I

—¿Se puede fumar aquí? —preguntó a sabiendas de que no se podía.

Fui incapaz de reprimir una sonrisa. El muchacho respondió con educación y un rostro impasible, pero me pregunté qué pensaría de ella. Señaló hacia el extintor que había en el techo:

—No, mejor no. Podrá hacerse usted cargo de que este es el último lugar donde quisiéramos que se produjera un incendio. Ahora los dejo a solas, tómense todo el tiempo que quieran. Si me necesitan, sólo tienen que accionar el interfono.

La puerta se cerró suavemente a sus espaldas.

Nos encontrábamos en el sótano de una sucursal bancaria en el Keizersgracht, dentro de una habitación semivacía con una mesa metálica y dos sillas de formica. Las paredes desnudas y la intensa luz de los focos empotrados en el techo acentuaban el sobrio aspecto de clínica que transmitía la sala. Frente a la primera puerta, había otra por la que acabábamos de entrar en compañía del mismo empleado y que daba acceso a una habitación mucho mayor, en la que Charlotte había sacado de uno de los muros la caja de seguridad de su padre. Se necesitaban dos llaves para abrirla: una se hallaba en poder del banco y la otra la tenía ella.

Ahora que estábamos sentados la veía frente a mí nerviosa e incapaz de abrir la caja. Habría preferido aplazarlo para fumarse antes un cigarrillo en la calle y beberse con avidez una buena copa de vino tinto, pero se puso a girar uno tras otro con el índice y el pulgar los llamativos anillos de coloridas piedras.

Era inquieta, con repentinos cambios en su estado de ánimo y sin un momento de tranquilidad, tal vez por miedo a perderse algo o porque le parecía que todo merecía la pena; quién podía saberlo. Apenas nos conocíamos y, sin embargo, me había pedido precisamente a mí que la acompañara.

—Tienes que abrirla tú —dije.

—Ay, estoy tan nerviosa… —De repente se le ensombreció la mirada—. No creerás que estoy así porque espero encontrar algún tesoro oculto, ¿verdad? O que la caja está llena de alhajas y diamantes y que es eso lo único que me importa, ¿no? No estarás pensando eso, ¿verdad?

Volvió a sorprenderme la rapidez con la que su rostro cambiaba de expresión.

—De ser así, no te habría acompañado.

La cara de preocupación había desaparecido de nuevo para dejar paso a una suma concentración. Respiró hondo y atrajo la caja hacia sí.

—Muy bien, vamos allá.

Abrió la tapadera oblonga con bisagras en la parte posterior y giró la cajita para que yo también pudiera ver su contenido.

Sobre un montón de documentos y joyas había una cuartilla que llevaba por título «Inventario». Con la objetividad y meticulosidad que le habían caracterizado siempre y, hasta cierto punto, causantes en el pasado de las fricciones entre padre e hija, el notario Diederik Hoving había elaborado una lista manuscrita de todas las cosas que había conservado y guardado. Una a una, fue sacándolas Charlotte del cajón y extendiéndolas sobre la mesa. Era una colección de papeles y objetos que guardaban relación con los padres de Diederik, por un lado, y con él y su esposa, la madre de Charlotte, por el otro.

Primero se enumeraban todos los papeles: el parte de boda oficial del enlace matrimonial entre Diederik Martinus Hoving y Elizabeth Jacobine van Zijl, impreso en papel de tina y provisto de filigrana; el libro de familia encuadernado en piel; la partida de nacimiento expedida en Ámsterdam de su hija única Charlotte Victoria; un atado de cartas unidas por una pequeña cinta sobre el que podía leerse «Correspondencia de papá y mamá»; y, por último, la esquela mortuoria y la necrológica de su esposa, en la que pude ver que había fallecido ya en 1968.

Charlotte acarició con el dedo el viejo recorte de periódico.

