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EL CIRUJANO BARBERO

Antes del crepúsculo acamparon en una colina, junto a un riachuelo. El hombre dijo que el esforzado caballo gris se llamaba Tatus.

—Es la abreviatura de Incitatus, en honor del corcel que el emperador Calígula amaba tanto que lo convirtió en sacerdote y cónsul. Nuestro Incitatus es un efímero animal de feria, un pobre diablo con los cojones cortados —dijo Barber.

Le enseñó a cuidar del caballo castrado, a restregarlo con manojos de hierba suave y seca y luego a permitirle beber e irse a pastorear antes de ocuparse de sus propias necesidades.

Estaban al raso, a cierta distancia del bosque, pero Barber lo envió a buscar madera seca para el fuego y tuvo que hacer varios viajes hasta formar una pila. Poco después, la hoguera chisporroteaba y la preparación de la comida empezó a producir olores que le debilitaron las piernas. En un puchero de hierro, Barber había puesto una generosa cantidad de cerdo ahumado, cortado en lonchas gruesas. Sacó buena parte de la grasa derretida, y al cerdo añadió un nabo grande, varios puerros cortados, un puñado de moras secas y algunas hierbas. Cuando la poderosa mezcla terminó de cocerse, Rob pensó que nunca había olido algo mejor. Barber comió impasible y lo observó devorar una generosa ración. Le sirvió una segunda en silencio. Rebañaron sus cuencos de madera con trozos de pan de cebada. Sin que nadie le dijera nada, Rob llevó el puchero y los cuencos hasta el riachuelo y los frotó con arena. Tras regresar con los cacharros, Rob se acercó a un matorral y orinó.

—¡Benditos sean Dios y la Virgen! ¡Ése es un pito de aspecto extraordinario! —comentó Barber, que se había acercado súbitamente.

Rob cortó el chorro antes de lo necesario y ocultó su miembro.

—Cuando era bebé —explicó, tenso— sufrí una gangrena… ahí. Me contaron que un cirujano quitó la pequeña capucha carnosa de la punta.

Barber lo miró sorprendido.

—Te extirpó el prepucio. Fuiste circuncidado, como un pijotero pagano.

El chico se apartó, muy perturbado. Estaba atento y expectante. La humedad llegaba desde el bosque, por lo que abrió su hatillo, sacó su otra camisa y se la puso encima de la que llevaba.

Barber extrajo dos pieles del carromato y se las arrojó.

—Dormimos a la intemperie porque el carromato está lleno de todo tipo de cosas.

Barber percibió el brillo de la moneda en el hatillo abierto y la recogió. Ni le preguntó dónde la había conseguido ni Rob se lo dijo.

—Lleva una inscripción —dijo Rob—. Mi padre y yo… supusimos que identifica a la primera cohorte romana que llegó a Londres.

Barber estudió el disco.

—Así es.

A juzgar por el nombre que le había puesto al caballo, era evidente que sabía muchas cosas sobre los romanos y que los apreciaba. Rob fue presa de la enfermiza certidumbre de que el hombre se quedaría con su posesión.

—Del otro lado aparecen más letras —añadió Rob roncamente.

Barber acercó la moneda a la hoguera para leer en medio de la creciente oscuridad.

—IOX. Io significa «gritar» y X es «diez». Se trata de un vítor romano: «¡Gritad diez veces!».

Rob aceptó aliviado la devolución de la moneda y se preparó el lecho cerca de la hoguera. Las pieles eran de oveja, que colocó en el suelo con el vellocino hacia arriba, y de oso, que empleó como manta. Aunque eran viejas y olían fuerte, le darían calor.

Barber se preparó el lecho al otro lado de la fogata y dejó la espada y el cuchillo donde pudiera cogerlos rápidamente para repeler a los agresores o, pensó Rob asustado, para matar a un crío que huía. Barber se había quitado del cuello el cuerno sajón colgado de una tira de cuero. Obturó la parte inferior con un tapón de hueso, lo llenó con un líquido oscuro que sacó de un frasco y se lo ofreció a Rob.

—Bébetelo todo. Es un destilado que preparo yo mismo.

