LA RECOMPENSA
Rob, como de costumbre, empezaba el día en la sinagoga Casa de la Paz, en parte porque la extraña mezcla del cántico de la oración judía y la silenciosa oración cristiana se había vuelto satisfactoria y nutría su espíritu.
Pero todo porque, de alguna extraña manera, su presencia en la sinagoga representaba la satisfacción de una deuda con Mirdin.
No obstante, se sentía incapaz de entrar en la sinagoga de Mirdin, la Casa de Sión. Y aunque muchos eruditos se sentaban a diario para debatir sobre la ley en la Casa de la Paz, y habría sido sencillo sugerir que alguien le diera clases privadas sobre los ochenta y nueve mandamientos que aún no había estudiado, no le quedaban ánimos para completar esa tarea sin Mirdin. Se dijo a sí mismo que quinientos veinticuatro mandamientos servirían a un judío espurio tan bien como seiscientos trece, y dedicó su mente a otras cuestiones.
El maestro había escrito sobre todos los temas. Mientras era estudiante, Rob había tenido la oportunidad de leer muchas de sus obras sobre medicina, pero ahora estudiaba otros escritos de Ibn Sina, y cada vez sentía más respeto por él. Se había ocupado de música, poesía y astronomía, metafísica y pensamiento oriental, filología e intelecto activo, y a él se debían, además, comentarios acerca de todas las obras de Aristóteles. Durante su encierro en el castillo de Fardajan escribió un libro titulado La guía, en el que sintetizaba todas las ramas de la filosofía. Incluso era autor de un manual militar, Manejo y aprovisionamiento de soldados, tropas esclavas y ejércitos, que habría sido muy útil a Rob si lo hubiese leído antes de ir a la India como cirujano de campaña. Había escrito acerca de la matemática, el alma humana y la esencia de la tristeza. Y repetidas veces se había explayado sobre el Islam, la religión heredada de su padre y que, a pesar de la ciencia que impregnaba todo su ser, aceptaba como dogma de fe.
Y eso es lo que hacía que el pueblo lo amara tanto. Toda la gente veía que pese a la lujosa finca y a los frutos del calaat real, pese a que hombres sabios y gloriosos del mundo entero iban a buscarlo y sondeaban sus pensamientos, pese a que los reyes rivalizaban por el honor de ser reconocidos como patrocinadores del maestro…, pese a todas estas cosas, incluso como el más humilde de los desgraciados, Ibn Sina elevaba los ojos al cielo y exclamaba:
La ilaha illa-llah.
Muhammadun rasulu-llah.
No hay Dios salvo Dios;
Mahoma es el Profeta de Dios.
Todas las mañanas, antes de la primera oración, una multitud de varios centenares de hombres se reunía delante de su casa. Eran mendigos, mullahs, pastores, mercaderes, pobres y ricos, hombres de toda condición. El Príncipe de los Médicos sacaba su propia alfombra de plegaria y oraba con sus admiradores, y cuando cabalgaba hasta el maristan, lo acompañaban a pie, cantándole al Profeta y entonando versículos del Corán.
Varias tardes por semana se reunían algunos discípulos en su casa. En general, se hacían lecturas sobre temas médicos. Durante un cuarto de siglo, todas las semanas, al-Juzjani había leído en voz alta obras de Ibn Sina, sobre todo el famoso Qanun. A veces pedían a Rob que leyera otro libro del maestro titulado Shifa. A continuación discutían vivamente de temas clínicos mientras bebían. El debate resultaba a menudo acalorado, y algunas veces divertido, pero siempre instructivo.
—¿Que cómo llega la sangre a los dedos? —podía gritar desesperadamente al-Juzjani, repitiendo la pregunta de un aprendiz—. ¿Has olvidado que Galeno dijo que el corazón es una bomba que pone toda la sangre en movimiento?
—¡Ah! —intervenía Ibn Sina—. Y el viento pone en movimiento una embarcación de vela, pero ¿cómo encuentra el camino a Bahrain?