—Yo sólo tenía tres años cuando murió. Soy incapaz de recordarla. Salvo de generalidades, papá nunca quería hablar de ella. Era «guapa, cariñosa, te quería mucho, eras la niña de sus ojos, nuestro matrimonio fue muy feliz», lo único que podías sacarle. Si seguía preguntándole, acababa por enfadarse. Después de haber estado todos estos años sin saber nada, me da no sé qué empezar ahora a leer sus cartas. ¿Te parece extraño?

Habría preferido que hubiera tratado el tema con una amiga, así que respondí con un incómodo:

—No, qué va.

Se quedó mirándome un instante y dijo:

—Perdona, no te molestaré más.

Continuó con la lista y fue colocando sobre la mesa objetos que habían pertenecido a los padres de su padre. Una pequeña carpeta de piel desgastada con fotos en color sepia de sus dos abuelos paternos y de sus respectivas familias. Las alianzas, el reloj de bolsillo del abuelo y las joyas de la abuela. Todo parecía muy valioso y, junto con las imágenes de las fotografías, confirmaba lo que yo ya sabía sobre la ilustre cuna de Diederik. Su padre había sido un prestigioso notario casado con una muchacha también descendiente de un linaje de notarios. Un matrimonio concertado, al igual que el de Diederik y su esposa. En aquella época y en aquellos círculos no era algo insólito, pero a la hija ya sólo la idea le parecía ridícula. También, en lo concerniente a su carrera profesional, lo más lógico del mundo era que Diederik Hoving siguiera los pasos de su padre, algo que, asimismo, su hija le había echado en cara después: él podía hacer lo que los demás esperaban de él, pero ella no quería ser así.

Una vez despachada toda la lista, apareció en el fondo de la pequeña caja metálica un sobre del que no se hacía mención. Charlotte me miró con las cejas arqueadas. «Para Charlotte, 28 de marzo de 2006» podía leerse en él. Como estábamos a 9 de abril, resultaba que esa carta no llevaba ni dos semanas ahí. En ese intervalo había fallecido su padre en un incendio y, tras una breve y sobria ceremonia, lo que quedaba de él fue sepultado junto a su esposa en el panteón familiar.

Durante el funeral, yo me había mantenido en un discreto segundo plano y, al principio con sorpresa pero muy pronto con creciente irritación, me dediqué a observar el abigarrado grupo de antiguos esposos y amigas íntimas de Charlotte que la rodeaban, mientras daban rienda suelta a sus lágrimas sin ningún comedimiento buscando mutuo apoyo. En lugar de rendir homenaje a Diederik Hoving, sólo se preocupaban de sí mismos con gestos ostentosos y cursis, perturbando así lo que debería haber sido una ceremonia sobria. Aunque la actitud de la propia Charlotte era de recogimiento, en lo más profundo le reproché que hubiera invitado a estas personas o, en cualquier caso, que les hubiera permitido venir.

Abrió el sobre cuidadosamente con la uña y de dentro sacó una carta escrita a mano en la que volví a reconocer la impecable letra de su padre. Concentrada, empezó a leer un par de líneas y luego volcó en la mesa su contenido. Un par de anillos salieron rodando a una velocidad que fue disminuyendo hasta detenerse y caer sobre el tablero, emitiendo un sonoro clic.

En cuanto me imaginé de quién serían los anillos supe que en el fondo algo no encajaba y que me había equivocado al acceder a la petición de Charlotte para que la acompañara. Ella pareció no darse cuenta.

—Son sus alianzas. Me escribe diciendo que le gustaría que las llevara —me informó con voz ronca mientras me miraba con el rostro descompuesto—. Vámonos. Seguiré leyéndola después. Será mejor que la lea a solas. No te he pedido que vinieras para ofrecerte el espectáculo de una mujer lloriqueando, pero es que me ha sorprendido.

—¿A qué te refieres? —pregunté con cautela.

—A encontrarme una carta de despedida como esta.

—Pero no es tan raro, ¿no? —salí en defensa de su padre.

