El día siguiente al Día de la Reina, a eso de las diez de la mañana, aparqué el coche ante el edificio de apartamentos. Había hecho un tiempo excelente durante la festividad, estupendo para salir fuera, y eso podía verse por las calles. Los encargados de la limpieza no se habían pasado todavía y en la acera, delante de las tiendas, la gente había dejado un montón de cachivaches sin vender, platos de plástico con restos de comida, cubiertos y latas, y la parte delantera del escenario construido para la ocasión se había convertido en un mar de vasos de plástico pisoteados.
El coche de «Erdem» estaba en el mismo lugar donde lo había dejado. Tal vez eso significara que la muchacha también había disfrutado del día libre. Aparqué de manera que, reclinado hacia atrás en el asiento, pudiera ver justo su galería. Supuse que estarían en casa y no tenía ni idea de cuánto tiempo tendría que esperar antes de entrar en acción. No es que fuera una perspectiva extraordinaria, pero tenía comida y bebida, lectura suficiente y, si quería un buen capuchino, podía ir a la cafetería.
Seis horas más tarde vi abrirse la puerta que había estado vigilando durante todo ese tiempo y por fin salieron los dos. Y ahora, ¿qué irían a hacer? ¿Sólo unas cuantas compras para después volver enseguida? Para mi alivio, bajaron, se encaminaron derechos al coche y se alejaron. No sabía cuánto estarían fuera, pero tampoco necesitaba mucho tiempo. Me dirigí a la puerta de acceso al edificio y vi cómo una mujer extranjera con un vestido sin formas y un pañuelo rodeándole la cabeza dejaba en el suelo dos bolsas repletas de compra para sacar la llave. Apreté el paso y, en el momento en que empujaba la puerta, me presté a ayudarla.
—Ya se la sujeto yo para que pase. También tengo que entrar.
Aceptó mi ayuda con una tímida sonrisa.
Tomé la escalera y subí deprisa hasta la cuarta planta. Por si acaso, volví a contar las puertas desde la izquierda y luego llamé al timbre. Sólo había una cerradura en la puerta y era fácil de abrir. Mientras mis dedos palpaban dentro del bolsillo de mi chaqueta en busca de la ganzúa adecuada, volví a llamar otra vez.
En menos de diez segundos ya estaba dentro. Cerré la puerta con cuidado a mis espaldas y examiné el escenario que tenía ante mí. A la derecha se encontraba la pared de los vecinos, a mi izquierda pasé por delante de la cocina, el cuarto de baño con ducha y el único dormitorio, para luego detenerme en la puerta del cuarto de estar. Había un inmenso desorden. La cocina se hallaba repleta de platos sucios y restos de comida, la cama del dormitorio sin hacer, en el suelo se veía toda clase de prendas de vestir y las puertas del armario las dejaron abiertas. En el cuarto de baño se percibía aún un fuerte olor a perfume, probablemente porque la chica se habría estado arreglando poco antes de salir. Mientras tanto, él habría estado fumándose un porro, ya que en el cuarto de estar había un olor tan intenso a hachís fresco que tuve que ir a la ventana y abrirla para no marearme. El mobiliario era barato, carente de gusto y, sobre todo, demasiado grande para las dimensiones del cuarto; los muebles estaban tan cerca los unos de los otros que casi se tocaban. Un enorme sofá de esquina de cuero blanco, una mesa baja alargada con un tablero de cristal oscuro, una larga mesa de comedor con la misma clase de cristal ahumado y seis sillas con respaldos demasiado altos. Sobre un mueble bajo se encontraban los únicos objetos de verdadero valor: un enorme televisor de pantalla plana y un equipo de música. Las mesas se hallaban cubiertas de papeles, sobres, revistas, folletos de publicidad, discos compactos, DVD, ceniceros, tazas, vasos; no quedaba ningún lugar sin aprovechar. Por un instante me entró el pánico: ¿cómo demonios podría darle un repaso rápido a todo esto?
