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DOS RECIÉN LLEGADOS

Su embarazo estaba demasiado avanzado para permitirle montar, pero Mary iba a pie a comprar los productos alimenticios necesarios para su familia, llevando el burro cargado con las compras y con Rob J., que iba en un sillín en forma de cabestro a lomos del animal. La carga de su hijo no nacido la cansaba y le producía molestias en la espalda mientras se movía de un mercado a otro. Como hacía normalmente cuando iba al mercado armenio, se detuvo en el almacén de cueros para compartir con Prisca un sherbet y un trozo de delgado pan persa, caliente.

Prisca siempre se alegraba de ver a su antigua patrona y al bebé que había amamantado, pero ese día se mostró especialmente locuaz. Mary había hecho esfuerzos por aprender el persa, pero sólo entendió unas pocas palabras: Extranjero. De lejos. Como el hakim. Como tú.

Sin entenderse y mutuamente frustradas, las dos mujeres se separaron, y esa noche Mary estaba irritada cuando informó a su marido.

Rob sabía lo que había intentado decirle Prisca, porque el rumor llegó rápidamente al maristan.

—Ha llegado un europeo a Ispahán.

—¿De que país?

—De Inglaterra. Es un mercader.

—¿Un inglés? —Mary fijó la mirada en el vacío. Tenía el rostro ruborizado y Rob notó interés y exaltación en sus ojos y en la forma en que inadvertidamente apoyó la mano en el pecho—. ¿Por qué no fuiste a verlo de inmediato?

—Mary…

—¡Tienes que ir! ¿Sabes dónde se aloja?

—Está en el barrio armenio, por eso Prisca oyó hablar de él. Dicen que al principio sólo aceptó convivir entre cristianos —explicó Rob sonriendo—, pero en cuanto vio los cuchitriles en que viven los pocos y pobres cristianos armenios del lugar, se apresuró a alquilarle una casa en mejores condiciones a un musulmán.

—Tienes que escribirle un mensaje. Invítalo a cenar.

—Ni siquiera sé cómo se llama.

—Y eso ¿qué importa? Llama a un mensajero. Cualquier vecino del barrio armenio lo orientará. ¡Rob! ¡Traerá noticias!

Lo último que deseaba Rob era el peligroso contacto con un inglés cristiano. Pero sabía que no podía negarle a Mary la oportunidad de oírle hablar de lugares más entrañables para ella que Persia, de modo que se sentó y escribió una carta.

—Soy Bostock. Charles Bostock.

De un solo vistazo, Rob recordó la primera vez que regresó a Londres después de hacerse ayudante de cirujano barbero, él y Barber cabalgaron dos días bajo la protección de la larga fila de caballos de carga de Bostock, que acarreaban sal de las salinas de Arundel. En el campamento, Rob y su amo habían hecho malabarismos y el mercader le regaló dos peniques para que los gastara en Londres.

—Jesse ben Benjamin, médico del lugar.

—Su invitación estaba escrita en inglés y veo que habla mi idioma.

La respuesta sólo podía ser la que Rob había difundido en Ispahán.

—Me crie en la ciudad de Leeds.

Estaba más divertido que preocupado. Habían transcurrido catorce años. El cachorro que había sido estaba transformado en un perro grandote, se dijo, y no era probable que Bostock relacionara al chico de los juegos malabares con el altísimo médico judío a cuyo hogar persa había sido invitado.

—Y ésta es mi esposa, Mary, una escocesa de la campiña norteña.

—Señora…

A Mary le habría encantado ponerse sus mejores galas, pero el protuberante vientre le impedía lucir su vestido azul y llevaba uno muy holgado, que parecía una tienda. Su cabellera roja, bien cepillada, brillaba esplendorosamente. Se había puesto una cinta bordada, y entre sus cejas colgaba su única joya, un pequeño colgante de aljofares.

Bostock todavía llevaba el pelo largo echado hacia atrás, con lazos y cintas, aunque ahora era más canoso que rubio. El traje de terciopelo rojo que vestía adornado con bordados, abrigaba en exceso para el clima reinante y resultaba ostentoso. Nunca unos ojos fueron tan calculadores, pensó Rob, considerando el valor de cada animal, de la casa, de sus vestimentas y de sus muebles. Y evaluó con una mezcla de curiosidad y disgusto la vergonzosa unión de aquella pareja mixta —el judío moreno y barbado, la esposa pelirroja, de rasgos celtas, tan adelantada en su embarazo—, de la que el bebé dormido era una prueba concluyente.

