19

El taxón Lázaro

Estación Carnaval: era Mesozoica. Período Jurásico.

Época Dogger. Edad Aaleniense. 177 millones de años a. C.

El Viejo estaba solo sentado en una habitación oscura.

Se podría alegar que se encontraba en el momento más interesante de todo el Mesozoico, una edad en la que los dinosaurios fueron desafiados de un modo sorprendente, primero casi pierden su lugar en el ecosistema y después lucharon hasta lograr recuperar su dominio. No pensó mucho en eso. Centraba toda su atención en las visiones que iba haciendo aparecer en el aire, una tras otra. Le habían dado acceso a herramientas cuyos efectos eran inexplicables. La que estaba utilizando ahora le permitía espiar indiscretamente sucesos seleccionados de especial interés para él. Era como tener el televisor de Dios. Que él supiera, era el único ser humano que poseía uno.

Medio billón de años hacia el futuro, Griffin y sus acompañantes estaban por fin a punto de conocer a sus patrocinadores. Atravesaron una puerta y aparecieron en el mismo césped que habían pisado nada más llegar al Epimeteico.

Se incorporó y todo lo que le rodeaba se esfumó mientras su identidad se disolvía en la de ellos.

Los «árboles para escalar» de Jimmy estaban más lejos de las puertas de lo que nadie en el grupo había pensado. La enredadera era de la misma altura y estaba apuntalada con la misma complejidad que una catedral. Cuanto más se acercaban, más elaborada parecía su estructura y era menos similar a algo que hubieran visto antes.

El inalterable llevó al grupo hasta el refugio de los árboles. Anduvieron por caminos enrevesados adentrándose en zonas sombreadas cada vez más oscuras. A su alrededor por todas partes sonaban crujidos y movimientos furtivos. Allí habitaban gran cantidad de seres vivientes.

—No puedo decidir si esto es natural o artificial —dijo Molly Gerhard, gesticulando hacia una extensión de ramas que rodeaban un tronco en espiral como si fueran una escalera. A la altura de su barbilla, un cuenco formado en otro tronco se llenaba con agua que goteaba desde más arriba. ¿Era una fuente para que bebieran niños muy altos?—. O tal vez eso ni es una distinción válida aquí.

—¿Qué es ese olor? —preguntó Jimmy.

El árbol estaba cubierto de una peste dulce y nauseabunda que recordaba a los polluelos de terópodo antes de perder su plumón, olía a sirope de caramelo sobre la piel sudorosa, a las jaulas del zoológico que nunca están perfectamente limpias. Era un olor inquietante.

Algo cayó de una apertura por encima de ellos y por un brevísimo momento se plantó ante el grupo.

Sólo se podía considerar humanoide de acuerdo con la definición más generosa del término: bípedo, erguido, con dos brazos, un tronco y una cabeza, todo ello en el sitio correcto. Pero los brazos estaban doblados de forma extraña, el tronco estaba inclinado hacia delante, las piernas eran demasiado cortas y le salía un pico de la cabeza.

Se dignó mirarles fijamente enfadado, golpeó el suelo con sus pies con forma de espolón y chilló. Entonces desapareció.

—¡Dios mío! —exclamó Molly Gerhard.

—¿Qué coño era eso?

—Avihomo sapiens —contestó Salley—. La segunda especie inteligente jamás aparecida en este planeta. Gertrude les llama «hombres pájaro».

—Pájaros —dijo Griffin sin alterarse—. ¿Son descendientes de los pájaros?

—Sí. Me temo que una vez más los mamíferos han quedado al margen de la evolución.

El inalterable hizo un gesto hacia un hueco con forma de arco.

—Por aquí —dijo.

Pasaron por debajo y el árbol dio paso a un espacio amplio. Las ramas se cruzaban creando un techo alto con globos de luz flotando entre ellas para iluminar ligeramente el lugar. En medio de la habitación había una mesa. Sus anfitriones les esperaban sentados tras ella.

