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UNA CABALGADA POR EL CAMPO

—El chatir es nuestra carrera nacional, una tradición casi tan vieja como la misma Persia —explicó Karim a Rob—. Se celebra para festejar el fin del Ramadán, el mes de ayuno religioso. En su origen, tan lejos en la bruma del tiempo que hemos perdido el nombre del rey que patrocinó la primera carrera, era una competencia destinada a seleccionar al chatir o mayordomo del sha, pero a través de los siglos ha atraído a Ispahán a los mejores corredores de Persia y de otros sitios, hasta transformarse en un espectáculo grandioso.

La carrera se iniciaba en las puertas de la Casa del Paraíso, serpenteaba por las calles de Ispahán a lo largo de diez millas romanas y media, y terminaba ante una serie de postes en el patio del palacio. Unas bolsas colgadas de los postes contenían doce flechas, y cada bolsa estaba asignada a un corredor. Cada vez que un jugador llegaba a los postes, sacaba una flecha de su bolsa, la ponía en el carcaj que llevaba a la espalda y, a continuación, desandaba lo andado para completar la vuelta siguiente. La carrera comenzaba, tradicionalmente, con la llamada a la primera oración. Era una agotadora prueba de resistencia. Si reinaba un calor opresivo, declaraban ganador al participante que más aguantaba en la carrera. Si el tiempo era fresco, algunos cumplían las doce vueltas completas, o sea ciento veintiséis millas romanas por lo general recogiendo la última flecha poco después de la quinta oración. Aunque se rumoreaba que antiguos corredores habían alcanzado marcas mejores, la mayoría coronaba la carrera en unas catorce horas.

—Ningún ser vivo recuerda a un corredor que terminara en menos de trece horas —dijo Karim—. El sha Ala ha anunciado que si un hombre concluye la carrera en doce horas, le adjudicará un magnífico calaat. Además, obtendrá una recompensa de quinientas piezas de oro y el nombramiento honorario de jefe de los chatirs, lo que conlleva un bonito estipendio anual.

—¿Por eso has trabajado tanto y corres distancias tan largas todos los días? ¿Piensas que puedes ganar esta carrera?

Karim sonrió y se encogió de hombros.

—Todos los corredores sueñan con ganar el chatir. Por supuesto, me gustaría ganar la carrera y el calaat. Sólo hay una cosa mejor que ser médico: ¡ser un médico rico en Ispahán!

La atmósfera se estaba poniendo tan perfectamente húmeda y templada, que Rob tuvo la sensación de que le besaba la piel cuando salió de casa. El mundo entero parecía gozar de la plena juventud, y el Río de la Vida vibraba día y noche a causa de la fusión de las nieves. Corría el brumoso abril en Londres, pero en Ispahán era el mes de Shabin, más suave y dulce que el mayo inglés. Los descuidados albaricoqueros estallaban en una blancura de sorprendente belleza, y una mañana Khuff fue a buscar a Rob, y le informó que el sha solicitaba su compañía para una cabalgata.

A Rob no le gustaba nada pasar tanto tiempo con el versátil monarca, y le sorprendió que recordara su promesa de cabalgar juntos.

En los establos de la Casa del Paraíso le dijeron que aguardara. La espera fue considerable, pero finalmente apareció Ala, seguido por un séquito tan nutrido que Rob no podía dar crédito a sus propios ojos.

—¡Bien, Dhimmi!

—Majestad.

Impaciente, el sha restó importancia al ravi zemin y montaron enseguida.

Se internaron en las montañas. El sha cabalgaba un semental árabe blanco que parecía volar con natural hermosura, y Rob iba detrás. Al cabo de poco, el sha adoptó un medio galope y, con un ademán, lo llamó a su lado.

—Demuestras ser un excelente médico recetando la equitación, Jesse, he estado con la mierda hasta el cuello en la corte. ¿No es agradable alejarse de la gente?

—Lo es, Majestad.

Rob echó una mirada furtiva hacia atrás. A lo lejos los seguía toda la comitiva: Khuff y sus guardias, que no le quitaba los ojos de encima al monarca, caballerizos de la casa real con monturas desocupadas y animales de carga, carros que resonaban sobre el terreno accidentado.

—¿Quieres montar un animal más fogoso?