El tono de su voz se endureció de pronto:

—¿Con la relación que teníamos? ¡Pero si le parecía estúpido todo lo que hacía! Y, además, ¿no pensaba que había perdido el norte?

Sea como fuere, no percibí nada de autocompasión, pero ¿qué le había llevado a pensar así? Por las veces que Diederik Hoving me había hablado de su hija sabía que no la consideraba tonta en absoluto, al contrario, le fastidiaba que fuera tan poco ambiciosa y que no aprovechara sus capacidades para realizar algo útil de verdad. Porque de eso sí que estaba convencido, ella valía mucho más.

La vida se componía de una sucesión de malentendidos y no me apetecía nada ponerme a contradecirle. Tal vez esa carta suya pudiera subsanar algo.

Pulsé el botón del interfono y al otro lado de la línea oí casi de inmediato al joven que nos había traído hasta aquí.

—Ya hemos terminado —le comuniqué—. ¿No podría conseguirnos un sobre grande? Quisiéramos llevárnoslo todo. ¿Y existe algún registro donde pueda ver cuándo fue la última vez que el señor Hoving estuvo aquí?

—Sí que existe, en efecto. Ahora mismo se lo llevo.

Mientras el joven ayudaba a Charlotte a recoger todas las pertenencias de su padre, me puse a estudiar la lista que me trajo. Diederik Hoving estuvo en el banco por última vez el 28 de marzo, la misma fecha que aparecía en el encabezamiento de la carta que había escrito a su hija, dos días antes de su muerte. No se prodigaba mucho por este lugar, pues habían pasado más de dos años desde la vez anterior.

¿Acaso presentía que estaba llegando su hora? Mientras observaba en silencio cómo su hija iba llenando el sobre, le di vueltas a la idea de si sería correcto preguntárselo.

Mi primer contacto con Diederik Hoving se había producido más de quince años atrás. Me dirigí a él para solicitar asesoramiento notarial sobre la liquidación de una herencia impugnada por un cliente mío. A partir de ese momento, empecé a visitarle con asiduidad. A veces, cuando las noches eran frías, encendía la chimenea y manteníamos largas conversaciones sobre lo humano y lo divino con nuestra mirada clavada en el fuego. Ante esa misma chimenea debió de adormilarse la noche de su muerte. Un hombre viejo y solitario que a fin de cuentas, frente al comportamiento de su hija, voluble e incomprensible a su modo de ver, no había sabido ofrecer más que la circunspección y reserva que le eran tan propias por su oficio. Al principio, me habló alguna vez de ella, pero con el transcurrir de los años los numerosos enfrentamientos y malentendidos hicieron que el tema le resultara demasiado doloroso.

Me sentí aliviado cuando estuvimos de nuevo en la calle. El reciente verdor de los árboles jalonando el canal contrastaba intensamente con el azul claro de un cielo en el que brillaba un sol con conatos de pujanza. El viento, que era aún demasiado fresco, constituía el único elemento disuasorio para llevar ropa de verano.

Charlotte propuso ir a beber algo, y encontramos un sitio en una terraza. Se estaba tan bien al abrigo del viento que Charlotte se quitó la chaqueta y yo el jersey. De esta guisa me hallaba sentado al sol en camiseta, sintiendo su delicioso calor.

—Musculoso pero sin tatuajes. No es algo que se suela ver.

¿Esa forma tan directa de expresarse y la mirada con que me examinaba, plena de seguridad en sí misma, era el resultado de sus tres turbulentos matrimonios, ya disueltos, con hombres que sólo la apreciaban por su aspecto físico?

—No me has visto el resto del cuerpo. Es toda una grandiosa obra de arte con símbolos tribales y signos del yin y del yang en la que pone: «Mi equilibrio es perfecto».

—¿Ah, sí? Vaya, eso es mucho más de lo que yo puedo decir.