Eran tres hombres pájaro desgarbados y altivos. El más pequeño era la mitad de alto que un humano. Estaban cubiertos de delicadas plumas negras que formaban crestas acabadas en pico en la parte trasera de sus espaciosos cráneos. Sus picos eran tan blancos como un hueso desteñido al sol. Sus ojos eran completamente rojos.

Sus brazos, flacuchos y con unas articulaciones muy raras, eran muy parecidos a los de los camarones pero con manos largas dobladas hacia abajo. No eran en absoluto como alas: claramente la especie había perdido la habilidad de volar hacía siglos. A más de uno del grupo aquello les parecía un sacrificio mucho mayor que el que hicieron sus antepasados homínidos al descender de los árboles.

Uno de los hombres pájaro agitó la cabeza rápidamente, entonces hizo un ruido grave como una carcajada.

—Traduciré —dijo el inalterable.

Los rostros de los hombres pájaro eran ilegibles; no mostraban señales visibles de emoción excepto algunos movimientos rápidos repentinos de sus cabezas. El que acababa de hablar gorgojeó un instante.

—Él dice: sabemos por qué estáis aquí. Sabemos lo que queréis.

Griffin carraspeó.

—¿Y bien?

—Él dice: no.

—¿No? —preguntó Griffin—. ¿Qué quiere decir?

El inalterable y sus superiores mantuvieron un prolongado intercambio. Entonces dijo:

—Él dice: «no» quiere decir que no. No. No podéis tener aquello a por lo que habéis venido.

Griffin aspiró las mejillas mientras pensaba. Entonces dijo:

—Tal vez nos estamos apresurando un poco. Empecemos desde el principio, ¿de acuerdo?

El Viejo se acomodó en la silla mientras torcía una sonrisa de placer. Era una táctica elemental de lucha burocrática. Cuando alguien no te da lo que pides, simula que piensas que simplemente no entiende lo que pides, vuelve al principio de tus argumentos y repasa cada aspecto de tu exposición con el máximo detalle. Entonces repítelo. Era una prueba de aburrimiento: tarde o temprano alguien cedería.

Había pasado cientos de horas de su vida sumido exactamente en combates así con contrincantes del Departamento de Defensa o de la Oficina del Tesoro, dándose cabezazos como dos paquicefalosaurios.

Sin embargo esta vez no funcionaría. Los hombres pájaro simplemente divergían demasiado del genoma humano. Eran inmunes a la psicología de los primates. Ni siquiera entendían cómo funcionaba.

Cuidadosamente, hizo avanzar el tiempo una hora y se volvió a concentrar en la discusión.

—Él dice: eso es lo que hicimos. Puede encontrarse en el tiempo como una espiral en cuatro dimensiones. ¿Había alternativa? No. Podíamos haber hecho otra cosa pero decidimos que no.

—¿Qué demonios significa eso? —preguntó Salley.

Griffin hizo un gesto para que callara.

—¿Puedes clarificarlo?

Un hombre pájaro, el más alto, golpeó la mesa con la mano con violento énfasis.

—Ella dice: ¿por qué estamos discutiendo esto cuando de otro modo no estamos discutiendo esto?

Los humanos se miraron los unos a los otros.

—¿Estás tal vez sugiriendo que el libre albedrío no existe? —preguntó Griffin.

Los hombres pájaro se agruparon y sus cabezas se agitaron tan energéticamente que parecía un milagro que a ninguno se le clavara uno de sus afilados picos.

—Ellos dicen: sí, es libre. ¿Pero es albedrío?

Esa pequeña parte del Viejo que seguía siendo él mismo cuando se encontraba inmerso en aquella experiencia, sintió una exasperación familiar. Wittgenstein dijo que si un león pudiera hablar, no le entenderíamos. Era verdad. Había tratado con los hombres pájaro en innumerables ocasiones y su pensamiento no era como el pensamiento humano. No se les podía traducir bien. Tal vez no se les podía traducir en absoluto.

