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EL NOMBRAMIENTO

La mañana siguiente al retorno, Rob estudió a su niño-hombre a la luz del día y vio que era un bebé hermoso, con ojos azul oscuro, muy ingleses, manos y pies grandes. Contó y flexionó suavemente cada dedito de la mano y el pie y se regocijó con sus piernecillas ligeramente arqueadas. Un niño fuerte.

Olía como una prensa olivarera, pues había sido aceitado por su madre. Luego el olor se hizo menos agradable y Rob cambió los pañales de un bebé por primera vez desde que atendiera a sus hermanos menores.

En el fondo, todavía ansiaba encontrar algún día a William Steward, Anne Mary y Jonathan Carter. ¿No sería un placer mostrar a su sobrino a los Cole largo tiempo perdidos?

Rob y Mary discutieron sobre la circuncisión.

—No le hará daño. Aquí todos los hombres están circuncidados, musulmanes y judíos, y para él será una forma fácil de ser mejor aceptado.

—Yo no quiero que sea mejor aceptado en Persia —dijo Mary con tono de hastío—. Deseo que lo sea en nuestra tierra, donde a los hombres no les cortan ni les atan nada, y los dejan tal como la naturaleza los trajo al mundo.

Rob rio y ella se echó a llorar. La consoló y, después, en cuanto pudo, escapó a conversar con Ibn Sina.

El Príncipe de los Médicos lo saludó cordialmente, dando gracias a Alá por su supervivencia y pronunciando palabras de pesar por Mirdin. Ibn Sina escuchó atentamente el informe de Rob sobre los tratamientos y amputaciones realizados en las dos batallas, y se interesó de forma especial en las comparaciones entre la eficacia del aceite caliente y los baños de vino para limpiar heridas abiertas. Ibn Sina demostró que le interesaba más la validez científica que su propia infalibilidad. Aunque las observaciones de Rob contradecían lo que él mismo había dicho y escrito, insistió en que su discípulo pusiera por escrito sus hallazgos.

—Además, esta cuestión concerniente al vino de las heridas podría ser tu primera conferencia como hakim —dijo.

Rob aceptó lo que decía su mentor. Luego, el anciano lo observó.

—Me gustaría que trabajaras conmigo —dijo—. Como asistente.

Nunca había soñado con algo semejante. Quería decirle al médico jefe que sólo había ido a Ispahán —desde tierras remotas, a través de otros mundos, superando todo tipo de vicisitudes— para tocar el borde de sus vestiduras, pero en lugar de explicárselo, asintió.

Hakim-bashi, ¡ya lo creo que me gustaría!

Mary no opuso reparos cuando se lo dijo. Llevaba en Ispahán el tiempo suficiente como para no ocurrírsele que su marido pudiera rechazar tal honor, pues además de un buen salario contaría con el prestigio y el respeto inmediatos de la asociación con un hombre venerado como un semidiós, más amado que la misma realeza. Cuando Rob vio que se alegraba por él, la abrazó.

—Te llevaré a casa, te lo prometo, Mary, pero todavía falta algún tiempo. Por favor, confía en mí.

Mary confiaba en él. No obstante, reconocía que si habían de permanecer más tiempo allí, debía cambiar. Resolvió hacer un esfuerzo por adaptarse al país. Aunque reacia, cedió en lo concerniente a la circuncisión de su hijo.

Rob fue a pedir consejo a Nitka la Partera.

—Acompáñame —dijo la mujer, y lo llevó dos calles más abajo, a ver al mohel, Reb Asher Jacobi.

—Una circuncisión —dijo el mohel—. La madre… —refunfuñó, y miró a Nitka con los ojos entornados, atusándose la barba—. ¡Es una Otra!

—No tiene por qué ser un brit con todas las oraciones —dijo Nitka, impaciente. Habiendo dado el serio paso de asistir a la Otra a dar a luz, pasó fácilmente al papel de defensora—. Si el padre solicita el sello de Abraham en su hijo, es una bendición circuncidarlo, ¿verdad?

—Sí —admitió Reb Asher.

—¿Quién sujetará al niño? —preguntó Rob.

—Tu padre —dijo Reb Asher.

—Mi padre ha muerto.

Reb Asher suspiró.

—¿Estarán presentes otros miembros de la familia?

—Sólo mi mujer. Aquí no hay más miembros de la familia. Yo mismo sujetaré a mi hijo.

