A LA MEDIDA
Cuando llegaron a Exmouth no fue lo mismo que volver a casa, pero Rob se sintió mucho menos solo que dos años atrás, cuando pisó el lugar por vez primera. La casita junto al mar era conocida y acogedora. Barber pasó la mano por la gran chimenea de leña, con sus utensilios de cocina, y aspiró.
Planearon una espléndida provisión invernal, como de costumbre, pero esta vez no llevarían aves de corral a la casa, por el penetrante hedor que despedían las gallinas.
Rob había seguido creciendo, y sus ropas le quedaban pequeñas.
—Tus huesos en expansión me llevarán a la ruina —se quejó Barber, cuando le dio a Rob una pieza de paño de lana teñido de marrón que había comprado en la feria de Salisbury—. Cogeré a Incitatus y el carro e iré a Atelny para elegir quesos y jamones, y pernoctaré en la posada. En mi ausencia, debes limpiar de hojas el manantial y comenzar a preparar la leña. Pero tómate tiempo para llevar este paño a Editha Lipton y pídele que te lo cosa. ¿Recuerdas el camino de su casa?
Rob cogió la ropa y le dio las gracias.
—La encontraré.
—Tiene que hacerte algo que se pueda agrandar —gruñó Barber después de pensarlo dos veces—. Dile que haga dobladillos generosos para que cuando llegue el momento los soltemos.
Llevó la tela envuelta en una piel de carnero para protegerla de la lluvia helada que, al parecer, era el rasgo predominante del clima de Exmouth. Conocía el camino. Dos años atrás a veces había pasado por su casa, con la esperanza de verla.
Editha respondió de inmediato a su llamada. A Rob casi se le cae el hatillo cuando ella le cogió las manos y lo atrajo hacia el interior para evitar que se siguiera mojando.
—¡Rob J.! Déjame estudiarte. Jamás he visto tantas alteraciones en dos años.
Rob quiso decirle que ella no había cambiado, pero se quedó mudo. Editha notó su mirada y se le entibiaron los ojos.
—Entretanto yo me he vuelto vieja y canosa —dijo, a la ligera.
Él meneó la cabeza. Editha seguía teniendo el pelo negro, y en todo sentido era tal como la recordaba, sobre todo en la luminosidad de sus ojos. Editha preparó una infusión de hierbabuena y Rob recuperó la voz. Le habló ansiosamente y con todo detalle de los sitios donde habían estado y de algunas cosas que habían hecho.
—A mí me va un poco mejor que antes —dijo ella—. Las cosas han cambiado y ahora la gente vuelve a encargarme ropa.
Rob recordó el motivo de su visita. Abrió la piel de carnero y le mostró el paño; después de examinarlo, Editha dijo que era una lana de muy buena calidad.
—Espero que haya suficiente cantidad —dijo con tono de preocupación—, porque ya eres más alto que Barber. —Buscó las cuerdas de medir y le tomó el ancho de los hombros, la circunferencia de cintura, el largo de brazos y piernas—. Haré pantalones ceñidos, una chupa suelta y una capa; irás magníficamente ataviado.
Rob asintió y se incorporó, aunque reacio a marcharse.
—¿Barber te está esperando?
Le explicó todo sobre las actividades de Barber, y ella le indicó que retrocediera.
—Es hora de comer. No puedo ofrecerte lo mismo que él, que pone en la mesa terneras reales, lenguas de alondra y sabrosos budines. Pero compartirás mi cena de campesina.
Cogió un pan del aparador y envió a Rob a su pequeña fresquera del manantial a buscar un trozo de queso y una jarra de sidra. En medio de la oscuridad creciente y bajo la lluvia, Rob arrancó dos varitas de sauce. En la casa cortó el queso y el pan de cebada y los atravesó con las varas de sauce para tostarlos en el fuego. Editha sonrió:
—Veo que ese hombre ha dejado en ti su marca para toda la vida.
Rob le devolvió la sonrisa.
—Es sensato calentar la comida en una noche como ésta.
Comieron y bebieron; después charlaron amistosamente. Rob agregó leña al fuego, que había empezado a silbar y a humear bajo la lluvia que se colaba por el boquete de salida del humo.
—El tiempo está empeorando —dijo Editha.
—Sí.
—Es una tontería volver a casa en la oscuridad y con semejante tormenta.
Rob había caminado en noches más oscuras y bajo peores lluvias.
—Parece que va a nevar.
—Entonces tendré compañía.
—Te lo agradezco.
Volvió entumecido al manantial, con el queso y la sidra, sin atreverse a pensar. Al volver a la casa, la encontró despojándose del vestido.
—Será mejor que te quites la ropa húmeda —le dijo mientras se metía tranquilamente en la cama, con su camisa de dormir.
Rob se quitó la túnica y los pantalones húmedos, y los extendió a un lado del hogar. Desnudo, se apresuró a acostarse junto a ella, entre las pieles, temblando.
—¡Qué frío!
Editha sonrió.
