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EL CALAAT

Eran unos cepos peculiares, por cierto, hechos a partir de un rectángulo y dos cuadrados de madera sujetos en un triángulo, cuyo centro cogía la cabeza de Rob de manera tal que su cuerpo agachado quedaba semisuspendido. Su mano derecha, la de comer, había sido colocada sobre el extremo de la pieza más larga, y habían fijado un puño de madera alrededor de su muñeca, pues durante su estancia en el carcan los prisioneros no comían. La mano izquierda, la de limpiar, estaba suelta, porque el kelonter era un hombre civilizado.

A intervalos recobraba la conciencia y fijaba la vista en la larga fila doble de cepos, cada uno con su inquilino. En su línea de visión, en el otro extremo del patio, había un gran bloque de madera.

En un momento dado, soñó con gentes y demonios de túnicas negras. Un hombre se arrodilló y apoyó la mano derecha en el bloque; uno de los demonios balanceó una espada más grande y pesada que las inglesas, y la mano se separó de la muñeca, mientras las otras figuras con túnica rezaban. El mismo sueño una y otra vez bajo el sol ardiente. Y después algo diferente. Un hombre arrodillado, con la nuca sobre el bloque y los ojos desorbitados hacia el cielo. Rob tenía miedo de que lo decapitaran, pero sólo le cortaron la lengua.

Cuando volvió a abrir los ojos Rob no vio gente ni demonios; en el suelo y sobre el bloque había manchas frescas, de ésas que no dejan los sueños.

Le dolía respirar. Había recibido la paliza más cruel de su vida y no sabía si tenía algún hueso roto.

Colgado del carcan, lloró débilmente, tratando de que no lo oyeran, y con la esperanza de que nadie lo viera.

Finalmente, decidió aliviar su suplicio hablando con los vecinos, a los que sólo podía ver girando la cabeza. Fue un esfuerzo que aprendió a no hacer con indiferencia, porque la piel de su cuello pronto quedó en carne viva por el roce de la madera que lo ceñía. A su izquierda había un hombre al que habían apaleado hasta que perdió el conocimiento, y no se movía; al joven de su derecha lo estudió con curiosidad, pero era sordomudo, increíblemente estúpido, o incapaz de extraer el menor sentido de su persa chapurreado. Horas más tarde, un guardia notó que el hombre de su izquierda estaba muerto. Se lo llevaron y otro ocupó su lugar. A mediodía Rob sintió que la lengua le raspaba y parecía llenarle toda la boca. No sentía urgencia por orinar ni vaciar el intestino, pues todas sus pérdidas habían sido tiempo ha absorbidas por el sol. En algunos momentos creía estar otra vez en el desierto, y en los instantes de lucidez recordaba demasiado vívidamente la descripción que había hecho Lonzano sobre la forma en que un hombre muere de sed: la lengua hinchada, las encías ennegrecidas, la convicción de encontrarse en otro lugar.

Poco después, Rob volvió la cabeza e intercambió una mirada con el nuevo recluso. Se estudiaron mutuamente y Rob notó que aquél tenía la cara hinchada y la boca estropeada.

—¿No hay nadie a quien pueda pedir merced? —susurró.

El otro esperó, tal vez confundido por el acento de Rob.

—Está Alá —dijo finalmente; tampoco a él se le entendía fácilmente porque tenía el labio partido.

—Pero ¿aquí no hay nadie?

—¿Eres forastero, Dhimmi?

—Sí.

El hombre descargó todo su odio en Rob.

—Ya has visto a un mullah, forastero. Un hombre santo te ha condenado.

Pareció perder interés por él y volvió la cara. La caída del sol fue una bendición. El atardecer trajo consigo un fresco casi gozoso. Rob tenía el cuerpo entumecido y ya no sentía dolor muscular; tal vez estaba agonizando.

Durante la noche, el hombre que estaba a su lado volvió a hablarle.

—Está el sha, judío extranjero —dijo.

Rob esperó.

