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15

EL JORNALERO

Pocos meses antes de que concluyera el aprendizaje de Rob, estaban bebiendo cerveza en la taberna de la posada de Exeter, negociando cautelosamente los términos laborales.

Barber bebía en silencio, como si estuviera perdido en sus pensamientos, y finalmente le ofreció un salario bajo.

—Más una nueva muda —agregó, como si lo acometiera un arranque de generosidad.

No en vano Rob llevaba seis años con él. Se encogió de hombros, dubitativo.

—Me siento atraído a volver a Londres —dijo mientras rellenaba las jarras.

Barber asintió.

—Una muda cada dos años tanto si es necesaria como si no —añadió, después de analizar la expresión de Rob.

Pidieron la cena: un pastel de conejo, que Rob comió entusiasmado. En vez de dedicarse a la comida, Barber la emprendió con el tabernero.

—La poca carne que encuentro es durísima y está mal condimentada —refunfuñó—. Podríamos elevar un poco el salario. Un poco.

—Está mal condimentada —confirmó Rob—. Eso es algo que tú nunca haces. Siempre me ha gustado tu forma de condimentar la caza.

—¿Qué salario consideras justo para un mocoso de dieciséis años?

—Prefiero no tener salario.

—¿Prefieres no tener salario? —Barber lo observó con suspicacia.

—Así es. Los ingresos se obtienen de la venta de la panacea y del tratamiento de los pacientes. Por tanto, quiero la duodécima parte de cada frasco vendido y la duodécima parte de cada paciente tratado.

—Un frasco de cada veinte y un paciente de cada veinte.

Rob sólo vaciló un instante antes de asentir.

—Los términos durarán un año y luego podrán renovarse por mutuo acuerdo.

—¡Trato hecho!

—Trato hecho —dijo Rob serenamente.

Levantaron las jarras de cerveza negra y sonrieron.

—¡Salud!

—¡Salud!

Barber se tomó muy en serio sus nuevos costos. Un día que estaban en Northampton, donde había hábiles artesanos, contrató a un carpintero subalterno para que hiciera otro biombo, y en su próxima parada, que resultó ser Huntington, lo instaló no muy lejos del suyo.

—Es hora de que te pares sobre tus propios pies —dijo.

Después del espectáculo y los retratos, Rob se sentó detrás de la cortina y esperó.

¿Lo mirarían y soltarían una carcajada? ¿O girarían sobre sus talones y se sumarían a la fila de espera de Barber?

Su primer paciente hizo una mueca cuando Rob le tomó las manos, porque su vieja vaca le había pisoteado la muñeca.

—La muy zorra pateó el cubo. Luego, cuando me estiré para enderezarlo, la condenada me pisó.

Rob palpó suavemente la articulación y al instante olvidó cualquier otra cosa. Había una magulladura dolorosa. También un hueso roto, el que bajaba del pulgar. Un hueso importante. Le llevó un rato vendar correctamente la muñeca y amarrar un cabestrillo.

El siguiente era la personificación de sus temores: una mujer delgada angulosa de aire sombrío.

—He perdido el oído —declaró.

Rob le examinó las orejas, que no parecían tener ningún tapón, No conocía nada que pudiera mejorarla.

—No puedo ayudarla —dijo con tono pesaroso.

La mujer sacudió la cabeza.

—¡NO PUEDO AYUDAROS! —gritó Rob.

—ENTONCES, PREGUNTADLE AL OTRO BARBERO.

—ÉL TAMPOCO PODRÁ AYUDAROS.

Ahora la mujer tenía expresión colérica.

—¡CONDENAOS EN LOS INFIERNOS! SE LO PREGUNTARÉ YO MISMA.

Rob oyó la risa de Barber y notó cuánto se divertían los otros pacientes cuando la mujer salió como una tromba.