Rob sonrió.

—Sería desaprovechar la generosidad de Vuestra Majestad. Este caballo se corresponde con mi capacidad de jinete.

De hecho, le había tomado cariño al castrado castaño. Ala bufó.

—Es evidente que no eres persa, pues ningún persa dejaría pasar la oportunidad de mejorar su montura. Aquí la equitación lo es todo y los varones salen del vientre de sus madres con minúsculas sillas de montar entre las piernas.

Espoleó exageradamente al animal, que saltó por encima de un árbol caído. El sha se volvió en la silla y disparó su enorme arco por encima del hombro izquierdo, desternillándose de risa al ver que la gran saeta erraba el blanco.

—¿Conoces la historia que hay detrás de este ejercicio?

—No, Majestad. Vi que lo ejecutaban unos jinetes en tu fiesta.

—Sí, lo practicamos a menudo, y algunos son excepcionalmente habilidosos. Se llama «flecha del parto». Hace ochocientos años, los partos eran un pueblo más entre los de nuestra tierra. Vivían al este de Media, en un territorio con infranqueables montañas y con un desierto más terrible aún, el Dasht-i-Kavir.

—Conozco el Dasht-i-Kavir. Atravesé una parte de él para llegar aquí.

—Entonces ya te consta la clase de gente que puede vivir allí —dijo Ala, sujetando firmemente las riendas de su cabalgadura para que no se separara de la de Rob—. Hubo una lucha por el poder en Roma. Uno de los contendientes era el anciano Craso, gobernador de Siria. Éste necesitaba una conquista militar igual o superior a las hazañas de sus rivales César y Pompeyo, por lo que decidió desafiar a los partos.

»El ejército parto, una cuarta parte de las temibles legiones romanas de Craso, iba al mando del general Suren. En su mayor parte estaba compuesto por arqueros montados en pequeños y rápidos corceles persas, y una exigua fuerza de jinetes armados con largas lanzas y armaduras hechas con chapas de metal en forma de escamas.

»Las legiones de Craso cayeron directamente sobre Suren, que retrocedió al Dasht-i-Kavir. En lugar de girar al norte e internarse en Armenia, Craso los persiguió y se metió en el desierto. Ocurrió algo maravilloso.

»Los lanceros atacaron a los romanos sin darles la oportunidad de reunirse en su clásico cuadrado defensivo. Después de la primera carga, se retiraron los lanceros y avanzaron los arqueros. Éstos usaban arcos persas como el mío, de mayor alcance y penetración que los romanos. Sus flechas perforaron los escudos romanos, sus petos y gredas, y para gran asombro de los legionarios, los persas seguían lanzando flechas por encima de sus hombros, con implacable puntería a medida que se retiraban.

—La flecha del parto —dijo Rob.

—La flecha del parto. Al principio, los romanos mantuvieron alta la moral, esperando que se agotaran las flechas. Pero Suren recibió nuevas provisiones en camellos de carga, y los romanos no pudieron librar su acostumbrada guerra cuerpo a cuerpo. Craso envió a su hijo a realizar un ataque de diversión, y le devolvieron su cabeza en el extremo de una lanza persa. Los romanos se batieron en retirada bajo la cobertura de la noche. ¡El ejército más poderoso del mundo! Escaparon diez mil al mando de Casio, futuro asesino de César. Diez mil fueron capturados. Y veinte mil murieron, incluido Craso. El número de víctimas entre los partos fue insignificante, y desde ese día todos los escolares persas practican la flecha del parto.

Ala dio rienda suelta a su semental y volvió a intentarlo: esta vez gritó encantado cuando la flecha se clavo sólidamente en el tronco de un árbol.

Luego sostuvo en alto el arco, que era la señal para que los demás miembros de la partida se acercaran.

Los soldados extendieron ante ellos una tupida alfombra, y en un instante levantaron la tienda del rey. Poco después, mientras tres músicos interpretaban suavemente sus dulcimeres, les llevaron comida.

Ala se sentó e hizo señas a Rob para que se reuniera con él. Les sirvieron pechugas de diversas aves de caza asadas con sabrosas especias, pilah agrio, pan, melones que seguramente estuvieron refrescándose en una caverna a lo lago de todo el invierno, y tres tipos de vino. Rob comió con gran placer mientras Ala apenas probaba bocado pero bebía copiosamente mezclando los vinos.

