17

Espécimen tipo

Última Pangea: era Teleozoica. Período Mesognótico.

Época Crónica. Edad Epimeteica. 250 millones de años d. C.

Jimmy fue el primero en salir del embudo del tiempo. Miró a su alrededor de prisa y después se echó a un lado para que Griffin y Molly Gerhard pudieran seguirle. Salieron al césped después de él.

Era de noche.

A un lado había unos cuantos árboles con lianas bajas enredadas que en su juventud Jimmy hubiera llamado «árboles de trepar». Bajando la cuesta había un lago. Por encima de sus aguas, en el cielo, brillaba una aureola de estrellas. Luces de colores subían y bajaban entre ellas como linternas.

El claro estaba rodeado por una docena de puertas débilmente iluminadas. El embudo se encontraba en el centro.

Una ligera brisa hizo que las aguas del lago se ondularan. Molly Gerhard tembló y por fin habló.

—Y ahora ¿por dónde?

Jimmy señaló una de las puertas, donde esperaban dos figuras oscuras de igual tamaño y altura. No dijo nada. Un poco de acción siempre le hacía sentirse calmado y alerta. No quería arruinarlo hablando.

Cuando se acercaron, las dos figuras resultaron ser mujeres.

—Hola, Griffin —dijo Salley.

—Hola, Griffin —dijo Gertrude. La cicatriz con forma de luna junto a su boca apuntaba burlona hacia arriba.

Hubo un rápido intercambio de miradas en el que Jimmy leyó enfado, desafio, soberbia, orgullo herido y sorpresa.

Molly Gerhard, que se sabía la historia de la cicatriz de la mujer mayor, empezó a hablar del tema.

—Dime que ésta es tu futuro… —Pero Salley ya había empezado a negar con la cabeza tristemente—… y no la mujer que nos ha metido en este lío.

—Es… —empezó Salley.

—Soy la original y sí, me responsabilizo de todo lo que ha pasado.

—Eso es imposible.

—Sólo para mentes pequeñas —dijo Gertrude.

—Podemos explicarlo —añadió Salley.

—Me dijeron que las líneas divergentes del tiempo nunca podían encontrarse —comentó Molly con doble intención—. ¿Cómo podéis existir las dos en la misma realidad?

Jimmy estaba observándola y tuvo que admirar la eficacia de su trabajo. Gerhard invitaba a que la corrigieran. No temía parecer tonta. Y le dirigió la pregunta a la mujer mayor, Gertrude, ignorando a la más joven, Salley. Así abría una grieta entre ellas y creaba una división que más tarde tal vez convendría potenciar.

—Dentro de tu marco de referencia, eso era verdad —contestó Gertrude—. Las cosas son distintas a este lado de Ciudad Terminal. Has estado allí. Seguramente lo entiendes. Quien tenga una pizca de percepción se dará cuenta de que su función principal es reconciliar los productos de líneas temporales divergentes en una realidad común.

Los ojos de Salley miraron un segundo hacia ella y luego se apartaron.

—¿Para qué? —preguntó Griffin.

—Al menos, nos permite reunirnos. —Gertrude se dio la vuelta—. Vamos a mi casa. Te lo explicaré todo.

Cruzó la puerta más cercana y desapareció. Tras un instante de duda, Salley hizo lo mismo.

No tenía más elección que seguirlas.

Gertrude vivía en una torre flotante en el centro de un bosque circular del Mar Interior. Una brisa suave y húmeda entraba por las ventanas abiertas trayendo consigo un olor a sal del mar no visible. Un hilito de luna nueva colgaba baja del cielo. No había sido visible desde la boca del embudo. Así que Jimmy supo que la puerta les había transportado una distancia considerable. Pero sin embargo no tan lejos como para que ya no fuera de noche.

—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó Molly Gerhard.

Gertrude chasqueó los dedos y en sus manos apareció un mapa. Lo abrió.

