín, pero ahora tenían una apariencia más bien lúgubre. Los focos escondidos en el césped las iluminaban artísticamente y contrastaban con el cielo oscuro. Era como si fueran a ponerse a andar en cualquier momento para dirigirse despacio y en silencio, paso a paso, a la casa.

Volví la cabeza cuando Dirk Braam entró en el salón.

—Nuestro jardín de esculturas. Hay personas que tienen que ir al museo para ver algo así.

—Con esta luz es como si estuvieran a punto de cobrar vida —dije.

—Es por la calidad del artista y del material, mármol italiano. No quieras saber lo que me ha costado cada escultura de esas. Por si acaso, las he fijado bien en el suelo. Por lo demás, es una estupenda inversión, con el paso del tiempo no para de aumentar su valor. ¿Queréis beber algo?

Después de habernos servido una copa y una vez que estuvimos sentados, me agradeció que hubiera corrido en su auxilio. Quizá creyera que me estaba haciendo un favor por esbozar frente a Charlotte una imagen positiva de mi participación en el «salvamento» de Nadine. A medida que avanzaba su relato, iba creciendo un matiz complaciente en su actitud. Yo, sin embargo, no estaba de humor para acompañarle, más bien lo contrario.

—¿Dónde aprendiste a luchar así? —me preguntó con una ligera sorpresa en la voz, como si lo que veía ante sí no encajara con las bofetadas que había repartido.

—¿Tiene eso alguna importancia?

—¡Bueno, pues hoy sí!

—Me entreno para estar en forma. Si me es posible, procuro evitar este tipo de enfrentamientos. Si tengo que utilizar los puños, casi siempre es porque alguien ha metido la pata.

Dirk Braam quizá había pensado que podíamos empezar a intercambiar machadas aquí, en el sofá, mientras nos tomábamos una copa, pero lo que yo quería era saber cómo estaba Nadine Husak y, después, volver rápido a casa.

Charlotte me miró sorprendida, y a Dirk Braam le sentó mal mi comentario.

—Esa chica ahora está segura —sonó cortante—, eso era lo único que me importaba.

—A mí también, sólo que debíamos de haberlo hecho de otra manera.

—¿Ah, sí? Bueno, pero así también ha salido bien.

Como no respondí, me examinó en silencio.

—Eres un bicho raro. Has terminado el trabajo, pero no parece que estés muy alegre, y eso que no eres nada barato. ¿Nunca te das una fiesta?

Era una conversación que no conducía a nada.

En ese momento entraron en el salón Annemarie Braam y Katka Adamec. Vi en sus rostros que algo no iba bien. La señora de la casa contó que el médico ya se había ido después de haberle suministrado un somnífero; estaba bastante desquiciada y el descanso era lo que mejor le venía ahora. Sin embargo, había otra cosa: el médico había confirmado que la habían maltratado gravemente e insistía en presentar una denuncia. Annemarie Braam nos comunicó de manera muy categórica que ella misma iría en persona a presentarla mañana.

Cuando dije que probablemente no fuera tan sencillo, me respondió con un desafiante: «¿No?» y me cogió resuelta de la mano, pidiéndome a mí y a los demás que la siguiéramos. Me precedió hasta la habitación de invitados y, cuando comprendí cuáles eran sus intenciones, puse reparos, pero entró en la habitación ignorándolos y encendiendo la lámpara de la mesilla de noche.

Nadine Husak yacía boca abajo en la cama y se encontraba sumida en un profundo sueño. Se le había caído la manta y se le había subido el corto camisón que le había prestado la hija de la casa. En la parte inferior de la espalda, nalgas y parte posterior de los muslos, sólo interrumpida por un tanga blanco, había una sombra oscura de cardenales y hematomas. Por un breve instante me sentí como un voyeur, pero esta sensación dejó de inmediato paso a la ira cuando me di cuenta de la fuerza y, sobre todo, de la intención con que la habían golpeado. La habían maltratado de tal manera que un cliente que estuviera examinándola por delante no vería nada, ni tampoco cuando estuviera tumbada de espaldas. Mientras Annemarie Braam respondía a media voz a las observaciones conmocionadas e indignadas de Charlotte, y su esposo maldecía con los puños apretados, yo me dirigí a la cama y me arrodillé junto a ella.

Emanaba un olor fresco, le habían quitado el maquillaje de la cara y los rizos sueltos del pelo recién lavado le rodeaban el rostro. Con la respiración tranquila y prolongada parecía estar muy lejos, pero no lo suficiente como para poder olvidarlo todo. Tenía los ojos cerrados, pero alrededor de la boca se dibujaba nítido un mohín de tan profunda tristeza que era como si en el sueño me ofreciera el espectáculo del interior de su alma. Pasaría todavía mucho tiempo antes de que esta niña pudiera volver a dormir en paz, si es que algún día lo conseguía. En la foto que había llevado conmigo todos esos días todavía sonreía alegre y despreocupada. Había pedido una foto reciente y, ahora que la veía así, me daba cuenta de que esa fotografía no podía haberse quedado más obsoleta. Quizá un psicólogo o un psiquiatra pudieran hacer algo con su miedo, pero la confianza que se desprendía de esa alegría e inocencia había muerto para siempre, ya no podría recuperarla ningún mago, esa puerta se había cerrado de manera definitiva con un fuerte portazo. ¿Qué clase de mundo era este en el que se le podía hacer algo así a una chica de dieciocho años?

