En los meses de febrero y marzo de un gris invierno, que trajo consigo escasez de verdaderos fríos glaciales pero demasiada lluvia y viento, viajé a diario en tren durante unas cuantas semanas entre Ámsterdam y La Haya, pasando por Haarlem. Ese rodeo me retrotrajo a los tiempos de mi juventud porque, si bien me había criado en Holanda del Norte, el paisaje de este trayecto guardaba mucha semejanza con el de mi infancia. En el primer tramo de Haarlem a La Haya, la parte que me incumbía y que más o menos terminaba a la altura de Voorhout, el tren recorría el Bollenstreek, la región de cultivo de bulbos.
En la primavera podían contemplarse allí, durante un período de sólo algunas semanas, los campos plagados de flores: jacintos, narcisos, tulipanes, con todos los colores del arcoíris, a menudo tan intensos y puros que provocaban los gritos de admiración de los pasajeros. En esos días las carreteras se llenaban de autocares que circulaban al paso, unos detrás de otros, con turistas provenientes de todas partes del mundo. Quien tuviera la suerte de vivir cerca salía a dar un paseo en bici o andando para disfrutar de ese milagro.
Los meses de invierno que precedían a este fenómeno esa misma naturaleza era casi un árido arenal con arriates estrechos, derechos y alargados, a veces cubiertos con paja o plástico para proteger de las heladas el preciado contenido. Durante los días oscuros, el entorno se hallaba carente de todo color y en el horizonte el suelo yermo se convertía de manera apenas perceptible en el opresivo cielo de color plomizo.
Aquí y allá se habían colocado viejas caravanas con la intención de que, cuando se reanudara el trabajo en el campo, pudieran utilizarse como refugio temporal para tomar café, para comer al mediodía, cobijarse si llovía o como almacén para las herramientas. Pero hasta entonces permanecían vacías meses enteros. Una de ellas se encontraba en la cabecera de un campo, pegada a una estrecha acequia que constituía la separación entre el campo de bulbos y el talud de la vía.
Mathias Dijkman murió aislado, en soledad, de manera inadvertida, lejos de todo el mundo y en un paisaje que no habría podido ser más desolador.
Apartó a un lado la basura y se tumbó de espaldas en el suelo de la caravana. Con las piernas estiradas, los dedos de las manos entrelazados sobre el pecho, el rostro mirando hacia arriba y la nuca apoyada en un ladrillo. A pesar de esa postura lúgubre, no había nada que indicara un crimen violento y la policía supuso que la muerte le había sorprendido mientras dormía.
En la comisaría de Noordwijk al principio no sabían qué pensar de su hallazgo. Era un vagabundo, pero resultaba llamativa la pulcritud con que se había cuidado. Si bien su piel se hallaba marcada por la intemperie, el cabello y la barba, largos y lisos, cortados de una forma rectangular que le daban una apariencia de otra época, se hallaban en muy buen estado. Iba abrigado, llevaba ropa interior de lana y su largo abrigo de cuero era, además, de muy buena calidad; debía de haberle protegido muy bien hasta de las condiciones climatológicas más adversas.
Era un tipo gigantesco, fornido, ancho como un armario y de casi dos metros de altura. Hubo muchísimas dificultades para sacar el cadáver de la caravana y, al final, tuvieron que serrar una de las paredes.
La identificación fue rápida, pues de un cordel que llevaba colgado al cuello pendía perfecta la cartera con el pase de rigor con fotografía y nombre del Z Magazine, el periódico de las personas sin hogar de Ámsterdam. En su cuerpo no se encontró nada más que pudiera proporcionar información sobre su identidad, y en el punto de reparto donde recibía los periódicos nuevos y entregaba los viejos apenas pudieron aportar algo más. Al igual que la mayoría de vendedores, no tenía una dirección fija. Se trataba de un vendedor fiel que año tras año venía a recoger sus ejemplares semanalmente, un hombre educado al que todo el mundo dejaba en paz y que no molestaba a nadie.
El supermercado Albert Heijn de Overveen era su punto de venta habitual. La policía lo conocía allí como un hombre taciturno y amable que agradecía con educación a los compradores las propinas que le entregaban disimuladamente cada vez que vendía un periódico. Los sábados aparecía siempre a horas muy tempranas en el supermercado y por la tarde volvía a desaparecer rumbo a Ámsterdam.
El maletín que se encontró en la caravana excluyó cualquier duda sobre su identidad. Llevaba siempre consigo uno de esos maletines de cuero antiguos propios de los médicos. Sólo se sabía que dentro portaba los periódicos y sus escasas pertenencias. El maletín resultó ser pesadísimo y estaba bien cerrado. La llave, guardada en la cartera que llevaba al cuello, no pudo encontrarse hasta después de mucho buscar. Al abrirlo sobre la mesa, todos se quedaron pasmados y con la boca abierta mientras se juntaban alrededor.
Era un enigma cómo lo había conseguido, pero la parte interior estaba forrada con un fina capa de plomo que, tras el cierre de la tapa, mantenía el contenido clausurado herméticamente. En el encofrado de plomo se encontraban cuidadosamente unidas, como los elementos de una batería, decenas de finas hojas con formato DIN-A4 empaquetadas en papel de aluminio. Se hizo un silencio de muerte cuando un agente sacó una y la desdobló con cuidado. Contenía una funda de plástico con unas cuantas hojas dentro. El papel había sido escrito a mano con una letra minúscula, pero regular y legible, que ocupaba la totalidad del formato de la página.