A gran velocidad fueron pasando por mis manos toda clase de facturas y requerimientos de pago; desde el gas y la electricidad, el alquiler y el teléfono, hasta joyas, DVD y juegos electrónicos comprados en empresas de venta por correo. De unos extractos de banco, de los que podía deducirse que apenas tenían dinero en la cuenta, apunté su nombre completo, Ulku Ortac, y el número de cuenta. Aquí y allá aparecían esparcidas tarjetas de «Desire Escortgirls», pero seguía sin encontrar ningún indicio de si estaba solo en este negocio o con otros. Tras haber estudiado a fondo el desorden de papeles visibles, me entregué de manera sistemática a los armarios y a los cajones. En los armarios del dormitorio no cabía más ropa cara de marca que, en su gran mayoría, pertenecía a él. Tal vez esa Sandra viviera sólo temporalmente aquí, al igual que Nadine Husak. La mesilla de noche de su lado estaba llena de maquillaje, tampones sueltos, sujetadores para el pelo y unas cuantas piezas de bisutería barata. Cuando abrí el cajón del lado de él se me escapó un silbido de asombro: en medio del completo desorden había una enorme navaja automática. El arma era muy pesada y, cuando probé el mecanismo de expulsión, la hoja salió disparada hacia fuera con tanta fuerza que se me cayó de la mano. ¡Qué jodido trasto! Quien fuera a utilizarla no tendría que hacer movimiento alguno para clavarla, pues ya era suficiente con mantenerla cerca del vientre y dejar que el muelle hiciera su trabajo para penetrar en el cuerpo con toda esa fuerza. Al imbécil no se le había ocurrido nada más que grabar su nombre en el mango. Reprimí el impulso de llevármela para arrojarla en la primera alcantarilla que viera y volví a dejarla en el cajón. En la balda de debajo, mi mirada se topó con el borde de un sobre amarillo de fotografías que había bajo una pila de DVD. Eran fotos de las vacaciones y por primera vez vi a este Ortac en compañía de otros. Volví a guardar las fotos y me quedé con los negativos.
Tras examinar la cocina, regresé al cuarto de estar. Cerré la ventana y eché un último vistazo en derredor por si se me había pasado algo por alto. Para mi decepción, no había conseguido encontrar nada que pudiera conducirme a Nadine Husak y, en el caso de que los negativos tampoco contuvieran indicaciones, debería seguir vigilando a este Ortac. Tendría para toda una jornada de trabajo con mucho mayor tiempo de espera del que había tenido hasta ahora y con resultados inciertos. Por desgracia, debía descartar la opción de sacarle a golpes toda la información. ¿Qué ocurriría si trabajaba para otros y estos se alarmaran antes de haber encontrado a Nadine Husak?
De vuelta al barrio, en el Pijp, encontré una tienda en la Ferdinand Bolstraat donde podían revelarme los negativos antes de las seis. Mientras esperaba, me fumé un cigarrillo y desde una pasarela provisoria, que unía un lado de la calle con el otro, estuve mirando las obras en la línea de metro que uniría la ciudad de norte a sur. Toda la calle estaba levantada y el pozo de edificación era tan ancho que el vallado casi alcanzaba las fachadas de las casas. Así llevaban ya más de un año y apenas podían apreciarse progresos, a pesar del esfuerzo de enormes excavadoras y otra maquinaria pesada, y que según las noticias en el periódico el presupuesto se había reajustado al alza.
En el momento en que un camión salía del pozo de edificación con un ruidoso ronquido, me sonó el teléfono. El estruendo que rebotaba a uno y otro lado de las fachadas era ensordecedor.
—¡Dígame! —grité—. ¡Un momento! —Salí corriendo hacia una calle lateral—. Sí, perdón, ¿quién es?
—Soy Luz Daalhoff.
—¡Ah, hola! ¿Qué tal estás?
—Bien, ¿tienes un segundo?
—Sí, estaba esperando. Dime. ¿Se trata de ese Mathias Dijkman?
—Sí, en efecto. Pensé en llamarte para contarte lo que había logrado averiguar.
—¿Y bien?
—Bueno, sí, es bastante decepcionante. Estuve tanto en la Biblioteca Real como en la Oficina Real de Documentación de Historia del Arte y la carta es, en efecto, de Charley Toorop. La he comparado con otras cartas y es la misma máquina de escribir. Coinciden las mismas líneas desplazadas y medio solapadas y también la manera de rellenar a mano las letras que faltan, pero no he encontrado por ningún sitio el nombre de Johan. Sí que la ayudaron económicamente, pero fue un matrimonio rico: René y Lotte Schorer, con quienes se escribió muchas cartas, pero nunca dice nada de ningún Johan, no digamos ya que se mencione haber recibido dinero de él.
—¿Y la pintura de Edgar Fernhout?
Comprobé en mi reloj que ya eran casi las seis y empecé a andar hacia la tienda de fotografía.
—La misma historia. He consultado catálogos y he vuelto a llamar a esa señora de Christie’s. Me sugirió que tal vez se tratara de una falsificación.
—Es una afirmación muy apresurada. Me parece muy improbable que sea una falsificación. La carta de Charley Toorop desde luego es auténtica, acabas de contármelo, y allí se menciona esa pintura. Pero bueno, continúa.