—Ayer, el día de nuestra tortura, era miércoles, Chahan Shanbah. Hoy es Panj Shanbah. Y todas las semanas, en la mañana del Panj Shanbah, con el propósito de intentar una perfecta limpieza del alma antes del Jom’a, el sábado, el sha Ala-al-Dawla celebra una audiencia en cuyo curso cualquiera puede aproximarse a su trono en la Sala de Columnas y quejarse de injusticias.

Rob no logró contener un atisbo de esperanza.

—¿Cualquiera?

—Cualquiera. Hasta un preso puede solicitar que lo lleven para presentar su caso al sha.

—¡No, no lo hagas! —gritó una voz en la oscuridad.

Rob no pudo distinguir de qué carcan salía el sonido.

—Quítatelo de la cabeza —prosiguió la voz desconocida—. Prácticamente el sha nunca revoca el juicio o la condena de un mufti. Y los mullahs esperan ansiosos el retorno de los que han hecho perder el tiempo al sha por lenguaraces. Es entonces cuando les cortan la lengua y les rajan el vientre, como sin duda sabe este diablo malparido que te da pérfidos consejos. Debes poner toda tu fe en Alá y no en el sha.

El hombre de la derecha reía maliciosamente, como si lo hubieran descubierto gastando una broma pesada.

—No existe ninguna esperanza —dijo la voz desde la oscuridad.

El regocijo de su vecino se había convertido en un paroxismo de toses y jadeos. Cuando recuperó el aliento, dijo rencorosamente:

—Sí, debemos buscar la esperanza en el Paraíso.

No volvieron a hablar.

Tras veinticuatro horas en el carcan, soltaron a Rob. Trató de mantenerse en pie pero cayó y permaneció tumbado, atenazado por el dolor, mientras la sangre volvía a circular por sus músculos.

—Vamos —dijo finalmente un guardia, y le dio un puntapié.

Se levantó con dificultad y salió cojeando de la cárcel, tratando de alejarse a la mayor velocidad posible. Caminó hasta una gran plaza con plátanos y una fuente de chorro en la que bebió y bebió, rindiéndose a una sed insaciable. Luego hundió la cabeza en el agua hasta que le zumbaron los oídos y sintió que se había quitado de encima parte del hedor carcelario.

Las calles de Ispahán estaban atestadas y la gente lo observaba al pasar.

Un vendedor ambulante, bajo y gordo, con una túnica andrajosa, apartaba moscas de un caldero en el que cocinaba algo sobre un brasero, en su carro tirado por un burro. El aroma del caldero le produjo tal debilidad, que Rob tuvo miedo. Pero cuando abrió la bolsa, descubrió que en lugar de fondos suficientes para mantenerse durante meses, sólo contenía una pequeña moneda de bronce.

Le habían robado el resto mientras estaba inconsciente. Maldijo tristemente, sin saber si el ladrón era el soldado picado de viruela o un guardia de la cárcel. La moneda de bronce era una mofa, un chiste malévolo del ladrón, o tal vez se la había dejado por algún retorcido sentido religioso de la caridad. Se la dio al vendedor, que le sirvió una pequeña ración de arroz pilah grasoso. Era picante y contenía trozos de habas; tragó demasiado rápido, o tal vez su cuerpo había sufrido demasiado por la privación, el sol y el carcan. Casi al instante vomitó el contenido de su estómago en la calle polvorienta. Le sangraba el cuello donde había sido atormentado por el cepo, y sentía una palpitación detrás de los ojos. Se trasladó a la sombra de un plátano y allí permaneció, pensando en la campiña inglesa, en su yegua y en su carro con dinero debajo de las tablas, y en Señora Buffington sentada a su lado, haciéndole compañía.

La multitud era más densa ahora; un tropel de personas avanzaba por la calle, todas en la misma dirección.

—¿A dónde van? —preguntó al vendedor.

—A la audiencia del sha —contestó el hombre, mirando con desconfianza al judío harapiento hasta que se alejó.

