Una semana después de nuestra conversación telefónica, mantenida a horas intempestivas, salí a cenar con Charlotte Hoving. Esa noche sí que bebí y, aunque en ese aspecto nunca llegaría a estar a su altura, consumí más de lo que acostumbraba y podía aguantar, lo que trajo como consecuencia una excesiva condescendencia por mi parte cuando, tras una prolija introducción, me preguntó si podía ayudar a una amiga suya. Al principio me mostré reacio, pero como siguió insistiendo para que escuchara al menos la historia, terminé por acceder. Cuando me desperté al día siguiente con resaca y serios remordimientos, ya era demasiado tarde.
Al cabo de un par de días, Charlotte me recogió con su coche y nos encaminamos a Bilthoven. El vecindario Bosch y Duin, situado en un ondulado paisaje de frondosa vegetación, muy cerca del Palacio Soestdijk, lo conformaban sobre todo mansiones, la mayoría ocultas tras elevados setos y rodeadas de grandes jardines. Algunas casas eran antiguas, a veces estaban casi en ruinas, pero también había muchas recién construidas. Desde hacía unos cuantos años este barrio había ejercido una importante fuerza de atracción entre los nuevos ricos, mientras que los habitantes originarios —médicos, artistas, catedráticos— iban abandonando poco a poco el campo ante el dinero fresco de los tratantes en bienes inmuebles y cirujanos plásticos. En la práctica totalidad de los casos, los nuevos propietarios derrumbaban sin demasiadas contemplaciones las mansiones antiguas para levantar en el lugar algo que estuviera más acorde con sus gustos. Aunque los estilos arquitectónicos eran muy diferentes, no encontré ninguno que pudiera merecer mi aprobación.
La dirección en donde nos esperaban también había sufrido los estragos de una reciente intervención, y de manera radical. Todo era nuevo, desde la alta verja de acero, provista de afilados pinchos y cámaras, la grava del camino de entrada, la ostentosa mansión belga, hasta el jardín diseñado por un paisajista, en el que aún debían arraigar los jóvenes árboles y arbustos y brotar la primera mala hierba, si alguna vez llegaba a ofrecérsele esa oportunidad.
Charlotte y su amiga se abrazaron efusivamente. Tras habernos estrechado las manos, Annemarie Braam propuso de inmediato el tuteo en nuestra relación. Sobre los elevados tacones que golpeaban garbosos el suelo de mármol, fue abriéndonos camino hasta llegar al cuarto de estar. A mí me llevó hacia un sillón de cuero blanco y las damas, a su vez, tomaron asiento en el sofá de tres plazas a juego que había frente a una gran pared acristalada, tras la que podía verse un profundo jardín con terraza, hamacas, piscina y esculturas de mármol con figuras desnudas en todo tipo de poses, esparcidas aquí y allá por el césped. Los tórax y los bíceps musculosos, enormes muslos, vigorosos pechos y nalgas firmes y turgentes, además de las espaldas graciosamente formadas, mostraban la belleza del ser humano en toda su expresión. Al final, el jardín ascendía y pasaba a convertirse en las Biltsche Duinen. Según nuestra anfitriona, al caer la tarde podían verse por allí corzos, conejos y otros animales de caza menor. Una vez llegó a ver incluso un pequeño zorro.
Mientras tomábamos café y volvía a oír de nuevo lo que ya me había contado Charlotte, examiné a nuestra anfitriona. Tenía la misma edad que su amiga y también en ella empezaban a notarse los años, con un cuerpo cuyas carnes iniciaban su caída por aquí y por allá. Para desviar la atención sobre esta decadencia, se había lanzado a una ofensiva frontal y sin ninguna clase de reservas: llevaba profusión de joyas doradas al cuello, en las muñecas y en los dedos, supuestamente de oro auténtico, y su bronceado de rayos UVA era tan poco natural que la piel ofrecía un fuerte contraste con el traje de chaqueta color crema. Así, bien pertrechada para cualquier acción bélica, no pude por menos de concluir que Annemarie Braam me causaba una impresión de absoluta ordinariez.
Hablaba con la cordialidad de una mujer de origen humilde, pero que con el tiempo se había acostumbrado a que nadie la contradijera, lo que no prometía nada bueno. Confié en que Charlotte le hubiera explicado con claridad que había ido hasta allí para escuchar su historia, nada más. Para mi sorpresa y fastidio, nuestra anfitriona, que por lo visto consideraba que ya me había informado lo suficiente, llamó a la mujer implicada en el asunto.
