A la telefonista de Vermetten & Hijos S. L. le resultó problemático mi nombre y el hecho de que quisiera hablar con el señor Lé Vermetten sobre una cuestión personal. Era evidente que su director se encontraba en el mismo lugar que ella, porque cuando seguí insistiendo oí, tras un breve «un momento, por favor» cómo le decía con la mano puesta en el auricular: «Lé, aquí hay un señor que dice que quiere hablar contigo sobre un asunto personal».
—¿Quién es? —oí amortiguado.
—No lo sé. No pude entender su nombre. Creo que es un cazador[1]. Dice que es urgente.
—Pásamelo a mi despacho —fue la respuesta.
Al cabo de un par de segundos, le tuve al teléfono.
—Con Lé Vermetten.
—Buenos días, señor Vermetten, me llamo Jager Havix.
—¿Cómo dice?
—Jager Havix.
No pudo evitar reírse:
—¡Ah, es su nombre! Ahora lo entiendo. Mi secretaria creía que usted era un cazador. Por un momento pensé que quería ofrecernos los animales que usted mismo cazaba. Le presento mis disculpas. ¿En qué puedo ayudarle?
—Comprendo que le cojo de improviso con lo que voy a preguntarle, pero confío en su colaboración.
—Continúe —su tono de voz ya era algo más precavido.
—He sido contratado por la familia de una chica desaparecida. Se llama Nadine Husak y es de Eslovaquia, pero usted quizá la conozca por otro nombre.
—¿A qué se refiere? —sonó frío. Toda la amabilidad había abandonado por completo su voz.
—Tengo entendido que usted solía utilizar sus servicios. Trabajaba de prostituta y le visitó en el Motel Akersloot unas cuantas veces.
—¿De qué está usted hablando, por Dios?
—Tranquilícese, señor Vermetten, usted no es el que me interesa. Sólo quiero saber cómo contactó con ella.
—¿Se ha vuelto usted loco? No puedo ayudarle.
Parecía que se disponía a dar por finalizada la conversación.
—No cuelgue, señor Vermetten —reaccioné con acritud—. Quiero información, nada más. Si no colabora, iré directo a su casa y llamaré allí a su puerta.
Se produjo un breve silencio al otro lado de la línea, luego preguntó con clara aversión:
—¿Qué es lo que quiere?
—Quiero hablar hoy mismo con usted.
—¿Es necesario? Yo sólo tengo un número de teléfono, puedo dárselo y encárguese usted de llamar. No sé nada más.
—Me temo que eso no será suficiente, quiero hablar con usted personalmente. Puede ser en cualquier parte, no hace falta que sea en su despacho.
—No, naturalmente que aquí es imposible.
—Dígame, entonces, dónde, pero tengo prisa. Le estoy llamando desde Ámsterdam y puedo estar a las dos de la tarde donde usted diga.
—Un momento. —Poco después—: A las dos me encontrará en De Goudreinet, un restaurante de carretera en la autopista A2, junto a la salida de Weert.
—Muy bien, allí estaré.
—Espere, ¿cómo le reconoceré? —preguntó.
—No es necesario, señor Vermetten, ya le reconoceré yo a usted, tengo su foto.
Mientras necesitara a Vermetten, era importante seguir siendo amable, pero me dio cierto repelús estrecharle la mano. El hombre sentado frente a mí se mostraba enfadado por lo que le estaba pasando, pero no se le podía apreciar nada de rubor o vergüenza. Como buen director de una gran empresa, tomó enseguida la iniciativa. Me hizo saber, decidido, que sólo colaboraría si le garantizaba que su nombre no se haría público. Sólo después de habérselo asegurado, parecía que llegaba mi turno:
—Hágame las preguntas que quiera.
Le enseñé la foto de Nadine Husak y él corroboró con una inclinación de cabeza. A cada pregunta que le hacía, recibía una respuesta breve, ni una sola vez se dejó tentar por las digresiones. Con él había empleado otro nombre: Sonja. Solía venir una vez al mes a Alkmaar y sólo había utilizado en tres ocasiones sus servicios, de la última vez ya hacía un mes. La había encontrado en las Páginas Amarillas, bajo el nombre de «Desire Escortgirls», y me dio el número de un móvil con el nombre de la persona que la llevaba: Erdem. Probablemente también fuera un nombre falso, pero eso ya me encargaría de averiguarlo.
Vermetten había colaborado bastante al facilitarme esta información, aunque su enfado fue a mayores cuando cambió la naturaleza de mis preguntas. ¿Le había contado alguna vez Nadine cómo había conocido a Erdem y qué le parecía? ¿Trabajaba por su cuenta o tal vez era sólo el chico de los recados? Sus respuestas no me sirvieron de nada, pues Vermetten no había prestado ninguna atención o no se lo había planteado. Cuando le pregunté cuál era en su opinión el tipo de relación entre Nadine y ese Erdem, perdió los estribos:
—¿Qué se cree usted? He utilizado los servicios de una empresa de acompañantes. ¡Yo no me meto en esa clase de cosas!