Pese a su inocultable disgusto, el visitante anhelaba hablar su idioma tanto como ellos, y en breve los tres estaban conversando. Rob y Mary no podían contenerse y lo abrumaron a preguntas:

—¿Tiene noticias de las tierras escocesas?

—¿Corrían buenos o malos tiempos cuando partiste de Londres?

—¿Reinaba la paz?

—¿Canuto seguía siendo rey?

Bostock debió darles todo tipo de informaciones para compensar la cena, aunque las últimas noticias eran de casi dos años atrás. Nada sabía de las tierras escocesas ni del norte de Inglaterra. Los tiempos eran prósperos y Londres crecía en paz, cada año con más viviendas y con más barcos, dejando pequeñas las instalaciones del Támesis. Dos meses antes de abandonar Inglaterra, les informó, había muerto el rey Canuto de muerte natural, y el día que llegó a Calais se enteró del fallecimiento de Roberto I, duque de Normandía.

—Ahora gobiernan unos bastardos a ambos lados del Canal. En Normandía el hijo ilegítimo de Roberto, Guillermo, y aunque todavía es un niño, se ha convertido en duque de Normandía con el apoyo de los amigos y parientes de su difunto padre.

»En Inglaterra, la sucesión correspondía por derecho a Hardeknud, el hijo de Canuto y la reina Emma, pero durante años ha llevado la vida de un extranjero en Dinamarca, de modo que el trono le ha sido usurpado por su medio hermano más joven que él. Haroldo Pie de Liebre, a quien Canuto ha reconocido como hijo ilegítimo habido de su unión con una desconocida de Northampton, llamada Aelfgifu, es ahora rey de Inglaterra.

—¿Y dónde están Eduardo y Alfredo, los dos príncipes que tuvo Emma con el rey Ethelred antes de su matrimonio con el rey Canuto? —Quiso saber Rob.

—En Normandía, bajo la protección de la corte del duque Guillermo, y cabe presumir que miran con gran interés al otro lado del Canal —respondió Bostock.

Hambrientos como estaban por las noticias de su tierra, los olores de los platos preparados por Mary también los volvieron hambrientos de comida, y los ojos del mercader se ablandaron al ver lo que había cocinado en su honor.

Un par de faisanes, bien aceitados y generosamente rociados, rellenos al estilo persa con arroz y uvas, todo cocido en una cacerola a fuego lento durante largo tiempo. Ensalada de verano. Melones dulcísimos. Una tarta de albaricoques y miel. Y, no menos importante, una bota con buen vino rosado, caro y conseguido con grandes riesgos. Mary había ido con Rob al mercado judío, donde al principio el vendedor negó vehementemente que tuviese ninguna bebida alcohólica, mirando temerosa a su alrededor para comprobar si alguien había escuchado el pedido. Después de muchos ruegos y de ofrecerle el triple del precio corriente, apareció un odre de vino en medio de un saco de granos, que Mary llevó oculto de la vista de los mullahs en el sillín en que reposaba su hijo dormido.

Bostock se consagró a la comida, pero poco después, tras un gran eructo, declaró que al cabo de unos días reemprendería el camino a Europa.

—Al llegar a Constantinopla por asuntos eclesiásticos, no pude resistir a la tentación de continuar hacia el este. ¿Sabéis que el rey de Inglaterra dará un título nobiliario a cualquier mercader-aventurero que se atreva a hacer tres viajes para abrir mercados extranjeros al comercio inglés? Bien, eso es verdad, y es un buen sistema para que un hombre libre alcance un rango nobiliario y, al mismo tiempo, saque jugosos beneficios. «Sedas», pensé. Si pudiera seguir la Ruta de la Seda, volvería con un cargamento que me permitiría comprar todo Londres. Me alegré de llegar a Persia, donde en lugar de sedas he adquirido alfombras y finos tejidos. Pero nunca volveré aquí, pues el beneficio será escaso… Tengo que pagar a un pequeño ejército para poder volver a Inglaterra.

Cuando Rob trató de encontrar similitudes en sus rutas de viaje al este, Bostock le informó que él había ido en primer lugar a Roma.