Aguardaba detrás del biombo, ruborizado, cuando entró un joven que tendría uno o dos años más que él. Rob reprimió el impulso de suspirar cuando vio el dedo índice izquierdo en avanzado estado de gangrena.

—No tiene buen aspecto.

El joven tenía blancas las comisuras de los labios, pero de alguna forma logró sonreír.

—Me lo aplasté cortando madera para el fuego hará una quincena. Dolió, por supuesto, pero aparentemente mejoraba. Entonces…

La primera articulación estaba negra y abarcaba una superficie de inflado descoloramiento que se convertía en carne ampollada.

Las grandes ampollas despedían un fluido sanguinolento y un olor gaseoso.

—¿Cómo fuisteis tratado?

—Un vecino me aconsejó que lo envolviera en cenizas húmedas mezcladas con mierda de ganso, para aliviar el dolor.

Rob movió la cabeza afirmativamente, pues éste era el remedio más común.

—Bien. Ahora es una enfermedad que si no se trata os comerá la mano y luego el brazo. Mucho antes de que llegue al cuerpo, moriréis. Es necesario amputar el dedo.

El joven asintió, con expresión valerosa.

Ahora Rob dejó escapar el suspiro. Tenía que estar doblemente seguro: quitar un apéndice era un paso serio, y aquel joven notaría su falta el resto de su vida cuando intentara ganarse el pan.

Pasó al otro lado del biombo de Barber.

—¿Qué pasa? —Barber parpadeó.

—Tengo que mostrarte algo —dijo Rob y volvió con su paciente, mientras el gordo Barber lo seguía a ritmo laborioso.

—Le he dicho que es necesario cortarlo.

—Sí —afirmó Barber, y su sonrisa desapareció—. ¿Quieres ayuda?

Rob meneó la cabeza. Dio a beber al paciente tres frascos de Panacea Universal y a continuación reunió con gran cuidado todo lo que necesitaría para no tener que buscarlo en medio del procedimiento, ni tener que gritar a Barber pidiendo ayuda.

Cogió dos bisturís afilados, una aguja e hilo, una tabla corta, tiras de trapos para vendar y una pequeña sierra de dientes finos. Ató el brazo del joven a la tabla, con la palma de la mano hacia arriba.

—Cerrad el puño dejando fuera el dedo malo.

Envolvió la mano con vendas y la ató por separado para que los dedos no le obstaculizaran el camino.

Se asomó y reclutó a tres hombres fuertes que haraganeaban por allí: dos para sostener al joven y uno para sujetar la tabla.

En una docena de ocasiones se lo había visto hacer a Barber, y dos veces lo había hecho personalmente bajo la supervisión de aquél, pero nunca lo había intentado solo. El truco consistía en cortar lo bastante lejos de la gangrena como para detener su progreso, aunque dejándolo al mismo tiempo un muñón lo más largo posible.

Cogió el bisturí y lo hundió en la carne sana. El paciente gritó e intentó levantarse de la silla.

—Sujetadlo.

Cortó un círculo alrededor del dedo e hizo una breve pausa para lavar la herida con un trapo antes de hender el sector sano del dedo por ambos lados y desollar cuidadosamente la piel hacia el nudillo, formando dos colgajos.

El hombre que sostenía la tabla empezó a vomitar.

—Coge tú la tabla —dijo Rob al que le sujetaba los hombros.

No hubo ningún problema con el cambio de manos porque el paciente se había desmayado.

El hueso era una sustancia fácil de cortar, y la sierra produjo un raspado tranquilizador cuando serró el dedo y lo seccionó.

Recortó con gran cuidado los colgajos e hizo un esmerado muñón, tal como le habían enseñado, no tan ceñido como para que doliera ni tan flojo como para provocar engorros; después cogió la aguja y el hilo, y lo cosió con puntadas pequeñas y precisas. Restañó una exudación sanguinolenta volcando más panacea sobre el muñón. Después, ayudó a llevar al joven quejumbroso a la sombra de un árbol, para que se recuperara. Luego, en rápida sucesión, vendó un tobillo torcido, un corte profundo en el brazo de un niño, y vendió tres frascos de medicina a una viuda aquejada de dolores de cabeza y otra media docena a un hombre que padecía gota. Comenzaba a sentirse un tanto engreído cuando entró una mujer que evidentemente se estaba consumiendo.