—Esto es Última Pangea. La deriva de los continentes los ha juntado en una sola masa terrestre. Está rodeada de un océano que abarca todo el mundo y en su corazón abraza un único mar interior. —Golpeó con el dedo el punto en que el ecuador diseccionaba el mar interior—. Estamos justo aquí. De alguna manera, vivo en el centro exacto del mundo.

Por supuesto, pensó Jimmy. ¿Dónde si no?

Los demás estaban dando vueltas por la habitación, examinando cosas, abriendo cajones, mostrando una curiosidad que Gertrude ignoraba complacientemente aunque Jimmy jamás la hubiera permitido si se tratara de sus cosas.

—Tienes muchos libros —observó Griffin.

—Todos míos.

—Quiere decir escritos por ella —dijo Salley.

—¿Qué son estas criaturas? —preguntó Molly Gerhard.

En una pared solamente había ventanas. La pared opuesta estaba ocupada por un terrario lleno de arena. A través del cristal se podía ver una estructura laberíntica de túneles repleta de animales pálidos y sin pelo del tamaño de ratones.

—Pájaros topo pelados —contestó Gertrude—. Han perdido sus plumas y su endotermia y han adquirido una estructura social comunal. En lo que se refiere a su comportamiento, son casi idénticas a ratas topo peladas. Aunque su antecesor común más reciente era una criatura premesozoica que parecía un lagarto.

Sin ocultar su repulsión, Molly Gerhard se quedó mirando a las pálidas criaturas que trepaban por encima de sí mismas patosamente mientras otras escarbaban la tierra con garras como agujas y pequeños picos.

—¿Por qué tienes estos bichos?

—Por su interés inherente.

—¿Tienen interés inherente?

Gertrude resopló.

—La temperatura corporal siempre ha sido el «Afganistán» de los paleontólogos —dijo—. Muchos científicos se han lanzado valientemente a determinar si los dinosaurios tenían la sangre caliente o fría y se han perdido en un laberinto de definiciones. Resulta que la sanguinidad no es tan simple como parece desde fuera. No es una sola cosa, sino varias ramificaciones de estrategias.

»La temperatura corporal puede ser constante o inconstante, regulada interna o externamente y asociarse a un metabolismo en reposo alto o bajo. Mantener una temperatura corporal constante se llama homeotermia. Cuando la temperatura varía, usualmente acercándose a la temperatura ambiente, se llama poiquilotermia. La regulación interna de la temperatura se llama “endotermia”. La regulación externa de la temperatura, “ectotermia”. Un animal cuyo metabolismo en reposo se mantiene a un nivel alto es taquimetabólico. Uno cuyo metabolismo se ralentice hasta un nivel bajo de actividad es bradimetabólico.

»¿Entendido? Bien.

»Entonces, un animal de sangre caliente generalmente es homeotérmico, endotérmico y taquimetabólico mientras que uno de sangre fría es poiquilotérmico, ectotérmico y bradimetabólico. Sin embargo, el pájaro topo pelado es homeotérmico, ectotérmico y taquimetabólico. ¿Tiene la sangre fría? Hay insectos cuya temperatura corporal en reposo refleja la temperatura ambiente pero cuyos músculos de las alas suben sus temperaturas mucho más que durante el vuelo. Son poiquilotérmicos, endotérmicos y bradimetabólicos. ¿Son de sangre fría o caliente? ¿Y qué pasa con los mamíferos cuando hibernan? Homeotérmicos, ectotérmicos, bradimetabólicos. ¿Alternan su sanguinidad?

»Además, cuando empiezas a investigar los mecanismos de estas cosas, te das cuenta de que yo he simplificado brutalmente las cosas. Es mucho más complicado de lo que lo he hecho parecer.

»Así que he decidido intentar arreglar todo el desastre.