—Has pasado más frío. Cuando ocupé tu lugar en la cama de Barber.
—Y me hicisteis dormir en el suelo en una noche de perros. Sí, hacía más frío.
Ella lo miró.
—«Pobre huerfanito», pensé. Te habría metido con nosotros en la cama.
—Estiraste la mano y me tocaste la cabeza.
Le tocó la cabeza ahora, alisándole el pelo y apretándole el rostro en sus blanduras.
—He abrazado a mis propios hijos en esta cama.
Editha cerró los ojos. Luego aflojó la parte de arriba de su camisa y le ofreció un pecho.
La carne tibia en su boca hizo recordar a Rob una calidez infantil largo tiempo olvidada. Le escocieron los párpados. La mano de Editha cogió la suya para que la explorara.
—Esto es lo que debes hacer —le dijo, sin abrir los ojos.
Una rama chisporroteó en la chimenea, pero no la oyeron. El fuego humedecido ahumaba toda la estancia.
—Suavemente y con mucha paciencia. En círculos, tal como lo estás haciendo —dijo Editha con tono ensoñador.
Rob echó hacia atrás la manta y la camisa de la mujer, a pesar del frío. Vio, con sorpresa, que sus piernas eran gruesas. Estudió con la mirada lo que sus dedos ya habían aprendido. La feminidad de ella era como la de sus recuerdos, pero ahora la luz del fuego le permitió observar los pormenores.
—Más rápido.
Ella habría dicho más, pero él encontró sus labios. No era la boca de una madre, y Rob notó que Editha hacía algo interesante con su lengua ávida.
Una serie de susurros lo guiaron encima de ella y entre sus pesadas nalgas. No fueron necesarias más instrucciones: instintivamente, Rob corcoveó y empujó.
«Dios es un carpintero competente», pensó Rob, pues la mujer era una resbaladiza muesca móvil y él, una almilla a la medida.
Editha abrió los ojos de par en par y lo miró fijamente. Sus labios se curvaron sobre sus dientes en una extraña sonrisa y emitió un áspero estertor desde el fondo de su garganta, sonido que habría hecho pensar a Rob que la mujer estaba agonizando, si no lo hubiese oído con anterioridad.
Durante años había visto y oído a otros hacer el amor: sus padres en la pequeña casa abarrotada, Barber con un numeroso desfile de rameras. Había llegado a la convicción de que en un coño tenía que haber mucha magia para que los hombres lo desearan tanto. En el oscuro misterio del lecho de Editha y estornudando como un caballo por el humo de la chimenea, Rob sintió que descargaba toda la angustia contenida en su cuerpo. Transportado por el más tremendo de los deleites, Rob descubrió la enorme diferencia entre la observación y la participación.
A la mañana siguiente, despertada por un golpe en la puerta, Editha bajó descalza de la cama y fue a abrir.
—¿Se ha ido? —susurró Barber.
—Hace mucho —respondió, mientras lo hacía pasar—. Se durmió como un hombre y al despertar fue nuevamente un chico. Dijo algo acerca de limpiar el manantial y se fue deprisa.
—¿Todo salió bien? —preguntó Barber, sonriente.
Ella asintió con sorprendente timidez, bostezando.
—Bien, porque estaba más que listo. Para él será mejor haber encontrado la bondad contigo en lugar de una cruel iniciación por parte de una hembra de otra índole.
Editha lo vio sacar monedas de la bolsa y dejarlas sobre la mesa.
—Sólo por esta vez —le advirtió Barber, con su sentido práctico—. Si vuelve a visitarte…
Ella meneó la cabeza.
—En estos tiempos me hace mucha compañía un carretero. Un buen hombre, con casa en la ciudad de Exeter y tres hijos. Creo que se casará conmigo.
—¿Y le advertiste a Rob que no siguiera mi ejemplo?
—Le dije que cuando bebes con frecuencia te vuelves brutal y eres menos que un hombre.
—No recuerdo haberte pedido que le dijeras eso.
—Se lo dije basándome en mis propias observaciones. —Sostuvo con firmeza la mirada de Barber—. Y también repetí tus palabras, tal como me indicaste. Le dije que su amo se había consumido con la bebida y las mujeres indignas. Le aconsejé que fuera exigente consigo mismo y que hiciera caso omiso de tu ejemplo. —Barber la escuchaba con expresión grave—. No soportó que te criticara —agregó Editha secamente—. Me dijo que eras un hombre sin par cuando estabas sobrio y un excelente amo que lo colma de bondades.
—¿De verdad? —preguntó Barber.
Ella estaba familiarizada con las emociones que asomaban al rostro de un hombre, y notó que aquél estaba henchido de placer.
Barber cogió el sombrero y se encaminó a la puerta. Ella guardó el dinero y volvió a la cama, desde donde lo oyó silbar.
A veces los hombres eran reconfortantes y otras veces se comportaban como animales, «pero siempre son un enigma», se dijo Editha antes de volver a dormirse.