Después de haberse presentado Katka Adamec con timidez, Annemarie Braam le dijo que se sentara en el sofá, empotrada y protegida entre ella y Charlotte. Katka Adamec iba vestida con sencillez, sobre todo en comparación con la exuberancia de las otras damas, y la única joya que llevaba era su alianza de boda.
Ella y su esposo eran eslovacos. Él había venido a los Países Bajos para trabajar en la construcción. No tenían hijos y, cuando se dio cuenta de que ella también podría ganar aquí mucho más dinero que en su país, le siguió. Primero había estado trabajando de cocinera y mujer de la limpieza en la pensión donde se alojaban su marido y otros obreros de la construcción de Europa del Este, pero ahora llevaba ya casi tres años como empleada de la familia Braam. Trabajaban duro y, para lo que era habitual en Eslovaquia, ganaban mucho dinero. Cuando la familia Braam se iba de vacaciones, ellos aprovechaban para regresar unos días a su patria, visitar a la familia y ver cómo iba la construcción de su casa, pues con el dinero que ganaban se habían comprado una parcela en la que ahora se estaban construyendo su mansión. Más adelante, cuando hubieran ganado lo suficiente para poder retirarse, empezarían a disfrutarla. Ya habían invitado a la familia Braam para que fuera a conocer la hospitalidad eslovaca cuando la casa estuviera terminada.
Los Países Bajos eran buenos para ellos y aquí habían encontrado estabilidad. Sin embargo, la rutina había sido perturbada de golpe: Katka Adamec estaba muy preocupada por su sobrina Nadine, que se había venido hacía medio año aproximadamente. Desde entonces, no le había dicho a nadie dónde estaba y, cuando su tía consiguió hablar por fin con ella, la preocupación no hizo más que aumentar.
A Nadine la había abordado en Bratislava un hombre que la convenció de que en Ámsterdam podría ganar un buen dinero en el ramo de la hostelería. Sabía por sus tíos que en los Países Bajos se vivía bien, y en Eslovaquia las cifras del paro eran muy elevadas. El poco trabajo que había estaba mal pagado y los únicos que se enriquecían eran los funcionarios corruptos y los hombres de negocios mafiosos. Sus padres no se opusieron mucho, con la condición de que estuviera en contacto con sus tíos. Katka Adamec, por su parte, le había prometido a su hermana ocuparse de ella, una obligación que ahora se había convertido en una pesada carga.
Al final sólo había conseguido ver a su sobrina una vez, en Alkmaar, y lo que contó de su encuentro hizo sospechar a Annemarie Braam que la muchacha había ido a dar con sus huesos en el mundo de la prostitución. Alarmada, concertó una cita con la policía de Alkmaar, pero resultó que la chica nunca había estado en contacto con la policía, no tenía antecedentes, no aparecía inscrita como residente en esta ciudad y, además, no se la daba por desaparecida; después de todo, ¿no acababa de verse con su tía? Annemarie Braam hubo de reconocer que la policía tomó seriamente en consideración su sugerencia de que tal vez la estuvieran obligando a prostituirse. Si trabajaba legalmente de prostituta, tendría que estar registrada. Las posteriores investigaciones no aportaron nada. Ante la posibilidad de prostitución ilegal, reaccionaron preocupados meneando la cabeza: eso se producía en gran parte a espaldas de la policía y a lo sumo se conocía la punta del iceberg. De su visita se le había quedado grabada sólo una observación, que me repitió con voz reprobatoria: «La policía no tiene ni personal ni medios para seguir investigando este caso». Para alguien de su posición, eso se salía de sus esquemas, ¿para qué estaba pagando entonces su marido todos esos impuestos?
Había descargado su frustración con Charlotte y ahora yo estaba aquí, frente a dos mujeres que querían convencerme para que me encargara del caso. Me mostré poco dispuesto. No sabía casi nada del mundo de la prostitución y mi especialidad se hallaba en otro campo: las empresas aseguradoras me encargaban la búsqueda de objetos preciosos desaparecidos. No cure, no pay, muy bien pagado cuando tenía éxito, acuerdos claros con socios, pocas emociones y al final un apretón de manos y unas palabras de agradecimiento si el asunto se había resuelto. Yo era bueno, tenía un buen historial y no me hacía falta ir por ahí promocionándome para seguir trabajando.
