18

Revisión por pares

Montañas Expedición Perdida: era Mesozoica. Período Cretácico.

Época Senoniense. Edad Maastrichtiense. 65 millones de años a. C.

La bajada en balsa por el Edén fue lenta y lánguida. Aunque vieron muchos, los cocodrilianos no les molestaron ni una sola vez. Y puesto que las migraciones no habían terminado del todo aún y el río serpenteaba por un terreno más variado que el del Valle Feliz, Leyster pudo añadir varios dinosaurios poco usuales a su lista personal de dinosaurios vistos. Logró buenos avistamientos de betracovenatores, cryptoceratops, fubarodones y jabberwockias. Una vez incluso vio un Cthuluraptor imperator en todo su terrible esplendor. Eran especies que nunca habían esperado llegar a ver y eso le puso de buen humor.

Jamal todavía estaba un poco débil por los efectos secundarios de la fiebre. Pero su pierna rota había empezado a soldarse durante las semanas que habían tardado en construir la balsa. Esperaba impaciente el día en que pudieran quitarle la tablilla. De hecho, a veces insistía en que su pierna ya estaba curada y que le podían quitar aquello inmediatamente. Pero Daljit se negaba a permitirlo.

—Después de todo lo que he aguantado mientras te cuidaba —dijo— no me voy a arriesgar a tener que repetir. No voy a ser tu jodido ángel de la guarda nunca más. ¿Entendido?

Habían considerado otros modos de regresar a casa pero decidieron que la balsa era la manera más segura de transportar a Jamal. A Leyster le partió el corazón tener que usar toda una madeja de cuerda para atar los troncos, pero no había forma de evitarlo. Tamara la bautizó como John Ostrom por el hombre que descubrió que los dinosaurios fueron seres activos y los antepasados de los pájaros, y para darle suerte encajó entre los troncos de la proa un palo con un puñado de brillantes plumas de dinosaurio atadas a su extremo.

Empezaron su viaje por la mañana temprano, tras cargar la balsa con todas sus posesiones, soltado amarras y usado palos largos para empujarla hasta el centro del río. Los pájaros acuáticos se tiraban a las calmadas aguas marrones en busca de peces. Irrumpían en la superficie cuando la balsa se acercaba.

Tamara estaba de pie en la popa controlando el remo y Leyster agachado un paso por delante de ella sujetando una cuerda con un peso. Iba tomando lecturas periódicamente. El Edén era fangoso, ancho y lento, lo que significaba que también era poco profundo en algunos puntos y corrían constante peligro de encallar. Daljit y Jamal tomaban el sol en la parte delantera de la balsa.

Leyster estaba pensado en el artículo sobre infrasonido y admirando distraídamente la belleza escultural de los cuerpos de los jóvenes cuando la sombra de un pteranodon rozó la balsa y después emergió hacia la orilla.

Se volvió de prisa y en un corto destello vio desaparecer al animal tras una gran arboleda de sauces y adentrarse en un jardín de rocas que podía oír pero no ver. En ese instante de lucidez, todo tuvo sentido para él.

Comunicación interespecífica por infrasonidos en una comunidad de especies depredadoras y presas en el Maastrichtiense superior.

—Vale, estoy listo para empezar a escribir el artículo —anunció Leyster.

Por necesidad, la escritura era un ejercicio mental. De entre todos sus menguantes recursos, el papel era uno de los más escasos y valorados. Todos los cuadernos se habían convertido en comunales y habían aprobado una férrea ley para que nada se pudiera escribir en ninguno de ellos sin consentimiento de todos.

En consecuencia, Leyster había tenido que entrenar su memoria para poder escribir los artículos científicos en su cabeza, recitárselos a la tribu para que dieran sus opiniones y después, una vez tratadas todas las objeciones, transcribir las palabras con la letra más limpia y diminuta.

—¿Cómo se titula? —preguntó Tamara. Daljit y Jamal se sentaron para oírle.

Les dijo el título.

—No es muy atractivo, ¿verdad? —dijo Jamal.

—No se supone que tiene que ser atractivo. Se supone que tiene que transmitir información de la forma más clara y específica posible.

—Sí, pero…

—Oh, Jamal sólo quiere ser comercial —comentó Daljit—. Para poder vender la licencia para hacer un juego y vender un conjunto de figuritas de plástico a Burger King.