Muchas veces, cuando Rob se marchaba, notaba la presencia del eunuco Wasif oculto en las sombras, cerca de la puerta de la torre sur. Un anochecer, Rob fue al campo que se extendía detrás del muro de la finca de Ibn Sina. No le sorprendió ver al semental gris de Karim agitando impaciente la cabeza.
Volvió andando hacia donde estaba su propio caballo, a la vista de todos, y estudió el aposento en lo alto de la torre sur. A través de las rendijas de la ventana de la pared curva, una luz amarillenta parpadeaba, y sin envidia ni pesar recordó que a Despina le gustaba hacer el amor a la luz de seis velas.
Ibn Sina inició a Rob en los misterios.
—Mora en nosotros un extraño ser que unos llaman mente y otros alma, el cual ejerce un poderoso efecto sobre nuestros cuerpos y nuestra salud. Tuve las primeras pruebas de ello siendo joven, en Bujara, cuando comenzaba a interesarme por el tema que me llevó a escribir El pulso. Tenía un paciente, un joven de mi edad que se llamaba Achmed. Su apetito había decaído hasta hacerle adelgazar mucho. Su padre, un acaudalado mercader del lugar, estaba desesperado y me rogó que lo ayudara.
»Cuando examiné a Achmed no advertí que algo funcionara mal. Pero mientras lo exploraba, ocurrió algo extraño. Le había apoyado los dedos en la arteria de la muñeca mientras conversábamos amistosamente sobre diversas poblaciones de los alrededores de Bujara. El pulso era lento y estable hasta que mencioné la aldea de Efsene, donde yo nací. ¡Se produjo tal tremolar en su muñeca, que me asusté!
»Yo conocía bien esa aldea, y mencioné varias calles que no produjeron ningún efecto hasta que llegue al camino del Undécimo Imán, momento en que su pulso volvió a palpitar y danzar. Yo ya no conocía a todas las familias de esa calle, pero nuevos interrogatorios y sondeos me permitieron averiguar que allí vivía Ibn Razi, un trabajador del cobre con tres hijas, la mayor de las cuales era Ripka, una muchacha hermosísima. Cuando Achmed la nombró, el aleteo de su muñeca me recordó a un pájaro herido.
»Hablé con su padre y le dije que la curación de su hijo consistía en que contrajera matrimonio con Ripka. Todo se arregló y hubo boda. Poco después, Achmed recuperó el apetito. La última vez que lo vi, hace unos años, era un hombre gordo y contento.
»Galeno nos dice que el corazón y todas las arterias palpitan al mismo ritmo, de modo que a partir de una cualquiera puedes juzgar todas las demás, y que un pulso lento y regular significa buena salud. Pero desde que traté a Achmed, descubrí que el pulso también puede emplearse para determinar el estado de agitación o la paz mental de un paciente. Muchas veces me he guiado por ese criterio, y el pulso ha demostrado ser “el mensajero que nunca miente”.
Así Rob aprendió que —además del don que le permitía mensurar la vitalidad— era posible utilizar el pulso para reunir información acerca de la salud y el estado de ánimo del paciente.
Tuvo abundantes oportunidades de practicar. Mucha gente desesperada iba en tropel a ver al Príncipe de los Médicos con la esperanza de una cura milagrosa. Ricos y pobres eran tratados de la misma manera, pero Ibn Sina y Rob sólo podían aceptar a unos pocos pacientes, que en su mayoría eran enviados a otros médicos.
Ibn Sina tenía que dedicar la mayor parte de su práctica clínica al sha y miembros ilustres de su séquito. Así, una mañana Rob fue enviado a la Casa del Paraíso por el maestro, quien le informó que Siddha, la esposa del herrero indio Dhan Vangalil, estaba enferma de cólicos.
Rob solicitó los servicios del mahout personal de Ala, el indio Harsha, como traductor. Siddha resultó ser una mujer agradable, de cara redonda y pelo entrecano. La familia Vangalil idolatraba a Buda, de modo que no se aplicaba la prohibición del aurat, y Rob pudo palpar su estómago sin preocuparse de que lo denunciaran a los mullahs. Después de examinarla con todo detalle, resolvió que su problema era de dieta, pues Harsha le transmitió que ni la familia del herrero ni ninguno de los mahouts tenía suficientes provisiones de comino, cúrcuma o pimienta, especias a las que se habían acostumbrado toda su vida y de las que dependía su digestión.