Durante todo el tiempo que habló, Jimmy se fijó en que Salley se quedó de pie en un extremo de la habitación con los ojos tristes y en silencio. Solamente había hablado una vez y sin dirigirse directamente a nadie. Tampoco había mirado a Griffin, menos por casualidad y un instante.

En fin, era muy fácil de descifrar. Se le había otorgado una terrible bendición: verse a sí misma como la veían las demás. Imaginaba que debía ser una lección de humildad. Lo que Jimmy no podía entender es porqué Gertrude estaba tan habladora.

Griffin escuchaba en silencio, con la cabeza baja ojeando un libro tras otro.

—Tapas de cuero —comentó cuando Gertrude acabó por fin—. Grabados en metal. Te tratan realmente bien. Y esta casa tuya. ¿Todos los habitantes de esta era viven en torres como ésta?

—Algunos, la mayoría no.

—Entonces, cuentas con cierta indulgencia —dijo Molly Gerhard—. ¿Por qué? ¿De quién?

—De nuestros patrocinadores. Les ofrecí un trato.

—¿A cambio de qué? —preguntó Molly secamente.

—Ya sabéis lo que obtuve: permiso para cambiar mi pasado personal. Si no fuera así, no estarías hablando conmigo ahora. No compré mi vida aquí, más bien es el precio que pagué. Tengo jefes fáciles. Me dejan dedicarme a actividades que encuentro enriquecedoras, más que nada la investigación, y a cambio me mantengo a su disposición por si surgen preguntas sobre los seres humanos.

—Sí, pero ¿qué haces? —insistió Molly Gerhard.

—Soy el espécimen tipo de Homo sapiens.

Jimmy puso cara rara y Griffin lo explicó.

—Cuando Linneo estableció su sistema de nomenclatura binomial, definió a las especies con un tipo abstracto: una definición escrita de sus rasgos. Entonces se sintió libre de sustituir los especímenes con ejemplos superiores. Pero como siempre, se cometieron errores. Lo que ocasionalmente provocó el absurdo de que una especie fuera representada por una muestra de otra especie del todo distinta.

»Así que hoy en día, cuando se describe una especie se hace a partir de un organismo individual, llamado el espécimen tipo, que se recoge y guarda cuidadosamente y se consulta cuando surge alguna pregunta sobre los atributos de su taxón.

—No estoy segura de…

—Puedes considerar a la profesora Salley como la definición física de la humanidad. Ella es el metro con el que se miden todos los seres humanos.

—Un momento —por fin habló Jimmy, y mientras lo hacía sintió que su perfecto humor soy-el-rey-del-mundo se desmoronaba dejando un vacío en su interior. Volvía al mundo del trabajo diario—. ¿Quieres decir que mi humanidad se mide según cuánto me parezca a ella?

—¿Y qué hay de malo en eso? —preguntó Gertrude.

Era una pregunta que necesitaba todo el día para responderse o no se podía responder.

—Quizás ha llegado el momento de que nos digas por qué estamos aquí —sugirió Griffin.

—Primero tomemos algo —dijo Gertrude—. Después os lo cuento todo.

Les sirvió vasos de un líquido transparente y refrescante. Unos momentos antes, Jimmy había pensado que Griffin y Molly Gerhard parecían cansados y listos para dormir. Él se sentía capaz de ir a escalar montañas. No podía parar de pensar que una caja de aquella bebida sería un buen souvenir que llevarse a casa.

—Yo estuve en la Expedición Base original —dijo Gertrude—. Aunque sea horrible decirlo, a pesar de las muertes, era feliz. Tenía dinosaurios. Tenía a Leyster. Lo tenía todo. Si no hubiera alienado a Leyster, podría haberme quedado para siempre en el Maastrichtiense.

—¿Cómo le alienaste? —preguntó Molly Gerhard.

—Fui una tonta.