No había error posible: estaba demacrada, tenía la tez cerúlea, y el sudor le brillaba en las mejillas. Rob tuvo que obligarse a mirarla después de haber percibido su sino a través de las manos.

—… ni deseos de comer —estaba diciendo—, aunque tampoco retengo nada de lo que como, pues lo que no vomito se me escapa en forma de deposiciones sanguinolentas.

Rob le apoyó la mano en el pobre vientre y palpó la abultada rigidez, hacia la que dirigió la palma de la mano de la paciente.

—Buba.

—¿Qué es buba, señor?

—Un bulto que crece alimentándose de la carne sana. Ahora mismo podéis sentir una serie de bubas debajo de vuestra mano.

—El dolor es terrible. ¿No hay cura? —preguntó serenamente.

Le gustó su valentía y no se sintió tentado a responder con una mentira misericordiosa.

Movió la cabeza de un lado a otro, porque Barber le había dicho que muchas personas sufren bubas de estómago y todas mueren.

Cuando la mujer lo dejó, lamentó no haberse hecho carpintero. Vio el dedo cortado en el suelo. Lo recogió, lo envolvió en un trapo y lo llevó hacia el árbol bajo cuya sombra se recuperaba el joven. Se lo puso en las manos. Desconcertado, el paciente miró a Rob.

—¿Qué haré con esto?

—Los sacerdotes dicen que se deben enterrar las partes perdidas para que le esperen a uno en el camposanto, y se pueda levantar entero el día juicio final.

El joven meditó un instante y luego asintió.

—Gracias, cirujano barbero.

Lo primero que vieron al llegar a Rockingham fue la cabellera canosa de Wat, el vendedor de ungüentos. Junto a Rob, en el asiento del carromato, Barber refunfuñó decepcionado, suponiendo que el otro charlatán les había ganado por la mano el derecho a montar allí un espectáculo. Pero después de intercambiar los saludos de rigor, Wat lo tranquilizó.

—No daré ninguna representación aquí. Permitidme a cambio que os invite a un azuzamiento.

Los llevó entonces a ver a su oso, una robusta bestia a la que un aro de hierro le atravesaba el negro hocico.

—El animal está enfermo y en breve morirá de causas naturales, de modo que quiero obtener esta noche el último beneficio que puede darme.

—¿Es Bartram, el oso con el que luché? —preguntó Rob, con una voz que sonó extraña en sus propios oídos.

—No; Bartram nos dejó hace ya cuatro años. Ésta es una hembra que responde al nombre de Godiva —dijo Wat mientras sacaba el paño de la jaula.

Esa tarde Wat asistió al espectáculo y a la posterior venta de la panacea con permiso de Barber, el vendedor ambulante del famoso ungüento subió a la tarima y anunció el azuzamiento de la osa, que tendría lugar por la noche en el reñidero situado tras la curtiduría, a medio penique la entrada.

Cuando llegaron Barber y Rob, había caído el crepúsculo: el prado que rodeaba el foso estaba iluminado por las lenguas de fuego de una docena de teas. En el campo sólo se oían palabrotas y risas masculinas. Unos amaestradores retenían a tres perros con bozal que tironeaban de sus cortas traíllas: un abigarrado mastín esquelético, un perro pelirrojo que parecía el primo pequeño del mastín, y un gran danés de tamaño espectacular.

Wat y un par de ayudantes llevaron a Godiva. La decrépita osa estaba encapuchada, olió a los perros e instintivamente se volvió para hacerles frente.