Rob zanjó la cuestión ocupándose personalmente de la distribución de dichas especias. Ya se había ganado la consideración de algunos mahouts atendiendo las heridas de guerra de sus elefantes, y ahora conquistó también la gratitud de los Vangalil.
Llevó a Mary y a Rob J. de visita con la esperanza de que los problemas comunes a la gente trasplantada a Persia sirvieran como base de una amistad. Pero la chispa de comprensión que se había encendido instantáneamente entre Fara y Mary no reapareció. Las dos mujeres se observaron incómodas y observando una rígida cortesía. Mary tuvo que esforzarse por no mirar fijamente el kumkum negro y redondo pintado en medio de la frente de Siddha. Rob nunca volvió a llevar a su familia a casa de los Vangalil.
Pero volvió solo, fascinado por lo que lograba hacer Dhan Vangalil con el acero.
Sobre un hoyo poco profundo del suelo, Dhan había construido un horno de fundición, consistente en una pared de arcilla rodeada por una pared exterior y más gruesa de roca y barro, todo asegurado mediante estacas.
El horno llegaba a la altura de los hombros de un hombre normal, tenía un paso de ancho, y se estrechaba hasta un diámetro ligeramente menor en lo alto, para concentrar el calor y reforzar las paredes.
En ese horno Dhan forjaba el hierro quemando capas alternativas de carbón y mineral de hierro persa, de anchuras variables entre un guisante y una nuez. Alrededor del horno había cavado una zanja poco profunda. Sentado en el reborde exterior y con los pies dentro, ponía en funcionamiento unos fuelles hechos con el pellejo de una cabra entera, emitiendo cantidades exactamente controladas de aire sobre la masa incandescente. Encima de la parte más caliente de esa masa, el mineral se reducía a fragmentos de hierro semejantes a metálicas gotas de lluvia. Las cuales se derramaban a través del interior del horno y se depositaban en el fondo, formando una mezcla de gotas de carbón, escoria y hierro, llamada tocho.
Dhan había sellado con arcilla un agujero de descarga, que ahora rompió para sacar el tocho; luego lo refinó mediante fuertes martillazos que exigieron diversos recalentamientos en la forja. La mayor parte del hierro del mineral se convertía en escoria y desperdicios, pero el que era reducido producía una buena cantidad de hierro forjado.
Pero era blando, explicó a Rob por intermedio de Harsha. Las barras de acero indio, trasladadas por los elefantes desde Kausambi, eran durísimas.
Fundió varias en un crisol y luego apagó el fuego. Al enfriarse, el acero era sumamente quebradizo. Dhan lo hizo trizas y lo salpicó sobre las piezas de hierro fundido. Después, sudando entre sus yunques, tenazas, cinceles, punzones y martillos, el delgado indio desplegó unos bíceps semejantes a serpientes mientras unía el metal blando y el metal duro. Soldó en la forja múltiples capas de hierro y acero, martillando como un poseso, retorciendo y cortando, superponiendo, plegando la lámina y martillando una y otra vez, mezclando sus metales como un calderero la arcilla. También recordaba a una mujer amasando pan.
Observándolo, Rob comprendió que nunca podría aprender las complejidades, las variaciones en las sutiles habilidades transmitidas a lo largo de muchas generaciones de herreros indios, pero entendió el proceso haciendo un sinnúmero de preguntas.
Dhan manufacturó una cimitarra que curó en hollín humedecido con vinagre de cidra, y que dio por resultado una hoja con un «grabado ácido de filigranas» de un color de azul oscuro, como ahumado. De haber sido fabricada sólo con hierro, la hoja habría resultado blanda y pesada; si sólo hubiera empleado el duro acero indio, habría resultado quebradiza. Pero esa espada adquirió un filo fino, capaz de cortar un pelo en el aire, y era un arma flexible.