Ala pidió el juego del sha, y al instante les llevaron un tablero y dispusieron las piezas. Esta vez Rob recordó los diferentes movimientos, pero al monarca le resultó fácil derrotarlo tres veces seguidas, pese a haber pedido más vino y haberlo despachado con premura.

—Qandrasseh tendría que hacer cumplir el edicto referente a la ingestión de vino —dijo Ala.

Rob ignoraba cuál era la respuesta prudente.

—Te hablaré de Qandrasseh, Dhimmi. Qandrasseh entiende, equivocadamente, que el trono existe sobre todo para castigar a quienes faltan al Corán. Pero el trono existe para expandir la nación y volverla todopoderosa, no para preocuparse de los despreciables pecados de los aldeanos. No obstante, el imán está convencido de que es la terrible mano derecha de Alá. No le basta con haberse elevado de jefe de una diminuta mezquita de Media hasta el cargo de visir del sha de Persia. Es pariente lejano de los Abasíes, y en sus venas corre la sangre de los califas de Bagdad. Algún día le gustaría gobernar Ispahán, arrojándome de mi trono de un puñetazo religioso.

Ahora Rob no habría podido contestar aunque conociera la respuesta prudente, porque estaba paralizado de terror. La lengua del sha, desatada por el alcohol, lo había puesto en una situación de alto riesgo, pues si una vez sobrio Ala se arrepentía de sus palabras, no le costaría nada mandar liquidar al testigo.

Pero Ala no mostró la menor confusión. Cuando le llevaron una botella de vino cerrada, se la lanzó a Rob y volvieron a montar.

No intentaron cazar: cabalgaron ociosamente hasta quedar acalorados y un tanto cansados. Las montañas rebosaban de flores, capullos en forma de taza, rojos, amarillos y blancos, con altos tallos. Rob nunca había visto esas plantas en Inglaterra. Ala no supo decirle los nombres, pero afirmó que no crecían de una semilla, sino de un bulbo semejante a la cebolla.

—Te llevaré a un lugar que jamás debes mostrarle a hombre alguno —dijo, y a través de unos matorrales lo condujo hasta la entrada cubierta de helechos de una cueva.

En el interior, en una atmósfera hedionda que recordaba huevos ligeramente podridos, el aire era cálido y había un pozo de agua parda rodeado de rocas grises salpicadas de líquenes color púrpura. Ala se estaba desnudando.

—Vamos, no te quedes atrás. ¡Quítate la ropa, estúpido Dhimmi!

Rob le obedeció a regañadientes y nervioso, preguntándose si el sha sería de los que desean los cuerpos masculinos. Pero Ala ya estaba en el agua y lo contemplaba con descaro, aunque sin lujuria.

—Trae el vino. No estás particularmente bien dotado, europeo.

Rob comprendió que no sería político señalar que su órgano era más grande que el del monarca.

Pero el sha era más receptivo de lo que Rob suponía, pues le sonrió y dijo:

—Yo no necesito que sea como la de un caballo, porque puedo tener a cualquier mujer que me apetezca. Y nunca lo hago dos veces con la misma, ¿lo sabías? Por eso nunca un anfitrión puede ofrecerme más de una fiesta, a menos que disponga de otra esposa reciente.

Rob se metió cautelosamente en el agua cálida y fragante a causa de los depósitos minerales. Ala abrió la botella de vino y bebió, se echó hacia atrás y cerró los ojos. El sudor manaba de sus mejillas y su frente, hasta el punto de que la parte de su cuerpo que estaba fuera del agua quedó tan húmeda como la porción sumergida. Rob lo estudió, preguntándose qué se sentiría siendo el supremo soberano.

—¿Cuándo perdiste la virginidad? —le preguntó Ala sin abrir los ojos.

Rob le habló de la viuda inglesa que lo había invitado a su lecho.

—Yo también tenía doce años. Mi padre ordenó a su hermana que durmiera conmigo, como es costumbre, muy sensata por cierto, cuando los príncipes son jóvenes. Mi tía fue tierna e instructiva, casi una madre para mí. Durante largos años creí que después de estar con una mujer, siempre aparecería un cuenco con leche tibia y un dulce.