Rob no quería ni probarlo, pero le daba miedo rechazarlo. Los hijos de la clase trabajadora de Londres no eran amenazados con una versión blanda y facilona del coco, ya que desde muy temprano sabían que algunos marineros y estibadores eran capaces de engañar a los chiquillos para llevarlos, mediante ardides, al fondo de los almacenes abandonados. Conocía a chicos que habían aceptado golosinas y monedas de ese tipo de individuos, y también sabía lo que habían tenido que hacer a cambio. Estaba enterado de que la embriaguez era un preludio muy frecuente.

Intentó rechazar otro trago, pero Barber frunció el ceño y ordenó:

—Bebe. Te quedarás más a gusto.

Barber sólo se dio por satisfecho cuando Rob bebió otros dos tragos completos y sufrió un violento ataque de tos. Volvió a poner el cuerno a su lado, acabó el primer frasco y un segundo, soltó un portentoso pedo y se metió en el lecho. Sólo miró a Rob una vez más.

—Descansa tranquilo, mozuelo —dijo—. Que duermas bien. De mí no tienes nada que temer.

Rob estaba seguro de que era una trampa. Se metió bajo la maloliente piel de oso y esperó con las caderas tensas. En el puño derecho apretaba la moneda. A pesar de que sabía que, aun disponiendo de las armas de Barber, no sería un contrincante para el hombre y estaba a su merced, aferró con la mano izquierda una piedra pesada.

Finalmente, tuvo pruebas más que suficientes de que Barber dormía. El hombre roncaba espantosamente.

El sabor medicinal del licor quemaba la boca de Rob. El alcohol recorrió su cuerpo mientras se acomodaba entre las pieles y dejaba caer la piedra de su mano. Apretó la moneda y se imaginó una fila tras otra de romanos, vitoreando diez veces a los héroes que no permitirían que el mundo los derrotara. En lo alto, las estrellas se veían grandes y blancas y rodaban por todo el firmamento, tan cercanas que deseó estirarse y arrancarlas para hacerle un collar a mamá. Pensó en cada uno de los miembros de su familia. De los vivos, a quien más añoraba era a Samuel, lo que resultaba extraño, porque a Samuel le había molestado su primogenitura y lo había desafiado con palabrotas e insultos. Le preocupaba que Jonathan se meara en los pañales y rezaba para que la señora Aylwyn tuviera paciencia con el pequeño. Anhelaba que Barber regresara pronto a Londres, pues quería volver a ver a los otros.

Barber sabía lo que sentía el chico nuevo. Tenía exactamente su edad cuando se encontró solo después de que los fieros guerreros escandinavos asolaran Clacton, la aldea de pescadores en la que había nacido. El incidente estaba marcado a fuego en su memoria.

Ethelred era el rey de su infancia. Desde que tenía memoria, su padre siempre había maldecido a Ethelred, diciendo que el pueblo nunca había sido tan pobre bajo el mandato de cualquier otro monarca. Ethelred ejercía presión e imponía más tributos, proporcionando una vida lujosa a Emma, la mujer decidida y hermosa que había traído de Normandía para hacerla su reina. Con los impuestos también creó un ejército, pero, más que para proteger a su pueblo, lo utilizó para protegerse a sí mismo, y era tan cruel y sanguinario que algunos hombres escupían al oír su nombre.

En la primavera del año del Señor 991, Ethelred deshonró a sus súbditos sobornando con oro a los atacantes daneses para que se retiraran. La primavera siguiente la flota danesa regresó a Londres tal como lo había hecho durante un siglo. Esta vez Ethelred no tuvo opción: reunió a sus guerreros y sus buques de guerra y los daneses sufrieron una gran degollina en el Támesis. Dos años después tuvo lugar una invasión más grave cuando Olaf, rey de los noruegos, y Sven, rey de los daneses, remontaron el Támesis con noventa y cuatro naves. Ethelred volvió a reunir su ejército alrededor de Londres y logró rechazar a los escandinavos, pero los invasores comprendieron que el monarca pusilánime había desguarnecido los flancos de su país con tal de protegerse a sí mismo. Los nórdicos dividieron su armada, vararon sus barcos a lo largo del litoral inglés y devastaron las pequeñas poblaciones costeras.