Jamal se puso rojo.

—Retiro la objeción.

Le dio un apretón.

—Solamente te estaba tomando el pelo, monada. Sé que ya no eres así. —Después se le ocurrió algo que decir a Leyster—. ¿No vas a incluir aquella ocurrencia tontorrona de Chuck, verdad?

—Tal vez.

—Refrescadme la memoria —dijo Jamal—. ¿Exactamente cuál era su teoría?

—Para empezar postulaba que puesto que los dinosaurios principales eran capaces de oír infrasonido, también debían de ser capaces de oír los movimientos de las montañas y los continentes. Ese movimiento es tan ligero y regular que entonces serían capaces de orientarse con él. Eso les daría una brújula sónica para sus migraciones: simplemente irían hacia donde el mundo les sonara bien.

»Y bien, cuando el Chicxulub impactó en la Tierra, debió crear reverberaciones que duraran años. Eso es elemental. Ocurre constantemente con los grandes terremotos.

»Pero Chuck especulaba que, ya que el impacto había sido mucho más grande que cualquier terremoto, los dinosaurios se habrían quedado sordos a los constantes sonidos que les indicaban dónde estaban. No habrían sabido adónde emigrar. Además especulaba que el ruido podía haber sido lo suficientemente grande como para que ya no pudieran comunicarse, dejando inutilizadas sus estrategias de alimentación.

»Entonces sus propias fuerzas se habrían vuelto contra ellos. Tan sobreadaptados como están, no podrían haber sobrevivido a los tiempos difíciles tras el desastre. Taxones menos especializados como los cocodrilos y los pájaros se las arreglan para sobrevivir hasta la era siguiente simplemente porque están menos especializados. Eran capaces de adaptarse mientras que los dinosaurios no avianos no podían.

Jamal negó con la cabeza.

—Chuck era un buen tío pero su teoría es malísima.

—¡No es verdad! —exclamó Tamara—. ¿Qué tiene de malo?

—Para empezar, no se puede convertir en falsa. No hay manera de comprobarla.

—Eso no…

Leyster apartó la vista de los otros y volvió a prestar atención a los bosques montañosos que se deslizaban a su paso. Las voces se redujeron a un murmullo de fondo en su mente. Más adelante, como si fuera un abuelo, un viejo árbol enredadera estiraba sus miembros artríticos sobre el agua. Cuando pasaban ante él, caía al río una lluvia de atoposáuridos, cocodrilos no más grandes que una mano con membranas iridiscentes estiradas entre sus patas delanteras y traseras. Se lanzaban desde las ramas deslizándose hacia la orilla en torcidos recorridos aéreos y se sumergían en el agua con un suave chapoteo.

Plop. Plop. Ploplop. Plop. Ploploploploplop. Plop.

Era un mundo rico, lleno de criaturas fascinantes que nunca tendría tiempo ni de empezar a estudiar. Leyster suspiró y dejó que su mente vagara libremente por los datos que habían acumulado hasta entonces.

Lo primero en aparecer fue el hecho central del descubrimiento. Habían observado y después confirmado con la instrumentación que varias especies de dinosaurio «hablaban» entre ellas mediante infrasonido. En lugar de enumerar todas las especies que habían documentado que se comunicaban de esta forma, las resumieron como «varios grupos de los principales dinosaurios». Así, resultaba más conciso y era posible mencionar las especies concretas cuando llegaran a las interacciones específicas.

El secretillo sucio de las publicaciones científicas era que, además de que no pagaban por los artículos que publicaban, los autores tenían que pagarles a ellos una tarifa fija de tanto por página. No es que el dinero por sí solo pudiera llevarte a las páginas de una publicación seria, también tenías que escribir un artículo que pasara la revisión de los colegas e impresionara a los editores lo suficiente como para quererlo. Pero, en particular si acababas de empezar, podías retrasar la publicación de algunos artículos durante años mientras esperabas que tu situación financiera se despejara.

El sistema, a pesar de sus muchos defectos, tenía un efecto positivo: los artículos resultaban concisos. La ironía era que ahora que el precio de aparecer en las publicaciones científicas le era irrelevante, los límites de su habilidad para memorizar texto le imponían una necesidad de economizar igual de estricta.