—Es una ocasión celebratoria —dijo Nitka amablemente—. ¿No te molesta? Mis hijos Shemuel y Chofni, unos pocos vecinos…

Rob asintió.

—Yo me ocuparé —propuso Nitka.

A la mañana siguiente, ella y sus robustos hijos, picapedreros de oficio, fueron los primeros en llegar a casa de Rob. Hinda, la huraña vendedora del mercado judío, fue con su Tall Isak, un erudito de barba gris y ojos azorados. Hinda seguía sin sonreír, pero llevó un regalo consistente en pañales y mantillas. Yaakob el Zapatero y Naoma, su mujer, se presentaron con una jarra de vino. Mizah Halevi el Panadero y su mujer, Yudit, aparecieron con dos grandes hogazas de pan azucarado.

Sosteniendo el dulce cuerpecillo en posición supina sobre su regazo, Rob tuvo sus dudas cuando Reb Asher cortó el prepucio de tan diminuto pene.

—Que el muchacho crezca vigoroso de mente y cuerpo para una vida de buenas obras —declaró el mohel, mientras el bebé berreaba.

Los vecinos levantaron sus cuencos con vino y aplaudieron, Rob dio al niño el nombre judío de Mirdin ben Jesse. Mary odió cada instante de la ceremonia.

Una hora más tarde, cuando todos se hubieron ido, ella y Rob quedaron solos con el bebé. Mary se humedeció los dedos con agua de cebada y tocó ligeramente a su hijo en la frente, el mentón, el lóbulo de una oreja y luego el otro.

—En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, yo te bautizo con el nombre de Robert James Cole —dijo en voz alta y clara, imponiéndole los nombres de su padre y de su abuelo.

A partir de ese momento, cuando estaban a solas, llamaba Rob a su marido, y se refería al niño como Rob J.

Al Muy Respetado Reb Mulka Askari, mercader de perlas de Masqat, un saludo.

Tu difunto hijo Mirdin era mi amigo. Que en paz descanse.

Juntos fuimos cirujanos en la India, de donde he traído estas pocas cosas que ahora te envío por intermedio de las amables manos de Reb Moise ben Zavil, mercader de Qum, cuya caravana parte este mismo día hacia tu ciudad, con un cargamento de aceite de oliva.

Reb Moise te entregará un pergamino con un plano que muestra el emplazamiento exacto del sepulcro de Mirdin en la aldea de Kausambi, con la intención de que algún día los huesos puedan ser retirados si ése es tu deseo. Asimismo, te envío el tefillin que diariamente se ceñía al brazo y que, me dijo, tú le regalaste para el minyan al llegar a los catorce años. Además, te envío las piezas y el tablero del juego del sha con el que Mirdin y yo pasamos muchas horas felices.

No llevó otras pertenencias suyas a la India. Naturalmente, fue enterrado con su tallit.

Ruego al Señor que proporcione algún alivio a tu aflicción y a la nuestra. Con su fallecimiento, una luz se apagó en mi vida. Mirdin era el hombre al que más he apreciado. Sé que está con Adashem y abrigo la esperanza de ser digno, algún día, de encontrarme con él.

Por favor, transmite mi afecto y respeto a su viuda y a sus vigorosos hijos, e infórmales de que mi esposa ha dado a luz a un hijo saludable, Mirdin ben Jesse, y les transmite sus deseos amorosos de una buena vida.

Yivorechachah Adonai V’Yishmorechah

Que el señor te bendiga y te guarde.

Yo soy Jesse ben Benjamin, hakim.

Al-Juzjani había sido asistente de Ibn Sina durante años. Alcanzó la notoriedad como cirujano por derecho propio, y fue el más destacado entre sus antiguos asistentes, aunque todos se habían desempeñado bien. El hakim-bashi hacía trabajar duramente a sus asistentes, y el puesto era como una prolongación de los estudios; una oportunidad para seguir aprendiendo.

Desde el principio, Rob hizo mucho más que seguir los pasos de Ibn Sina y alcanzarle el instrumental, que a veces era lo único que exigían a sus asistentes otros grandes hombres. Ibn Sina esperaba que lo consultara si había algún problema o si era necesaria su opinión, pero el joven hakim contaba con toda su confianza, y aquél esperaba que actuara por cuenta propia.