Los inalterables sólo eran obstinados y enloquecedoramente poco imaginativos. Los hombres pájaro procesaban la información de una manera completamente extraña al pensamiento humano. Las dos especies se entendían de verdad muy raramente.

Alguien llamó a la puerta. Jimmy asomó la cabeza.

—Señor.

Salió de la experiencia.

—¿Qué pasa?

—Me pidió que le informara cuando tuviéramos la confesión de Robo Boy.

—Bueno, ya casi no importa. ¿Ha dado el nombre de sus superiores?

—Oh, sí. Cantó como un canario, señor. Cantó como el jodido Enrico Caruso. Hemos estado en contacto con el FBI. Dicen que no será un problema conseguir las órdenes judiciales.

—Algo es algo, supongo. —Indicó a Jimmy que se fuera y volvió a avanzar el tiempo una hora.

Los humanos ahora estaban sentados en sillas. Por fin se les había ocurrido pedirlas. Todos menos Griffin parecían molestos y resentidos. Sólo él tenía la suficiente experiencia ocultando tanto el enfado como la humillación para poder mantener el aplomo.

—Explicadnos vuestro proyecto.

Por fin habían llegado a la cuestión clave. El Viejo salió de la conversación. Lo que venía a continuación era necesario para que ellos comprendieran todo pero él ya conocía aquellos datos y no le apetecía volverlos a oír.

Los hombres pájaro le habían dado a la humanidad los viajes en el tiempo por una razón: su intención de estudiar a los seres humanos. Ese regalo les permitió mantener a los inalterables cerca de los hombres. Eran una herramienta diseñada para molestar lo menos posible, para poder observar y registrar su comportamiento.

Pero el regalo también respondía a una segunda intención.

Los hombres pájaro querían estudiar a los humanos mientras llevaran a cabo las típicas actividades humanas. Su curiosidad era amplia, pero teniendo en cuenta las idas y venidas de los inalterables, el Viejo había podido determinar que las dos actividades que consideraban la quintaesencia humana eran la burocracia y la investigación científica.

De las dos, estaban bastante más interesados en la ciencia. Así que habían creado una situación controlada en la que los humanos la desarrollarían. Les habían dado el Mesozoico.

Esto le alegró casi tanto como le había alegrado cuando era un niño descubrir que a los delfines realmente les gustaban las personas. Los seres humanos podían resultar verdaderos idiotas. Le animaba pensar que otra especie consideraba que merecían la pena. Le consolaba pensar que alguien extraño creyera que descubrir era la pieza central de la actividad humana.

Le hacía sentirse justificado.

Pasó para adelante la visión hasta el final de la explicación y después congeló el tiempo mientras escribía y enviaba un memorándum. Cuando descongeló la imagen, entraba un segundo inalterable y dijo unas palabras.

Salley y Molly Gerhard le siguieron fuera de la habitación.

Era una pequeño acto de misericordia por su parte. La conferencia continuaría durante horas, y las dos ya estaban aburridas hasta la médula. Así que lo arregló para que las llevaran a dar una vuelta.

—¡Mira! —exclamó Molly Gerhard—. Son maquetas de las torres flotantes como en la que hemos estado antes.

—No. —Salley arrancó una del agua y la sujetó en lo alto para que la otra mujer pudiera ver el bulbo subacuático que daba a la torre su flotabilidad y un amasijo de amarras que la hacían estable—. No son maquetas, son pimpollos.

Se habían adentrado en las raíces enredadas del «hábitat catedral» de los hombres pájaro y por supuesto había muchos, muchos estanques de agua. Estaban negros y atrancados. El aire sobre ellos olía a cedro.

—O sea que quieres decir que han crecido…

Un hombre pájaro salió del agua con el cuello estirado. Molly Gerhard se quedó boquiabierta y se aparto asustada. La criatura salió del agua, se sacudió como un pato y después desapareció por un pasillo.