Aquella semana, el padre llevó a Henry Croft a hacer su primer viaje largo, en busca de arenques. La mañana que regresaron con una buena captura, Henry se adelantó, deseoso de ser el primero en recibir el abrazo de su madre y en oír sus palabras de alabanza. En una cala cercana se ocultaba media docena de chalupas noruegas. Al llegar a su casita, vio que un extraño, vestido con pieles de animales, lo contemplaba a través de los postigos abiertos del agujero de la ventana.

No tenía idea de quién era ese hombre, pero el instinto lo llevó a dar media vuelta y a correr como alma que lleva el diablo hacia donde estaba su padre.

Su madre yacía en el suelo, usada y muerta ya, pero su padre no lo sabía. Aunque Luke Croft desenfundó el cuchillo al acercarse a la casa, los tres hombres que lo recibieron en la puerta portaban espadas. Desde lejos, Henry Croft vio cómo vencían a su padre y acababan con él. Uno de los hombres le sostuvo las manos a la espalda. Otro le tiró del pelo con ambas manos y lo obligó a arrodillarse y a estirar el cuello. El tercero le cortó la cabeza con la espada. En su decimonoveno cumpleaños, Barber había visto cómo ejecutaban a un asesino en Wolverhampton: el verdugo había hendido la cabeza del criminal como si se tratara de un gallo. Por contraposición, el degollamiento de su padre se había realizado torpemente, ya que el vikingo tuvo que dar una sucesión de golpes, como si estuviera cortando un trozo de leña.

Frenético de pesar y de miedo, Henry Croft se había refugiado en el bosque, escondiéndose como un animal acosado. Cuando salió, atontado y famélico, los noruegos ya no estaban, pero habían dejado tras de sí muerte y cenizas. Henry fue recogido con otros varones huérfanos y enviado a la abadía de Crowland, en Lincolnshire.

Décadas de incursiones semejantes realizadas por los nórdicos paganos habían dejado muy pocos monjes y demasiados huérfanos en los monasterios, de manera que los benedictinos resolvieron ambos problemas ordenando a la mayoría de los niños sin padres. Con nueve años, Henry pronunció sus votos y recibió instrucciones de prometer a Dios que viviría para siempre en la pobreza y la castidad, obedeciendo los preceptos del bienaventurado san Benito de Nursia.

Así fue como Henry accedió a la educación. Estudiaba cuatro horas al día y durante otras seis realizaba trabajos sucios en medio de la humedad. Crowland poseía grandes extensiones, en su mayoría pantanos, y cada día Henry y los otros monjes roturaban la tierra lodosa, tirando de arados como bestias tambaleantes, a fin de convertir las ciénagas en campos de cultivo. Se suponía que pasaba el resto del tiempo en la contemplación o la oración. Existían oficios matinales, vespertinos, nocturnos, perpetuos. Cada plegaria se consideraba un peldaño de la interminable escalera que llevaría su alma al cielo. Aunque no había esparcimiento ni deportes, le permitían andar por el claustro, en cuyo lado norte se alzaba la sacristía, el edificio donde se guardaban los utensilios sagrados. Al este se encontraba la Iglesia; al oeste, la sala capitular; y al sur, un triste refectorio que constaba de comedor, cocina y despensa en la planta baja, y dormitorio arriba.

Dentro del rectángulo claustral había sepulturas, prueba definitiva de que la vida en la abadía de Crowland era previsible: mañana sería igual que ayer y, al final, todos los monjes yacerían dentro del claustro. Debido a que alguien confundió esto con la paz, Crowland había atraído a varios nobles que huyeron de la política de la corte y de la crueldad de Ethelred, y salvaron la vida tomando los hábitos. Esa élite influyente vivía en celdas individuales, al igual que los verdaderos místicos que buscaban a Dios a través del sufrimiento espiritual y el dolor corporal producidos por los cilicios, los tormentos fortificantes y la autoflagelación. Para los restantes sesenta y siete hombres que llevaban la tonsura, pese a ser impíos y a que no habían recibido la llamada de Dios, el hogar era una única y espaciosa cámara que contenía sesenta y siete jergones. Si despertaba en cualquier momento de la noche, Henry Croft oía toses y estornudos, diversos ronquidos, murmullos de masturbaciones, los lacerantes gritos de los soñadores, ventosidades y la ruptura de la regla de silencio a través de maldiciones muy poco eclesiásticas y conversaciones clandestinas que casi siempre giraban en torno al alimento. En Crowland las comidas eran muy escasas.