—Pero sí que tendrá usted sus ideas al respecto, ¿no?
Vermetten meneó la cabeza de manera reprobatoria:
—Llevaban la misma cadenita, probablemente eran novios y esa era su forma de ganar dinero. Pues eso. Y si no le parece mal, ya me voy. Más no puedo contarle, de veras.
Más información no me esperaba, en efecto, y por suerte ya no era necesario andarse con chiquitas con este Lé Vermetten.
—Una última pregunta —dije mientras señalaba la copia de la foto que había entre nosotros—: ¿Se ha preguntado alguna vez si Nadine Husak practicaba el sexo con usted de manera voluntaria?
Se puso rojo, pero intentó levantarse sin responder. Le cogí rápidamente de la corbata y tiré de ella hacia mí. Podría pesar más que yo, pero lo que le pesaba era la grasa, no los músculos.
—Quiero enseñarle algo más.
Hasta entonces sólo le había mostrado las fotos del retrato de Nadine Husak. Ahora giraba la hoja doblada por la mitad para que pudiera ver también la otra foto.
—Esta es Nadine con su familia. —Fui señalándolos despacio, uno a uno—: El padre, la madre, el hermano, el hermano. ¿Sabe usted una cosa, señor Vermetten? Puede que todas las prostitutas tengan familia, pero por alguna razón, cuando miro esta fotografía no me parece que ella tuviera pensado ponerse a ejercer la prostitución. Quería venir aquí para trabajar en el ramo de la hostelería, y eso es algo muy distinto de ser puta en el Motel Akersloot.
Tiré más fuerte de la corbata, hasta casi asfixiarle, y la cara se le encendió aún más.
—Y a ti, con esa cara de cerdo grasiento, te importaba una mierda, porque es así, ¿no? Me están entrando ganas de llamar a tu esposa y contarle que te follas a chicas que se prostituyen en contra de su voluntad. Reza por que encuentre pronto a Nadine Husak, de lo contrario volveré a llamar a tu puerta.
Tras la marcha de Vermetten busqué un teléfono fijo, pues no quería utilizar el mío, y llamé al número de móvil que acababa de conseguir.
—Desire Escortgirls, habla usted con Erdem.
—Soy el señor Van Leeuwen. ¿Podría encargarles una chica?
—Sí, desde luego. ¿Cuáles son sus deseos?
—Quiero una chica para esta noche. Un amigo me aconsejó preguntar por Sonja, así que me gustaría que me la enviaran.
—Es una lástima, Sonja no puede esta noche.
—¿Y cuándo podrá? Me gustaría que viniera ella. Según mi amigo, es muy buena —insistí.
—Lamentablemente Sonja ya no trabaja aquí. Tengo otra chica. Muy guapa y muy buena compañía, y sólo le transmito lo que dicen un montón de clientes.
Dudé un instante y estuve a punto de preguntarle dónde estaba Sonja. Pasé por alto mi decepción, pero de todas formas quería encontrarme con Erdem.
—¿Qué clase de chica es? —pregunté.
—Sandra, una negrita. Acaba de cumplir los diecinueve, pero tiene mucha experiencia.
—De acuerdo, está bien. ¿Puede traérmela esta noche a las nueve? Estoy en el Motel Akersloot.
—Excelente, ¿quiere que se quede toda la noche?
—Sí, esa es la idea.
—Muy bien, esta noche a las nueve. ¿Sabe que el precio es cuatrocientos euros y que tiene que pagarme por adelantado y al contado?
—Sí, sí, todo en regla —respondí.
—Muy bien, entonces nos vemos esta noche.
Colgué, llamé al Motel Akersloot y reservé una habitación por si las moscas. No tenía ni idea si «Erdem» comprobaba esas cosas, pero de ser así, ya me había registrado.
A continuación, pedí el número de teléfono de la policía en Alkmaar. Tras haberme pasado con diferentes personas, conseguí por fin hablar con el agente que en su día atendió a Annemarie Braam y a Katka Adamec. Una vez que comprendió lo que estaba haciendo, se volvió muy locuaz, al contrario de muchos de sus colegas que no podían ni ver a los detectives privados.