Cuando estuvo satisfecho con las palabras escogidas, anunció que tenía la primera sección del artículo y la recitó en voz alta. Los demás dejaron su pelea para considerarlo.

—Debería ser «observaciones de campo» en lugar de «las observaciones en el medio» —dijo Daljit—. Es más corto.

—Bien pensado. Lo cambiaré.

—¿Por qué «grupos de los principales dinosaurios»? —preguntó Jamal—. ¿Por qué no simplemente «dinosaurios»?

—Porque no sabemos si todos los dinosaurios se comportan de este modo. De hecho, estamos bastante seguros de que algunos no: las aves.

—Tomo nota.

Sonó el teléfono.

—¿Sí? —dijo Tamara—. Es Gillian —les informó. Y después continuó hablando—. Leyster está trabajando en el artículo. Sí, tan pronto. Bueno, obviamente piensa que tiene suficientes datos. ¿Qué? ¡No! Bueno, ya era hora. ¡Oíd todos! ¡Lai-tsz se ha puesto de parto!

—¿En serio?

—¡Estupendo!

—Todos están felices y mandan recuerdos. ¿Cuándo ha empezado? Ya. ¿Cómo va? Bueno, por supuesto. —Se quedó en silencio un rato—. Vale, le preguntaré.

Se volvió hacía Leyster.

—Gillian quiere saber si vas a usar la teoría de Chuck.

La balsa dio un bandazo.

—¡Ay, caramba! —exclamó Daljit—. ¿Quién lleva el timón?

Tardaron más de una hora en desembarrancar la balsa y fue un trabajo sucio y difícil. Todos tuvieron que meterse en el agua (menos Jamal, que se quedó a bordo lamentándose) para que la balsa no se hundiera tanto y poder conducirla a aguas más profundas.

Sucios y cansados, pero aun así alegres por su éxito final, se quitaron la ropa y la extendieron para secarla. Daljit les coaccionó para que colocaran unos postes en la parte de atrás y les ataran una tela para hacer un toldo que evitara que se quemaran.

Estaban terminando sus comentarios sobre la introducción del artículo amistosamente (era la parte más simple y había poco margen para desacuerdos en la interpretación), cuando de pronto Tamara levantó una mano.

—¡Chist!

—¿Qué pasa? —susurró Leyster.

Señaló a la orilla izquierda. Un Stygivenator morali caminaba rápidamente río abajo por la orilla, moviéndose a la velocidad necesaria para mantenerse paralelo a ellos. De vez en cuando echaba una mirada hacia ellos, con ojos brillantes y avariciosos.

Leyster tembló sin querer. Un stygivenator era uno de los depredadores más grandes, tan grande como una cría de tiranosaurio pero con los reflejos de un depredador adulto.

—¿Qué hace? —preguntó Jamal silenciosamente.

—Seguirnos —contestó Leyster susurrando. Afortunadamente, la mayoría de los terópodos eran malos nadadores.

—¿Y qué hacemos?

—No hacer ruido y tener cuidado de que la balsa no se le acerque mucho.

En aquel punto el río se curvaba, así que tuvieron que usar los remos frenéticamente para que la balsa no se incrustara en la orilla. El bosque se hacía más espeso en el meandro y los árboles llegaban hasta muy entrada el agua, forzando al stygivenator a ir tierra adentro. Cuando volvieron a alcanzar el centro del río, había desaparecido.

Había montones de termitas en el lado derecho del Edén, una metrópolis de ellas. A la izquierda, Leyster vio un Orchestia grillus abriendo una almeja de agua dulce con sus pequeñas garras peludas. De pronto un troodon que ni Leyster ni él sospechaban que merodease por allí agarró al pequeño mamífero. Meneó la cabeza dos veces para romperle la columna, después levantó el cuello y se tragó entero al desafortunado animal.

Cuando el troodon estaba ocupado con eso, el stygivenator emergió del bosque moviéndose a gran velocidad. Su mandíbula lo atrapó antes de que el depredador más pequeño supiera lo que estaba sucediendo. Masticó una vez y el jodido bicho estaba muerto.