Cuando estalló la bomba, Gertrude estaba ocupada doblando el lanzacohetes. Los pájaros piaban en los árboles y estaba maravillada de lo familiar y a la vez lo extraño que sonaba su trino. Eran como los pájaros de cualquier otra parte pero como si tuvieran otra partitura. Todavía no conocía ninguno de los trinos de esta edad. Pero obviamente eran tan sofisticados como los de los pájaros modernos, sesenta y cinco millones de años más adelante. Parecía que la música era algo básico. Primero surgió entre los dinosaurios pequeños, con plumas y pacíficos. El oviraptor cantaba una bella melodía.

Entonces tuvo lugar la explosión.

Atravesó corriendo el humo y la confusión y encontró tres cuerpos en el suelo: Chuck, Daljit y Tamara. Dos de ellos ya estaban muertos. El tercero, Daljit había perdido la mayor parte del brazo.

Leyster ya estaba arrodillado junto a ella, haciéndole un torniquete.

Gertrude corrió a por el botiquín. Volcó una ampolla de morfina en una jeringuilla, encontró una vena e inyectó el analgésico en el brazo bueno de Daljit.

Los otros estaban dando vueltas inseguros, revoloteando sobre los cuerpos, preguntándose los unos a los otros qué hacer. Gertrude levantó la vista y espetó:

—¡No os quedéis ahí parados! Armad una tienda. Preparad una cama para Daljit. Retirad esos cuerpos. Que alguien compruebe cuánto material ha sido destruido. ¡Cielo santo! ¡Joder! ¿Tengo que hacerlo yo todo?

Los estudiantes se dispersaron para llevar a cabo actividades prácticas. Al ayudar a Leyster a intentar cortar el flujo de sangre, Gertrude sintió un pequeño toque de satisfacción. Sabía que el trabajo era lo mejor para ellos.

El trabajo les mantendría vivos.

Las heridas de Daljit eran demasiado profundas para poderlas tratar con éxito allí mismo. Murió esa noche.

Enterraron su cuerpo al lado de los otros con el mínimo ceremonial. Colocaron las tumbas lejos del campamento para evitar atraer a los depredadores y para no perder la moral.

Entonces, para evitar que el grupo pensara demasiado en su pérdida, Gertrude se puso a construir cabañas de troncos para todos. Hubo algunas quejas porque la de Leyster y ella era más grande que las otras. Pero para entonces ya eran pareja (se habían acostado por primera vez la noche del desastre) y naturalmente necesitaban ese espacio.

No fue difícil mantenerles a todos ocupados. Había trabajo de sobra por hacer, si querían sobrevivir. La bomba había destruido una parte tan grande del equipo que no podían esperar que llevarían a cabo ni una fracción de la investigación planeada originariamente. Sin embargo, podían hacer algo. Instigado por ella, Leyster construyó un escondrijo en Barren Ridge donde era posible observar el nido de tiranosaurio.

Leyster y ella, al ser los mejor cualificados, se encargaron de vigilar a los tiranosaurios. A veces, como recompensa por un trabajo bien hecho, dejaba que uno de los otros la ayudara.

Un día que estaba en el escondrijo, Jamal fue a hablar con Gertrude. Observaba a Boris y Bela, los más pequeños del grupo, pegándose el uno al otro, golpeándose en los hocicos hasta que uno acertó y empezaron a rodar y rodar dando pataditas como gatitos.

—¿Va bien la pesca? —preguntó sin bajar los prismáticos.

Observar a las crías de tiranosaurio era divertidísimo. Tenían curiosidad por todo. Una piedrecilla brillante, un lagarto que no hubieran visto antes, un reloj de pulsera hecho trizas colgado de un árbol en un lugar donde Gertrude sabía que lo encontrarían: cualquier novedad era un juguete y una diversión para ellos. Girarían sus cabezas y lo mirarían con sus pequeños ojos brillantes. Entonces le darían patadas con sus patas con garras si estuviera en el suelo, y lo golpearían con las cabezas si estuviera más arriba. Tarde o temprano intentarían comérselo. Los tiranosaurios jóvenes intentaban metérselo todo en la boca. Por eso perdían muchos dientes.

