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EL VIAJE CONOCIDO

La primera noche durmió blandamente sobre una pila de heno, a la vera del camino. Era el heno del último otoño, maduro y podrido bajo la superficie, por lo que no cavó para hacer un hueco, aunque despedía algo de calor y el aire era templado. Al despertar con el amanecer, lo primero que pensó, amargamente, fue que había dejado en su casa de la calle del Támesis el juego del sha que había sido de Mirdin. Tan precioso era para él que lo llevó a través del mundo desde Persia, y comprender que lo había perdido para siempre fue una puñalada.

Tenía hambre, pero no quería buscar comida en una granja, donde lo recordarían si alguien que lo perseguía preguntaba por él. Cabalgó media mañana con el estómago vacío, hasta llegar a un pueblo con mercado, donde compró pan y queso suficiente para satisfacer su hambre y llevarse algunas porciones.

No dejaba de pensar en lo ocurrido. Haber encontrado a un hermano de esa ralea era peor que no encontrarlo, y se sintió engañado y repudiado.

Pero se dijo que había llorado a Willum cuando la vida los separó de niños, y que sería feliz si no tenía que volver a ver a ese Paulinus de ojos duros como el acero.

—¡Vete a la mierda, obispo auxiliar de Worcester! —vociferó.

Su grito ahuyentó a los pájaros de los árboles e hizo aguzar los oídos y acobardar a su montura. Para que nadie creyera que estaban atacando el campo, hizo sonar el cuerno sajón y el musical lamento lo retrotrajo a la infancia y la primera juventud, lo que fue un consuelo para él.

Si lo perseguían, registrarían las rutas principales, de manera que se desvió del camino de Lincoln y siguió las sendas costeras que comunicaban los pueblos marítimos. Era un viaje que había hecho muchas veces con Barber.

Ahora no tocaba el tambor ni montaba espectáculos, ni tampoco trató de atraer pacientes por temor a que hubiesen puesto en marcha la búsqueda de un médico fugitivo. En ninguno de los pueblos reconocieron al joven cirujano barbero de tiempos idos. Habría sido absolutamente imposible, pues, encontrar testigos en esos lugares. Y en Londres lo habían condenado. Sabía que era una bendición haber escapado, y el pesar lo abandonó al comprender que la vida todavía estaba llena de infinitas posibilidades.

Reconoció a medias algunos lugares, notando allá una casa o una iglesia quemada hasta los cimientos, o aquí un nuevo edificio, levantado después de despejar el monte. Avanzaba con dolorosa lentitud, pues en algunos sitios las sendas eran lodazales, y en breve el caballo se sintió debilitado. Habría sido perfecto para llevarlo a atender las llamadas médicas nocturnas a un paso digno, pero resultaba inadecuado para viajar a campo través o por caminos embarrados… Estaba viejo y cansado, y no era nada fogoso. Rob hizo todo lo que pudo por el bien de la bestia, deteniéndose con frecuencia y tumbándose en la orilla del río mientras el animal daba cuenta de las nuevas hierbas de la primavera y descansaba. Pero nada podía rejuvenecerlo ni volverlo apto para montar.

Rob escatimaba el dinero. Cada vez que lo autorizaban dormía en abrigados graneros sobre la paja, eludiendo a la gente, pero si era inevitable, paraba en posadas. Una noche, en una taberna de la ciudad portuaria de Middlesbrough vio a dos lobos de mar bebiendo cantidades exageradas de cerveza.

Uno de ellos, bajo y ancho, de pelo negro semioculto por una gorra de punto, golpeó la mesa.

—Necesitamos un tripulante. Costearemos hasta el puerto de Eyemouth, en Escocia. A la pesca del arenque todo el camino. ¿Hay algún hombre en esta taberna?

El lugar estaba casi lleno, pero se produjo un hondo silencio y algunas risillas, y nadie se movió.

«¿Me atreveré? —se preguntó Rob—. Llegaría mucho más rápido».

Hasta el mar era preferible a avanzar a duras penas por el lodo, decidió.

Se levantó y se acercó a ellos.