Para Rob fue una época dichosa. Dio una conferencia en la madraza sobre los baños de vino para las heridas abiertas. Asistió muy poco público, pues esa misma mañana un médico visitante de al-Rayy conferenció sobre el tema del amor físico. Los doctores persas siempre se apiñaban en las clases referentes a cuestiones sexuales, algo curioso para Rob, porque en Europa el tema no era responsabilidad de los médicos. No obstante, él mismo asistió a muchas conferencias sobre esa materia, y ya fuese por lo que aprendía o a pesar de ello, su matrimonio prosperaba.

Mary se repuso rápidamente después de dar a luz. Siguieron las instrucciones de Ibn Sina, quien advirtió que hombre y mujer habían de guardar abstinencia durante las seis semanas posteriores al parto, y aconsejó que las partes pudendas de la madre reciente se trataran suavemente con aceite de oliva y se masajearan con una mezcla de miel y agua de cebada. El tratamiento funcionó de maravilla. La espera de seis semanas pareció una eternidad, y cuando se cumplieron, Mary se volvió hacia Rob tan ansiosa como él hacia ella.

Semanas después, la leche de sus pechos comenzó a menguar. Fue un sobresalto, porque su producción era copiosa; Mary había contado a Rob que en ella había ríos de leche, leche suficiente para abastecer al mundo. Cuando amamantaba, sentía aliviarse la dolorosa presión de sus pechos, pero en cuanto desapareció la presión, sintió el dolor de oír el quejido hambriento de Rob J. Comprendieron que necesitarían a un ama de cría. Rob habló con varias comadronas, y por medio de ellas encontró a Prisca, una armenia fuerte y humilde, que tenía bastante leche para su hija recién nacida y para el hijito del hakim. Cuatro veces por día, Mary llevaba al niño al almacén de cueros de Dikran, el marido de Prisca, y aguardaba mientras el pequeño Rob J. se alimentaba. De noche, Prisca iba a la casa del Yehuddiyyeh y se quedaba en la otra habitación con los dos bebés, mientras Rob y Mary hacían sigilosamente el amor y luego gozaban del lujo del sueño ininterrumpido. Mary estaba satisfecha, y la felicidad la dotaba de luminosidad. Florecía con una nueva certeza.

A veces Rob tenía la impresión de que ella se adjudicaba todo el mérito de la pequeña y ruidosa criatura que habían creado juntos, pero la amaba tanto más por eso mismo. La primera semana del mes de Shaban volvió a pasar por Ispahán la caravana de Reb Moise ben Zavil, camino de Qum, y el mercader les entregó regalos de Reb Mulka Askari y su hija política Fara. Ésta envió para el niño Mirdin ben Jesse seis pequeñas prendas de lino, primorosamente cosidas por ella. El mercader de perlas devolvió a Rob el juego del sha que había pertenecido a su hijo. Fue la primera vez que Mary lloró por Fara. Cuando se secó las lágrimas, Rob acomodó las figuras de Mirdin en el tablero y le enseñó a jugar. Después, a menudo hacían partidas. Rob no esperaba demasiado porque era un juego de guerreros, y Mary sólo era una mujer. Pero aprendió enseguida y comió una de sus piezas soltando un grito de guerra digno de un merodeador seljucí. La habilidad que adquirió Mary en mover el ejército de un rey, aunque poco natural en una hembra, no significó un gran choque para Rob, pues hacía tiempo le constaba que Mary Cullen era un ser extraordinario.

El advenimiento del Ramadán cogió desprevenido a Karim, tan inmerso en el pecado que la pureza y contrición implícitas en el mes de ayuno le parecieron imposibles de alcanzar, y demasiado dolorosas de soportar. Ni siquiera las oraciones y el ayuno apartaron de sus pensamientos a Despina y sus insaciables deseos. Como Ibn Sina pasaba varias tardes por semana en diversas mezquitas y rompía el ayuno con mullahs y eruditos coránicos, el Ramadán resultó una época segura para el encuentro de los amantes. Karim la veía con tanta frecuencia como siempre.

Durante el Ramadán, también el sha Ala mantenía reuniones para orar y se sometía a otras exigencias. Un día, Karim tuvo la oportunidad de regresar al maristan por primera vez en meses. Afortunadamente, ese día Ibn Sina no estaba en el hospital, pues se encontraba atendiendo a un cortesano aquejado de fiebre. Karim conocía el sabor de la culpa: Ibn Sina siempre lo había tratado bien. El hakim era renuente a encontrarse con el marido de Despina.