Aquella increíble violencia se mantenía solamente gracias a la gran cantidad de descendientes que producía casi todo. Por eso era tan sorprendente que tal número de individuos pudiera llegar a la edad adulta. La red de cooperación interespecífica (el tiranosaurio como granjero) conseguía una eficiencia asombrosa, lo que permitía una mayor población de las formas de vida más grandes que de otro modo sería imposible.

No pudo evitar volver a pensar en la charla de Salley, hacía tanto tiempo y a la vez en un futuro tan lejano, cuando dijo que los ceratopsios eran criados por sus depredadores… Sonrió. ¡Era tan típico de ella impresionarle con su propio trabajo! En algunas cosas, no era muy buena como científica: impaciente con los datos, demasiado dispuesta a sacar conclusiones, apta para juzgar una idea no por sus méritos sino por su completo esplendor…

Pero la paleontología la necesitaba, al menos para servirle de levadura. La ciencia necesitaba a los inquietos tanto como a los empollones, a los visionarios tanto como a los detectives.

Salley era una cometa. Solamente necesitaba la más tenue conexión con el suelo para volar, que una mano digna de confianza la amarrara con un hilo hecho de seguridad y lógica para asegurarse de que no se diera de narices contra el suelo. Él deseaba poder ser la mano al final del hilo de aquella cometa.

Se dejó llevar por sus ensoñaciones mirando las orillas fluir a su paso. No se dio cuenta de que Jamal le quitó el mando y se movió hacia la proa para ir midiendo la profundidad. No se dio cuenta del cuidado que ponían los demás en no molestarle.

El círculo empezaba con los movimientos migratorios de la primavera, cuando bandadas de tiranosaurios, viviendo de la grasa acumulada en el invierno, se extendían buscando un territorio para establecerse. Ésos eran los machos reproductores. Las hembras les seguían con un paso más relajado, ahorrándose las miserias iniciales y llegado bien alimentadas y listas para reproducirse.

El Señor del Valle (podían identificarle por sus cicatrices) volvía para reclamar el territorio del año anterior y como tenía experiencia y estaba en sus mejores años, solamente se enfrentaba a unos pocos desafíos de machos más jóvenes. Rodeaba el perímetro de su valle cantando, tanto para mantener alejados a los competidores como para llamar a los titanosaurios.

Los titanosaurios, esas vastas máquinas de comer, se dejaban llevar despacio a través del valle por el tiranosaurio residente, guiados hasta las áreas más productivas. Desnudaban grandes andanas de vegetación alta, hacían añicos los árboles y permitían que floreciera la vegetación baja. De vez en cuando, las hembras depositaban cientos de huevos en un nido bajo tierra antes de alejarse y olvidarlos completamente.

Cuando los titanosaurios se iban finalmente, el subsuelo estaba floreciendo y el tiranosaurios podía llamar por fin a las manadas de hadrosaurios y triceratops.

Leyster ya tenía todo el texto en la cabeza, ahora se puso a reducirlo al menor número de palabras.

—Biocibernético… —dijo Daljit—. ¿Existe esa palabra?

—Ahora sí.

—¿Significa algo?

—Pues —contestó Jamal— la palabra cibernético se refiere a los circuitos de retroalimentación que tienen lugar no sólo entre máquinas sino también entre organismos vivos. Así que no hace falta el neologismo.

Leyster se sonrojó. Hacía mucho tiempo que no le habían pillado en un error terminológico.

—Lo cambiaré.

—Me gustaría saber —dijo Tamara— por qué no mencionas el incidente que vieron Katie y Nils. Con los troodones.

Katie y Nils informaron de que habían visto una manada pequeña de troodones espantando a propósito a unos hadrosaurios de un nido de titanosaurio. Contaron que las bestiecillas salvajes habían espantado a hadrosaurios diez veces más grandes que ellos. Concluyeron que lo hicieron para proteger los huevos.

—Era una interpretación ambigua —dijo Leyster.

—Para Katie y Nils no.

—Además, sólo ocurrió esa vez.

—Que nosotros hayamos visto.

Jamal añadió juiciosamente:

—Cuando das cuenta de un comportamiento dices «es posible que…». ¿Dónde está el problema?

—Odio incluir mera especulación en un artículo científico.

Hubo un silencio corto.

—Por tanto —replicó Tamara—, supongo que eso significa que no vas a incluir la especulación de Chuck.