Nunca había oído hablar de «Erdem» ni de su Desire Escortgirls y no era tan extraño. Cualquiera podía montar una empresa de acompañantes, ya que un nombre y un número de teléfono móvil ya eran suficiente, no hacía falta una dirección física. A diferencia de lo que ocurría con la prostitución en escaparates, no había ninguna regulación al respecto, no digamos ya control efectivo de lo que se estaba cociendo allí. Ínfimas condiciones laborales, explotación y coacción; en la mayoría de los casos, prostitutas ilegales, sexo inseguro, utilización de menores de edad: todo lo prohibido por Dios es allí posible. «Y tenga por seguro que ocurre de verdad. Se mueve muchísimo dinero y, si se paga lo suficiente, el cliente puede obtener las mayores perversidades.» La policía sólo actuaba si se presentaba una denuncia o había indicios concretos, tan sólidos que podía incoarse un procesamiento con una posibilidad razonable de condena.
Cuando terminé de hablar, fui al aparcamiento y me dirigí al coche.
Durante los días pasados, el tiempo se había vuelto más inestable. En el viaje de ida, el cielo se tiñó de negro un par de veces, pero todo se quedó en un amago y no llegó a llover. Lo que se había anunciado entonces, descargaba ahora. Me vi envuelto en un violento temporal con fuertes precipitaciones y tormenta; era la naturaleza en su máxima expresión. El tráfico aminoró la velocidad y estuvimos conduciendo algún tiempo casi al paso. De repente, el sol rompió la capa de nubes y surgió allí el arcoíris más perfecto que jamás había visto. Me incliné hacia delante y, entornando los ojos a través del parabrisas, disfruté del espectáculo tanto como me fue posible.
Llegué a casa a eso de las seis. Comí tranquilamente, me tomé un café, me eché un rato en el sofá con los ojos cerrados, me concentré en la respiración e intenté no pensar en nada.
A eso de las siete y media volví a salir camino de Alkmaar. Llegué al Motel Akersloot a la caída de la tarde y busqué un lugar estratégico para dejar el coche en el aparcamiento, repleto una vez más. Mientras estaba esperando, empezó de nuevo a llover con fuerza; era tan fuerte el redoble de las gotas en el techo que apenas podía oír la radio. Al día siguiente se celebraría el Día de la Reina y no pude evitar pensar en las personas que ya se habían instalado en la acera, cerca de mi casa, para asegurarse los mejores lugares. Ellos mismos.
Bastante antes de las nueve apagué la radio. Entre tanto ya se había hecho prácticamente de noche y la lluvia había cesado. Escuché mi respiración, tranquila y prolongada. Estaba tenso, pero no más de lo normal en este tipo de situaciones.
«Erdem» llegó un par de minutos antes de las nueve; oí el sólido ronquido de su coche antes de que entrara en el aparcamiento. Mientras buscaba un lugar lo más cercano posible a la entrada, dio unas cuantas vueltas acelerando, intranquilo, para aparcar el coche por fin en doble fila con los intermitentes encendidos. Él y la chica se bajaron, la rodeó con el brazo y se dirigieron en calma a la recepción. Tal vez no fueran más que imaginaciones mías, estaba oscuro y lo veía desde lejos, pero tuve la impresión de que estaba intentando convencerla. Sin ningún resultado, por lo visto, porque la chica siguió con los hombros caídos y la mirada clavada en el suelo.
En la recepción se encontraría con que el señor Van Leeuwen aún no había llegado. ¿Cuánto tiempo seguiría esperándome? Le había llamado desde una cabina telefónica, así que no podía devolverme la llamada, por tanto no le quedaba otra que armarse de paciencia.
Fue lo que hizo durante más de media hora. Cuando volvieron a salir, la imagen era completamente distinta. Él caminaba apresurado, ella intentaba mantenerle el paso y se agarró a él, que se soltó con un gesto violento. Había colocado mi coche de tal manera que podía seguirle sin problemas; sin embargo, tuve que acelerar bastante, pues salió disparado como un loco y hasta que no entró en Alkmaar no aminoró la velocidad.
Al cabo de un cuarto de hora, aproximadamente, dejó el coche en un gran aparcamiento rodeado, por tres de sus lados, de largos edificios con galería exterior y muchos pisos de altura. A excepción de un par de personas que estaban levantando un escenario en un rincón alejado, no había ni un alma. Los apartamentos transmitían una sensación sombría y descuidada. Masas de hormigón gris sobre el que la abundante lluvia había dibujado manchas caprichosas, puertas y marcos de los que se desconchaba la pintura, rellanos de escalera y galerías mal iluminados con las bombillas rotas en muchos lugares. Habían intentado quemar tanto los bancos como las papeleras dobladas a base de patadas y por todas partes había basura en las aceras. Los pisos inferiores se habían transformado en tiendas, la mayoría cerradas con cierres metálicos de acero cubiertos de grafitis que a buen seguro no habían sido realizados por Herman Brood, pues tenían un aspecto descuidado y carente de inspiración que intensificaba la tristeza patente por doquier.