—¿La embarcación es tuya?

—Sí, soy el capitán. Me llamo Nee. Éste es Aldus.

—Yo soy Jonsson —dijo Rob: era un nombre tan bueno como cualquiera.

Nee lo estudió.

—Un corpachón imponente.

Cogió la mano de Rob y la dio vuelta, tocando desdeñosamente su palma suave.

—Sé trabajar.

—Veremos —replicó Nee.

Esa noche Rob regaló el caballo a un desconocido, en la taberna, porque no habría tiempo para venderlo por la mañana, y de todos modos no le habría sacado mucho. Cuando vio la destartalada barca de pesca de arenques pensó que era tan vieja y tan pobre como el caballo, pero Nee y Aldus habían empleado bien el invierno. Las juntas estaban calafateadas con estopa y brea, y navegaba con ligereza sobre el oleaje.

A poco de zarpar se presentaron los problemas. Rob se inclinó por encima de la borda y vomitó, mientras los dos pescadores lo maldecían y amenazaban con arrojarlo al mar. Pese a las náuseas y los vómitos, se obligó a trabajar. Una hora después soltaron la red, arrastrándola detrás de la barca mientras navegaban, y luego izándola los tres juntos para cobrarla, siempre vacía y chorreante. La arrojaron y recuperaron varias veces, pero sólo sacaban alevines. Nee se puso de mal humor y muy desagradable. Rob estaba seguro de que sólo su enorme talla impedía que lo maltrataran.

Aquella noche comieron pan duro, pescado ahumado lleno de espinas y agua con sabor a arenque. Rob intentó tragar unos bocados, pero lo vomitó todo. Para colmo de males, Aldus tenía flojedad de vientre y enseguida convirtió el cubo de los desechos en una ofensa para los ojos y las narices. Aunque eso no era nada para alguien que había trabajado en un hospital. Rob vació el cubo y lo lavó en agua de mar hasta dejarlo completamente limpio.

Tal vez su desempeño de esa faena doméstica cogió a los otros dos por sorpresa, pues a partir de ese momento dejaron de insultarlo.

Aquella noche, frío y desesperado mientras la barca ascendía y descendía en la oscuridad, Rob se acercó varias veces a la borda, hasta que no le quedó nada que vomitar. Por la mañana, reanudó la rutina, pero la sexta vez que echaron la red, algo cambió. Cuando tironearon, parecía anclada. Lenta y laboriosamente la recuperaron, con un bulto plateado que se retorcía.

—¡Éstos sí que son arenques! —se regocijó Nee.

La red salió tres veces llena y luego con menos cantidades de peces.

Cuando no quedó lugar para almacenarlo viraron a tierra con el viento en popa.

A la mañana siguiente, los mercaderes les compraron la captura, que venderían por piezas frescas, secas y ahumadas. En cuanto la barca de Nee fue descargada, volvieron a hacerse a la mar.

Rob tenía las manos ampolladas, doloridas y ásperas. La red se rompía, y aprendió a anudarla con el fin de repararla. El cuarto día, sin aviso previo, desaparecieron los mareos. No volvieron, sencillamente. «Tengo que decírselo a Tam», pensó agradecido.

Siguieron costeando varios días, recalando siempre en puertos para vender la pesca antes de que se estropeara. A veces, en noches de luna, Nee veía un rocío de peces diminutos como gotas, que asomaban a la superficie para escapar a un cardumen en busca de alimento; dejaban caer la red y la arrastraban por un sendero de luz de luna, llevándose el regalo de la mar.

Nee empezó a sonreír mucho, y Rob le oyó decirle a Aldus que Jonsson les había traído buena suerte. A veces, cuando atracaban para pernoctar en un puerto, Nee invitaba a su tripulación con cerveza y comida caliente. Los tres se quedaban levantados hasta tarde y cantaban. Entre las cosas que aprendió Rob como tripulante figuraba una serie de canciones obscenas.