Los hombres la llevaron hasta un grueso poste hincado en el centro del reñidero. En la parte superior e inferior del poste había sólidas abrazaderas de cuero. El amo del reñidero usó la de abajo para atar a la osa por la pata trasera derecha. Al instante se oyeron gritos de protesta:

—La correa de arriba, la correa de arriba.

—¡Ata a la bestia por el cuello!

—¡Engánchala por el aro del hocico, condenado imbécil!

El aludido permaneció impasible ante los insultos, pues tenía una larga experiencia en esas lides.

—El oso no tiene zarpas. Por tanto, muy pobre sería el espectáculo si tuviera atada la cabeza. Le permitiré, en cambio, usar los colmillos.

Wat le quitó la capucha a Godiva y saltó hacia atrás.

La osa miró a su alrededor bajo las luces parpadeantes y fijó sus ojos desconcertados en los hombres y los perros.

Obviamente era una bestia vieja y de mala salud; los hombres que gritaban las apuestas recibieron muy pocas respuestas hasta que ofrecieron tres a uno a los perros, que se veían salvajes y sanos, mientras los llevaban hasta el reborde del reñidero. Los entrenadores les rascaban la cabeza y les masajeaban el cogote. Luego les quitaron los bozales y las traíllas, antes de alejarse.

Enseguida el mastín y el pequeño pelirrojo se echaron de panza, con la mirada fija en Godiva. Gruñían, mordían el aire y retrocedían, porque aún no sabían que la osa no tenía zarpas, un arma que temían y respetaban.

El gran danés recorría a paso largo el perímetro del ruedo y la osa le arrojaba nerviosas miradas por encima de la paletilla.

—¡Presta atención al pequeño pelirrojo! —gritó Wat en el oído de Rob.

—Parece el menos temible.

—Es de una raza excepcional, criada a partir del mastín, para matar toros en el ruedo.

Parpadeando, la osa permanecía erguida sobre sus patas traseras, con la espalda contra el poste. Godiva parecía confundida; comprendía la auténtica amenaza que representaban los perros, pero era una bestia amaestrada, acostumbrada a las ataduras y a los gritos de los seres humanos, y no estaba lo bastante furiosa para el gusto del amo del ruedo. El hombre cogió una lanza y pinchó una de sus arrugadas tetas, haciéndole un corte en el pezón oscuro.

La osa aulló de dolor.

Estimulado, el mastín se abalanzó. Quería desgarrar la suave carne de la parte inferior de la panza, pero la osa se volvió, y los terribles dientes del perro se hundieron en su cadera izquierda. Godiva bramó y dio un manotazo. Si de cachorra no le hubieran arrancado cruelmente las zarpas, el mastín habría quedado destripado, pero la garra sólo lo rozó de manera inofensiva. El perro notó que no era el peligro que esperaba, escupió pellejo y carne, y arremetió para proseguir la faena, ahora enloquecido por el sabor de la sangre.

El pequeño pelirrojo había saltado en el aire hacia la garganta de Godiva. Sus dientes eran tan espantosos como los del mastín; su larga quijada inferior se cerró sobre la superior y el perro quedó colgado por debajo del morro de la osa, a la manera en que una fruta madura cuelga de un árbol.

Entonces el danés vio que era su turno y saltó hacia Godiva por la izquierda, trepando encima del mastín en su entusiasmo por cogerla. En una misma dentellada tajante, Godiva perdió la oreja y el ojo izquierdo; unos bocados de color carmesí volaron por los aires cuando la osa sacudió su estropeada cabeza.

El dogo se había concentrado en un gran pliegue de pellejo denso. Sus mandíbulas apretadas ejercían una presión implacable en la tráquea de la osa, que empezó a jadear en busca de aire. Ahora el mastín había descubierto su panza y la estaba desgarrando.

—¡Una pelea mediocre! —gritó Wat, decepcionado—. Ya tienen a la osa.