Los adultos eran distintos: maliciosos, orgullosos. Reaccionaban a cualquier cosa nueva en su medio con desprecio y desconfianza. Su comportamiento estaba definido rígidamente. Evitaban todas las formas de novedad.

—Escucha —dijo Jamal—. Todo el mundo está un poco preocupado por la forma en que están yendo las cosas.

Bajó los prismáticos.

—Estamos vivos. Tenemos comida. ¿De qué se quejan?

—Dicho pronto y mal, nosotros hacemos todo el trabajo mientras vosotros dos os dedicáis a estar todo el día sentados observando.

—Sois estudiantes de doctorado, por lo que más quieras. ¿Qué esperabais?

—Estamos currando un huevo. Vosotros también deberíais hacerlo.

Lo que más le molestaba era que la acusación era injusta. Leyster y ella trabajan el doble de duro que cualquiera de los demás. Pero se tragó su enfado.

—Leyster y yo somos los únicos investigadores con una formación completa.

—¿Para quién estáis investigando? El localizador está hecho añicos. Nunca volveremos a casa. ¿Quién va a leer vuestros hallazgos?

—Somos científicos. Si no investigamos, entonces ¿por qué estamos aquí?

—A veces me lo pregunto —contestó Jamal secamente.

Se dio la vuelta y se fue.

Esa noche le contó a Leyster lo ocurrido.

Leyster parecía chupado y pálido. Sus responsabilidades le estaban agotando.

—No sé —dijo—. Tal vez tenga razón.

—¡No, no la tiene! Solamente es un joven macho beta ambicioso con delirios de ser un alfa. Quiere poder y dobles raciones, eso es todo. Todo esto apesta a política de monos.

—Pero tal vez deberíamos…

Ella le calló con besos. Entonces hicieron el amor. Leyster no tuvo su mejor noche e inmediatamente después cayó en un sueño exhausto. Pero de verdad la quería. Ese tipo de cosas son imposibles de fingir.

Una semana después, Jamal se fue del campamento llevándose con él a la mitad de la expedición.

Solamente se quedaron Lai-tsz, Gillian y Patrick. Katie, Nils y Matthew se fueron con Jamal. Se llevaron todo el material que pudieron cargar.

Su marcha dobló el trabajo de todos. Los campamentos necesitaban dos personas para la cocina, dos personas para lavar los platos, el doble de esfuerzo para hacer dos veces todo lo necesario. Habían pospuesto fabricar la caseta de ahumar indefinidamente, aunque eso les hubiera ahorrado gran cantidad de trabajo a largo plazo al hacer posible guardar la carne durante más de un día. Tanta falta de eficiencia era una locura.

Por supuesto, abandonaron el escondrijo para ver a los tiranosaurios. Tuvieron que hacerlo. La ciencia se había convertido en un lujo.

Los disidentes no fueron muy lejos. Volvían periódicamente, enfadados y con la cabeza baja, buscando herramientas o material que no se habían acordado de coger.

—Las hachas se quedan —dijo Gertrude la primera vez que ocurrió. Pensaba que cuanto peores fueran sus privaciones antes regresarían a casa maltrechos.

—No son propiedad privada. Se trajeron para la expedición gracias a financiación pública.

Pero Leyster, ciego al contexto más amplio, dijo:

—Claro que os podéis llevar una hacha y todo lo que necesitéis. No somos vuestros enemigos, ¿sabéis? Estamos juntos en esto. —Todavía planeaba ganárselos con bondad.

El problema es que estaba fuera de este mundo. Era demasiado bueno para su bien.

La cosas fueron de mal en peor. Gillian les dejó para irse con los disidentes. Entonces, dos meses después de la ruptura, Nils murió en un accidente. El campamento rebelde no quería hablar del tema, así que Gertrude nunca averiguó los detalles. Pero todos se juntaron para su funeral.