Aunque la población de Peterborough sólo se encontraba a ocho millas de distancia, Henry nunca la vio. Cuando tenía catorce años, un día le pidió permiso a su confesor, el padre Dunstan, para cantar himnos y recitar oraciones a orillas del río entre las vísperas y los cánticos nocturnos. Se lo concedió. Mientras atravesaba el prado junto al río, el padre Dunstan lo seguía a una distancia prudencial. Henry caminaba lenta y decididamente, con las manos a la espalda y la cabeza inclinada, como si rindiera culto, con la dignidad de un obispo. Era una bella y tibia tarde de verano y el río despedía una brisa fresca. El hermano Matthew, geógrafo, le había hablado de aquel río, el Welland. Nacía en los Midlands, cerca de Corby, y coleaba y serpenteaba fácilmente hasta Crowland, desde donde fluía hacia el noreste entre colinas onduladas y valles fértiles, antes de recorrer los pantanos costeros para desembocar en la gran bahía del Mar del Norte denominada The Wash.

El río discurría entre bosques y campos que eran un regalo del Señor. Los grillos cantaban, los pájaros gorjeaban en los árboles, y las vacas lo contemplaban con pasmado respeto mientras pastoreaban. En la orilla estaba varada una barquichuela.

La semana siguiente solicitó que le permitieran orar en solitario junto al río después de laudes, el oficio del amanecer. Le concedieron permiso, y en esta ocasión el padre Dunstan no lo acompañó. Cuando Henry llegó a la orilla, empujó la pequeña embarcación hasta el agua, trepó y zarpó.

Sólo utilizó los remos para internarse en la corriente, ya que después se sentó muy quieto en el centro de la frágil barca y contempló las aguas marrones, dejándose arrastrar por el río como una hoja a la deriva. Un rato más tarde, cuando comprobó que ya estaba lejos, se echó a reír. Vociferó y gritó chiquilladas:

—¡Y ésta por ti! —exclamó, sin saber si desafiaba a los sesenta y seis monjes que dormirían sin él, al padre Dunstan o al Dios que en Crowland se consideraba un ser tan cruel.

Permaneció en el río todo el día, hasta que las aguas que corrían hacia el mar se volvieron demasiado profundas y peligrosas para su agrado. Varó la embarcación, y así comenzó la época en que aprendió el precio de la libertad.

Deambuló por las aldeas costeras, durmiendo en cualquier lado y alimentándose de lo que podía mendigar o robar. No tener bocado que llevarse a la boca era mucho peor que comer poco. La esposa de un campesino le dio un saco de alimentos, una vieja túnica y unos pantalones raídos a cambio del hábito benedictino, con el que haría camisas de lana para sus hijos. Por fin, en el puerto de Grimsby un pescador lo aceptó como ayudante y lo explotó brutalmente más de dos años a cambio de comida escasa y desnudo techo. Cuando el pescador murió, su esposa vendió la barca a unas gentes que no querían chicos. Henry pasó varios meses de hambre hasta que encontró una compañía de artistas y viajó con ellos, acarreando equipajes y colaborando en las necesidades de su oficio a cambio de restos de comida y protección. Incluso para él sus artes eran pobres, pero sabían tocar el tambor y atraer al público, y cuando pasaban el gorro, una sorprendente cantidad de los asistentes dejaba caer una moneda. Los contempló hambriento. Era demasiado mayor para convertirse en volatinero, ya que a los acróbatas han de partirles las articulaciones cuando aún son niños. Sin embargo, los malabaristas le enseñaron su oficio. Imitó al mago y aprendió las pruebas de engaño más sencillas. El mago le enseñó que jamás debía crear una sensación de nigromancia, ya que en toda Inglaterra la Iglesia y la Corona ahorcaban a los brujos. Escuchó atentamente al narrador, cuya hermana pequeña fue la primera mujer que le permitió penetrar en su cuerpo. Sentía afinidad con los artistas, pero un año después la compañía se disolvió en Derbyshire y cada uno siguió su camino sin él.