«¿Por qué no?», se preguntó. ¿Acaso tenía otra opción?

Se sumó a la marea que bajaba por la avenida de Alí y Fátima, cruzó las cuatro vías de la avenida de los Mil Jardines, y torció hacia el inmaculado bulevar que llevaba por nombre Puertas del Paraíso. Había jóvenes y viejos, gentes de edades intermedias, hadjis de turbante blanco, estudiantes tocados con sus turbantes verdes, mullahs, pordioseros con el cuerpo entero y mutilados con harapos y turbantes de desecho de todos los colores, padres jóvenes con sus bebés, sirvientes que llevaban sillas de mano, hombres a caballo y a lomo de burro. Rob se encontró siguiendo los pasos a un corro de judíos de caftanes oscuros, y cojeó tras ellos como un ganso errante.

Atravesaron la breve frescura de un bosque artificial —los árboles no abundaban en Ispahán— y luego, aunque estaban adentrados en los muros de la ciudad, pasaron junto a numerosos campos en los que pastaban ovejas y cabras, separando la realeza de sus súbditos. Se acercaban a una gran extensión verde con dos columnas de piedra en sus extremos, a la manera de portales. Cuando apareció el primer edificio de la corte real, Rob creyó que se trataba del palacio, porque era más grande que el del rey, en Londres.

Pero se trataba de viviendas, a las que sucedieron otras del mismo tamaño, en su mayoría de ladrillo y piedra, muchas con torres y porches, todas con terrazas e inmensos jardines. Pasaron viñedos, establos y dos pistas de carreras, huertos y pabellones ajardinados de tal belleza que se sintió tentado a separarse de la muchedumbre y deambular por aquel perfumado esplendor, pero no le cabía la menor duda de que estaba prohibido.

Y después divisó una estructura tan formidable y al mismo tiempo tan arrebatadoramente graciosa, que no dio crédito a sus propios ojos: tejados en forma de pechos y almenas doradas entre las que se paseaban centinelas de yelmos y escudos relucientes, bajo largos pendones variopintos que ondeaban en la brisa.

Tironeó de la manga del que iba delante, un judío rechoncho cuya camiseta orlada asomaba por la camisa.

—¿Qué es esa fortaleza?

—¡La Casa del Paraíso, residencia del sha! —El hombre lo observó con mirada de preocupación—. Estás ensangrentado, amigo.

—No es nada; sólo un pequeño accidente.

Se volcaron por el largo camino de acceso; a medida que se acercaban, Rob notó que un ancho foso protegía el sector principal del palacio. El puente estaba levantado, pero en este lado del foso, junto a una plaza que hacía las veces de gran portal del palacio, había una sala por cuyas puertas entró la multitud.

El recinto ocupaba aproximadamente la mitad del espacio cubierto de la catedral de Santa Sofía de Constantinopla. El suelo era de mármol, y las paredes y los altísimos techos de piedra, con ingeniosas hendijas para que la luz del sol iluminara tenuemente el interior. Se llamaba Sala de Columnas, porque junto a las cuatro paredes se alzaban columnas de piedra elegantemente talladas y acanaladas. La base de cada columna estaba esculpida en forma de patas y garras de diversos animales. Cuando llegó Rob, la sala estaba llena a medias, pero detrás entró mucha gente que lo apretó entre los judíos. Unas secciones acordonadas dejaban pasillos abiertos a todo lo largo del recinto. Rob abrió bien los ojos, observándolo todo con renovada intensidad, porque las horas pasadas en el carcan lo habían terminado de convencer de su extranjería: actos que él consideraba naturales eran susceptibles de resultar extravagantes y amenazadores para la mentalidad persa, y ahora sabía que su vida podía depender de que percibiera correctamente cómo se comportaban y pensaban.

Observó que los hombres de la clase alta —con pantalones bordados, túnicas y turbantes de seda y zapatos con brocados— llegaban a caballo por otra entrada. A unos ciento cincuenta pasos del trono eran detenidos por unos sirvientes que se llevaban sus caballos a cambio de una moneda, y desde esa posición privilegiada proseguían su camino a pie, entre los pobres.