Godiva golpeó su enorme pata delantera derecha sobre el lomo del mastín. El crujido de la espina del perro no se oyó a causa de los demás ruidos pero el agonizante mastín se retorció sobre la arena y la osa volvió sus colmillos hacia el gran danés.

Los asistentes rugieron de deleite.

El gran danés fue arrojado prácticamente fuera del ruedo y allí permaneció inmóvil, pues tenía la garganta rajada.

Godiva dio un manotazo al pequeño, que estaba más pelirrojo que nunca por la sangre de la osa y del mastín. Las tenaces quijadas se cerraron en la garganta de Godiva.

La osa dobló sus miembros delanteros y apretó, triturando mientras oscilaba de un lado a otro.

Hasta que el pequeño pelirrojo quedó exánime, no se relajaron las mandíbulas. Finalmente, la osa logró golpearlo contra el poste una y otra vez hasta que lo soltó en la arena pisoteada, como una lapa desprendida.

Godiva cayó de cuatro patas junto a los perros muertos, pero no se interesó por ellos. Agonizante y temblorosa, empezó a lamerse sus carnes vivas y sangrantes.

Flotaban los murmullos de las conversaciones mientras los espectadores pagaban o cobraban las apuestas.

—Demasiado rápido, demasiado rápido —farfulló un hombre, cerca de Rob.

—La maldita bestia aún vive y podemos divertirnos un poco más —dijo otro.

Un joven borracho había cogido la lanza del amo del reñidero y acosó a Godiva desde atrás, pinchándole el ano. Los hombres aplaudieron cuando la osa giró, rugiendo, pero no pudo moverse, pues estaba sujeta por las ataduras de la pata.

—¡El otro ojo! —gritó alguien desde el fondo de la turba—. ¡Arráncale otro ojo!

La osa volvió a incorporarse, inestable, en dos patas. El ojo sano los miraba desafiante aunque con serena presencia, y Rob recordó a la mujer que había visto en Northampton y que tenía una enfermedad consuntiva. El borracho hombre acercaba la punta de la lanza a la enorme cabeza cuando Rob cayó sobre él y se la quitó de las manos.

—¡Ven aquí, puñetero imbécil! —gritó Barber a Rob, y corrió tras él.

—Eres una buena chica, Godiva —dijo Rob.

Apuntó y hundió la lanza en el pecho desgarrado; casi instantáneamente brotó la sangre desde un rincón del hocico contorsionado.

La muchedumbre rugió, emitiendo un gruñido semejante al de los perros cuando se habían acercado.

—Ha enloquecido y debemos asistirlo —se apresuró a decir Barber.

Rob permitió que Barber y Wat lo sacaran a rastras del foso y lo llevaran hasta el círculo de luces.

—¿De dónde has sacado un aprendiz tan estúpido? —preguntó Wat, colérico.

—Confieso que lo ignoro.

La respiración de Barber sonaba como un fuelle. Rob notó que en los últimos tiempos su respiración era cada vez más laboriosa.

En el interior del ruedo iluminado, el amo anunciaba tranquilizadoramente que había un fuerte tejón esperando a que lo azuzaran, y las quejas se convirtieron en discordantes vítores.

Rob se alejó, mientras Barber se disculpaba con Wat.

Estaba sentado cerca del carromato, junto al fuego, cuando Barber volvió tambaleándose, abrió un frasco de licor y se bebió la mitad de un trago.

Luego cayó pesadamente en su cama, al otro lado de la fogata, con la vista fija.

—Eres un asno.

Rob sonrió.

—Si en ese momento no hubiesen estado pagadas y cobradas las apuestas, te habrían desangrado. Y yo no les habría hecho el menor reproche.

Rob acercó la mano a la piel de oso sobre la que dormía. El pelaje estaba estropeado y pronto tendría que descartarla, pensó, acariciándola.

—Buenas noches, Barber.