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LA CIUDAD GRIS

O sea que era el último sobreviviente de la misión médica de Ispahán. Pensar que Mirdin y Karim estaban bajo tierra era como tragar una infusión de cólera, pesar y tristeza; sin embargo, perversamente, sus muertes volvieron sus días dulces como un beso de amor. Paladeaba los detalles de la vida cotidiana. Respirar hondo, orinar largamente, emitir una lenta ventosidad. Masticar pan duro cuando tenía hambre, dormir si estaba fatigado. Tocar la gordura de su esposa, oírla roncar. Mordisquear la pancita de su hijo hasta que el gorgoteo de su risa infantil arrancaba lágrimas de sus ojos.

Y todo ello a pesar de que Ispahán se había convertido en un lugar sombrío.

Ala y el imán Qandrasseh eran capaces de aniquilar al héroe del atletismo de Ispahán, ¿qué hombre común y corriente se atrevería ahora a quebrantar las leyes islámicas establecidas por el Profeta?

Las prostitutas desaparecieron y en las maidans ya no había jarana por las noches. Parejas de mullahs patrullaban las calles de la ciudad, fijándose en si un velo cubría inadecuadamente el rostro de una mujer, si un hombre era lento en responder con la oración a la llamada de un muecín, si el propietario de un puesto de refrescos era tan estúpido como para vender vino. Incluso en el Yehuddiyyeh, donde las mujeres siempre se cubrían los cabellos, muchas judías empezaron a usar los pesados velos musulmanes.

Algunos se lamentaban en privado, pues echaban de menos la música y la alegría de noches que habían quedado atrás, pero otros expresaban su satisfacción; en el maristan, el hadji Davout Hosein dio gracias a Alá durante una oración matinal.

—La mezquita y el Estado nacieron de la misma matriz, unidos, y nunca deben separarse —dijo.

Cada día iban más fieles a casa de Ibn Sina para unirse con él en la oración, pero ahora el Príncipe de los Médicos, al concluir los rezos, volvía a entrar en su casa y nadie lo veía hasta la siguiente oración. Se sumió en la congoja y cayó en el ensimismamiento, y ya no iba al maristan a dar clases ni a atender a los pacientes. Quienes ponían objeciones a que los tocara un Dhimmi eran tratados por al-Juzjani, aunque no eran muchos, y Rob trabajaba todo el día, pues además de atender a los pacientes de Ibn Sina tenía sus propias responsabilidades.

Una mañana entró en el hospital un viejo enclenque, con mal aliento y los pies sucios. Qasim ibn Sahdi tenía las piernas nudosas como una grulla y un vestigio de barba que parecía comida por las polillas. No sabía cuál era su edad y no tenía hogar, porque había pasado casi toda su vida haciendo faenas de criado en una caravana tras otra.

—He viajado por todo el mundo.

—¿Conoces Europa, de donde he venido yo?

—Casi todo el mundo. —No tenía familia, dijo, pero Alá lo protegía—. Llegué ayer con una caravana de lana y dátiles de Qum. En la ruta me vi atacado por un dolor que es como un djinn malvado.

—¿Dónde?

Qasim, gruñendo, se tocó el lado derecho del vientre.

—¿Devuelves?

—Señor, vomito constantemente y soy presa de una terrible debilidad. Pero en medio de los mareos Alá me habló y me dijo que cerca había un hakim que me curaría. Y al despertar pregunté a la gente si había por aquí un lugar de curación y me orientaron hasta este maristan.

Lo llevaron a un jergón, donde lo bañaron y alimentaron ligeramente. Era el primer paciente con la enfermedad abdominal a quien Rob podía examinar en una etapa temprana del malestar. Tal vez Alá sabía cómo curar a Qasim, pero él lo ignoraba.

Pasó muchas horas en la biblioteca. Por último, y muy cortésmente, Yussuf-ul-Gamal, el cuidador de la Casa de la Sabiduría, le preguntó qué buscaba con tanto empeño.

—El secreto de la enfermedad abdominal. Estoy tratando de encontrar relatos de los antiguos que abrieron el vientre humano antes de que estuviera prohibido hacerlo.

El venerable bibliotecario parpadeó y asintió amablemente.

—Intentaré ayudarte. Déjame ver lo que puedo encontrar —dijo.

Ibn Sina no estaba disponible, y Rob fue a ver a al-Juzjani, que no tenía la paciencia del viejo maestro.

—A menudo la gente muere de destemplanza —respondió al-Juzjani—, pero algunos llegan al maristan quejándose de dolor y ardor en el bajo vientre, y luego el dolor desaparece y el paciente vuelve a su casa.

—¿Por qué?

Al-Juzjani se encogió de hombros, lo miró con fastidio y decidió no perder un minuto más con ese tema.

El dolor de Qasim también desapareció días más tarde, pero Rob no quería darlo de alta.

—¿Adónde irás?

El viejo se encogió de hombros.

—Buscaré una caravana, hakim, porque las caravanas son mi hogar.

—No todos los que vienen aquí suelen marcharse. Como comprenderás, algunos mueren.

—Todos los hombres deben morir —dijo Qasim gravemente.

—Lavar a los muertos y prepararlos para su entierro es servir a Alá. ¿Podrías hacer ese trabajo?