El Viejo avanzó más. Ahora las dos mujeres estaban en la copa del árbol. Alrededor de ellas bailaban reflejos dorados de la luz solar mientras una brisa ligera movía las ramas sobre sus cabezas.

Molly Gerhard arrugó la nariz.

—Con toda la tecnología que tienen, se supone que podría irles mejor.

Estaban rodeadas de nidos veteados de blanco hechos de cualquier manera y llenos del alboroto de polluelos de hombre pájaro chillando.

—Tienes que mirarlo desde su perspectiva —dijo Salley sin ninguna convicción. Entonces se encogió de hombros—. Yo…

Volvió a avanzar.

Ahora estaban de pie sobre una terraza no muy lejos de las copas de los árboles. El inalterable les hizo un gesto para dirigir su atención hacia fuera, hacia el horizonte. Molly Gerhard se volvió, riendo, y se quedó inmóvil de sorpresa y asombro. Salley se quedó callada tras ella.

Impacientemente, el Viejo trasladó su atención de vuelta a Griffin y Jimmy. No le interesaba el mero asombro. Lo que le importaban eran los resultados.

—Él dice: sí, podíamos daros el equipo que pedís. Sí, podíamos rescatar a vuestros amigos. No tras la primera prueba de resistencia. No a los seis meses. En el registro eso consta como no ocurrido. Sí tras la segunda prueba de resistencia. A los dos años.

»Pero no lo querréis.

Griffin se puso en pie. Habían pasado horas. Estaba visiblemente cansado.

—¿Qué quieres decir? Por supuesto que queremos recuperar al grupo. Gracias. Trato hecho.

Hubo un largo silencio.

—¿Por qué no lo íbamos a querer? —preguntó Jimmy.

Se oyó un gruñido grave tan poco nítido que Griffin no pudo distinguir cuál de los tres lo había producido.

—Él dice: no lo querréis porque el proyecto ha terminado.

—¿Qué?

—Él dice: la línea temporal en la que os dimos los viajes en el tiempo va a ser negada.

—¿Cuándo?

—Él dice: inmediatamente después de esta conversación.

Tras la revelación del hombre pájaro hubo bastante riña y discusión simplemente porque pelearse era humano. No serviría de nada. El Viejo se saltó casi todo.

—¿Pero qué pasa con Gertrude? Ella es de otra línea temporal pero la he conocido —decía Salley cuando él volvió a entrar en su conciencia. El Viejo se había asegurado de que tanto ella como Molly hubieran vuelto para el final de la discusión—. Eso prueba que podéis reconciliar líneas temporales. ¿Por qué cerrar la nuestra? ¿Por qué no podéis hacer lo mismo, sea lo que sea, por nosotros?

El hombre pájaro habló durante mucho tiempo.

El inalterable dijo:

—Ella dice: era sólo temporal. Incluso si fuera posible no sería posible.

—No entiendo.

—Ella dice: la línea temporal que contiene nuestro estudio también nos contiene a nosotros. Sabíamos esto desde el principio. Sabíamos que estudiaros significaba que nosotros mismos nos disolveríamos en antinodos temporales cuando el trabajo acabara. Ése es el precio. Viajar en el tiempo no es posible bajo otras condiciones.

—¿Entonces por qué? —preguntó Jimmy—. ¿Por qué molestarse?

El hombre pájaro se giró y fue hasta la parte de atrás de la habitación. Un segundo hombre pájaro le siguió. Allí había un estanque de agua. Uno tras otro se tiraron al agua y desaparecieron.

Antes de que el tercero pudiera seguirles, Griffin exclamó:

—¡Escucha!

Se le quedó mirando intensamente.

—Si no importa…, si nada importa… Entonces dadnos las máquinas para que podamos salvar a nuestros amigos.

El hombre pájaro y el inalterable intercambiaron lo que parecían cloqueos y chirridos.