—He leído también las cartas de Edgar Fernhout, que por suerte no escribía tanto como su madre, pero tampoco he obtenido resultados. Por último, he estado en Bergen de visita en la casa de la hija de este, quien mostró mucho interés, pero que tampoco pudo ayudarme. Sólo manifestó su sorpresa por el hecho de que se hubiera encontrado una pintura de su padre en el maletín de un vagabundo.
—¿Y bien? ¿Todavía no te has hartado?
Se sorprendió de veras:
—¿Por qué? Hay muchas cosas que aún quedan por comprobar. Creo que ahora voy a ponerme con esa lista de tiendas dedicadas al arte. Tal vez salga algo.
—Tal vez, pero en mi opinión es prácticamente imposible. Ya te lo dije el otro día. —Fue una reacción poco alentadora por mi parte, me di cuenta, y tras un breve titubeo, continué—: Pensaré sobre ello más adelante y, si se me ocurre algo mejor, te llamaré. Ahora tengo que colgar.
En casa coloqué las fotografías sobre la mesa de trabajo, unas al lado de otras. Ulku Ortac había estado de vacaciones, en efecto, y con tres amigos, también jóvenes y también turcos. En casi todas las fotos aparecían juntos y abrazándose: en una terraza, en la playa, junto a la barra de un bar, en una tumbona al borde de la piscina. Cuatro chulos con gafas de sol, gruesas cadenas y anillos de oro, el pelo engominado, tatuajes y ropa de verano a la última. Era como si hubieran convertido en un deporte el verse rodeados del máximo número de mujeres posible, pues las había de toda clase y medidas: rubias y pálidas, surinamesas y antillanas, hasta muchachas procedentes de Marruecos o Turquía, al igual que los propios muchachos. Tenían vacaciones y todo el mundo reía, lo que parecía un requisito indispensable para poder salir en la foto.
Casi todo el rollo había sido empleado para registrar esa fiesta. De las tres últimas fotos, me quedé mirando las dos en que salían Ortac y la chica morena Sandra. Con sus caras risueñas pegadas y el brazo de él rodeándole el cuello, había sido tomada desde tan cerca que supuse que se la habían hecho ellos mismos estirando el brazo al máximo y, a continuación, apretando el botón del obturador. Ella reía sin reserva, despreocupada, y no había ninguna duda de que las fotos eran de antes de haberla empujado a la prostitución.
La joya que ella llevaba al cuello era exactamente la misma que había descrito Katka Adamec: una cadenita de plata con un corazoncito de oro agarrado por una mano. De Ortac sólo aparecía la cabeza, y observé de nuevo las fotos de las vacaciones. En unas cuantas podía verse con nitidez que él también llevaba una cadenita semejante. Lo que este chulo astuto había elegido como símbolo de su supuesta vinculación con Nadine Husak colgaba, entre tanto, del cuello de otra chica. Mi primera reacción instintiva fue de preocupación. ¿Qué habría ocurrido para que esta cadena ya no colgara del cuello de Nadine Husak? ¿O es que este proxeneta les daba a todas las chicas la misma joya? ¿Y por qué parecía que ya no trabajaba para él? Yo no lo sabía, pero sentí con mucha mayor intensidad que antes la necesidad de apresurarme.
En la tercera foto aparecía Ortac con una amplia sonrisa en medio de dos hombres. Ahora ya no eran chicos turcos de su edad, sino hombres de unos treinta años, con aspecto de Europa del Este y traje impecable. De nuevo Ortac rodeaba con su brazo el hombro de alguien, una inclinación por lo visto muy difícil de resistir; esta vez le echaba el brazo al más bajo de los dos, que apenas era más alto que Ortac y muy bien parecido. El hombre que tenía al otro lado les sacaba una buena cabeza, era fornido y de semblante ordinario. Los dos hombres tenían la mirada fija puesta en el objetivo de la cámara y el único que reía con efusividad era Ortac. De pie sobre una alfombra de color rojo burdeos, los tres posaban ante un club de alterne sobre cuya puerta de entrada aparecía escrito en grandes letras de neón Ecstasy Sex Palace. A izquierda y derecha de la entrada reconocí las típicas vitrinas con fotografías de lo que se ofrecía dentro.
Con la foto en la mano, me acerqué al ordenador y tecleé en Google el nombre del club. Ecstasy Sex Palace tenía una página propia, pero eso no era mucho. Una página en la que se veía una foto de una habitación con una cama enorme y un jacuzzi. De lo que podía leerse deduje que se trataba de un burdel donde existía la posibilidad de que los clientes disfrutaran también de espectáculos, entre otros muchos relaciones sexuales de parejas en directo. La dirección era más interesante: en el cogollo del barrio rojo. Miré el reloj y vi que ya eran las siete. Había tiempo de sobra, tanto más en este barrio donde la vida nocturna aún no había empezado. Decidí comer algo rápido fuera de casa y luego acercarme por allá.