El agente, sabedor de la atención que le prestaban sus curiosos colegas, leyó en voz alta un fragmento del texto:
«2 Abrió el pozo del abismo, y del pozo subió humo como humo de un gran horno y el sol y el aire se oscurecieron por el humo del pozo. 3 Del humo salieron langostas sobre la tierra, y se les dio poder, como el poder que tienen los escorpiones de la tierra. 4 Se les mandó que no dañaran la hierba de la tierra, ni cosa verde alguna ni ningún árbol, sino solamente a los hombres que no tuvieran sello de Dios en sus frentes. 5 Pero no se les permitió que los mataran, sino que los atormentaran cinco meses; y su tormento era como el tormento del escorpión cuando hiere al hombre. 6 En aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos».
Todos se miraron asombrados. Se sugirió que guardaba semejanza con un texto bíblico, y del papel de aluminio se sacaron y estudiaron más hojas. En algunas no había sólo texto, sino que también podían apreciarse dibujos que parecían representar las constelaciones y los cuerpos celestes.
—¿El plomo y el papel de aluminio serían para proteger las hojas contra la radiación? —se preguntó uno de los agentes, para añadir ofendido cuando empezaron a escucharse las primeras risas—: ¿Acaso alguien tiene una explicación mejor?
Se habló durante un rato sobre el tema y, a continuación, todo el mundo volvió a entregarse al orden del día. Ahora no había tiempo para abrir y estudiarlo todo. En otra ocasión más adecuada se sometería a una investigación más concienzuda. A pesar de esa sorpresa inicial, no le dedicarían mucha más atención que a un hallazgo extraño, encontrado junto a un vagabundo chiflado. Bien mirado, ¿cuántos locos de este estilo, la mayoría por fortuna inofensivos, no andaban sueltos por la calle hoy en día?
Yo nunca me habría enterado de este suceso si en el grupo que fue testigo de ese extravagante hallazgo no se hubiera encontrado una joven que era diferente de los demás. Al principio, se quedó en un segundo plano y le resultó difícil seguir lo que ocurría. Sin embargo, no se abrió paso y guardó silencio cuando especulaban a su alrededor con excitación sobre el significado de lo uno y de lo otro, en su opinión de manera descabellada e irreflexiva.
Luz Daalhoff no formaba parte de la plantilla fija de la comisaría, sino que estaba allí destinada temporalmente, completando su formación como agente de policía.
Esa misma tarde, tras terminar su servicio y haber comido en un restaurante vacío del bulevar, sacó de nuevo el maletín en la tranquila comisaría. Con un rotulador fue numerando en el papel de aluminio el orden de las hojas. ¿Habría vuelto a poner su colega las hojas en el mismo lugar después de haberlas sacado? Meneó la cabeza como señal de desaprobación ante tanta negligencia. Fue abriendo con cuidado uno a uno los pequeños paquetes mientras iba apuntando en un bloc de notas lo que encontraba dentro.
Eran las dos de la madrugada cuando se subió al coche y se dirigió a La Haya por una autopista sin tráfico. Mañana, cuando llegaran, sus colegas ya estarían enterados de las muchas horas extra que había hecho y se formarían sus ideas al respecto. Deseaba poder mantenerse insensible del todo a lo que pudieran pensar.
En vista de que no se trataba de un crimen, la policía no liberó personal para seguir investigando el caso.
Si bien el cuerpo de Mathias Dijkman se había encontrado fuera de Ámsterdam, como se suponía que vivía allí, la Oficina Municipal de Exequias de los Servicios Sociales de la ciudad de Ámsterdam, el BUG, se mostró dispuesta a buscar posibles parientes y a hacerse cargo de las exequias. En Ámsterdam había registradas casi cien personas con el apellido Dijkman, pero una investigación más detallada no aportó nada. Al municipio no le quedó otra que encargarse él mismo del entierro y de sufragar los gastos.
Junto al director de las exequias, los cuatro portadores del féretro y un trabajador del BUG, Luz Daalhoff fue la única persona presente en el entierro. Sobre la tapa del féretro había dos arreglos florales: uno del BUG y el otro de ella. Buscó con esmero tres aros de Etiopía como símbolo de la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Fue un entierro sobrio pero impecable: una capilla ardiente, portadores, música e incluso café y una rebanada de bizcocho al terminar. Le sorprendió que no hubiera ninguna placa con el nombre y, en su lugar, escribieran un número en uno de esos carteles de plástico amarillo que sirven para dar información sobre las plantas y se clavan en la tierra fresca.
De pie, junto a la tumba, se persignó con mesura y mayor lentitud que de costumbre, como tantas veces lo había hecho: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Se quedó allí un instante, inmóvil y con la cabeza inclinada. Había algo en este hombre que la había conmovido, aunque no pudiera decir de qué se trataba. Acto seguido, se dirigió a él en voz alta y le dijo en tono quedo: «Antes de haberle preguntado algo, ya nos ha oído».
El 5 de abril de 2006, nueve días después de haber sido descubierto, Mathias Dijkman encontraba su último descanso en el rincón más occidental del cementerio Zorgvlied, en Amstelveen. Durante esos nueve días otras personas se habían interesado por él profesionalmente, pero ahora volvía a estar solo.