—Sí, hakim, porque como tú dices es un trabajo para Dios —dijo solemnemente—. Alá me trajo aquí y es posible que Él quiera que me quede.

Había una pequeña despensa contigua a las dos habitaciones que hacían las veces de depósito de cadáveres del hospital. La limpiaron entre los dos, y la despensa se convirtió en el alojamiento de Qasim ibn Sahdi.

—Tomarás tus comidas aquí después de que sean alimentados los pacientes, y puedes lavarte en los baños del maristan.

—Sí, hakim.

Rob le dio una esterilla para dormir y una lámpara de arcilla. El viejo desenrolló su alfombra de rezo y afirmó que aquel cuartito era el mejor hogar que había tenido en su vida.

Transcurrieron casi dos semanas hasta que las ocupaciones permitieron a Rob ir a hablar con Yussuf-ul-Gamal en la Casa de la Sabiduría. Llevó un regalo como muestra de aprecio por la ayuda que le brindaba el bibliotecario.

Todos los vendedores exhibían pistachos gordos y grandes, pero Yussuf tenía muy pocos dientes para masticar frutos secos, por lo que Rob le compró una canasta de juncos llena de blandos dátiles del desierto.

A última hora de una tarde, Rob y Yussuf se sentaron a comer las frutas en la Casa de la Sabiduría, que estaba desierta.

—He retrocedido en el tiempo —dijo Yussuf— hasta donde me ha sido posible. La antigüedad. Incluso los egipcios, cuya fama de embalsamadores conoces, recibieron la enseñanza de que era malo y que significaba una desfiguración de los muertos abrirles el abdomen.

—Pero… ¿cómo se las arreglaban para momificar?

—Eran hipócritas. Pagaban a unos hombres despreciables, llamados paraschistes, para que pecaran haciendo la incisión prohibida. En cuanto practicaban el corte, los paraschistes huían con el fin de que no los mataran a pedradas, en un reconocimiento de culpabilidad que permitía a los respetables embalsamadores vaciar los órganos del abdomen y seguir adelante con sus métodos de conservación.

—¿Estudiaban los órganos que quitaban? ¿Dejaron escritas sus observaciones?

—Embalsamaron durante cinco mil años, destripando casi a las tres cuartas partes de mil millones de seres humanos que habían muerto de todas las enfermedades imaginables, y almacenaron sus vísceras en vasijas de arcilla, piedra caliza o alabastro, o simplemente las tiraron. Pero no hay pruebas de que alguna vez hayan estudiado los órganos.

»Los griegos… son otra historia. Y ocurrió en la misma región del Nilo —Yussuf se sirvió más dátiles—. Alejandro Magno asaltó esta Persia nuestra como un bello y joven dios de la guerra, novecientos años antes del nacimiento de Mahoma. Conquistó el mundo antiguo y, en el extremo noroccidental del delta del Nilo, en una franja de tierra que se extiende entre el mar Mediterráneo y el lago Mareotis, fundó una ciudad llena de gracia a la que dio su nombre.

»Diez años más tarde murió de fiebre de los pantanos, pero Alejandría ya era un centro de la cultura griega. Con el desmembramiento del imperio alejandrino, Egipto y la nueva ciudad cayeron en manos de Ptolomeo de Macedonia, uno de los más sabios entre los allegados de Alejandro. Ptolomeo creó el Museo de Alejandría, la primera universidad del mundo, y la gran Biblioteca de Alejandría. Todas las ramas del conocimiento prosperaron, pero la escuela de medicina atrajo a los estudiantes más prometedores del mundo entero. Por primera y única vez en la larga historia del hombre, la anatomía se convertía en la piedra angular de la ciencia, y durante los trescientos años siguientes se practicó a gran escala la disección del cuerpo humano.

Rob se inclinó hacia delante, ansioso.

—Entonces, ¿es posible leer sus descripciones de las enfermedades que afectan a los órganos internos?

Yussuf meneó la cabeza.

—Los libros de tan magnífica biblioteca se perdieron cuando las legiones de Julio César saquearon Alejandría treinta años antes del inicio de la era cristiana. Los romanos destruyeron casi todos los escritos de los médicos alejandrinos. Celso reunió lo poco que quedaba e intentó conservarlo en una obra titulada De re medicina, pero sólo hay una breve mención de la «destemplanza asentada en el intestino grueso, que afecta principalmente la parte donde mencioné que estaba el ciego, acompañada por una violenta inflamación y vehementes dolores, en especial del lado derecho».

Rob refunfuñó, decepcionado.

—Conozco la cita. Ibn Sina la menciona en sus clases.

Yussuf se encogió de hombros.

—De modo que mi exploración del pasado te deja exactamente donde estabas. Las descripciones que buscas no existen.

Rob asintió, melancólico.

—¿Por qué el único momento fugaz de la historia en que los médicos abrieron seres humanos fue el de los griegos?

—Porque ellos no tenían la ventaja de un solo Dios fuerte que les prohibiera profanar la obra de Su creación. Contaban en cambio con un hato de fornicadores, ese puñado de dioses y diosas débiles y pendencieros. —El bibliotecario escupió pepitas de dátiles en su palma ahuecada y sonrió dulcemente—. Podían disecar porque, al fin y al cabo, sólo eran bárbaros, hakim.