—Combiné los negocios con un recado de Ethelnoth, el arzobispo de Canterbury. En el Palacio de Letrán, el Papa Benedicto IX me prometió amplias recompensas por expeditiones in terra et mari y me ordenó, en nombre de Jesucristo, que hiciera mi trayecto de mercader vía Constantinopla y entregara allí unas cartas papales al Patriarca Alejo.

—¡Un legado papal! —exclamó Mary.

«No tan legado como recadero», conjeturó socarronamente Rob, aunque era evidente que Bostock gozaba de toda la admiración de Mary.

—Durante seiscientos años, la Iglesia oriental ha disputado con la occidental —dijo el mercader, dándose importancia—. En Constantinopla consideran a Alejo un igual del Papa, para gran disgusto de la Santa Roma. Los condenados sacerdotes barbudos del Patriarca se casan… ¡Se casan! No rezan a Jesús y a María, ni tratan con suficiente respeto a la Trinidad. Así es como van y vienen cartas de protesta.

La jarra estaba vacía, y Rob la llevó a la habitación contigua para rellenarla con vino del odre.

—¿Eres cristiana?

—Lo soy —dijo Mary.

—Entonces, ¿cómo has llegado a unirte con ese judío? ¿Te secuestraron los piratas o los musulmanes y te vendieron a él?

—Soy su esposa —dijo ella con toda claridad.

En la otra habitación, Rob abandonó la tarea de rellenar la jarra y prestó atención, con los labios apretados en una apenada mueca. Tan intenso era el desdén de Bostock por él, que ni siquiera se molestó en bajar la voz.

—Podría acomodaros en mi caravana a ti y al niño. Irías en una camilla con porteadores hasta después de dar a luz y poder montar en un caballo.

—No existe la menor posibilidad, señor Bostock. Yo soy de mi marido felizmente y por acuerdo mutuo —replicó Mary, aunque le dio las gracias con frialdad.

Bostock respondió con grave cortesía que estaba cumpliendo con su deber de cristiano, que eso era lo que desearía que otro hombre ofreciera a su propia hija si, Jesús no lo permita, se encontrara en circunstancias similares. Rob Cole volvió con ganas de darle una paliza a Bostock, pero Jesse ben Benjamin se comportó con hospitalidad oriental y sirvió vino a su invitado en lugar de retorcerle el pescuezo. La conversación, sin embargo, se resintió y, a partir de ese momento, fue escasa. El mercader inglés partió casi inmediatamente después de comer, y Rob y Mary quedaron solos.

Cada uno estaba sumido en sus propios pensamientos mientras recogían las sobras de la comida.

Por último, Mary dijo:

—¿Alguna vez volveremos?

Rob se quedó atónito.

—Claro que volveremos.

—¿Bostock no era mi única oportunidad?

—Te lo prometo.

A Mary le brillaron los ojos.

—Tiene razón en contratar un ejército para que lo proteja. El viaje es tan peligroso… ¿Cómo podrán viajar tan lejos y sobrevivir dos niños?

Era una exageración, pero Rob la abrazó tiernamente.

—Al llegar a Constantinopla seremos cristianos y nos sumaremos a una caravana fuerte.

—¿Y entre Ispahán y Constantinopla?

—He aprendido el secreto mientras viajaba hacia esta ciudad. —La ayudó a acomodarse en el jergón. Ahora a Mary le resultaba difícil porque en cualquier posición que se tumbara, enseguida le dolía alguna parte del cuerpo. Rob la retuvo entre sus brazos y le acarició la cabeza, hablándole como si le contara una historia reconfortante a un niño—. Entre Ispahán y Constantinopla seguiré siendo Jesse ben Benjamin. Y nos atenderán en una aldea judía tras otra, nos alimentarán, cuidarán y guiarán, como quien cruza una corriente peligrosa pasando de una roca segura a otra roca segura.

Le tocó la cara. Apoyó la palma de la mano en el enorme vientre tibio, palpó los movimientos del niño no nacido y se sintió inundado de compasión y gratitud. Así ocurrirán las cosas, se repitió a sí mismo. Pero no podía decirle cuando ocurrirían.