—Ella dice: ¿por qué?

—Es una razón humana. No la entenderías.

El hombre pájaro gritó, haciendo un ruido tan fuerte que provocó que les dolieran los oídos.

Hubo un silencio largo, durante el cual los humanos se resignaron a haber fracasado y por fin habló el inalterable:

—Ella dice: se hará. —Hizo una pausa—. También, se ha hecho… —Otra pausa—. Es un honor poco común… estar en presencia de un ser humano. Qué bellos sois. Qué encantadores, tanto por vuestra curiosidad como por vuestro coraje.

El hombre pájaro hizo un ruido metálico.

—Ella dice: sois científicos. Ella también es un científico. Lleva toda la vida intentando entender a los mamíferos.

Un chillido.

—Ella dice: sois criaturas nobles. El mundo es un lugar más pobre sin vosotros.

El hombre pájaro desdobló una de sus grotescas extremidades superiores y la estiró hacia el otro lado de la mesa. Los tres dedos de su terrorífica mano se separaron extendidos.

—Ella dice: ¿podemos estrechar las manos?

El Viejo jugó con la idea de seguir al grupo de Griffin de vuelta a casa pero decidió no hacerlo. Cerró una visión y llamó a otra. Una ventana se abrió al Maastrichtiense superior, solamente ciento veintidós millones de años más adelante.

Era el día que habían elegido para su festival de la cosecha y el campamento estaba invadido por el olor de una cría de anquilosaurio asándose entera en un espetón sobre las brasas.

Leyster estaba sentando en el refugio pelando tubérculos de ciénaga y mirando distraídamente cómo Nathaniel jugaba con un sonajero que Patrick le había hecho. Daljit estaba desplumando un pequeño dinosaurio. Se quedó mirando el animal muerto entre sus manos y se paralizó.

—Eso no es… ¿qué es eso?

—Sólo es un pequeño dinosaurio sin importancia. Irá bien de guarnición.

—No, en serio. No lo reconozco. ¿Es una especie nueva? Déjame mirarle los dientes.

—¡Nada de diseccionar la cena! —se rió Katie. Estaba sacando hojas de palmera de la olla donde habían estado a remojo y envolviendo con ellas los tubérculos pelados para poder asarlos a la brasa—. Sigue pelando.

—¡Venga! Hay que sacarle las tripas de todas formas. Podría ser algo importante.

Daljit soltó el animal.

—Escucha —exclamó con tensión.

—Yo no… —dijo Katie.

—¡Chist!

Fuera se oían voces que no les resultaban familiares.

—¡Dios mío!, ¿dónde está mi blusa? —gritó Daljit.

Katie recogió al bebé y corrió afuera sin decir una palabra.

Leyster fue el siguiente en salir. Daljit le siguió de cerca, abrochándose como loca.

Quienes les rescataban eran militares estadounidenses, en su mayoría hombres jóvenes con el pelo corto y una extraña conducta social. Pero trajeron con ellos una mujer con una cámara para hacer un documental y ya estaba entrevistando a los paleontólogos.

—¿De qué te arrepientes más? —preguntó con la cámara al hombro. Varios de la tribu se echaron atrás tímidamente intimidados por la novedad de un cara no familiar. Le puso el micrófono delante a Jamal—. Tú.

—Supongo que la cosa de la que más me arrepiento es de no haberme traído a un botánico. En nuestro campo hay preferencia por los animales, por los vertebrados en particular, y de verdad hemos pagado el precio por ello. Nos habría hecho falta alguien que conociera las propiedades de las plantas locales.

—¡Bien dicho! —dijo Katie fervientemente—. Tiene que haber algo por aquí que contenga tanino. ¿Tienes idea de lo difícil que puede ser curtir cerebros? ¡Y los tintes! No me hables de los tintes.

—¿Y tú?

