Extinción
Crystal City, Virginia: era Cenozoica. Periodo Cuaternario.
Época Holoceno. Edad Moderna. 2012 d. C.
Si se pudiera decir que la historia tuvo un final, se diría que acabó un radiante día de primavera en el Marriott Crystal Gateway de Crystal City cuando unos doscientos paleontólogos se reunieron en el salón de baile invitados a observar cómo unos militares montaban una maquinaria que ninguno había visto antes para abrir una puerta del tiempo no definitiva.
—Apártense, por favor —dijo un oficial. Se movieron un poco pero nadie se apartó—. ¡Por favor! Damas. Caballeros. —A todas luces, no estaba acostumbrado a tratar con civiles y sus peticiones tenían poco efecto.
Finalmente, exasperado, se volvió hacia su segundo al mando y murmuró:
—A la mierda. Dale al interruptor.
Le dieron al interruptor.
Se oyó un zumbido.
Había una placa metálica plana en el suelo conectada con cables gruesos a un equipo nunca visto. Por encima, el aire jugueteaba, ondulaba, chispeaba. Una área plana y circular se llenó de luz solar mientras se abría a una realidad más iluminada. Los científicos fruncieron el ceño y se cubrieron los ojos con las manos, esforzándose en poder ver bien lo que estaba pasando.
—Creo que veo… —empezó a decir alguien, y le silenció un coro de gente mandándole callar.
Los supervivientes de la expedición perdida atravesaron uno por uno el disco brillante. Leyster salió el primero frunciendo el ceño y sujetando con fuerza sus anotaciones de campo. Tamara iba tras él con su lanza. Jamal se iluminó con una sonrisa cuando vio a todo el mundo esperándoles. Entonces salió Lai-tsz, mirando inquieta, con Nathaniel al hombro, y después de ella Patrick, Daljit y los demás.
Alguien empezó a aplaudir tímidamente.
Todos se unieron. Un estrépito como el de una ola al romper llenó el salón de baile.
Un hombre mayor calvo con un llamativo bigote blanco cojeó hacia adelante y, con el mayor respeto, cogió los cuadernos de las manos de Leyster. De repente los levantó sobre su cabeza sonriendo.
Los aplausos se incrementaron.
Tamara sujetaba su lanza fuertemente con una mano, pestañeaba por los flash de las cámaras y se sentía desorientada cuando de pronto le invadió la consciencia de lo mal que debía oler. Observó la sala que la rodeaba y después su lanza y en un ataque de repulsión dijo:
—Que alguien me quite esto.
Una docena de manos intentaron cogerla.
—Nos gustaría incluirla en una de nuestras vitrinas, si nos lo permites —dijo una mujer.
Tamara la había conocido hacía siglos. ¿Se llamaba Linda Deck? Algo así. Era del Smithsonian.
—Y… ¿tal vez tu collar?
Tamara tocó el diente que Patrick había agujereado para pasarle un cordón y tallado con una copia bastante buena de la foto de ella posando triunfante sobre la cría de «tranny». Enseñó los dientes y con voz grave e intensa contestó:
—Por encima de mi cadáver.
La mujer se apartó alarmada y en un momento repentino de empatía Tamara se dio cuenta de lo fieros que se habían vuelto todos.
—No me hagas caso —añadió tan suavemente como pudo—. Sólo indícame dónde hay una ducha y tres pastillas de jabón y estaré bien.
—Te hemos reservado una habitación. —La mujer le dio una llave de plástico—. Hemos reservado habitaciones para todos. También hay ropa limpia. Cosas que vosotros mismos elegisteis la semana que viene.
—Gracias —dijo Tamara—. Quédate con la lanza.
Patrick llevaba entre las manos sus disquetes de fotos envueltos con un cuidado obsesivo en el cuero más suave de troodon. Había usado toda su memoria y la mayoría había sido reutilizada de tres a diecisiete veces. Un hombre con traje intentó quitárselos y cuando él apartó sus brazos, el hombre se rió diciendo:
—¿Es ésa la forma de tratar a tu editor?
—¿Qué?
El hombre cogió los disquetes y le dio una muestra del libro que se iba a hacer con ellos. Patrick lo ojeó incrédulo. Anquilosaurios revolcándose en el barro. Un tiranosaurio con sangre saliéndole de la mandíbula abierta, levantando receloso la vista de su presa. Pteranodones casi rozando la superficie plateada de un lago. Un dromaesaurio poco afortunado siendo pisoteado por un triceratops en plena embestida.