La pareja, entre tanto, había salido del coche y había accedido a la entrada central del edificio que estaba en medio. No podía ponerme a seguirlos ahora, pero tampoco era necesario, ya que las galerías en las que se encontraban las puertas de acceso a los apartamentos daban a mi lado. Me hallaba sentado en primera fila y en menos de un minuto los vi aparecer en la cuarta planta. Entraron en la tercera puerta de la izquierda. «Cuarta planta, tercera puerta de la izquierda», me dije en voz alta.
En la galería comercial sólo había un café y una cafetería abiertos. Entré en la cafetería y me compré una botella de agua. Vi que tenían una buena máquina de café y pedí también un capuchino. Mientras vigilaba el aparcamiento, hojeé unas revistas. Era como si el fotógrafo, inspirado por la envidia, lo hiciera aposta: los famosos, uno a uno, tenían un aspecto acalorado, marchito y atormentado. En una televisión fijada al techo podía verse un programa sobre Rex Gildo, el cantante de éxitos musicales fallecido. Tres señoras mayores estaban en un cementerio, por lo demás abandonado, junto a su tumba. Una de ellas se quejaba de que las flores frescas que le colocaba en la tumba desaparecían siempre en un santiamén. La segunda manifestó que a menudo rezaba por él: «Es lo que más necesita ahora», dijo muy convencida y sin ningún asomo de duda. Me di cuenta de que esa mujer creía realmente en una vida después de la muerte. El cielo era una certeza, ahora sólo había que ganárselo, por eso rezaba, para que su ídolo, de quien se rumoreaba que su matrimonio no había sido más que una farsa para ocultar su homosexualidad ante las fans de mucha más edad, obtuviera también un lugar allí.
Con mi botella de agua en la mano, me encaminé a la entrada del edificio de apartamentos. Faltaban más de la mitad de las placas con el nombre y busqué en vano algo que me pudiera dar alguna pista. Entonces, seguiría llamándose «Erdem» de momento. Observé la cerradura de la puerta de acceso central y reconocí la marca.
De vuelta al coche, abrí la botella de agua, eché un buen trago y me retrepé en el asiento. Estuve esperando más de media hora, pero no volvieron a salir. Entre tanto, los montadores del escenario ya habían terminado su trabajo y, satisfechos, lo contemplaban con una cerveza en la mano.
Poco antes de irme me llamó Charlotte. Después de haberle confirmado nuestra cita para el día siguiente, me preguntó:
—¿Qué tal va la búsqueda de Nadine?
Era una pregunta que se veía venir.
—Bien.
Se quedó un rato en silencio, esperando más información por mi parte.
—Bien. ¿Nada más?
—Hay un montón de cosas sobre las que podemos hablar, pero no de un asunto en el que estoy trabajando.
—También hay, por lo demás, un montón de cosas sobre las que no se puede hablar contigo.
—Sí, y una vez que sepas cuáles son, quedan claras entonces las cosas sobre las que sí podemos hablar. Esa es la ventaja de conocerse un poco mejor.
—Ya, menuda tontería. ¿De verdad quieres que te responda a eso? En cualquier caso, mañana nos lo vamos a pasar muy bien. Ardo de impaciencia.
—Yo también.
—Más te vale; he rechazado un montón de invitaciones. Mis amigas empiezan ya a preguntar.
—Vaya, ¿y qué les respondes tú?
—Que no hablo de asuntos en los que estoy trabajando, ¿contento? Hasta mañana.
Al día siguiente era el Día de la Reina y todo el mundo estaba de vacaciones. No sabía cuántas personas tenían trabajo en esos edificios, pero desde luego no era el día más adecuado para regresar. En cualquier caso, no era un barrio del que hubiera que temer el control social. No me sorprendería que esa fuera la razón por la que «Erdem» se había ido a vivir allí. Antes de abandonar el aparcamiento apunté la matrícula de su coche, por si las moscas.
Quizá se debiera a que volví a pasar por el Motel Akersloot en el viaje de regreso, pero durante el resto del trayecto no pensé nada más que en una cosa: que alguien podía disponer de una chica toda una noche por sólo cuatrocientos euros. También sabía que esa cantidad era mucho mayor que los treinta y cinco euros por los que podías echar un polvo en el barrio rojo, pero en ese caso a los diez minutos ya estabas fuera y, salvo el sexo, no había nada más que pudieras reclamar, ni siquiera tenías el tiempo suficiente para poder sentirte superior a una de esas mujeres. Más bien al contrario. Sin embargo, por cuatrocientos euros un saco de grasa como Vermetten podía dormir una noche junto a una chica joven, pegado a ella, quizá incluso rodeándola con sus brazos, en una sola cama.
Me pareció una idea repugnante, mucho más incluso que el propio sexo.