A Annemarie Braam se le había metido en la cabeza que quería hacer algo, por lo que oía con las mejores intenciones, pero también con la tranquilidad que supone tener dinero suficiente para poder encargar a terceros el trabajo sucio. Como mucho, había aceptado escucharla y asesorarla, pero con Katka Adamec frente a mí, esperando nerviosa mis preguntas, no tuve más remedio que aceptar el caso.
Hablaba un deficiente alemán y la conversación transcurrió con dificultad, pues le resultaba muy difícil tener que hablar de este tema con un hombre. Además, Annemarie Braam no dejaba de meter baza y comentaba casi todas las preguntas que yo le hacía: «¿Comprendes la pregunta?» y «Venga, respóndele tranquila». Le hablaba a su asistenta como si fuera una niña y, para mi enorme irritación, le dijo hasta dos veces que yo estaba allí para ayudarla.
No fue mucho lo que Katka pudo contar. Había quedado con su sobrina en un café del centro de Alkmaar y Nadine no fue sola, la acompañaba un muchacho de su edad. Un turco o marroquí, en cualquier caso no era de Europa del Este. Estuvo intentando en vano que le dijera qué tal le iba, en qué estaba trabajando, dónde vivía, pero no obtuvo más que respuestas esquivas e imprecisas. Nadine parecía retraída, lo que constituía un fuerte contraste con el entusiasmo que su tía recordaba en ella de otras épocas. En el pasado siempre se alegraba de verla, pero ahora estaba ausente y apática. El joven, enfadado, había interrumpido la conversación al cabo de un tiempo e incluso se había enojado. ¿Por qué la interrogaba, quién se creía que era? Nadine estaba en buenas manos con él, ¿no lo veía? Era lo que debía decirle también a sus padres en Eslovaquia, y cuando Nadine hubiera ganado el dinero suficiente, volvería a Bratislava. Punto. Él fue quien puso fin al encuentro.
Lo único que le pidió Nadine a su tía fue que se pusiera en contacto con sus padres: «Diles a papá y a mamá que no tienen que preocuparse». No sonaba nada convincente salido de su boca, pero le estuvo insistiendo para que les transmitiera ese mensaje: «Por favor, diles que estoy bien». En realidad, fue el único momento en que algo de emoción consiguió romper su letargo. Las dos sabían que lo que le estaba pidiendo era que tranquilizara a sus padres con una mentira.
Katka Adamec no pudo hacerlo.
—No los he llamado todavía. ¿Qué podría haberles dicho? Soy incapaz de mentirles —le dijo a Annemarie Braam, que le posó una mano sobre el brazo—. Pero tampoco puedo seguir aplazándolo por más tiempo, ¿no? Sé que esperan noticias mías. —Cuando hubo terminado de hablar, colocó ambas manos sobre las rodillas y clavó la vista en la alfombra.
Charlotte y Annemarie Braam se quedaron mirándome a la espera. Mientras guardaba silencio y respondía a sus miradas con tanto estoicismo como me fue posible, busqué hechos, un punto de partida para encontrar el rastro de la chica. Apenas lo había. Lo único de lo que Katka Adamec estaba segura era de que podría volver a encontrar el café donde había quedado con su sobrina. No tenía el nombre de ese chico ni ninguna dirección donde trabajara o viviera su sobrina, nada. Nada, salvo la angustiosa sensación de que algo olía mal. No empleó ni una sola vez la palabra prostitución, que para ella debía de ser una idea demasiado repulsiva.
Nos interrumpió una muchacha que entró en el cuarto.
Annemarie Braam nos presentó:
—Esta es mi hija Raffaëla. Raffaëla, este es el señor Havix, de quien te he hablado.
La chica me estrechó la mano educadamente y, después de haberse besado con Charlotte, se dirigió a su madre:
—Me voy a casa de Kelly. Todavía no sé qué vamos a hacer esta noche, ya te llamo.
—Está bien, nena, siempre que me digas dónde estás. Papá y yo vamos a salir, pero no regresaremos demasiado tarde.
En el momento en que madre e hija se besaron, dirigí la mirada a Katka Adamec y me sentí pillado en falta cuando constaté que ella ya estaba mirándome. Desde que nos habíamos sentado el uno frente al otro era la primera vez que me miraba. Estaba seguro de que en ese momento estábamos pensando exactamente lo mismo. Su sobrina y Raffaëla eran más o menos de la misma edad. Si esta muchacha tuviera problemas, su madre removería cielo y tierra para poner orden. Pero ¿quién hacía algo por Nadine Husak? Sus padres, en Eslovaquia, ni siquiera sabían qué estaba pasando, e incluso, si lo supieran, no podrían hacer nada, y su tía aquí apenas era capaz de hacerse comprender.