Levantó la vista cuando llegó a una fotografía de titanosaurios al anochecer.
—Ésta está oscura. No se distinguen los detalles.
—Patrick, ya lo hemos repasado todo… —El editor se detuvo—. En cualquier caso, yo ya lo he repasado todo y no estoy impaciente por volverlo a repasar especialmente en domingo. Mañana por la mañana te puedes pasar por mi oficina y empezar a maldecir los contrastes. Al final estarás de mi parte. —Continuó ignorando la mirada obstinada de Patrick—. Deja que te invite a una copa. Apuesto a que llevas mucho tiempo sin tomarte una cerveza.
A Lai-tsz le había preocupado que su hijo se asustara con las cámaras, el ruido, la invasora novedad de una era dominada por los humanos y su tecnología. Llevaba a Nathaniel en brazos observando cómo miraba a todas partes devorándolo todo tranquila e inteligentemente con esos grandes ojos marrones. Entonces apareció alguien con un racimo de globos de Mylar y se los ofreció a ella.
Nathaniel se rió y balbuceó cuando los vio.
El mundo moderno no le desconcertaba ni lo más mínimo.
Estaba completamente absorta en lo maravillado que estaba su hijo cuando un joven alto y delgaducho se le acercó y dijo:
—Hola, mamá.
Envolvió entre sus brazos a la atónita Lai-tsz y la besó en la frente.
—Mi mamita —dijo cariñosamente—. Eh, ¿éste soy yo? —Cogió a Nathaniel, lo lanzó por los aires y ambos rieron—. Pues era un pequeñín muy mono, ¿verdad?
Jamal estaba disfrutando el simple privilegio de estar otra vez en casa cuando una mujer le dio su tarjeta de visita.
—Me han dicho que eres la persona con la que hay que hablar —dijo—. Habéis sobrevivido a una aventura extraordinaria y creo que es justo que os prevenga de los buitres que pronto os rondarán. Necesitáis un representante.
—¿Un representante? —exclamó con la mirada vacía.
—Un agente. Vuestra historia tiene un valor increíble. No la tiréis a la basura aceptando la primera oferta que os hagan los medios.
Hacía un minuto había estado pensando en lo extraño que sería volver a vivir en un universo comercial y lo mucho que había perdido las habilidades requeridas. En ese instante, las recuperó todas de golpe.
Lo primero que había que hacer era declarar a Nathaniel miembro de la expedición y abrirle un fondo a renta fija para su parte de los ingresos. Así, si todos cambiaban después, los gastos de criarle no recaerían solamente sobre Lai-tsz. Pasara lo que pasara, su educación estaría cubierta.
Eso presuponía, por supuesto, que maximizaran los ingresos ahora que el interés del público estaba en su punto álgido.
Cogió el brazo de la mujer.
—Hablemos de números, ¿vale?
Katie y Nils no dejaron escapar un momento de calma y se alejaron de los otros para hablar en el pasillo.
—Es como el fin de una era, ¿no? —dijo Nils.
—Sí. ¿Estabas escuchando lo que decía esa mujer que estaba con Jamal? Decía algo de hacer una película sobre lo que nos pasó.
—Bueno, si se hace una película, supongo que hay partes que tendrán que dejarse fuera.
—Quieres decir… —Se sonrojó muy ligeramente.
—Sí. —Hincó en la moqueta un dedo del pie torcido—. Supongo que ésa es otra cosa que ha llegado a su fin. Quiero decir, no nos imagino a todos alquilando una gran suite y…
—No.
—Sería de mal gusto. Como esos clubes de intercambio de pareja que había en el siglo pasado.
—Sí.
—Pero sabes que… —Respiró hondo y por fin encontró los ojos de ella—. Sólo porque todos los demás se separan, no quiere decir que nosotros, que tú y yo…
Tardaron bastante tiempo y hablaron mucho más. Pero al final llegaron a entender lo que los dos siempre habían sabido.
Raymond Bois, de pie entre la multitud, de pronto se percató de que tenía agentes de seguridad a ambos lados. Dio un paso atrás y chocó con alguien. El irlandés le puso la mano en el hombro y dijo:
—Quieto, hijo.
El hombre le agarró con firmeza hasta el punto de hacerle daño. Raymond Bois miró desesperado a su alrededor y vio a alguien que sólo podía ser Molly Gerhard, aunque parecía décadas mayor que la última vez que la había visto.
—Me alegro de verte, Robo Boy —dijo—. Ha pasado mucho tiempo.