Unos funcionarios subalternos, de ropajes y turbantes grises, pasaron entre la muchedumbre y solicitaron la identidad de quienes querían hacer alguna petición. Rob se abrió paso hasta el pasillo, y con dificultad dio su nombre a uno de ellos, que lo apuntó en un pergamino curiosamente delgado y de aspecto endeble.

Un hombre alto había entrado en la porción elevada del frente de la sala, en la que había un gran trono. Rob estaba demasiado lejos para ver los detalles, pero el recién llegado no era el sha, pues se sentó en un trono más pequeño, debajo y a la derecha del asiento real.

—¿Quién es ése? —preguntó Rob al judío con quien ya había hablado.

—El gran visir, el santo imán Mirza-aboul Qandrasseh.

El judío miró incómodo a Rob, pues había escuchado su propuesta como demandante. Ala-al-Dawla subió a la plataforma, desabrochó el talabarte y dejó la vaina en el suelo mientras se sentaba en el trono. Todos los presentes en la Sala de Columnas hicieron el ravi zemin mientras el imán Qandrasseh invocaba el favor de Alá para quienes pedían justicia al León de Persia. La audiencia comenzó de inmediato. Rob no oía claramente a los suplicantes ni a los entronizados, pese al silencio que se hizo en la sala. Pero cada vez que hablaba un mandante, sus palabras eran repetidas en voz alta por otros estacionados en puntos estratégicos de la sala, y de esta forma las palabras de los participantes llegaban a todos.

El primer caso era el relativo a dos curtidos pastores de la aldea de Ardistán, que habían andado dos días para llegar a Ispahán y presentar su controversia al sha. Les enfrentaba un feroz desacuerdo sobre la propiedad de un cabrito recién nacido. Uno era el dueño de la madre, una hembra que llevaba mucho tiempo estéril y no era receptora. El otro afirmaba que la había preparado con el fin de que fuese montada con éxito por el macho cabrío, y por lo tanto reclamaba la mitad de la propiedad de la cría.

—¿Apelaste a la magia? —preguntó el imán.

—Excelencia, lo único que hice fue acariciarla con una pluma para calentarla —respondió el aludido.

La multitud rugió y pataleó. Enseguida el imán señaló que el sha se pronunciaba a favor del que había empuñado la pluma.

Para la mayoría de los presentes, aquello era un entretenimiento. El sha nunca hablaba. Tal vez transmitía sus deseos a Qandrasseh por señas, pero todas las preguntas y decisiones parecían provenir del visir, que no soportaba a los imbéciles.

Un severo maestro de escuela, con el pelo aceitado y una barbita cortada en una punta perfecta, vestido con una orlada túnica bordada, con aspecto de haber sido desechada por un hombre rico, solicitó el establecimiento de una nueva escuela en la población de Nain.

—¿No hay dos escuelas en Nain? —inquirió con aspereza el imán.

—Escuelas muy pobres en las que enseñan hombres indignos, Excelencia —respondió suavemente el maestro.

Un leve murmullo de desaprobación se elevó entre la muchedumbre. El maestro continuó leyendo la petición, que aconsejaba para la escuela propuesta la contratación de un director con tan detallados requisitos, tan específicos e irrelevantes, que despertó risas disimuladas, pues era obvio que la descripción sólo se ajustaría al propio lector.

—Suficiente —dijo Qandrasseh—. Esta petición es maliciosa y egoísta, y en consecuencia un insulto al sha. Que el kelonter castigue a este hombre veinte veces con las varas, y que ello complazca a Alá.

Aparecieron unos soldados blandiendo porras, a cuya vista comenzaron a palpitar las contusiones de Rob. Se llevaron al maestro, que protestaba sin parar.