Por suerte, en ese momento nos interrumpió la camarera que traía lo que habíamos pedido. Cuando se marchó, Charlotte recondujo la conversación a su padre. Era evidente que necesitaba hablar de él. Nerviosa, fumaba un cigarrillo tras otro y repetidas veces indicaba con señas que le fueran trayendo nuevas copas de vino tinto. No conocía sus planes para el resto del día, pero yo tenía que trabajar después, así que seguí con agua y café.

La escuchaba, la miraba y hacía que me sintiera cada vez más incómodo. Me asaltaban todo tipo de ideas, y debió de intuir algo, porque de repente cambió de tema.

—¿Me miras porque te intereso o me consideras ya una vieja gloria?

—Ninguna de las dos cosas.

Mi respuesta fue demasiado rápida, pero la ignoró.

—Eso es bueno y malo a la vez.

Otro puede que hubiera interpretado su respuesta como vacía y ordinaria, un flirteo demasiado evidente, pero no fue eso lo que sentí, y me sorprendió.

La primera vez que la vi, en casa de su padre, su belleza casi perfecta también me cautivó de inmediato. Ella era consciente de su atractivo físico y, sobre todo, del efecto que producía. Sabía sacarle el máximo partido y se comportaba como si se hubiera ganado a pulso aquello que le había caído del cielo por casualidad. Eso me molestaba y, tras esa belleza exterior, lo único que alcanzaba a ver era un gran vacío y una estúpida superficialidad. Si había algo más, debía de estar muy bien escondido. Las veces que regresaba a casa de su padre, casi siempre sin avisar, exigiendo toda la atención y sin tener en cuenta que había visita, apenas intercambiábamos palabra.

Desde entonces se había producido un cambio para bien. Seguía siendo atractiva, pero en la perfecta e inmaculada fachada de antes se vislumbraban algunas grietas, lo que no parecía afectarla mucho, y aunque todavía seguía yendo bien vestida, había elegido una falda y una blusa amplias más por comodidad que para resaltar al máximo las formas de su cuerpo.

—Quizá sea una pregunta extraña, Charlotte, pero ¿sabes si tu padre llevaba siempre puesta la alianza?

Creía recordar que sí, casi no podía ser de otro modo, pero ahora necesitaba estar seguro.

—Sí, por supuesto. Los hombres sólo se la quitan cuando se separan o cuando quieren hacerse pasar por solteros, ¿no? Papá siguió amando siempre a mamá. Esa alianza era casi una especie de constatación de su amor eterno. ¿Por qué lo preguntas?

—¿No te resulta extraño que se la quitara y que la metiera en ese sobre? Parece como si presintiera que se estaba acercando su hora.

Se le ensombreció el rostro y empezó a pensar en lo que le había dicho.

—Qué asco de idea. Oye, tú cambias muy bruscamente de tema, ¿no? ¿Tienes ya una explicación?

Su tono de voz no era nada amistoso y la pregunta parecía hecha más con reproche que con interés. Meneé lentamente la cabeza y dije:

—No, pero sí que es extraño.

—Quizá sea pura casualidad y haya tenido un presentimiento. Es posible, ¿no? Las personas mayores se pasan mucho más tiempo dándole vueltas a todo lo relacionado con la muerte, y su comportamiento pocas veces puede predecirse. Últimamente también me daba la impresión de que había envejecido bastante. —Guardó un instante de silencio y continuó—: Y estaba más callado y triste que de costumbre. —En esta ocasión el enfado no parecía dirigido contra mí, sino contra su padre.

Resultaba obvio que en este momento lo último que le apetecía era enfrascarse en preocupaciones y la carta del padre reclamaba toda su atención.

Decidí darlo por concluido, pero la conversación no se reanudó. Cuando nos despedimos, me dio las gracias y un beso en la mejilla. Me cogió por sorpresa al señalarme la mano en la que llevaba puesta mi alianza.