Sus ojos echaban chispas.
Un guarda de seguridad hablando en voz baja que se identificó como Tom Navarro separó a Gillian y Matthew de los demás.
—Sólo será un momento —dijo—. Necesito que identifiquen a alguien. Tenemos razones para pensar que el terrorista que puso la bomba que mató a Lydia Pell está presente en esta habitación. Si tuvieran la amabilidad de echar un vistazo rápido…
Se detuvo colocándoles a Raymond Bois justo enfrente.
—Dios mío —exclamó Gillian—. ¡Es él!
—¡Es Robo Boy! —replicó Matthew. Era medio consciente de que había una mujer filmándoles con una cámara digital pero no le prestó atención—. ¡Es él! Dejó un mensaje, todos lo escuchamos, todos testificaremos eso. Yo…
Pero, como si todo lo que necesitaran fuera que asintieran, los agentes de seguridad ya se llevaban a Robo Boy pataleando y resistiéndose.
—¡Yo no he sido! —gritaba con pánico—. ¡Yo no he hecho nada! —Intentó morder a uno y le dieron un puñetazo en el estómago. Se dobló dolorido, lloriqueando, mientras se lo llevaban medio en brazos hacia la puerta. La mujer de la cámara corría con ellos y le enfocó la cara.
—Gracias —dijo Tom Navarro—. Eso será todo.
Amy Cho apoyaba todo su peso en su bastón. Su cadera se arqueaba. Había retrasado su operación para estar allí y ahora se arrepentía. Un mártir, por errónea que fuera su causa, debía aceptar su destino alegremente. Debería poner su fe y confianza en Dios y consignar lo demás al demonio. Debería ser una inspiración para el mundo.
Raymond Bois le causó una terrible desilusión.
Ya no era tan rápida como solía. Lo más que podía hacer era arrastrar los pies con dificultad y dolor no más rápido de lo que camina una persona normal. Igualmente, se apresuró a interceptar a los de seguridad.
—¡Esperen! —exclamó—. Tengo algo que decir.
Jimmy Boyle reconoció su voz y se detuvo para ella. Sus hombres se volvieron y alzaron al prisionero que sollozaba para que ella le pudiera ver. La mujer de la cámara se apartó para poder encuadrar a los dos.
Amy Cho levantó su bastón iracunda como si estuviera a punto de darle al joven con la empuñadura en la cabeza.
—¡Deja de lloriquear! A Pablo le arrestaron en Antioquía y en Éfeso y en Roma y sólo Dios sabe dónde más y solamente reforzó su fe. Aguantó la persecución. Se reveló en su sufrimiento. ¿Vas a ser tú menos?
Robo Boy se la quedó mirando atónito y con cara de estúpido.
Ella agitó su bastón furiosamente.
—Has asesinado y has mentido y tu fe ha flaqueado. Debes rezar, jovencito. ¡Rezar pidiendo perdón! ¡Rezar pidiendo redención! ¡Rezar para que la fe te sea devuelta!
Amy Cho creía firmemente en el poder redentor de la fe. Dios no requería que leyeras Su voluntad correctamente en todos los sentidos para aceptarte como Suyo. Podía imaginar fácilmente a un cruzado y a un caballero de Saladino, un cristiano y un musulmán, siendo bienvenidos juntos en el Cielo aunque hubieran muerto en las manos del otro.
—Dime que rezarás a Dios, maldito. ¡Dime que lo harás!
Raymond Bois se irguió entre los brazos de sus captores. Apretó fuerte los ojos y después agitó la cabeza para liberarse de las lágrimas.
Entonces asintió lacónicamente.
Amy Cho se echó a un lado y los de seguridad se lo llevaron.
Tal vez, reflexionó, había esperanza en él después de todo. Dios nunca abandonaba a nadie, ni siquiera a la menor de Sus creaciones. Visitaría a Robo Boy en la cárcel. Le explicaría unas cuantas cosas. Le enseñaría en qué se había equivocado.
La cárcel podía resultar ser lo mejor que jamás le había pasado al chico.
Daljit se sentía como si estuviese a la vez allí y en otro lugar distinto. Todo le era extraño. Lentamente se iba dando cuenta de que ya no pertenecía al mundo moderno. No es que quisiera regresar al pasado. En verdad no. Aún no.
Pero… la mayor aventura de su vida había acabado para siempre. Había regresado del País de Nunca Jamás, de la Tierra Media, de El Dorado. Los dragones habían sido vencidos, los tesoros desenterrados y retirados en vagones, las espadas y los estandartes estaban metidos en cofres y guardados en el ático. Nada de lo que hiciera jamás sería tan vívido y significativo.