—No he dicho eso. Todavía no lo he decidido.

Mientras Leyster pensaba en el artículo y Daljit controlaba el remo, Tamara arrastró un sedal de pesca hasta pescar un pez gato rayado como un tigre. Jamal lo limpió y le sacó las tripas: cenaron sushi.

Mientras comían, discutieron la sección del artículo en la que Leyster estaba trabajando. En ella trataba comportamientos más problemáticos.

Las manadas de hadrosaurios y triceratops se desplazaban continuamente valle arriba y valle abajo comiendo. Lai-tsz tenía mejor oído para las grabaciones aceleradas y podía apreciar que cuando la vegetación local corría peligro de que se pastara en ella en exceso, el Señor y la Señora buscarían áreas más verdes y llamarían a las manadas hacia ellas. Al principio Leyster era escéptico sobre ello pero Lai-tsz demostró repetidas veces su habilidad para predecir, basándose en las grabaciones, cuándo las manadas desaparecerían del territorio establecido y adónde irían. Así que tuvo que admitir que era así.

Planeaba citarlo como ejemplo de un comportamiento «ganadero».

—¿Cuál es exactamente la diferencia —preguntó Daljit— entre domesticar y dedicarse a la ganadería?

—La domesticación es el proceso mediante el cual las especies depredadoras han conseguido que las especies presa acaten su voluntad dócilmente.

—¿Pero estás seguro de que están domesticadas?

—Hemos visto muchas veces al Señor del Valle acercarse a una manada cantando. Entonces los animales se apiñan con las crías en el centro. Él camina a su alrededor una y otra vez. Se vuelven para mirarle a la cara, se juntan más, se dan empujones. Más apretados, más juntos, más alerta hasta que un individuo es expulsado del grupo. Siempre el más viejo o el más débil o el más enfermo. Su Señoría se abalanza y, pam, lo mata. Treinta minutos de principio a fin. —Leyster sonrió—. Mejor que cazar, ¿verdad?

—Vale, ¿y la ganadería?

—La ganadería es el conjunto de comportamientos mediante los cuales cuida las manadas: moverlas de un pasto a otro, mantener alejados a sus rivales depredadores y demás.

—Bueno, tienes que asegurarte de que está explicado claramente en el artículo.

—¡Anda ya!

Amarraron para pernoctar en una isla de arena cubierta por una maraña de enredaderas nuevas. Tamara salió del agua y podó un trozo de la isla para hacer un fuego. Empezó a preparar té de sasafrás.

Sonó el teléfono.

—No estoy —dijo Leyster—. Si preguntan, estoy en una reunión y no sabéis cuándo volveré a la oficina.

Daljit contestó. Escuchó brevemente y después cubrió el auricular con una mano.

—¡Es un niño! —gritó.

Leyster cogió el teléfono.

—¿Y se parece a alguien en especial? —preguntó sintiendo una extraña mezcla de esperanza y aprensión.

—¿Qué importa? —dijo Katie—. Todos vamos a querer al muy traviesillo. Tú también, en cuanto le veas.

—Ya sé que no importa, sólo tengo curiosidad. Venga, preguntarías lo mismo si no estuvieras allí.

—Bueno…, a juzgar por el color de su piel, tengo que decir que el padre es Jamal o Chuck.

—El padre es Jamal o Chuck —dijo Leyster cubriendo el auricular.

—¿Soy padre? —preguntó Jamal.

—Tal vez eres padre —contestó Leyster.

—Eres medio padre —concluyó Daljit.

—¡Soy un «pa»! —exclamó Jamal—. ¡Soy un «dre»!

Hizo un bailecillo patoso que hizo enfadar a Daljit.

—¡Cuidado con la puñetera tablilla!

Tamara le agarró y le dio un beso largo.

Leyster se dio cuenta de que aunque estaba tan feliz por su amigo también sentía una punzada de celos. Podía haber sido hijo suyo. Pensar en lo que podía haber sido removió complejos sentimientos dentro de él.

A la mañana siguiente, zarparon y continuaron río abajo. Hacía otro día precioso. Leyster se sintió alerta y vigoroso. Tenía el artículo prácticamente dominado a la hora de comer.

