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EL EXAMEN

La tarde del examen de Karim, Rob llevó a cabo sus actividades acostumbradas con especial energía y atención, procurando desviar de su mente la escena que, sabía, en breve tendría lugar en la sala de reuniones contigua a la Casa de la Sabiduría. Él y Mirdin habían reclutado como cómplice y espía al amable bibliotecario Yussuf-ul-Gamal. Mientras atendía sus deberes en la biblioteca, Yussuf discernía la identidad de los examinadores. Mirdin esperaba fuera las noticias, e inmediatamente se las transmitía a Rob.

—En filosofía es Sayyid Sadi —había dicho Yussuf a Mirdin antes de volver a entrar deprisa.

No estaba mal; el hombre era difícil, pero no se empeñaría en frustrar las esperanzas de un candidato. Las siguientes novedades fueron aterradoras.

El intolerante Nadir Bukh, legalista con barba en forma de pala y que había suspendido a Karim en el primer examen, lo interrogaría en derecho. El mullah Abul Bakr sería el examinador en cuestiones de teología, y el Príncipe de los Médicos se ocuparía, personalmente, de lo relativo a su ciencia.

Rob abrigaba la esperanza de que Jalal formara parte de la junta en la especialidad de cirugía, pero lo vio, como todos los días, atendiendo a los pacientes; al cabo de un rato, Mirdin apareció corriendo y susurró que acababa de llegar el último miembro: Ibn al-Natheli, a quien ninguno de ellos conocía bien.

Rob se concentró en su trabajo, ayudando a Jalal a poner un aparato de tracción en un hombro dislocado, un astuto artilugio de cuerdas diseñado por el eminente cirujano. El paciente, un guardia de palacio que había sido desmontado de su poney durante una partida de pelota y palo, finalmente adquirió el aspecto de un animal salvaje con riendas de cuerda y sus ojos se desorbitaron al sentir el alivio súbito del dolor.

—Ahora descansarás varias semanas con toda comodidad, mientras los demás cumplen los pesados deberes de la soldadesca —dijo alegremente Jalal.

Ordenó a Rob que le administrara medicinas astringentes y que indicara una dieta ácida hasta que tuvieran la certeza de que el guardia no presentara inflamaciones ni hematomas. El último trabajo de Rob consistió en vendar el hombro con trapos, no muy ceñidos, pero sí lo suficiente para limitar sus movimientos. En cuanto terminó, fue a la Casa de la Sabiduría y se sentó a leer a Celso, tratando de oír las voces de la sala de exámenes, pero sólo llegaban a sus oídos murmullos ininteligibles. Por último, se decidió a esperar en los peldaños de la escuela de medicina, donde en breve se le reunió Mirdin.

—Todavía están dentro.

—Espero que no se demoren —dijo Mirdin—. Karim no es de los que soportan una prueba prolongada.

—No sé si puede soportar algún tipo de prueba. Esta mañana vomitó una hora seguida.

Mirdin se sentó junto a Rob en los escalones. Conversaron sobre varios pacientes y luego guardaron silencio, Rob con el ceño fruncido y Mirdin suspirando.

Después de un lapso más prolongado de lo que creían posible, Rob se incorporó.

—Aquí está —dijo.

Karim avanzó hacia ellos sorteando grupos de estudiantes.

—¿No lo adivinas por su expresión? —preguntó Mirdin.

Rob no podía saberlo, pero mucho antes de llegar a su lado Karim gritó:

—¡Debéis llamarme hakim, aprendices!

Bajaron los peldaños a la carga.

Los tres se abrazaron, bailaron y gritaron, se aporrearon mutuamente y ocasionaron tal alboroto, que Hadji Davout Hosein, al pasar, les mostró un rostro pálido de indignación al ver que los estudiantes de su academia se comportaban de semejante manera.

El resto de su vida recordarían ese día y esa noche.

—Debéis venir a casa a tomar algo —propuso Mirdin.

Era la primera vez que los invitaba a su hogar, la primera vez que cada uno de ellos dejaba al descubierto su mundo personal ante los otros dos.

El alojamiento de Mirdin consistía en dos habitaciones alquiladas en una casa adjunta, cerca de la sinagoga Casa de Sión, en el extremo del Yehuddiyyeh opuesto a donde vivía Rob.

Su familia fue una dulce sorpresa. Una esposa tímida, Fara, de reducida estatura, morena, de trasero bajo y ojos serenos. Dos hijos de cara redonda, Dawwid e Issachar, que se aferraban a las faldas de su madre. Fara sirvió pasteles dulces y vino, obviamente preparados para la ocasión. Después de una serie de brindis, los tres amigos volvieron a salir y buscaron a un sastre, que tomó las medidas al novel hakim para confeccionarle su vestimenta negra de médico.