Con un nudo en la garganta, le acaricié suavemente la mejilla. Me puse en pie y pasé sin decir nada por delante de los demás, que estaban aún en el vano de la puerta. Charlotte se quedó mirándome, indagadora, y preguntó: «¿Estás bien?». Me encogí de hombros y seguí por el pasillo. No me di la vuelta hasta que hube recuperado el control: «Vámonos».

En el viaje de regreso a Ámsterdam me llamó un encolerizado Rik Kronenberg.

—¿Dónde está? ¿Qué cojones te crees que has hecho?

—¿Y dónde coño estabas tú? —respondí a su ladrido. Con el rabillo del ojo vi la sorpresa en la cara de Charlotte—. Intenté reducir los daños en la medida de lo posible. Dirk Braam me llamó a primera hora de la tarde comunicándome que iba a ir por ella. Entonces intenté llamarte, pero no quisieron darme tu número y, por lo visto, tampoco ellos pudieron localizarte. ¿Cómo coño es posible, tío? Creía que trabajabas en la policía.

Ignoró mi reproche:

—Es absurdo pensar que puedes sacar a una de esas chicas de un escaparate sin más y que nadie va a reaccionar. ¿Cómo puede alguien llegar a ser tan ingenuo?

—Eso no me lo digas a mí, díselo a Dirk Braam. Había llegado a un acuerdo contigo y tenía pensado mantenerlo.

—¿Sabes con quién os habéis estado pegando? El primero, el antillano, sólo es un mandado, pero el otro es Otik Perun, uno de los peces gordos. Es peligrosísimo. Puedes darle gracias a Dios de haber salido ileso de allí.

Ya estaba harto de todos esos reproches por cosas de las que yo no tenía ninguna culpa:

—¿Sabes lo que puedes hacer? Voy a darte ahora mismo el número de teléfono de Dirk Braam, así podrás despotricar contra él. Nadine Husak también está alojada allí ahora, de manera que puedes concertar una cita cuando quieras.

Le di el número de teléfono y corté la comunicación.

Ya era tarde y apenas había tráfico en la carretera. Charlotte intentaba en vano comenzar una conversación, pero ella también estaba demasiado turbada como para seguir insistiendo. Yo miraba mi propia cara en la ventanilla y me sentía viejo.

—Es terrible lo que le ha pasado, pero, lo mires por donde lo mires, ahora está fuera de las garras de esa gente —volvió a empezar al cabo de un tiempo.

—No logro quitarme de la cabeza la imagen de su miedo cuando vio a ese hombre; era un miedo absoluto, un sometimiento absoluto. No había visto nunca nada igual.

—Ya ha pasado, Jager. Quizá tardará en librarse de ese miedo, pero ahora podrá empezar una nueva vida. Sólo tiene dieciocho años y personas que quieren ayudarla, algo nada despreciable.

—La policía me dejó bien claro que lo importante es que declare haber sido víctima de trata de blancas. Sólo de esa manera puede hacerse algo contra los hombres que la prostituyeron y maltrataron. Con el miedo que vi en sus ojos, me pregunto si se atreverá.

—Ese no es tu problema, ¿no? Tendrán que buscar otra manera. ¡Para eso tenemos a la policía!

Su indignación no nos servía de nada, como tampoco la denuncia que Annemarie Braam había esgrimido. A lo sumo generaría un poco de desahogo y alivio.

—¿No puedes alegrarte sin más de que esa niña esté ahora segura? Hay que agradecértelo a ti sobre todo.

—Ojalá fuera tan sencillo. Si la policía no pilla a esa gentuza, irán por ella. Eso es lo que me preocupa, cuánto esfuerzo invertirán en encontrarla.

—Jager, lo primero es que habrá que ver si lo hacen. Si no tienen noticias suyas, si ella tiene demasiado miedo para testificar, no les resultará ninguna amenaza. Quizá la busquen un poco, pero si no consiguen nada y tampoco pasa nada, ¿por qué tendrían que preocuparse? Y lo segundo es que cómo van a localizarla. De momento, está en una mansión en Bosch y Duin. ¿Cómo demonios iban a encontrarla?

Me volví de golpe hacia ella, a punto de espetarle las razones de mi preocupación, pero logré controlarme y dije:

—Yo la he encontrado en un par de días y, créeme, no fue difícil.

Debí de haber removido algo que ella también debió de haber sentido de manera inconsciente, porque reaccionó molesta. Golpeó con ambas manos el volante y gritó enfadada:

—¡No me hables como si fuera una tía ingenua cualquiera! Tampoco a mí me hace ninguna ilusión, pero ¿no podemos ser un poco más optimistas? ¿Pensar algo así como que hay luz al final del túnel? Joder, venga, ¿no puede estar el vaso medio lleno en lugar de medio vacío? ¿Por qué siempre eres tan negativo? ¡Realmente sí que tienes un problema, oye! Cuando estemos en Ámsterdam, pararé en el primer café que encuentre y pediré dos copas. Y luego otras dos y otras dos, hasta que te oiga decir algo positivo. Y sólo entonces podrás irte a casa.