—Esto del anillo me recuerda una de las primeras cosas que le pregunté después de haberte visto en casa: «¿Está casado?». Papá no dijo: «Ha fallecido su esposa» ni nada por el estilo, sino: «Es viudo». Sonó como una advertencia encubierta para que te dejara en paz. Qué palabra más cutre: «viudo», ¿no te parece? Suena tan concluyente… como si la persona estuviera atrapada en el pasado por siempre, como si ya no hubiera futuro, que de hecho era el caso de papá. Más de una vez se lo reproché. Tras la muerte de mamá, nunca hizo el más mínimo esfuerzo por interesarse de veras en ninguna otra mujer. Parecía siempre muy tranquilo e incapaz de perder los nervios, como si tuviera todo bajo control, pero yo creo que no era así. Estaba deteriorado, pero nunca hizo nada por remediarlo. ¿Y tú, Jager? ¿No acababas de decir que tu equilibrio era perfecto? No te burles tan a la ligera del tema, porque eres más vulnerable de lo que pretendes ser.

¿Qué coño de reflexión era esa? Y, además, procedente de alguien a quien apenas conocía.

—¡Qué gilipollez! ¿Son estas las conversaciones que estás acostumbrada a mantener con esos amiguitos tuyos? Oye, para que todo quede bien claro: te he acompañado por respeto a tu padre, pero ¿por qué me has llamado precisamente a mí? Apenas nos conocemos.

—Tal vez también por respeto a mi padre —me devolvió la pelota con brusquedad—. Abominaba de mis amigos, ¿no es cierto?

Sin decir nada más y sin esperar mi respuesta, deslizó hacia los ojos las gafas de sol, que con anterioridad habían estado ocultas en su gran bosque de rizos oscuros, y se largó con paso decidido.

Durante el resto del día no pude volver a concentrarme. El encuentro con Charlotte Hoving y, sobre todo, el modo en que se había despedido me habían puesto de mal humor. La irritación había trasladado a un segundo plano mi interés por el anillo; sin tener el más mínimo conocimiento del asunto, se había arrogado la facultad de hablar sobre mi difunta esposa. Las pocas personas que me conocían bien sabían que no debían adentrarse en ese terreno, y ahora alguien, con quien además no me unía ningún vínculo, se tomaba la libertad de inmiscuirse en mi vida sin que nadie se lo hubiera pedido.

Esa misma noche sonó un timbre en casa. Me desperté sobresaltado de un sueño profundo y, por un momento, me sentí desorientado; ¿a quién demonios se le ocurría llamar a la puerta a estas horas? Sólo entonces reconocí el sonido del teléfono. Cada vez que saltaba el contestador, se producía un breve silencio, pero volvían a llamar inmediatamente después. Miré mi reloj y vi que eran casi las dos de la madrugada. ¿Qué clase de loco tendría que ser para ponerse a molestar a estas horas? Esperé, pero el teléfono no hacía más que sonar una y otra vez.

Por fin, me encaminé al cuarto de estar y contesté enfurecido:

—¡Sí!

—¿Jager? Soy yo, Charlotte.

Oí jaleo al fondo y sólo con esas pocas palabras noté que debía de haber estado bebiendo bastante.

—¡Joder! ¿Sabes qué hora es?

—Bueno, no te enfades tanto, oye. Es culpa tuya. No tendrías que haberme endilgado ese coñazo de enigma. Me ha estado dando vueltas en la cabeza todo el día.

Esperó a que contestara algo, pero guardé silencio.

—¿Estás ahí todavía?

—¿Por qué me llamas?

—Bueno, podrías mostrar más entusiasmo, al fin y al cabo eres detective privado, ¿no? He encontrado la solución.

—¿A qué?

—A lo de la alianza, naturalmente.

—¿Ah, sí? Suéltala, así podré volver a la cama.

—¡Bah, vete a tomar por culo!

Enfadada, cortó la comunicación. Ya me había puesto de mala leche. Miré en el teléfono el número de la última llamada y la llamé al móvil. Lo cogió enseguida.

—De acuerdo. Claro que quiero saberlo.