Las espadas que Ala había encargado a Dhan no estaban destinadas a los reyes. Eran armas para la soldadesca, sin adornos, que serían amontonadas en previsión de una guerra futura en la que unas cimitarras de calidad superior podían dar ventaja a Persia.
—Dentro de unas semanas se quedará sin acero indio —observó Harsha.
Sin embargo, Dhan se ofreció a hacerle una daga a Rob, como muestra de gratitud por lo que el hakim había hecho por su familia y por los mahouts. Rob la rehusó con pesar: esas armas eran hermosas, pero no quería tener que ver nada más con matanzas. Empero, no se resistió a abrir el maletín y mostrarle a Dhan un escalpelo, un par de bisturíes y dos cuchillas para amputaciones, una de hoja curva y delgada, la otra grande y serrada para cortar huesos.
Dhan esbozó una amplia sonrisa, dejando a la vista el vacío de muchos dientes, y movió la cabeza afirmativamente.
Una semana más tarde, Dhan le entregó sus instrumentos, de un acero estampado afiladísimo, superior a cualquier otra herramienta quirúrgica que Rob hubiese tenido en sus manos.
Sabía que iban a durarle toda la vida. Era un obsequio principesco y exigía un regalo generoso a cambio, pero estaba demasiado abrumado para pensar en ello por el momento. Dhan apreció el enorme placer de Rob y se congratuló de ello. Imposibilitados de comunicarse, con palabras, se abrazaron. Juntos engrasaron los objetos de acero y los envolvieron de uno en uno en trapos. Terminada la tarea, Rob se los llevó en una bolsa de cuero.
Pletórico de deleite, se alejaba a caballo de la Casa del Paraíso cuando se encontró con una partida de caza conducida por el rey, que volvía al palacio.
Con sus burdas ropas de cazador, Ala personificaba con exactitud al sha que Rob había visto por primera vez años atrás.
Refrenó su caballo e inclinó la cabeza con la esperanza de que pasaran a su lado sin detenerse, pero al instante Farhad acercó su caballo al medio galope.
—Quiere que te acerques.
El capitán de las Puertas volvió grupas y Rob lo siguió hasta donde estaba el sha.
—Ah, Dhimmi. Tienes que cabalgar un rato conmigo.
Ala indicó a los soldados que lo acompañaban que se retrasaran, mientras él y Rob iban con los animales al paso hacia el palacio.
—No te he recompensado por los servicios prestados a Persia.
Rob estaba sorprendido, pues pensaba que todas las recompensas por los servicios prestados durante la incursión a la India habían quedado atrás.
Varios oficiales habían sido ascendidos por su valor, y los soldados habían recibido bolsas con monedas. Karim había sido premiado tan profusamente por el sha que, según los cotilleos del mercado, en breve le adjudicarían una serie de altos puestos. Rob estaba contento de que lo hubieran pasado por alto, dichoso de que las incursiones fueran historia.
—Tengo pensado para ti otro calaat: una casa más grande y extensos terrenos; una finca adecuada para organizar una fiesta real.
—No es necesario ningún calaat, Majestad. —Con voz seca, agradeció al sha su generosidad—. Mi presencia fue una forma modesta de saldar mi deuda contigo.
Habría sido más elegante de su parte hablar de amor por el monarca, pero no podía, y de todos modos Ala no pareció tomarse sus palabras a pecho.
—No obstante, mereces una recompensa.
—En tal caso, solicito a mi sha que me recompense permitiéndome permanecer en la casita del Yehuddiyyeh, donde estoy cómodo y me siento feliz.
El sha lo miró fijamente y con dureza. Por último, asintió.
—Ahora vete, Dhimmi.
Hundió los talones en el semental blanco, que partió de un salto. La escolta se apresuró a galopar tras él, y un instante después los soldados de caballería pasaron junto a Rob, produciendo un gran alboroto.
Pensativo, Rob volvió grupas y se dirigió a casa, para mostrar a Mary los instrumentos de acero estampado.