—¡Ésta es una noche adecuada para las maidans! —declaró Rob, y el anochecer los encontró cenando en un puesto con vista a la gran plaza central de la ciudad, dando cuenta de una fina comida persa y pidiendo más vino almizcleño, que Karim apenas necesitaba, ya que estaba borracho con su nueva condición de médico.

Se dedicaron a analizar cada pregunta y cada respuesta del examen.

—Ibn Sina me interrogó a fondo. «¿Cuáles son los diversos signos que se tienen a partir del sudor, candidato?». «Muy bien, alumno Karim, una respuesta muy completa… ¿Y cuales son los signos generales que usamos para el pronóstico?». «Por favor, háblanos de la correcta higiene de un viajero que va por tierra y luego por mar». Casi parecía que Ibn Sina tenía conciencia de que la medicina era mi lado fuerte y las otras asignaturas, mi punto débil.

»Sayyid Sadi me pidió que hablara del concepto platónico según el cual todos los hombres desean la felicidad, y te agradezco, Mirdin, que lo hayamos estudiado tan a fondo. Respondí con todo detalle, haciendo muchas referencias al concepto del Profeta en el sentido de que la felicidad es la recompensa de Alá por la obediencia y la fidelidad en la oración. Sorteé sin dificultad ese peligro.

—¿Y Nadir Bukh? —inquirió Rob.

—¡El abogado! —Karim se estremeció—. Me pidió que explicara lo que dice el Fiqh con respecto al castigo de los criminales. Me quedé en blanco. Entonces dije que todo castigo se basa en los escritos de Mahoma (¡bendecido sea!), que afirman que en este mundo todos dependemos del prójimo aunque nuestra dependencia definitiva siempre se refiere a Alá, ahora y por siempre jamás. El tiempo separa a los buenos y puros de los malos y rebeldes. Todo individuo que se extravía será castigado, y todo el que obedezca estará en absoluta consonancia con la Voluntad Universal de Dios, en la que se basa el Fiqh. Así, el mandato del alma reposa plenamente en Alá, que se ocupa de castigar a los pecadores.

Rob estaba atónito.

—¿Y qué significa todo eso?

—Ahora no lo sé. Tampoco lo sabía entonces. Noté que Nadir Bukh rumiaba la respuesta para comprobar si contenía alguna carne que no reconocía. Estaba a punto de abrir la boca para pedirme aclaraciones o hacerme más preguntas, en cuyo caso me habría condenado al fracaso, pero Ibn Sina se apresuró a decirme que expusiera mis conocimientos sobre el humor de la sangre, momento en que repetí sus propias palabras de los dos libros que ha escrito sobre el tema. ¡Y se acabó el interrogatorio!

Rieron a carcajadas hasta que se les llenaron los ojos de lágrimas, bebieron y siguieron bebiendo.

Cuando ya no podían más, salieron a tropezones hasta la calle de más allá de la maidan, y contrataron el coche con la lila en la puerta. Rob se sentó adelante, con el alcahuete. Mirdin se quedó dormido con la cabeza en el generoso regazo de la prostituta llamada Lorna, y Karim apoyó la suya en su pecho y cantó canciones tiernas.

Los serenos ojos de Fara se desorbitaron de inquietudes cuando entraron a su marido prácticamente a rastras.

—¿Está enfermo?

—Está borracho como una cuba. Como todos —explicó Rob.

Volvieron al coche, que los llevó hasta la casita del Yehuddiyyeh, donde Rob y Karim se desplomaron en el suelo en cuanto cruzaron la puerta, y se quedaron dormidos como troncos, con toda la ropa puesta.

En el curso de la noche, a Rob le despertó un sonido áspero y comprendió que Karim estaba llorando.

Al amanecer volvió a despertarse, cuando su huésped se incorporó.

Rob gruñó. «Karim no debería beber una gota de alcohol», pensó, deprimido.

—Lamento haberte molestado. Tengo que ir a correr.

—¿A correr? ¿Precisamente hoy? ¿Después de lo de anoche?

—Debo prepararme para el chatir.

—¿Qué es el chatir?

—Una carrera pedestre.

Karim salió de la casa. Rob oyó sus fuertes pisadas cuando echó a correr y el sonido emprendió la retirada hasta que se perdió en el crepúsculo del alba.

Rob siguió echado en el suelo, oyendo los ladridos de los perros callejeros que señalaban el progreso del médico más flamante del mundo, que corría como un djinn a través de las estrechas callejuelas del Yehuddiyyeh.