—Estaba enfermo. Sabía que iba a morirse. Se lo he preguntado a nuestro médico de cabecera. Papá tenía el cáncer extendido por todo el cuerpo. Lo comprobaron en el hospital hace un par de semanas. Según nuestro médico, no le quedaba mucho de vida, a lo sumo cuatro o cinco semanas. Sabía que iba a morirse, Jager. Y no me dijo nada. Pensaba morir solo.

Su voz sonaba ahora clara, la embriaguez había dejado paso a algo más poderoso: la pena.

—Lamento oírlo, Charlotte. —La conclusión a la que había llegado era dura y amarga, pero no pude decir más que—: Probablemente no quería que cargaras con el lastre de su enfermedad.

Tan sólo fui capaz de articular una respuesta torpe e impersonal. ¿Qué sabía yo, con mi propia vida como ejemplo, de que las cosas son como son? Lo único que sabía era que Diederik Hoving había amado a su hija, que ella lo significaba todo para él. Sin embargo, su relación no era buena y al final había decidido escribirle una carta de despedida en lugar de hacerle partícipe de sus sufrimientos.

—¿Puede haber algo más trágico, Jager? ¿Qué clase de padre e hija éramos?

Tenía razón y no la tenía, todo era tan relativo… y ahora, que ya era demasiado tarde, empezaba a darse cuenta de que podría haber sido de otra manera. Entonces dije palabras que nunca hubiera supuesto que podrían salir de mi boca:

—Tu padre te amaba. Puedes hacerte mil preguntas y analizar todos los matices, pero eso es lo que al final importa. Él te amaba.

Se produjo un largo silencio al otro lado de la línea.

—¿Estás ahí todavía? —pregunté.

Cuando respondió, su voz sonaba ya más firme:

—Es extraño, Jager, apenas nos conocemos, pero te creo.

—¿Era una carta bonita? —cambié de tema.

—Sí, muy bonita. Me he puesto las alianzas, juntas, en el mismo dedo.

—Muy bien.

—Sí —la oí respirar profundamente—. Bueno, venga, vuélvete a la cama. Gracias por haberme dejado hablar contigo.

Estaba a punto de colgar cuando oí de nuevo su voz:

—Jager, ¿estás ahí todavía? ¿Sí? Gracias por haberme devuelto la llamada.

Fui hacia la ventana y me quedé mirando una calle oscura y vacía. Sólo se movían las hojas de los árboles, al igual que ese mismo día unas horas antes, en la terraza. Tras mi ventana cerrada, el movimiento se había convertido en silencio, irreal y reforzado precisamente por la ausencia de rumor. No pude evitar pensar en mi padre y en uno de sus koans: ¿Es el viento lo que se mueve o son las hojas? Con los años, yo también empecé a interesarme por el budismo, pero le había vuelto la espalda a su budismo zen. Esa precisión aplicada hasta el absurdo en la ejecución de rituales, las vestiduras negras, la excesiva reverencia hacia el maestro, la carencia de humor, el enfoque intelectual y la respuesta a las preguntas siempre de manera indirecta. Mi corazón tendía más al budismo tibetano y al Dalai Lama.

Sentía como si Charlotte acabara de utilizarme, pero ¿me había utilizado en verdad? ¿Cómo demonios había conseguido arrancarme esas palabras? Me acababa de despertar y no estaba en guardia. Era la segunda vez en el día de hoy que me sacaba de mis casillas. Además, me daba también cargo de conciencia. Ahora comprendía que el incendio en el que Diederik Hoving había perdido la vida le había ahorrado una muerte dolorosa y solitaria. Ojalá el humo le hubiera sorprendido mientras dormía, sentado en la butaca frente a la chimenea, y hubiera muerto así, asfixiado antes de que las llamas prendieran en su cuerpo. Así es como quería recordarlo, como una muerte misericordiosa. Sin embargo, su hija había realizado otro descubrimiento más amargo por mis palabras: su padre estaba moribundo y se lo había ocultado.

Lo mejor para todo el mundo habría sido que me hubiera olvidado del anillo y que hubiera cerrado el pico.