En el caso siguiente hubo poco regocijo. Dos nobles ancianos ataviados con costosas ropas de seda tenían una ínfima diferencia de opinión concerniente a derechos de pastoreo. A la presentación siguió una interminable disputa en voz baja sobre antiguos acuerdos concluidos por hombres ya difuntos, mientras el público bostezaba y se quejaba de la ventilación de la sala hacinada y de dolor en sus fatigadas piernas. No evidenciaron la menor emoción cuando se pronunció el veredicto.

—¡Que pase Jesse ben Benjamin, judío de Inglaterra! —gritó alguien.

Su nombre flotó en el aire y luego resonó como un eco a través de la sala, mientras lo repetían una y otra vez. Bajó cojeando el largo pasillo alfombrado, conocedor de la mugre de su caftán arrugado y del estropeado sombrero de cuero, que hacían juego con su cara maltrecha.

Cerca del trono hizo tres veces el ravi zemin, pues había observado que eso era lo prescrito.

Cuando se enderezó vio al imán con la túnica negra de mullah y su nariz afilada en un rostro voluntarioso enmarcado por una barba entrecana.

El sha usaba el turbante blanco de los religiosos que han estado en La Meca, pero entre sus pliegues destacaba una delgada corona de oro. Su larga túnica blanca era de tela suave y ligera, trabajada con hebras azules y doradas. Unas perneras azul oscuro envolvían sus piernas y los zapatos en punta eran del mismo color, bordados con hilo rojo sangre. Parecía vacuo y perdido, la imagen de un hombre desatento porque estaba aburrido.

—Un Inghiliz —observó el imán—. Hasta el presente eres nuestro único Inghiliz, nuestro único europeo. ¿Por qué has venido a nuestra Persia?

—Para buscar la verdad.

—¿Quieres abrazar la religión verdadera? —preguntó Qandrasseh afablemente.

—No, pues ya hemos aceptado que no hay Alá salvo Él, el más misericordioso —dijo Rob, bendiciendo las largas horas pasadas bajo la tutela de Simon ben ha-Levi, el comerciante erudito—. Está escrito en el Corán: «No adoraré lo que adoras tú ni tú adorarás lo que yo adoro… Tú tienes tu religión y yo tengo mi religión».

«Debo ser breve», se recordó a sí mismo.

Sin emoción y con parquedad, relató que se encontraba en la jungla del occidente persa cuando una bestia saltó sobre él.

Tuvo la impresión de que el sha empezaba a prestar atención.

—En el lugar de mi nacimiento no existen las panteras. Yo no tenía armas ni sabía cómo enfrentar a esa bestia.

Contó cómo había sido salvada su vida por el sha Ala-al-Dawla, cazador de leopardos como su padre Abdallah, que había matado al león de Kashan.

Los más cercanos al trono comenzaron a aplaudir a su gobernante y a dar agudos grititos de aprobación. Los murmullos ondularon por la sala al tiempo que los repetidores transmitían la historia a las multitudes que estaban demasiado lejos del trono para haberla oído.

Qandrasseh permanecía impávido, pero por su mirada Rob dedujo que no estaba contento por el relato ni por la reacción que despertó en la multitud.

—Ahora date prisa, Inghiliz —dijo fríamente—, y declara qué solicitas a los pies del único sha verdadero.

Rob aspiró hondo para tranquilizarse.

—Como también está escrito que el que salva una vida es responsable de ella, solicito ayuda del sha para hacer que mi vida sea lo más valiosa posible.

A continuación, narró su vano intento de ser aceptado como estudiante en la escuela de médicos de Ibn Sina. La historia de la pantera se había divulgado hasta el último rincón, y el gran auditorio se sacudió bajo el constante atronar de un nutrido pataleo.

Sin duda el sha Ala estaba acostumbrado al temor y a la obediencia, pero quizás hacía mucho tiempo que no lo vitoreaban espontáneamente. Bastaba ver su expresión para notar que el pataleo sonaba a música en sus oídos.

El único sha verdadero se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes, y Rob percibió que recordaba el incidente de la matanza de la pantera. Su mirada sostuvo la de Rob un instante. Luego se volvió hacia el imán y habló por primera vez desde el inicio de la audiencia.