Semanas más tarde, en la población de Matlock, su suerte dio un vuelco cuando un cirujano barbero llamado James Farrow lo ligó con un contrato por seis años. Después se enteraría de que ninguno de los jóvenes locales quería ser aprendiz de Farrow porque corrían rumores de que estaba relacionado con la brujería. Cuando Henry se enteró de esas habladurías, ya llevaba dos años con Farrow y sabía que el hombre no era brujo. Aunque el cirujano barbero era un individuo frío y severo hasta la crueldad, para Henry Croft supuso una auténtica oportunidad.

El municipio de Matlock era rural y poco poblado, sin pacientes de clase alta o mercaderes prósperos que mantuvieran a un médico o una cuantiosa población de pobres que llamaran la atención de un cirujano. James Farrow era el único cirujano barbero en la extensa zona rural, dejada de la mano de Dios, que rodeaba Matlock. Además de aplicar lavativas purificadoras y de cortar el pelo y afeitar, realizaba intervenciones quirúrgicas y recetaba remedios. Henry acató sus órdenes durante más de cinco años. Farrow era un verdadero tirano que golpeaba a su aprendiz cuando cometía errores, pero le enseñó todo lo que sabía y, por añadidura, meticulosamente.

Durante el cuarto año de Henry en Matlock —corría el 1002—, el rey Ethelred llevó a cabo un acto que tendría consecuencias trascendentales y terribles. Inmerso en sus dificultades, el monarca había permitido que algunos daneses se asentaran al sur de Inglaterra y les había dado tierras, con la condición de que lucharan a su favor contra sus enemigos. De esta manera había comprado los servicios del noble danés Pallig, casado con Gunilda, hermana de Sven, rey de Dinamarca. Ese año los vikingos invadieron Inglaterra y pusieron en práctica sus tácticas habituales: asesinar y quemar. Cuando llegaron a Southampton, el monarca decidió volver a pagar tributos y dio veinticuatro mil libras a los invasores para que se retiraran.

En cuanto las embarcaciones se llevaron a los nórdicos, Ethelred se sintió avergonzado y presa de una ira frustrada. Ordenó que todos los daneses que se encontraban en Inglaterra fuesen sacrificados el 13 de noviembre, día de san Brice. El traicionero asesinato en masa se cumplió tal como ordenara el rey, y pareció revelar un mal que se había enconado en el pueblo inglés.

El mundo siempre había sido brutal, pero después del asesinato de los daneses la vida se tornó aún más cruel. En toda Inglaterra ocurrieron crímenes violentos. Se persiguió a los brujos y se les dio muerte en la horca o en la hoguera, y la sed de sangre pareció apoderarse de la tierra.

El aprendizaje de Henry Croft estaba casi cumplido cuando el anciano Bayley Aelerton sucumbió bajo los cuidados de Farrow. Aunque la muerte no tenía nada extraordinario, corrió rápidamente la voz de que el hombre había fallecido porque Farrow le había clavado agujas y lo había hechizado.

El domingo anterior, el sacerdote de la pequeña iglesia de Matlock manifestó que se habían oído espíritus malignos a medianoche entre los sepulcros del camposanto, entregados a la cópula carnal con Satán.

—A nuestro Salvador le parece abominable que los muertos se levanten mediante artes diabólicas —atronó.

El cura advirtió que el diablo se encontraba entre ellos, ayudado por un ejército de hechiceros disfrazados de seres humanos que practicaban la magia negra y los asesinatos secretos. Proporcionó a los aterrorizados fieles un contra hechizo para utilizar contra todo sospechoso de brujería:

—Gran hechicero que atacas mi alma, que tu hechizo se invierta y que tu maldición te sea devuelta mil veces. En nombre de la Santísima Trinidad, haz que recobre la salud y las fuerzas. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

También les recordó el mandato público: No habitarás con hechicero.