No podía evitar que aquello la apenara.
Había sido feliz en el Maastrichtiense. Había trabajado y sufrido mucho, claro. Pero también tuvo satisfacciones. Una y otra vez se había probado tanto a sí misma como a los demás que era competente.
Podía no ser tan atlética como Tamara pero tenía buenas habilidades para sobrevivir. Sabía cómo hacer siete tipos distintos de cepos y trampas. Podía pescar con anzuelo, arpón o a mano. Podía desollar y trocear un hadrosaurio recién muerto y escapar con toda la carne que pudiera cargar antes de que llegaran los depredadores. Podía no ser tan buena paleontóloga como Leyster, pero podía identificar prácticamente a cualquier dinosaurio con sólo verlo u oírlo o incluso con sólo olerlo. Podía identificar a la mayoría de los herbívoros por su sabor. Podía recoger un diente caído e identificar no sólo de quien era sino también su posición en la mandíbula y hacer unas cuantas atinadas suposiciones sobre la edad y el estado de salud de la criatura.
Podía construir una casa y saber que se mantendría en pie. Podía cantar una canción para entretener a los demás. Había reinventado el telar a partir de los recuerdos medio olvidados de una maqueta que había hecho de niña y después se había enseñado a sí misma y había enseñado a los demás a usarlo.
Y lo que era aún más: había bajado el Edén en balsa. Se había enfrentado a uno de los animales más grandes que jamás pisaron la Tierra. Había cuidado a una mujer moribunda en sus últimos días y había sido la enfermera de un hombre convaleciente hasta que se recuperó. Había conocido las lágrimas, la risa, el esfuerzo, el amor, el sudor y el peligro.
Ésas eran satisfacciones primarias, las cosas que hacían que la vida importara. ¿Qué podía ofrecer la ciudad de Washington en el siglo XXI que pudiera compararse con ellas?
Patrick apareció tras ella y la cogió por el brazo.
—Vamos —dijo—. Este pobre tonto iluso es mi editor —el hombre sonrió asintiendo— y como no tiene ni la más remota idea de cuánto beben los paleontólogos, ha prometido como si tal cosa que nos va a invitar a toda la cerveza que queramos. Ahora mismo están jugando un partido los Orioles y dice que el bar tiene un televisor de pantalla gigante y unos altavoces que son el último grito. La cosa cada vez se pone mejor.
Ella se dejó llevar.
—¿Tendrán cestas de aquellas galletitas saladas? —preguntó emocionada—. Sin ellas no sería un partido como Dios manda.
—No hay de qué preocuparse —dijo el editor con tono relajado—. Si no las tienen, haremos que las traigan.
Leyster había visto a Griffin de pie junto al muro más lejano del auditorio y automáticamente se había sacado la piedra del bolsillo. Ahora la volvía a dejar en su sitio discretamente. Cualquier rudimentario plan de venganza que hubiera pensado había desaparecido en un instante. Ahora estaba en otro mundo. Allí las cosas no se hacían de esa manera.
Estaba rodeado de gente, había manos intentando tocarle, voces solicitando su atención. Era difícil entenderlas. Alguien le dio un bolígrafo y una copia abierta de Science y solamente cuando había firmado varios ejemplares que iban desapareciendo se percató de que estaba firmando autógrafos en copias del artículo sobre los infrasonidos.
Necesitaba aire fresco.
—Disculpen —dijo avanzando hacia el pasillo—. Disculpen, por favor. Discúlpenme. —Siempre había odiado las multitudes, ¿cómo había logrado evitarlas en el pasado?—. Tengo que ir al lavabo.
—Al final del pasillo a la izquierda —dijo alguien.
—Gracias.
Huyó.
También había mucha gente en el pasillo aunque no tanta como en el salón. La mayoría eran extraños. Sin embargo reconoció a una persona.
A Salley.
Fue directo hacia ella, con el corazón palpitando, sin saber lo que iba a hacer cuando la alcanzara. Ella se le quedó mirando con los ojos afligidos, temerosos, como alguien a punto de ser sacrificado espera el cuchillo o como una mujer que sabe que le van a pegar espera el golpe.
Sin mediar palabra, la cogió de la mano y se la llevó.
Follaron como locos en el suelo de la habitación del hotel, justo junto a la puerta. Fue rápido y enérgico, y cuando acabaron tenían la ropa hecha jirones. Leyster advirtió que la puerta no estaba cerrada del todo. La cerró de una patada y, al hacerlo, se dio cuenta de que todavía tenía puestos los zapatos.