—Dadle al hebreo un calaat —dijo.

Por alguna razón, el público rio.

—Vendrás conmigo —dijo el oficial entrecano.

No tardaría muchos años en hacerse viejo, pero ahora era fuerte y poderoso. Usaba un yelmo corto de metal pulido, un jubón de cuero sobre una túnica marrón de militar, y sandalias con tiras de piel. Sus heridas hablaban por él: los surcos de estocadas cicatrizadas sobresalían blancos en sus brazos macizos y morenos, tenía la oreja izquierda aplastada, y su boca estaba permanentemente torcida a causa de una vieja herida punzante por debajo del pómulo derecho.

—Soy Khuff —se presentó— capitán de las Puertas. Realizo menesteres como el que a ti mismo te corresponde. —Posó su mirada en el cuello en carne viva de Rob y sonrió—. ¿El carcan?

—Sí.

—El carcan es un cabrón —dijo Khuff, admirado.

Salieron de la Sala de las columnas y se encaminaron a los establos. En el alargado campo verde galopaban unos jinetes haciendo que sus caballos se enredaran entre sí, girando y esgrimiendo largas varas semejantes a cayados pero ninguno cayó.

—¿Tratan de golpearse?

—Tratan de golpear una pelota. Es un juego de pelota y palo, para caballistas. —Khuff lo observó—. Son muchas las cosas que no sabes. ¿Has entendido lo del calaat?

Rob meneó la cabeza.

—En tiempos antiguos, cuando alguien se ganaba el favor de un monarca persa, éste se quitaba un calaat, un detalle de su vestimenta y lo concedía como símbolo de su agrado. A lo largo del tiempo la costumbre se ha convertido en una señal del favor real. Ahora la «prenda real» consiste en el mantenimiento, un conjunto de ropa, una casa y un caballo.

Rob estaba alelado.

—Entonces, ¿soy rico?

Khuff le sonrió como dándole a entender que era tonto.

—Un calaat es un honor singular, pero varía ampliamente en cuanto a suntuosidad. Un embajador de una nación que ha sido aliada fiel de Persia en guerra, recibiría las vestimentas más costosas, un palacio casi tan espléndido como la Casa del Paraíso, y un magnífico corcel con arreos y jaeces tachonados de piedras preciosas. Pero tú no eres un embajador.

Detrás de los establos había una cuadra que encerraba un turbulento mar de caballos. Barber siempre había dicho que para elegir un caballo había que buscar un animal con cabeza de princesa y trasero de puta gorda.

Rob vio un rucio que se ajustaba exactamente a esa descripción y, por añadidura, poseía soberanía en la mirada.

—¿Puedo quedarme con esa yegua? —preguntó, al tiempo que la señalaba.

Khuff no se molestó en responder que era un corcel para un príncipe, pero una sonrisa irónica hizo cosas raras en su boca retorcida. El capitán de las Puertas desenganchó un caballo ensillado y montó. Se entremezcló en la masa de animales arremolinados y, hábilmente, separó un castrado castaño, correcto aunque desanimado, de patas cortas y robustas y fuerte espaldar.

Khuff mostró a Rob un tulipán marcado a fuego en el muslo del animal.

—El sha Ala es el único criador de caballos de Persia y ésta es su marca. Este caballo puede ser cambiado por otro que lleve un tulipán, pero nunca debe venderse. Si muere, córtale el pellejo con la marca y te lo cambiaré por otro.

Khuff le entregó una bolsa con menos monedas de las que Rob podía ganar vendiendo Panacea Universal en un solo espectáculo. En un depósito cercano, el capitán de las Puertas buscó hasta encontrar una silla servible entre las existencias del ejército. La ropa que le dio estaba bien hecha aunque era sencilla: pantalones holgados que se ajustaban en la cintura con una cuerda; perneras de lino que se envolvían alrededor de cada pierna por encima de los pantalones, a la manera de vendajes, desde el tobillo a la rodilla; una camisa suelta llamada khamisa, que cuelga sobre los pantalones hasta la altura de la rodilla; una túnica o durra; dos casacas para las diferentes estaciones, una corta y ligera, la otra larga y forrada con piel de cordero; un soporte cónico para turbante, denominado qalansuwa, y un turbante marrón.