—Debéis buscarlos y extirparlos si no queréis arder en las terribles llamas del purgatorio —los exhortó.

Bayley Aelerton murió el martes y su corazón dejó de latir mientras estaba cavando con la azada. Su hija aseguró que había advertido pinchazos de agujas en su piel.

Aunque nadie más los había visto, el jueves por la mañana la turbamulta entró en el corral de Farrow cuando el cirujano barbero acababa de montar su caballo y se disponía a visitar a los pacientes. Aún miraba a Henry y le daba las instrucciones de la jornada cuando lo arrancaron de la silla de montar.

La turbamulta estaba encabezada por Simon Beck, cuya tierra lindaba con la de Farrow.

—Desnudadlo —dijo Beck.

Farrow temblaba mientras le rasgaban las ropas.

—¡Eres un asno, Beck! —gritó—. ¡Un asno!

Desnudo parecía mayor, con la piel abdominal floja y plegada, los hombros redondeados y estrechos, los músculos reblandecidos e inútiles y el pene reducido a su mínima expresión encima de una enorme bolsa púrpura.

—¡Aquí está! —exclamó Beck—. ¡La señal de Satán!

En la ingle derecha de Farrow, claramente visible, había dos puntos pequeños y oscuros, como la mordedura de una serpiente. Beck pinchó uno con la punta del cuchillo.

—¡Son lunares! —chilló Farrow.

Manó sangre, lo que se suponía no ocurría si se trataba de un brujo.

—Son muy listos —opinó Beck—; pueden sangrar a voluntad.

—No soy brujo sino barbero —les dijo Farrow desdeñosamente, pero cuando lo ataron a una cruz de madera y lo arrastraron hasta su abrevadero, suplicó piedad a gritos.

Arrojaron la cruz al estanque poco profundo, en medio de un gran chapoteo, y la sostuvieron sumergida. La turbamulta guardó silencio mientras miraba las burbujas. Después la levantaron y ofrecieron a Farrow la posibilidad de confesar. Aún respiraba y farfullaba débilmente.

—Vecino Farrow, ¿reconoces haber practicado artes diabólicas? —preguntó Beck amablemente.

El hombre atado sólo pudo toser y jadear.

En consecuencia, volvieron a sumergirlo. Esta vez sostuvieron la cruz hasta que dejaron de aparecer burbujas. Y siguieron sin levantarla.

Henry sólo pudo mirar y llorar, como si volviera a presenciar la muerte de su padre. Aunque ya era un hombre crecido, no un niño, nada podía hacer ante los cazadores de brujos, y le aterrorizaba que se les ocurriera pensar que el aprendiz de cirujano barbero pudiera serlo también de hechicerías.

Finalmente izaron la cruz sumergida, entonaron el contra hechizo y se marcharon, dejándola flotar en el estanque.

En cuanto se fueron, Henry vadeó el cieno para sacar la cruz del agua. De los labios de su maestro asomaban espumarajos rosados. Cerró los ojos del rostro blanco, que acusaban sin ver, y apartó las lentejas acuáticas de los hombros de Farrow antes de cortar sus ataduras.

Como el cirujano barbero era un viudo sin familia, la responsabilidad recayó en su sirviente. Henry enterró a Farrow lo antes posible.

Cuando registró la casa, se dio cuenta de que los demás habían estado antes que él. Indudablemente buscaban pruebas de la intervención de Satán cuando se llevaron el dinero y los licores de Farrow. Aunque habían limpiado la casa, encontró un traje en mejor estado que el que llevaba puesto y algunos alimentos, que guardó en una bolsa. También cogió una bolsa de instrumentos quirúrgicos y capturó el caballo de Farrow, con el que abandonó Matlock antes de que se acordaran de él y lo obligaran a regresar.

Volvió a convertirse en andariego, pero esta vez tenía oficio, y ello supuso una diferencia fundamental. Por todas partes había enfermos dispuestos a pagar uno o dos peniques por el tratamiento. Más adelante descubrió que podía obtener beneficios de la venta de medicaciones y, para reunir al gentío, apeló a algunos de los trucos que había aprendido mientras viajaba con los artistas.