Durante la comida me sentí acelerado e inquieto, y confié en poder averiguar algo concreto sobre Nadine Husak. Algo tangible, algo positivo en lugar de señales que parecían poner en duda su existencia.
La decepción no pudo ser mayor. Cuando llegué ante el Ecstasy Sex Palace, resultó que estaba cerrado y no parecía que fueran a abrir ese día. En la puerta habían pegado un papel informando de que, en virtud de una ordenanza determinada, el Ayuntamiento de Ámsterdam había procedido a su clausura. Me quedé patidifuso y miré buscando a mi alrededor. Al otro lado del canal vi otro club de alterne ante cuya puerta había un hombre que se dirigía a los transeúntes e intentaba animarlos a entrar. Crucé el puente y me encaminé hacia él.
A mí también intentó convencerme para que entrara. En lugar de hacerle caso, señalé al otro lado y dije:
—Había quedado allí, pero ahora veo que está cerrado. ¿Sabe usted por qué?
—Lo ha cerrado el Ayuntamiento, parece ser que había algo que no estaba en regla con la licencia —sonó en genuino acento de Ámsterdam—. Gilipolleces, claro, es simplemente mamar y joder.
—¿Quién me puede contar algo más? ¿Tengo que ir a la comisaría de la Warmoestraat?
El hombre se quedó mirándome despectivo y dijo burlón:
—Oye, ¿de dónde sales tú? Hace mucho que esa comisaría está cerrada, tío. Tienes que ir a la Beursstraat, ya llevan años allí.
Al instante siguiente volvió a ignorarme y se puso a abordar a otros transeúntes.
La comisaría de policía de la Beursstraat estaba tranquila, pero si me hubiera hecho a la idea de que por eso iba a recibir una atención especial, habría salido defraudado. Me atendió un agente demasiado grueso y gruñón que respondía seca y desabridamente. Escuchó mi historia sin hacer ni una sola pregunta y miró las fotos de Nadine Husak sin interés. No estaba la persona con quien tenía que hablar. Fons Kalman acababa de terminar su turno y no regresaría hasta el día siguiente por la tarde a las dos, así que debía volver a armarme de paciencia. Cuando insistí y pregunté si no había nadie que pudiera atenderme en ese momento, se enfureció. Hizo un gesto demostrativo hacia la habitación que había a sus espaldas: estaba vacía, dijo, porque todo el mundo se encontraba en la calle trabajando. Y yo no era el único que estaba buscando a una muchacha que tal vez había caído en el pozo de la prostitución. Aquí venían con mucha regularidad padres, a menudo desesperados y con los nervios a flor de piel. Todos eran atendidos con cortesía y se los ayudaba lo mejor que se podía, pero eso no significaba que aquí todos se pusieran en posición de firmes y a obedecer. El día siguiente por la tarde, a las dos, Fons Kalman.
Una vez fuera, en la calle, noté que había empezado a llover un poco. Me levanté el cuello de la chaqueta y decidí volver a casa paseando, a pesar de la lluvia. Tal vez me hiciera bien. Lo único que había logrado era una cita con alguien que ni siquiera sabía si podría seguir ayudándome.
Con el tiempo, había aprendido a reconocer el estado de ánimo en que me encontraba. Pensamientos sombríos que no llevaban a nada me hostigaban en una incesante corriente y huían conmigo. En tales situaciones podía convencerme de que hasta ahora había tenido éxito y que por ello no debía preocuparme, pero esta aportación racional era rechazada por una sucesión de pensamientos que intentaban desvirtuarla. ¿Qué sabía yo, de hecho, sobre la prostitución? ¿No era lógico que tras tantos casos resueltos algo tuviera que salir mal? ¿No era una cuestión de cálculo de probabilidades? ¿No era una mala señal que Nadine Husak pareciera alejarse cada vez más de mí en lugar de acercarse?
Era una lucha extenuante, invisible para el mundo exterior, la que se estaba riñendo en mi cabeza. La única manera de desconectar era volver a dejar que los pensamientos que me pasaban en ese momento por delante se fueran con las mismas, y concentrarme en mi respiración o, ahora que iba caminando a casa, en mis pasos. El tiempo suficiente hasta que en mi cabeza no hubiera nada más que vacío.
Cuando cogí la llave para abrir la puerta de la calle al cabo de poco menos de media hora, decidí seguir caminando. Tal como estaba ahora no podría conciliar el sueño. Al final estuve paseando por la ciudad en todas direcciones durante más de dos horas. Un poco antes de la medianoche me encontraba de nuevo ante la puerta, con las piernas pesadas y una cabeza en la que se había hecho el silencio.