Así que se separaron y empezaron a deshacerse de esas prendas de ropa que en lugar de quitarse habían sacado de en medio y en algunos casos arrancado.
—Mi pobre blusa —dijo Salley. Logró liberarse de las medias que Leyster, demasiado impaciente para esperar, había rajado por la bragueta—. Tendré que pedir que me traigan ropa nueva.
—No lo hagas por mí —comentó Leyster—. A mí me gustas así.
—Bestia —replicó ella cariñosamente—. Bruto. —Recogió el periódico que habían apartado con una patada y le golpeó en la cabeza con él.
Leyster luchó con ella hasta quitarle el periódico, la besó, la volvió a besar y la besó por tercera vez. Después miró el periódico y se echó a reír.
—¿Qué tiene tanta gracia?
—La fecha. Sólo han pasado cinco días desde la primera vez que estuve aquí. Desde esa primera conferencia después de que me reclutaran en la que Griffin explicó lo de viajar en el tiempo. —Se puso de pie—. Tú diste el discurso principal. Por supuesto, entonces eras mayor.
—Eh. ¿Adónde vas?
—A hacer la otra cosa en la que he pensado cada día de mi vida durante los últimos dos años y medio.
Leyster llenó la bañera mientras Salley se hacía la ofendida. Cuando ya estaba dentro, ella se metió con él. Cuando hubieron terminado de echar otro polvo había más agua en el suelo que en la bañera. Después de aquello se secaron el uno al otro con las gruesas toallas del hotel y finalmente llegaron hasta la cama.
Allí, por fin, hicieron el amor.
Después Leyster dijo:
—Ahora me siento completo. Toda mi vida, he estado tenso. Sentía que había algo que debería estar haciendo pero no hacía. Ahora… bueno. Supongo que por fin soy feliz.
Salley sonrió perezosa.
—Me estabas esperando a mí, corazón. Tú y yo estábamos predestinados a estar juntos desde el principio de los tiempos y ahora estamos aquí.
—Es un pensamiento bello. Pero yo no creo en el destino.
—Yo sí. Soy presbiteriana. La predestinación es un dogma.
Se la quedó mirando con curiosidad.
—No sabía que fueras religiosa.
—Bueno, no voy por las puertas repartiendo panfletos, si te refieres a eso. Pero, sí, me tomo bastante en serio la fe. ¿Algún problema?
—No, no, claro que no. —Le cogió la mano y le besó uno por uno los nudillos—. Nada tuyo es un problema para mí.
Retiró la mano.
—Hay algo que tienes que saber. He estado posponiendo el decírtelo. Pero ahora es el momento.
Leyster escuchó con paciencia mientras Salley le contaba lo de la decisión de los hombres pájaro y todo lo que la había precedido. Cuando por fin terminó, dijo:
—No pareces sorprendido.
—Claro que no. Desde el principio he sabido que nada de esto era posible. Los números nunca cuadraron en lo que se refiere a viajar en el tiempo. Tal vez otros podían engañarse al respecto. Yo no.
—Entonces ¿por qué seguiste la corriente? ¿Por qué no te negaste a participar?
—¿Y perderme los dinosaurios? —Se rió—. He vivido mi vida como quería, he obtenido respuestas a preguntas que pensé que jamás conseguiría y ahora he conocido tu amor y tu cuerpo. ¿Qué más quiero? ¿Por qué debería…? Dime. ¿Qué habitación es ésta? ¿La tuya o la mía?
—Es la tuya.
—Entonces mis cosas tienen que estar por aquí, ¿verdad? —Empezó a abrir cajones, a registrar entre los montones de ropa—. Y si mis cosas están aquí, entonces tiene que estar… ¡Sí! ¡Aquí está!
En un cajón abierto apareció su tomo de la antología de Shakespeare. Lo cogió, pasó rápidamente sus páginas.
—Esto es de La tempestad.
Leyó:
Ya terminó la fiesta. Los actores,
como ya os dije, eran espíritus y se desvanecieron
en el aire, en la levedad del aire.
Y de igual manera, la efímera obra de esta visión,
las altas torres que las nubes tocan, los palacios espléndidos,
los templos solemnes, el inmenso globo,
y todo lo que en él levita, se disolverá;
y tal como ocurre en esta vana ficción
desaparecerán sin dejar humo o estela. Estamos hechos
de la misma materia que los sueños, y nuestra pequeña
vida cierra su círculo con un sueño[6].