—Me arrepiento de no haber logrado hacer una buena pieza de barro —dijo Daljit—. Teníamos un buen horno pero no pude conseguir el barro adecuado o la temperatura correcta.

—¿Tú?

—Me arrepiento de no haber traído un localizador temporal de repuesto —dijo Nils. Todos se rieron. Después habló algo más en serio—. Si hubiera sabido cuánto tiempo iba a estar atrapado aquí hubiera traído más medicinas. Y hubiera aprendido algún trabajo manual.

—¿Como qué?

—Como tallar la piedra. ¿Has intentado alguna vez hacer un cuchillo de piedra? No es nada fácil.

—¿Qué es lo primero que buscarás o harás cuando vuelvas al presente? —preguntó la mujer enfocando con la cámara primero a Nathaniel y después subiendo hasta la cara de Katie.

—Quiero un chuletón.

—¡Un batido!

—Una taza de té, con limón y mucho azúcar.

—¡Una ducha! ¡De agua caliente!

—Oh, sí.

—Voy a apagar el cerebro y sentarme frente al televisor una semana.

—Voy a leer un libro que no haya leído antes.

—¡Voy a hablar con un desconocido!

De pie lejos de los demás Leyster murmuró con fervor:

—Voy a matar a Griffin por habernos hecho pasar por esto. Después, si me da tiempo, también mataré a Robo Boy.

Pero habló para sí mismo. Solamente le había oído el Viejo. Y cuando, media hora después, las brasas habían sido sofocadas con agua, el anquilosaurio a medio asar se quedaba allí para los carroñeros y se pusieron en fila para cruzar la puerta y salir al Marriott Crystal Gateway en Crystal City, Maryland, solamente él vio que Leyster cogía una roca con mucho cuidado y se la guardaba en el bolsillo.

El Viejo suspiró y abrió el archivador del escritorio que tenía delante. Dentro había ocho memorándums. Los leyó todos cuidadosamente, entonces cogió uno entre los dedos gordo e índice y lo rompió por la mitad.

Las cosas habían funcionado mucho mejor en el segundo intento. Solamente habían muerto dos personas. Tenía que admirar a Leyster por ello. El hombre se había enfrentado mejor a sus tareas que la primera vez.

Sentía la muerte de Lydia Pell, por supuesto, y la del joven también. Pero lo que estaba hecho estaba hecho. Las segundas oportunidades eran tan poco comunes en este mundo que casi se podían considerar milagros.

Decidió echarle un último vistazo a Gertrude, solitaria y espléndida. Era una rara avis, quizá la más rara de su pajarera de colegas particular, y le gustaba vigilarla de vez en cuando.

Un taxón Lázaro era el que desaparecía del registro fósil como si se hubiera extinguido, sólo para reaparecer más tarde como resucitando de entre los muertos. Le gustaba pensar en la profesora Gertrude Salley como el taxón Lázaro de la humanidad. Mientras ella existiera, la raza humana no estaba muerta del todo. La visitaba ocasionalmente sólo para que mantuviera una tenue conexión con la humanidad.

A veces jugaban al ajedrez. Siempre ganaba él.

Inmerso en sus recuerdos, abrió una ventana a la torre de Gertrude donde ella estaba trabajando sentada en su escritorio. Una vez que había hecho eso mismo, ella había notado su presencia (a ella también le habían dado herramientas extraordinarias) y, mirándole directamente a los ojos, le había guiñado un ojo con sorna. Pero hoy no.

Hoy daba lo mismo. Aquél era un día demasiado solemne para la risa. Era el día en que todo acababa.

Firmó el último de los memorándums y los tiró a la bandeja del correo saliente. El proyecto había acabado. En ese instante, era como si estuviera jubilado.

Se puso de pie despacio. El sillón de cuero chirrió cuando lo hizo como si tuviera simpatía por él. Su cuerpo se arqueó pero esos dolores eran naturales de la edad. Estaba acostumbrado.

Solamente quedaba una cosa por hacer.