Se empaparon contentos, en un breve periodo de silencio.

—Me gustaría ser Rey de Reyes, europeo —dijo finalmente Ala.

—Ya eres Rey de Reyes.

—Así es como me llaman. —Abrió sus ojos pardos y miró a Rob fijamente, sin parpadear—. Jerjes. Alejandro. Ciro. Darío. Todos fueron grandes, y aunque ninguno nació en Persia, fueron sus reyes hasta su muerte. Grandes reyes de grandes imperios.

»Ahora no hay ningún imperio. En Ispahán yo soy el rey. Al oeste, Toghrul-Beg gobierna numerosas tribus de turcos seljucíes nómadas. Al este, Mahmud es sultán de las regiones montañosas de Ghazna. Más allá de Ghazna, dos docenas de débiles rajás dominan la India, pero sólo se amenazan los unos a los otros. Los únicos reyes suficientemente fuertes para tener importancia somos Mahmud, Toghrul-Beg y yo. Cuando paso a caballo, los chawns y los beglerbegs que gobiernan las ciudades y poblaciones se precipitan a salir de sus murallas para recibirme con tributos y serviles cumplidos.

»Pero sé que los mismos chawns y beglerbegs rendirían idéntico homenaje a Mahmud o a Toghrul-Beg si pasaran por allí con sus ejércitos.

»Antaño hubo tiempos como el nuestro, en que pequeños reinos y reyes sin poder se disputaban el premio de un vasto imperio. Finalmente, sólo quedaron dos hombres: Ardashir y Ardewan, que libraron un combate personal mientras sus ejércitos los observaban. Dos grandes figuras con cotas de malla se enfrentaron en el desierto. El combate concluyó cuando Ardewan murió a manos de Ardashir y éste se convirtió en el primer hombre que adoptó el título de Shahanshah. ¿No te gustaría ser ese Rey de Reyes?

Rob meneó la cabeza.

—Yo sólo quiero ser médico.

Notó el desconcierto en la expresión del sha.

—¡Eso sí que es extraño! En toda mi vida nadie ha desaprovechado la oportunidad de halagarme. Pero tú no cambiarías tu lugar por el mío, es evidente. He hecho averiguaciones. Dicen que como aprendiz eres notable. Se esperan grandes cosas de ti cuando seas hakim. Necesitaré hombres que sepan hacer grandes cosas y no lamerme el culo.

»Apelaré a la astucia y al poder del trono para apartar a Qandrasseh. El sha siempre ha tenido que luchar para conservar Persia. Utilizaré mis ejércitos y mi espada contra los otros reyes. Antes que yo esté acabado, Persia será otra vez un imperio y yo podré llamarme auténticamente Shahanshah.

Cogió la muñeca de Rob.

—¿Serás mi amigo, Jesse ben Benjamin?

Rob comprendió que había sido atraído a una trampa tendida por un cazador inteligente. El sha Ala estaba comprometiendo su futura lealtad en beneficio propio. Y lo hacía fríamente y con premeditación; con toda evidencia, en ese monarca había algo más que un borrachín libertino.

Rob nunca habría aceptado un compromiso político y lamentó haber salido a cabalgar esa mañana. Pero ya estaba hecho y conocía muy bien sus deudas. Cogió al sha por la muñeca.

—Cuentas con mi lealtad, Majestad.

Ala asintió. Volvió a apoyar la espalda en el calor del pozo y se rascó el pecho.

—Bien. ¿Te gusta mi lugar predilecto?

—Es sulfuroso como un pedo, Majestad.

Ala no era de los que ríen a carcajadas. Se limitó a abrir los ojos y sonrió. Y luego volvió a hablar:

—Si quieres puedes traer aquí a una mujer, Dhimmi —dijo perezosamente.

—No me gusta —dijo Mirdin cuando se enteró de que Rob había cabalgado con Ala—. Es un hombre imprevisible y peligroso.

—Para ti es una gran oportunidad —apuntó Karim.

—Oportunidad que no deseo.

Con gran alivio por su parte, pasaron los días y el sha no volvió a llamarlo. Sentía la necesidad de amigos que no fuesen reyes, y pasaba la mayor parte del tiempo libre con Mirdin y Karim.