Sólo ella y yo parecíamos darnos cuenta de lo doloroso que era este momento.
Una vez que se hubo ido la niña, Annemarie Braam se dirigió a mí:
—Y ¿puedes hacer algo por nosotras? —el tono era amistoso, pero estaba claro que no esperaba otra contestación que no fuera un «sí».
Miré a Katka Adamec, pero esta había vuelto a clavar la mirada en el suelo.
Respiré hondo, como al inicio de algo cuya duración era para mí totalmente desconocida, y dije:
—Quiero que escriba todo lo que recuerde de ese encuentro. Qué aspecto tenía ese hombre. Altura, color de pelo, color de ojos, complexión, adornos, tatuajes, todo. Podría preguntárselo ahora, pero quiero que lo medite, que se tome su tiempo. Lo mismo quiero saber también de su sobrina.
Me incliné hacia delante, hacia la mesa de cristal que nos separaba, y cogí la foto que ya se había empleado antes para convencerme.
—¿Es reciente? ¿Sigue teniendo ahora el mismo aspecto?
Annemarie Braam medió de nuevo y repitió la pregunta. Katka Adamec negó con la cabeza y respondió que ahora tenía un aspecto más femenino, más adulto.
—Entonces, habrá que ponerse en contacto con los padres para que nos envíen una foto más reciente. Será duro, porque también tendremos que explicarles lo que está pasando, pero no hay otro modo. Tal vez tengamos suerte y se hicieran fotos para la despedida. Pregúnteles y dígamelo cuando lo sepa.
Con un suspiro de alivio, Charlotte exclamó:
—¡Estupendo, Jager!
Annemarie Braam me dio las gracias brevemente, pues estaba claro que no se esperaba otra cosa, y me indicó que sobre las cuestiones materiales de nuestra colaboración debía ponerme en contacto con su esposo; bastaba con que le enviara un contrato.
Desde luego, era lo que pensaba hacer, y también pediría un adelanto considerable.
—¿Vas a hacerlo también no cure, no pay? —me preguntó Charlotte durante el viaje de vuelta.
—No con esta gente.
Miró brevemente a un lado y luego volvió a clavar la vista en la carretera.
—¿Qué quieres decir? —preguntó mosqueada.
—¿Sabes quién es su marido?
—Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas? —por su tono de voz se veía que se había puesto algo más a la defensiva—. ¿No te lo he contado ya? Hizo dinero con la explotación de líneas eróticas. ¿Y bien? Le he visto un par de veces y no es mi tipo, pero tampoco está nada mal.
Meneé la cabeza despacio.
—Me gusta saber quiénes son las personas con las que me relaciono, Charlotte. Es algo que forma parte de mi trabajo.
—¿Y bien? ¿Qué es lo que sabes tú que yo no sepa?
Dirk Braam, «Dickie» para los amigos, se encontraba cerca del puesto cuatrocientos en el Quote 500 de los neerlandeses más ricos y, en efecto, había ganado el dinero con líneas eróticas. Una voz cachonda y excitante que luego lleva a pensar en cosas como las que había en el jardín de la familia Braam; mi imaginación era demasiado pobre para esas cosas, pero no había nada malo en ello. Sin embargo, esa sólo era una parte de la historia.
—Ese Dirk Braam no trabaja sólo con las líneas eróticas, también tiene negocios de bienes inmuebles con un par de amigos que viven por aquí, en la zona, y cuyos nombres aparecen también en el Quote 500. Juntos han fundado una pequeña sociedad de responsabilidad limitada llamada «Q&Q Property Development»: les parecería un nombre divertido. Se autodenominan «promotores inmobiliarios» con muchas ínfulas. Conocía a Willem Endstra y a Bertus Lüske. Digo «conocía» porque, como sabes, ya no existen. Y conoce a un montón de personas que no han sido liquidadas, pero que sí son sospechosos habituales de la policía. Una buena tormenta y el viento derribará a unos cuantos más. No son buena compañía, Charlotte. El mercado de bienes inmuebles se utiliza para blanquear dinero procedente del crimen. Puede que no todo el mundo esté implicado, pero él se relaciona justo con las personas inadecuadas.