Lo último que hizo fue componer el resumen:

Observaciones de campo muestran que en el Maastrichtiense superior grupos de los principales dinosaurios se comunicaban tanto intra como interespecíficamente mediante infrasonido. Son particularmente importantes las comunicaciones entre especies pues sugieren que en ellas operan circuitos de realimentación cibernéticos que ayudan a dar forma al ecosistema. Se observaron comportamientos de domesticación y «ganadería». Las ventajas de este comportamiento cooperativo para los depredadores son evidentes. Los beneficios para las especies presa, aunque menos obvios, se postulan como igual de apremiantes. Era un sistema complejo que proporcionaba el máximo beneficio para todos.

—He terminado —dijo.

Jamal aplaudió.

—Vamos a escucharlo.

—No, debería hacer la primera lectura completa ante todos. Es lo justo.

Todos se quejaron.

—Ayer nos expusiste lo que tenías —señaló Daljit.

—Sí, pero ayer no estábamos en absoluto cerca de nuestro destino. Hoy estamos…, ¿cuánto camino nos queda todavía?

El satélite cartográfico estaba bajo pero acababan de conseguir que les diera su localización. Daljit y Jamal se echaron sobre los mapas brevemente, discutieron y entonces concluyeron que habían llegado a la confluencia de los ríos Edén y Estigia en algún momento a primera hora de la tarde.

—Bueno, eso lo zanja. Con un poco de suerte, llegaremos a casa al anochecer. Podemos celebrar la ronda inquisitoria entonces, con todos presentes. —Leyster se puso de pie—. Me toca el remo, creo.

En una hora, la biorregión junto al río resultaba familiar. La tierra se abrió. Los bosques altos se retiraron a gran distancia y la tierra fértil estaba cubierta de matorrales, helechos y cícadas, salpicada con ocasionales arboledas de coníferas.

Habían vuelto a las tierras de la granja.

Tal vez fue la misma familiaridad lo que les hizo confiarse demasiado. Leyster mantenía la balsa uniforme en las suaves corrientes del Edén con la mirada alerta por si hubiera aguas poco profundas cuando Daljit dijo: «Oh, oh».

Había visto a los triceratops desde la distancia, adornando el paisaje como reses enormes y plácidas. Sólo cuando se acercaron se percataron de su número y pudieron ver lo intranquilas que estaban las criaturas.

Estaban preparándose para vadear el río.

Los triceratops no cruzaban el agua tranquilos ni muy a menudo. Les daba miedo, así que se arremolinaban, avanzando y retrocediendo, aproximándose al río y después alejándose de él, hasta que se provocaran a sí mismos un ataque de histeria tal que se lanzasen al río cual torrente de carne, aplastando todo lo que tuviera la mala suerte de cruzarse en su camino.

Como la balsa.

—A lo mejor pasamos por delante de ellos —sugirió Jamal silenciosamente. Daljit le tapó la boca con la mano. Cuando las bestias estaban en ese estado, eran fáciles de asustar.

La balsa flotó en silencio hasta pasar las manadas. Allí el río era recto y la corriente uniforme. Con el toque más ligero en el remo, la balsa mantenía el rumbo.

Hubiera sido un momento bucólico, si no llega a ser por el terror que compartían.

Pasaron diez minutos. Veinte. Por fin pudieron ver el final de las manadas. Ya estaban casi fuera de peligro.

Se oyó un ruido tras ellos.

Daljit contuvo la respiración.

Girándose, Leyster vio una espuma blanca en el agua cuando el primer grupo de triceratops se tiró al río. El grueso de la manada, galvanizado, apareció en la orilla para seguirles. Por debajo de ellos, un segundo grupo de cuerpos entró en el río. Un tercero.

Al final de las manadas, justo paralelo a la balsa, un cuarto grupo de triceratops se echaba al agua.

—Joder —dijo Tamara.

Brevemente estuvieron rodeados de dinosaurios con cuernos. Batían el agua con sus enormes cuerpos, meciendo la balsa. Una de las bestias dio contra un lado, haciendo que todos se tambalearan. Otra no les dio a la izquierda por un pelo y rozó suavemente los troncos al pasar al lado. Ya no había más porque había sido solamente el final de la manada y además una muy pequeña (dos docenas, posiblemente tres, de bestias).