—Llegarías a ser un buen pescador —dijo Nee—. Estaremos cinco o seis días en Eyemouth, reparando las redes. Después volveremos a Middlesbrough, porque eso es lo nuestro, derivar entre Eyemouth y Middlesbrough pescando arenques, ida y vuelta. ¿Quieres quedarte con nosotros?

Rob le dio las gracias, contento por la oferta, pero dijo que se separarían en Eyemouth.

Llegaron unos días más tarde a un puerto bonito y abarrotado. Nee le pagó con unas pocas monedas y una palmada en la espalda. Cuando Rob mencionó que necesitaba un caballo, el patrón de la barca lo llevó a ver a un comerciante honrado, quien dijo que le recomendaba dos de sus caballos: una yegua y un castrado.

La yegua era, con mucho, un animal más hermoso.

—Una vez tuve buena suerte con un castrado —dijo Rob, y se decidió por el animal capado.

Éste no era un caballo árabe, sino un nativo inglés achaparrado, de patas cortas y peludas, y crines enmarañadas. Tenía dos años, era fuerte y despabilado.

Acomodó sus pertenencias detrás de la silla y montó el animal. Él y Nee se despidieron.

—Que tengas buena pesca.

—Ve con Dios, Jonsson.

El fuerte y enjuto castrado le proporcionó placer. Era mejor de lo que parecía, y resolvió llamarlo Al Borak, como el caballo que según los musulmanes llevó a Mahoma desde la tierra hasta el séptimo cielo.

Todas las tardes, a la hora de más calor, Rob trataba de hacer una pausa en un lago o riachuelo para que Al Borak se bañara, y luego alisaba las crines enredadas con los dedos, lamentando no tener un fuerte peine de madera.

El caballo parecía infatigable, y los caminos se estaban secando, por lo que avanzó con más rapidez. La barca arenquera lo había llevado más allá de las tierras con las que estaba familiarizado, y ahora todo era más interesante por lo novedoso. Siguió cinco días una orilla del río Tweed, hasta que el cauce se desviaba al sur y él giró hacia el norte, internándose en las tierras altas y cabalgando entre cerros demasiado bajos para llamarse montañas. En algunos puntos los páramos ondulados se veían interrumpidos por peñascos rocosos. En esa época del año las nieves derretidas aún bajaban por las laderas y cruzarlas era una proeza.

Las granjas eran pocas y dispersas. Algunas tenían grandes extensiones de tierras y otras eran modestos huertos arrendados. Notó que todos estaban bien cuidados y poseían la belleza del orden que sólo se alcanza con el trabajo arduo. Hacía sonar el cuerno a menudo. Los colonos vigilaban y cuidaban sus parcelas, pero nadie intentó hacerle daño. Observando el país y sus gentes, por primera vez comprendió algunas cosas de Mary.

Hacía largos meses que no la veía. ¿No se habría metido en una empresa descabellada? Quizá ahora tenía otro hombre, probablemente el condenado primo.

Era un terreno agradable para el hombre, aunque destinado a que lo recorrieran ovejas y vacas. Las cimas de las colinas eran en su mayoría terreno pelado, pero casi todas las laderas contaban en su parte baja con ricos pastos. Todos los pastores llevaban perros y Rob aprendió a temerles.

Medio día después de dejar atrás Cumnock, se detuvo en una granja con el fin de pedir permiso para dormir en el pajar. Entonces se enteró de que el día anterior un perro le había desgarrado de un mordisco el pecho a la mujer del granjero.

—¡Alabado sea Jesús! —susurró el marido cuando Rob le dijo que era médico.

Era una mujer robusta y con ojos grandes, ahora enloquecida de dolor.

Había sido un ataque salvaje y las dentelladas parecían de un león.

—¿Dónde está el perro?

—El perro ya no está —dijo el hombre con tono resentido.

La obligaron a beber aguardiente de cereales. La mujer se atragantó, pero la ayudó mientras Rob recortaba y cosía la carne destrozada. Rob pensó que de todas maneras habría vivido, pero sin duda estaba mejor gracias a él. Tendría que haberla atendido un día o dos, pero se quedó una semana, hasta que una mañana se dio cuenta de que seguía allí porque no estaba lejos de Kilmarnock y tenía miedo de enfrentarse al final del viaje.