—Eso no quiere decir que él también lo sea, ¿no?
—Venga, no te hagas la ingenua.
—Muy bien, será así, pero dejemos el tema.
Del salpicadero cogió un paquete de cigarrillos, sacó uno con una sola mano en un alarde de destreza y volvió a tirar el paquete bruscamente. Después de que las dos damas me hubieran hecho la cama, me complacía poder sacarla ahora de sus casillas.
—Pareces más enfadada que convencida. ¿Quieres que te dé un ejemplo cercano? Ese Dirk Braam acaba de comprar con dos de sus amiguitos un terreno en las Biltsche Duinen. Esa amiga tuya hace un momento estaba hablando maravillas sobre los ciervos que veía cuando caía la tarde, pero su esposo dentro de nada lo convertirá todo en un campo de golf con doce hoyos. El terreno lo adquirieron a una empresa de autobuses tras una transacción bastante dudosa. Sobre ese negocio se están haciendo preguntas incluso en el Parlamento.
—Te pareces muchísimo a mi padre. Él también despreciaba a mis amigos. Qué asco, no voy a volver a llevarte a ningún sitio.
Ella tenía que concentrarse y fijarse en la carretera, pero yo podía seguir mirándola tranquilamente. Me encendí también un cigarrillo y coloqué el brazo tras el respaldo de su asiento. Empezaba a divertirme.
Miró con el rabillo del ojo y preguntó:
—¿Qué es tan gracioso?
—Hace poco oí en la radio que el cincuenta por ciento de la gente en los Países Bajos no está satisfecha con su aspecto exterior. ¿Lo sabías?
—No. ¿Y qué pasa?
—¿Puedo preguntarte algo y prometes responderme con sinceridad?
—Primero tendría que conocer la pregunta.
—¿Sí o no?
—Muy bien, entonces sí.
—¿Cuántas reformas se ha hecho esa amiga tuya?
—Qué asco, ¿eso es lo que tenías en la cabeza mientras hablabas con ella? —exclamó.
—Es imposible pensar en otra cosa, ¿no? Llamando tanto la atención… Venga, cuenta.
Quizá fueran los propios vecinos quienes le hicieron el trabajo a esa Annemarie. Un par de parcelas más allá de su casa habíamos pasado por una ostentosa puerta en la que podía leerse en letras doradas: «Centro de Medicina Estética Bosch y Duin».
—Los pechos y los labios, nada más. Y se ha quitado algunas patas de gallo de los ojos y se ha hecho un lifting en las cejas.
Salió en defensa de su amiga.
—¿Te parece normal? ¿Tú también te lo harías?
Dudó un momento antes de responder:
—No lo sé, tal vez sí. En cualquier caso, no es nada tan especial. Por tu tono de voz se diría que estás en contra por principio.
—Sí, claro que estoy en contra.
—¿Y por qué?
—La decadencia forma parte de la vida.
—Seguro que eso te viene de tu condición budista. Yo aún tengo que asimilarlo, oye: la decadencia forma parte de la vida.
—Sí, y en tu caso yo sí que no me haría nada. Tú eres una de esas personas afortunadas que van adquiriendo más belleza con la edad. Quizá también habría ocurrido lo mismo con esa amiga tuya, pero eso ya nunca lo sabremos.
Volvió a mirarme brevemente con el rabillo del ojo, preguntándose si no estaría tomándole el pelo.
—Ese es el piropo más extraño que me han dicho nunca. —Un par de minutos después, preguntó—: ¿Estás, entonces, satisfecho con tu aspecto físico?
—Yo pertenezco a ese otro cincuenta por ciento que se preocupa de otras cosas.
—Vaya, cuenta.
—Ya ha estado bien por hoy.
—Eres tú quien empieza.
—Fíjate en la carretera.
Cuando me dejó en casa, resultó que había estado rumiando algo que le había dicho antes.
—Si tienes tantos principios, ¿por qué aceptas un encargo de personas que te dan tan mala espina?
Yo ya me había bajado, pero me incliné y metí la cabeza en el coche:
—Para que quede todo bien claro, Charlotte, yo trabajo para la señora Adamec. Eso es lo que hemos acordado ella y yo.
—¿Cómo?
Le guiñé un ojo y dije:
—Contacto visual.
Cerré la puerta y me fui alejando por la acera.