Bajó el libro.
—Eso lo dice todo para mí.
Salley volvió a sonreír, esta vez sin ninguna pereza.
—Ven aquí. Tenemos cosas que hacer antes de dormir.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—No mucho. Unas horas de tiempo subjetivo.
—Tiempo suficiente.
Griffin se quedó el último para ver al equipo de rescate atravesar la puerta. Inmediatamente después, puesto que el equipo ya había regresado a salvo con la expedición perdida, los soldados del grupo de apoyo empezaron a desmontar la maquinaria.
Todo había terminado.
En el último momento, había decidido no contarles nada de la decisión de los hombres pájaro a los paleontólogos que regresaban. ¿Qué podían hacer con el tiempo restante que fuera mejor de lo que estaban haciendo ahora? Todos eran felices. Lo mejor era dejarles serlo.
Los generosos patrones de Última Pangea le habían concedido el favor de un último pasaje a través del tiempo. Fue a la entrada principal y encontró una limusina esperándole.
Había llegado la hora de ir al Pentágono por última vez.
Griffin salió del embudo del tiempo a una estación que había sido cerrada oficialmente el día anterior. Atravesó el edificio silencioso y salió por la puerta. Era una mañana reluciente y nublada. Podía oír a los dinosaurios cantándose los unos a los otros. En la distancia vio las siluetas grises de los apatosaurios avanzando suavemente entre la niebla.
Sus responsabilidades habían acabado. Había peleado bien. Había perdido. En cualquier segundo esperaba que se le echara encima todo el peso de la derrota. Pero, extrañamente, no llegaba.
En su lugar, un gran ataque de alegría le invadió por dentro. Dios, ¡le encantaba el Mesozoico! Particularmente ese aquí y ese ahora. No podía pensar en un tiempo y un lugar en el que preferiría estar.
Griffin estaba observando la deslumbrante niebla cuando oyó pasos. No se volvió. Sabía quién tenía que ser.
El Viejo apareció tras él y le puso una mano en el hombro.
—Has hecho un buen trabajo —dijo—. Nadie lo podía haber hecho mejor.
—Gracias —contestó Griffin—. Ahora dime que todo esto tenía un sentido. Dime que no me he pasado toda mi vida adulta matándome por nada.
Durante un momento largo pensó que no recibiría respuesta. Entonces el Viejo dijo:
—Imagínate que te encarcelan, justa o injustamente, no importa, para el resto de tu vida. Estás encerrado en una habitación pequeña con una ventana de barrotes. No puedes ver mucho, tal vez un poco de cielo, nada más.
»Pero un día un pájaro con un poco de paja en el pico aparece en la ventana. Pronto te das cuenta de que él y su pareja han construido su nido ahí mismo en tu ventana. Puedes reaccionar de varias maneras. Puedes cazar a los pájaros e intentar amaestrarlos. Puedes robar sus huevos para variar tu dieta. Incluso puedes matarles y aplastar su nido como castigo porque ellos son libres y tú no. Todo es cuestión de personalidad.
—¿Tú qué harías?
—Los… estudiaría. Intentaría aprender todo lo que pudiera sobre ellos. Cómo se aparean, lo que comen, cómo es su metabolismo en reposo, cómo son los patrones de desarrollo de sus crías.
—Si nunca vas a salir de la celda, entonces ¿para qué diablos serviría tu estudio?
—No tengo respuesta a eso. Excepto que aun así me gustaría obtener ese conocimiento. Existiría por existir.
—El saber es mejor que la ignorancia —dijo el Viejo.
Griffin sopesó juiciosamente la afirmación y asintió.
—Es verdad. ¿Pero es suficiente?
—¿Para justificar tu vida? —El Viejo se quedó un rato callado. Entonces dijo—: No puedo hablar por nadie más. Pero para mí, personalmente, la vida no necesita justificación. Solamente es. Y mientras esté aquí, quiero saber…, simplemente saber. Sí, honestamente creo que es suficiente.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Griffin.
El Viejo carraspeó.
—No creo que esa pregunta tenga ningún significado.
—Supongo que eso es verdad. —Miró su reloj sin verlo. Con cuidado se lo quitó de la muñeca y lo deslizó en su bolsillo.
—Hace muy buen día, ¿verdad? —dijo.
—Sí —se contestó a sí mismo—. Sí, es verdad. Si alguna vez hemos tenido uno mejor, no recuerdo cuándo fue.