—¿No lo hay verde?

—Éste es mejor. El verde es ordinario, pesado; lo usan los estudiantes y los más pobres entre los pobres.

—Pero lo prefiero verde —insistió Rob, y Khuff le dio el turbante barato acompañado por una mirada de desprecio.

Paniaguados de ojos alertas saltaron a cumplir la orden del capitán cuando pidió su caballo personal, que resultó ser un semental árabe parecido a la yegua gris que Rob había codiciado. Montado en el plácido caballo castrado, y acarreando un saco de paño cargado de ropa, cabalgó detrás de Khuff como un escudero hasta entrar en el Yehuddiyyeh. Durante largo rato recorrieron las estrechas calles del barrio judío, hasta que Khuff sujetó las riendas ante una casita de viejos ladrillos rojo oscuro. Había un pequeño establo, meramente una techumbre sobre cuatro postes, y un diminuto jardín en el que una lagartija miró asombrada a Rob antes de desaparecer en una grieta de la pared de piedra. Cuatro albaricoqueros excesivamente crecidos arrojaban su sombra en los espinos que tendrían que ser arrancados. La casa tenía tres habitaciones, una con suelo de tierra y dos con los suelos del mismo ladrillo rojo que las paredes, desgastado por los pies de muchas generaciones, ahora convertidos en depresiones poco profundas. La momia reseca de un ratón ocupaba un rincón de la estancia con suelo de piedra, y el débil hedor empalagoso de su putrefacción flotaba en el aire.

—Es tuya —dijo Khuff, inclinó una vez la cabeza y se marchó.

Aun antes de que el sonido de su caballo se hubiese apagado, las rodillas de Rob cedieron. Se desplomó en el suelo de tierra, luego logró tenderse y no tuvo más conocimiento que el ratón muerto.

Durmió dieciocho horas seguidas. Al despertar estaba acalambrado y dolorido como un viejo con las coyunturas agarrotadas. Se sentó en la casa silenciosa y contempló las motas de polvo en la luz del sol que brillaba a través del agujero para salida de humos del techo. La vivienda estaba algo deteriorada —había grietas en el enlucido de arcilla de las paredes y uno de los alféizares se estaba derrumbando—, pero era la primera morada auténticamente suya desde la muerte de sus padres.

En el pequeño establo vio, horrorizado, que su nuevo caballo estaba sin agua, sin comida y todavía ensillado. Después de quitarle la silla y llevarle agua en el sombrero desde un pozo público de las inmediaciones, fue a toda prisa al establo donde estaban alojados su burro y su mula. Compró cubos de madera, paja de mijo y una cesta llena de avena, cargó todo en el burro y volvió a casa con los dos animales.

Después de atenderlos, cogió su ropa nueva y se encaminó a los baños públicos, deteniéndose antes en la posada de Salman el Pequeño.

—He venido a buscar mis pertenencias —dijo al viejo posadero.

—Han estado a buen resguardo, aunque temí por tu vida cuando pasaron dos noches y no regresaste. —Salman lo observó, temeroso—. Circula la historia de un Dhimmi, un judío europeo que se presentó en la audiencia y a quien el sha de Persia le concedió un calaat.

Rob asintió.

—¿De verdad eras tú? —susurró Salman.

Rob se dejó caer pesadamente en una silla.

—No he probado bocado desde que me diste de comer.

Salman no perdió ni un minuto en servirle. Rob puso a prueba su estómago cautelosamente, con pan y leche de cabra; al ver que no le ocurría nada, y que lo único que tenía era hambre, se permitió ingerir cuatro huevos duros, más pan en cantidad, un pequeño queso duro y un cuenco de pilah.