Pero faltaba el último triceratops.

El último de la manada estaba demasiado confundido para esquivarlos. Se abalanzó hacia adelante, golpeando la balsa y levantando en el aire uno de sus lados.

La balsa se inclinó, aguantó un instante y se volcó.

Todo volaba por los aires. Leyster vio sus cestas y mochilas, hachas y carne ahumada, tiendas, mantas y utensilios de cocina llover al agua con lo que le pareció una lentitud torturadora. Daljit había logrado ponerse en pie sobre la balsa en movimiento y se tiró de cabeza rápidamente al río. Tamara la siguió menos segura con su lanza en una mano y la mochila en la otra. Jamal cayó entre un amasijo de extremidades. Leyster le vio sorprenderse cuando su cabeza golpeó el extremo de la balsa. Desapareció en el agua.

—¡Jamal! —se oyó Leyster gritar, y entonces también estaba en el agua.

Pudo llegar hasta la superficie atragantándose. Había troncos por todas partes, moviéndose como sí estuvieran vivos. Los triceratops salpicaban y hacían olas, batiendo el barro, y cuando sus pies tocaron el fondo descubrió que el agua sólo le llegaba por el pecho.

Jamal no estaba en ningún sitio.

Cogió aire profundamente y volvió a sumergirse bajo el agua.

Buceó con los brazos estirados hacia donde pensaba que había visto a Jamal por última vez.

Mantuvo los ojos abiertos pero no vio nada.

El agua avanzaba cada vez más despacio, así que se paró. Irrumpió otra vez en la superficie en busca de aire. Le quemaban los pulmones y le dolía el pecho. El río se extendía hasta el infinito a ambos lados.

No había esperanza. No había ninguna posibilidad de encontrar a Jamal dentro de tanta agua.

Una vez más, pensó desolado. Me sumerjo una vez y estaré seguro de que no es posible encontrarle.

Se sumergió.

El agua marrón fluía a su lado, como antes. Entonces, de golpe, algo horrible le paralizó. Sus brazos tocaron algo blando y en el mismo momento su cara chocó con el cuerpo de Jamal.

No se movía.

Rodeó el pecho del hombre con sus brazos y se esforzó por llegar a la superficie. Casi instantáneamente, sus pies tocaron el suelo y su cabeza salió al aire.

De pronto, milagrosamente, el cuerpo que tenía entre sus brazos tiritó.

Una bocanada de agua salió de la boca de Jamal e hizo un esfuerzo para respirar. Empezó a luchar. Leyster se encontró en peligro de que le arrastrara bajo el agua.

—¡Estás bien! —gritó—. ¡Estás bien! ¡Déjame que te lleve hasta la orilla!

Jamal se retorció en sus brazos.

—¿Estoy qué?

—¡Estás bien!

Jamal paró de moverse. Entonces haciendo un gran esfuerzo dijo:

—No tienes ni puñetera idea de lo que es estar bien.

Riéndose y jadeando se tambalearon hasta la orilla. Daljit se puso bajo el otro brazo de Jamal y juntos le fueron llevando.

—¡Estoy bien! —protestó Jamal débilmente—. ¡Estoy bien, de verdad!

Tamara apareció cargando con una mochila mojada.

—He conseguido salvar una. —Levantó la mochila con aspecto avergonzado y salvaje—. Pero las otras se han perdido para siempre. Lo siento.

Leyster pensó en lo que había acabado en el fondo del río: dos teléfonos móviles, las dos hachas, todos los zapatos. Tantas cosas irremplazables. Pero no podía sentir la pérdida.

Su brazo todavía rodeaba los hombros de Jamal. Levantó el otro y Tamara, dejando caer la mochila, se metió debajo. Los cuatro se juntaron en un gran abrazo, con lágrimas en los ojos y sin vergüenza de ponerse sentimentales.

—Hemos salido bien parados —dijo Leyster—. Hemos salido bien parados.

Era verdad. Supo en ese instante que habría dado todas las hachas que tuvieran para mantener vivo a Jamal.

Y en el mismo instante, añadió mentalmente al resumen:

Es posible que precisamente gracias a su éxito, este comportamiento cooperativo contribuyera a la extinción de los dinosaurios no avianos en los límites del K-T.