Le dijo al marido adónde quería ir y éste le indicó el mejor camino.

Todavía pensaba en las heridas de la mujer dos días después, cuando se vio acosado por un perrazo gruñón que bloqueó el camino a su caballo. Su espada estaba a medio desenvainar cuando una voz llamó al animal. El pastor que apareció le dijo algo que evidentemente era una protesta, en gaélico.

—No conozco su idioma.

—Estás en tierras de Cullen.

—Ahí es donde quiero estar.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Eso se lo diré a Mary Cullen. —Rob miró al hombre de hito en hito y vio que todavía era joven, aunque curtido y entrecano, y tan vigilante como el perro—. ¿Quién eres?

El escocés le devolvió la mirada, aparentemente vacilando entre responder o no.

—Craig Cullen —dijo finalmente.

—Me llamo Cole. Robert Cole.

El pastor asintió, sin dar muestras de sorpresa ni de bienvenida.

—Sígueme —dijo y echó a andar.

Rob no vio que le hiciera ninguna señal al perro, pero el animal se rezagó y luego siguió detrás del caballo, de modo que Rob quedó entre el hombre y el perro, como si éstos llevaran algo perdido que habían encontrado en las montañas.

La casa y el establo eran de piedra, bien construidos mucho tiempo atrás. Unos niños lo miraron fijamente y murmuraron al verlo. Le llevó un momento darse cuenta que entre ellos estaban sus hijos. Tam le habló a su hermano en gaélico.

—¿Qué ha dicho?

—Ha preguntado: «¿Es nuestro papá?». Le he contestado que sí.

Rob sonrió y quiso alzarlos, pero los niños se encogieron y salieron corriendo con los demás cuando se inclinó en la silla.

Rob notó con alegría que Tam todavía cojeaba, pero corría velozmente.

—Son tímidos. Volverán —dijo ella desde el vano de la puerta.

Mantuvo la cara desviada y no quiso mirarlo. Rob pensó que no estaba contenta de verlo. Pero un segundo después cayó en sus brazos. ¡Oh, que maravilla!

Besándola, descubrió que le faltaba un diente, a la derecha de la parte media de la mandíbula superior.

—Estaba peleando con una vaca para meterla en el establo y me caí contra sus cuernos. —Se echó a llorar—. Estoy vieja y fea.

—No tomé por esposa a un condenado diente. —Su tono era áspero, pero tocó el hueco suavemente con la yema del dedo, sintiendo la humedad, la tibia elasticidad de su boca cuando ella se lo chupó—. Y no me llevé un condenado diente a mi lecho —agregó Rob, y aunque sus ojos todavía brillaban por las lágrimas, Mary sonrió.

—A tu trigal —dijo—. En la tierra, junto a los ratones y los bichos que se arrastraban, como un carnero cubriendo a una oveja. —Se secó los ojos—. Estarás cansado y con hambre.

Le cogió la mano y lo condujo a un edificio que era cocina. A Rob le resultó raro verla tan en su elemento. Mary le sirvió pasteles de harina de avena y leche. Rob le habló del hermano que había encontrado y perdido, y de cómo tuvo que huir de Londres.

—Que extraño y triste para ti… Si eso no hubiese ocurrido, ¿habrías venido?

—Tarde o temprano. —Seguían sonriéndose—. Ésta es una tierra hermosa —dijo Rob—. Pero dura.

—No tanto cuando el tiempo es cálido. Dentro de poco será el momento de sembrar.

Rob no pudo seguir tragando los pasteles.

—Ahora es el momento de sembrar.

Mary todavía se ruborizaba fácilmente. Era algo que nunca cambiaría, pensó Rob, satisfecho. Mientras lo llevaba a la casa principal, trataron de mantenerse abrazados, pero se les enredaron las piernas y sus caderas chocaron, y enseguida rieron tanto y sin parar, que Rob temió que las carcajadas estorbaran la consumación del acto amoroso, pero quedó demostrado que eso no era ningún obstáculo.