Rob se había acostumbrado a dormir con el cuerpo acurrucado alrededor de la dilatada dureza de la barriga de Mary, pero una noche despertó al sentir una humedad cálida, y en cuanto se espabiló se vistió deprisa y salió corriendo en busca de Nitka la Partera. Aunque la mujer estaba habituada a que llamaran a su puerta mientras todo el mundo dormía, apareció irritada e irascible, le dijo que se callara y tuviera paciencia.

—Ha roto aguas.

—Está bien, está bien —refunfuñó la comadrona.

En breve salieron en caravana por la calle a oscuras; Rob encabezaba la marcha con una antorcha, seguido por Nitka con un gran saco lleno de trapos limpios, y cerraban la marcha sus dos robustos hijos, protestando y resollando bajo el peso del sillón de partos.

Chofni y Shemuel dejaron la silla junto a la lumbre, como si fuera un trono, y Nitka ordenó a Rob que encendiera el fuego, porque en plena noche el aire era fresco. Mary se acomodó en el sillón como una reina desnuda.

Los hijos de Nitka se marcharon, llevándose a Rob J. para cuidarlo mientras su madre daba a luz. En el Yehuddiyyeh los vecinos se ayudaban así, aunque en este caso se trataba de una goya.

Mary perdió su porte regio con el primer dolor y su ronco grito espantó a Rob. El sillón era resistente, de modo que podía soportar sacudidas y revolcones, por lo que Nitka se dedicó a la tarea de plegar y apilar los trapos obviamente sin sufrir la menor perturbación mientras Mary se agarraba a los brazos del sillón y sollozaba.

Todo el tiempo le temblaban las piernas, pero durante los terribles espasmos daba sacudidas y puntapiés. Después del tercero, Rob se puso detrás de ella y le apoyó los hombros contra el respaldo del asiento. Mary mostraba los dientes y bramaba como un lobo; él no se habría sorprendido si lo hubiese mordido o si hubiera aullado.

Había amputado miembros y estaba familiarizado con todas las enfermedades, pero ahora sintió que la sangre dejaba de circular por su cabeza. La comadrona lo miró duramente y apretó un trozo de carne del brazo de Rob entre sus dedos nervudos. El doloroso pellizco le hizo recuperar el sentido y no quedó deshonrado.

—Fuera —dijo Nitka—. ¡Fuera de aquí!

Rob salió al jardín y permaneció en la oscuridad, atento a los sonidos que lo siguieron fuera de la casa. La noche era fresca y serena; pensó fugazmente en que salían víboras de la pared de piedra y decidió que le daba igual. Perdió la noción del tiempo, pero finalmente comprendió que debía atender el fuego y volvió a entrar para avivarlo.

Miró a Mary y vio que tenía las rodillas muy separadas.

—Ahora debes ayudar —le ordenó Nitka seriamente—. Haz fuerza amiga mía. ¡Fuerte! ¡Trabaja!

Transfigurado, Rob vio aparecer la coronilla del bebé entre los muslos de su mujer, como la tonsura roja y húmeda de un monje, y otra vez se escabulló al jardín. Allí permaneció largo rato, hasta que oyó el débil vagido. Entró y vio al recién nacido.

—Otro varón —informó enérgicamente Nitka mientras limpiaba la mucosidad de la diminuta boca con la yema de su dedo índice.

El ombligo grueso y viscoso se veía azul bajo la tenue luz del alba.

—Fue mucho más fácil que la primera vez —reconoció Mary.

Nitka limpió y la animó, y entregó a Rob la placenta para que la enterrara en el jardín. La comadrona aceptó su pago generoso con un asentimiento de satisfacción y volvió a su casa.

Cuando quedaron solos en el dormitorio se abrazaron; minutos después, Mary pidió agua y bautizó al niño con el nombre de Thomas Scott Cole. Rob lo alzó y lo examinó: ligeramente más pequeño que su hermano mayor, pero no canijo. Un varón fuerte y rubicundo, con redondos ojos pardos y una pelusa oscura en la que ya apuntaban los reflejos rojizos de la cabellera de su madre. Rob pensó que en los ojos y en la forma de la cabeza, la boca amplia y los deditos largos y estrechos, su nuevo hijo se parecía mucho a sus hermanos William Steward y Jonathan Carter de recién nacidos.

—Siempre es fácil distinguir a un bebé Cole —le dijo a Mary.