Convencido de que podían buscarlo, nunca permanecía mucho tiempo en un sitio, y evitaba el uso de su nombre completo, por lo que se convirtió en Barber. Poco después estas características se habían integrado en la trama de una existencia que le sentaba como anillo al dedo: vestía bien y con ropas de abrigo, tenía mujeres variadas, bebía cuando se le antojaba y siempre comía en grandes cantidades, pues se había jurado no volver a pasar hambre. Su peso aumentó deprisa. Cuando conoció a la mujer con la que contrajo matrimonio, pesaba más de dieciocho piedras[1]. Lucinda Eames era una viuda que poseía una bonita finca en Canterbury, y durante seis meses Henry cuidó de sus animales y de sus campos, jugando a ser labrador. Disfrutaba del pequeño trasero blanco de Lucinda, semejante a un pálido corazón invertido. Cuando hacían el amor, ella asomaba la sonrosada punta de la lengua por la comisura izquierda, como una chiquilla que estudia duramente. Lo culpaba de no darle un hijo. Tal vez tenía razón, pero tampoco había concebido con su primer marido. Su voz se tornó aguda, su tono amargo y su cocina descuidada, y mucho antes de que se cumpliera el primer aniversario, Henry recordaba mujeres más ardientes y comidas placenteras, y soñaba con el silencio de su lengua.

Corría 1012, año en que Sven, rey de los daneses, dominó Inglaterra. Hacía una década que Sven acosaba a Ethelred, deseoso de humillar al hombre que había asesinado a los suyos. Finalmente, Ethelred huyó a la isla de Wight con sus embarcaciones, y la reina Emma se refugió en Normandía en compañía de sus hijos Eduardo y Alfredo.

Poco después, Sven murió de muerte natural. Dejó dos hijos: Harald que lo sucedió en el reino danés, y Canuto, un joven de diecinueve años que fue proclamado rey de Inglaterra por la fuerza de las armas danesas.

A Ethelred aún le quedaban arrestos para un último ataque y repelió a los daneses, pero Canuto regresó casi inmediatamente y esta vez tomó todo el territorio, salvo Londres. Se dirigía a la conquista de esta ciudad cuando se enteró de la muerte de Ethelred. Con gran valentía, convocó una reunión del Witan —el consejo de hombres sabios de Inglaterra—, y obispos, abades, condes y caballeros acudieron a Southampton y eligieron a Canuto como legítimo rey.

Canuto mostró su habilidad estabilizadora mandando emisarios a Normandía para que convencieran a la reina Emma de que contrajera matrimonio con el sucesor al trono de su difunto marido.

Aceptó casi de inmediato. Aunque tenía unos cuantos años más que él, aún era una mujer apetecible y sensual, y corrían risueñas bromas sobre el tiempo que Canuto y ella pasaban en sus aposentos.

En el preciso momento en que el nuevo monarca corría hacia el matrimonio, Barber huía de él. Un día renunció sin más al mal genio y a la mala cocina de Lucinda Eames y reanudó sus viajes. Compró su primer carromato en Bath, y en Northumberland ligó por contrato a su primer ayudante. Las ventajas estuvieron claras desde el principio. Desde entonces, con el correr de los años había enseñado a varios mozos. Los pocos capaces le habían permitido ganar dinero, y los demás le habían enseñado que necesitaba de un aprendiz.

Sabía lo que le ocurría al chico que fracasaba y era despedido. La mayoría tenía que hacer frente al desastre: los afortunados se convertían en juguetes sexuales o en esclavos y los desdichados morían de hambre o los mataban. Aunque le dolía más de lo que estaba dispuesto a reconocer, no podía darse el lujo de mantener a un chico poco prometedor; él mismo era un superviviente capaz de endurecer su corazón cuando estaba en juego su propio bienestar. El último, el chiquillo que había encontrado en Londres, parecía deseoso de complacerlo, pero Barber sabía que las apariencias engañan en lo que se refiere a aprendices. No tenía sentido preocuparse por la cuestión como un perro por un hueso. Sólo el tiempo lo diría, y pronto iba a saber si el joven Cole estaba en condiciones de sobrevivir.