La visita al hospital fue una cruel decepción. Los aprendices lo siguieron a través de las salas como de costumbre…, incluso en mayor número que antes, porque su personalidad legendaria se había agigantado. Pero no conocía a ninguno de los pacientes; todos los que había tratado con anterioridad estaban muertos o recuperados y dados de alta. Y aunque otrora había paseado por aquellas salas con segura confianza en su propia habilidad, se encontró tartamudeando mientras hacía preguntas nerviosas, sin saber lo que buscaba en pacientes que eran responsabilidad de otros.

Logró superar la visita sin revelar su torpeza, pero experimentó la triste sensación de que a menos que dedicara su tiempo a la auténtica práctica de la medicina, en breve olvidaría los conocimientos adquiridos tan dolorosamente a través de muchos años.

No tenía opción. El sha Ala le había asegurado que lo que esperaba a ambos haría empalidecer la medicina.

Aquel año Karim no corrió en el chatir. No se había preparado y estaba más pesado de lo que debía estar un corredor. Presenció la carrera con el sha Ala.

El primer día de Bairam amaneció más caluroso que el de su victoria, y la carrera transcurrió lentamente. El rey había renovado su oferta de un calaat a quien repitiera la hazaña de Karim y completara las doce vueltas a la ciudad antes de la última oración, pero era evidente que en esa jornada nadie correría ciento veintiséis millas romanas.

El acontecimiento se convirtió en una carrera en la quinta etapa, deteriorándose hasta transformarse en un combate entre al-Harat de Hamadhan y un joven soldado llamado Nafis Jurjis. Los dos habían optado por un paso demasiado veloz el año anterior, por lo que para ellos la carrera terminó en un colapso. Ahora, con el fin de evitar que ocurriera lo mismo, corrían lentamente.

Karim estimulaba a Nafis. Informó a Ala que lo hacía porque el soldado había sobrevivido con ellos en la incursión a la India. En verdad, aunque le gustaba el joven Nafis, lo apoyaba porque no quería que ganara al-Harat, que lo había conocido de niño en Hamadhan, y cuando se encontraban, Karim aún percibía su desprecio por haber sido «el agujero donde la metía Zaki Omar».

Pero Nafis languideció después de recoger la octava flecha, y la carrera quedó en manos de al-Harat. Transcurrían las últimas horas de la tarde y el calor era brutal; dando muestras de sensatez, al-Harat indicó con un gesto que terminaría la vuelta y se conformaría con esa victoria.

Karim y el sha recorrieron cabalgando la última etapa, muy adelantados con respecto al corredor a fin de estar en la línea de llegada para recibirlo.

Ala iba en su salvaje semental blanco y Karim montaba el árabe gris que siempre sacudía la cabeza. A lo largo del camino, a Karim se le levantó el ánimo, pues todo el pueblo sabía que pasaría mucho tiempo antes de que un corredor lo emulara en el chatir, si es que alguna vez alguien lo conseguía.

Ahora lo abrazaban por aquella proeza con gritos de alegría, y también como héroe de Mansura y Kausambi. Ala sonreía de oreja a oreja y Karim sabía que podía mirar por encima del hombro y con benevolencia a al-Harat, pues el corredor era un granjero de tierras pobres y él pronto sería visir de Persia.

Al pasar por la madraza, Karim vio al eunuco Wasif en el tejado del hospital y a su lado estaba Despina con la cara velada. Al verla, a Karim le dio un vuelco el corazón y sonrió. Era mejor pasar a su lado así, en un valioso corcel y ataviado con sedas y lino, a tambalearse y tropezar apestando a sudor, cegado por la fatiga.

No lejos de Despina, una mujer sin velo perdió la paciencia con el calor y, quitándose el paño negro que cubría su cabeza, la sacudió como si imitara al caballo de Karim. Sus cabellos cayeron y se abrieron en abanico, largos y ondulantes. El sol destelló gloriosamente en su cabellera, revelando diferentes pinceladas rojas y doradas. En ese momento Karim oyó que el sha le estaba dirigiendo la palabra.

—¿Es la mujer del Dhimmi? ¿La europea?

—Sí, Majestad. La esposa de nuestro amigo Jesse ben Benjamin.

—Pensé que tenía que ser ella —comentó Ala.

El rey observó a la mujer de cabeza descubierta hasta que la adelantaron unos metros. No hizo más preguntas, y poco después Karim logró enzarzarlo en una conversación concerniente al herrero indio Dhan Vangalil y las espadas que estaba fabricando para el sha en su nuevo horno de fundición, situados detrás de los establos de la casa del Paraíso.