Sus miembros recuperaron las fuerzas.

En los baños se remojó largamente para aliviar las magulladuras. Cuando se puso la ropa nueva se sintió extraño, aunque no tanto como la primera vez que vistió el caftán. Logró ponerse las perneras con dificultad, pero atarse el turbante requeriría instrucciones, y por el momento se quedó con el sombrero de cuero.

Volvió a casa, se deshizo del ratón muerto y evaluó su situación. Ahora gozaba de una modesta prosperidad, pero no era eso lo que había solicitado al sha, y sintió una vaga aprensión inmediatamente interrumpida por la llegada de Khuff, todavía arisco, que desenrolló un frágil pergamino y procedió a leerlo en voz alta.

ALA

Edicto del Rey del Mundo, Alto y Majestuoso Señor, Sublime y Honorable más allá de toda comparación; magnífico en Títulos, inquebrantable Base del Reino, Excelente, Noble y Magnánimo; León de Persia y Poderosísimo Amo del Universo. Dirigido al Gobernador, al Intendente y otros Funcionarios Reales de la Ciudad de Ispahán, Asiento de la Monarquía y Teatro de la Ciencia y la Medicina. Han de saber que Jesse hijo de Benjamin, Judío y Cirujano Barbero de la Ciudad de Leeds de Europa, ha llegado a nuestros Reinos, los mejores gobernados de toda la Tierra y conocido refugio de los oprimidos, y ha tenido la Facilidad y la Gloria de aparecer ante los Ojos del Más Alto, y mediante humilde petición rogó la ayuda del Auténtico Lugarteniente del Auténtico Profeta que está en el Paraíso, o sea nuestra más Noble Majestad. Han de saber que Jesse hijo de Benjamin de Leeds cuenta con el Favor y la Buena Voluntad Reales, y por este documento se le concede una Prenda Real con Honores y Beneficencias y se ordena que todos lo traten en consecuencia. También debéis saber que quien infrinja este Edicto se verá expuesto a la Pena Capital. Hecho el tercer Panj Shanbah del mes de Rejab en el nombre de nuestra más Alta Majestad por su Peregrino de los Nobles y Santos y Sagrados Lugares, y su Jefe y Superintendente del Palacio de Mujeres del Más Alto, el Imán Mirza-aboul Qandrasseh, Visir. Es necesario armarse con la Asistencia del Altísimo Dios en los Asuntos Temporales.

—¿Y la escuela? —No pudo resistirse a preguntar Rob, con tono ronco.

—Yo no me ocupo de la escuela —replicó el capitán de las Puertas, y se marchó con tanta prisa como había llegado.

Al cabo de un rato, dos fornidos sirvientes llevaron ante la puerta de la casa de Rob una silla de mano ocupada por el hadji Davout Hosein y una buena cantidad de higos como símbolo de una dulce fortuna en su nueva casa.

Rob y el visitante se sentaron entre las hormigas y las abejas, en el suelo en medio de las ruinas del pequeño jardín con albaricoqueros, y comieron los higos.

—Estos albaricoqueros aún son excelentes —dijo el hadji después de estudiarlos atentamente.

Explicó con todo detalle cómo podían recuperarse los cuatro árboles mediante podas e irrigaciones asiduas, y la aplicación de abono con estiércol del caballo.

Después Hosein guardó silencio.

—¿Ocurre algo? —murmuró Rob.

—Tengo el honor de transmitirte los saludos y felicitaciones del honorable Abu Ali at-Husain ibn Abdullah ibn Sina.

El hadji estaba sudando y se había puesto tan pálido que el zabiba de su frente se destacaba especialmente. Rob se apiadó de él, aunque no tanto como para restar importancia al exquisito placer del momento, más dulce y sabroso que la embriagadora fragancia de los pequeños albaricoques que cubrían el suelo debajo de los árboles. Hosein presentó a Jesse hijo de Benjamin una invitación para matricularse en la madraza y estudiar medicina en el maristan, donde podía aspirar a convertirse en médico.