Karim se estaba amoldando a la vida de un médico joven; trabajaba en el maristan como antes, pero ahora al-Juzjani le pagaba un pequeño estipendio por el examen diario y el cuidado de sus pacientes. Con más tiempo para sí mismo y un poco de dinero, frecuentaba las maidans y los burdeles.

—Acompáñame —apremiaba a Rob—. Te traeré una puta de pelo negro como las alas de un cuervo y fino como la seda.

Rob sonreía y movía negativamente la cabeza.

—¿Qué clase de mujer deseas?

—Una de pelo rojo como el fuego.

Karim sonreía.

—No las hacen así.

—Vosotros dos necesitáis esposa —les dijo un día Mirdin plácidamente, pero no le prestaron la menor atención.

Rob volcaba todas sus energías en los estudios. Karim continuaba su vida de mujeriego, y su apetito sexual se estaba convirtiendo en fuente de diversión para todo el hospital. Conociendo su historia, Rob sabía que detrás del rostro hermoso y el cuerpo atlético se escondía un niño sin amigos que buscaba el afecto femenino para borrar atroces recuerdos.

Ahora Karim corría más que nunca, al principio y al final de cada día. Se entrenaba ardua y constantemente, y no sólo corriendo. Enseñó a Rob y a Mirdin a usar la espada curva de Persia —la cimitarra—, un arma con más peso del que estaba acostumbrado Rob, y que exigía muñecas fuertes y flexibles. Karim los hacía ejercitar con una piedra pesada en cada mano, haciendo que las volvieran del derecho y del revés, adelante y atrás, para fortalecer y dar velocidad a sus muñecas.

Mirdin no era un buen atleta y jamás sería espadachín. Pero aceptaba alegremente su torpeza y estaba tan dotado intelectualmente que no parecía tener la menor importancia su impericia con la espada.

Después de anochecer veían muy poco a Karim…, que bruscamente dejó de pedirle a Rob que lo acompañara a los burdeles, y confesó que había iniciado una aventura con una mujer casada y estaba enamorado. Pero cada vez con más frecuencia Rob era invitado a cenar en las habitaciones de Mirdin, cerca de la sinagoga Casa de Sión.

En casa de su amigo judío, Rob se sorprendió al ver sobre un mueble un tablero cuadriculado como el que sólo había visto dos veces con anterioridad.

—¿Es el juego del sha?

—Sí. ¿Lo conoces? Mi familia lo ha jugado siempre.

Las piezas de Mirdin eran de madera, pero el juego era idéntico al que Rob había jugado con Ala, salvo que en lugar de empeñarse en una victoria rápida y sangrienta, Mirdin se dedicaba a enseñarle. En poco tiempo, y bajo su paciente tutela, Rob empezó a asimilar las sutilezas del juego.

Sencillo como siempre, Mirdin le dedicaba miradas de paz. Un atardecer cálido, después de cenar el pilah de verduras de Fara, siguió a Mirdin para darle las buenas noches a Issachar, su hijo de seis años.

Abba. ¿Nuestro Padre me mira desde el Cielo?

—Sí, Issachar. Siempre te ve.

—¿Y por qué yo no lo veo a Él?

—Porque es invisible.

El chico tenía mejillas morenas y regordetas y mirada seria. Sus dientes y sus mandíbulas ya eran enormes, y algún día tendría la inelegancia de su padre, pero también su dulzura.

—Si Él es invisible, ¿cómo sabe qué aspecto tiene Él mismo?

Rob sonrió. «¡Qué cosas dicen los niños! —pensó—. Responde a eso, oh Mirdin, erudito de la ley oral y escrita, maestro del juego del sha, filósofo y sanador…».

Pero Mirdin estuvo a la altura de las circunstancias.

—La Torá nos dice que Él ha hecho al hombre a Su imagen, que lo ha hecho a Su semejanza, y por lo tanto le basta mirarte, hijo mío, para verse a sí mismo. —Mirdin besó al niño—. Buenas noches, Issachar.

—Buenas noches, Abba. Buenas noches, Jesse.

—Descansa bien, Issachar —dijo Rob, besó al niño y salió del dormitorio detrás de su amigo.