Fue un encuentro tenso. Los grupos no se mezclaron sino que se mantuvieron cada uno por su lado. Cuando Gertrude consiguió apartarse con Katie para intentar convencerla de que volviera, se echó a llorar.

—A Jamal no le gustaría —dijo negando con la cabeza—. No sabes cómo se pone cuando se enfada.

Era el típico comportamiento de culto: el líder carismático cuya palabra es la ley, la obediencia irracional, el miedo generalizado. Leyster no la escuchaba pero Gertrude estaba cada vez más convencida de que Jamal retenía al grupo contra su voluntad, manteniéndoles unidos a él por medios psicológicos.

Cinco meses después del accidente, casi no lograban sobrevivir. Todos habían adelgazado mucho. En particular, Leyster se había deteriorado mucho. Ya nunca sonreía ni bromeaba y a veces pasaba días sin hablar. A Gertrude le partía el corazón verle tan mermado.

Entonces, seis meses menos un día tras la bomba, Patrick fue asesinado cuando le asaltó un grupo de terópodos pequeños mientras cavaba en busca de huevos de tortuga.

No hubiera muerto si hubiera podido tener a alguien con una lanza y una bolsa de piedras cubriéndole las espaldas.

Así que, durante una noche sin dormir, Gertrude decidió pasar a la acción.

Los disidentes habían construido una trinchera para usar como letrina justo lo suficientemente lejos del nuevo campamento para no ser molestados por las moscas y los olores. Muy temprano a la mañana siguiente, Gertrude encontró un escondite junto al camino que iba a la letrina y se instaló a esperar.

La primera en ir y volver por el camino fue Katie. Después Matthew. Jamal fue el tercero.

Su cara se oscureció cuando ella apareció ante él.

—¿Qué quieres?

—Te he traído una pala.

Le pegó con ella tan fuerte como pudo.

Jamal parecía profundamente sorprendido. Ni siquiera intentó agacharse para evitar el impacto. El filo de la pala le dio en el hombro, y después indirectamente en un lado de la cabeza.

Se tambaleó. Ella volvió a sacudirle con la pala detrás de las rodillas.

Cayó.

—No, espera —dijo sin fuerzas desde el suelo. Levantó una mano suplicante—. Por lo que más quieras, no.

—¡Maldito! —exclamó Gertrude—. ¡Jodiste algo que era perfecto! Eres un sucio, ignorante hijo de puta.

Gritaba tan fuerte que casi no veía y la comisura de la boca le sangraba. Mientras se liaba a palazos como loca, se las había arreglado para cortarse con el anillo.

—Muere, cabrón.

Levantó la pala con ambas manos, con el filo apuntando a su garganta. Había pensado que sería difícil pero ahora que estaba en ello, estaba tan llena de ira que no era en absoluto difícil. Era la cosa más fácil del mundo.

—¡Jamal! —gritó una voz alegre. La voz salía de detrás de ella, del nuevo campamento.

Era Leyster. Venía corriendo por el camino, agitando los brazos.

—¡Nos han rescatado! —gritó—. ¡Están aquí! Hemos…

La vio de pie junto a Jamal, con la pala en alto, y se paró en seco.

La historia había terminado.

—¿Y cómo acabaste aquí? —preguntó Molly Gerhard.

—Sumando rumores descubrí que quien tuviera el mando debía provenir de un futuro lejano. Así que le robé el Permiso de Acceso a Griffin…

—¿Cómo?

—No fue muy difícil. —Miró deliberadamente a Griffin—. Le robé el permiso y cogí el embudo hasta lo más futuro que pude. Entonces hice un trato con los de aquí.

—¿Quiénes son «los de aquí»? ¿Cómo son?

—Todo a su tiempo. Es más fácil enseñarlo que explicarlo. Esperad un par de horas y prepararé una presentación.

—Hay una cosa que no logro entender —dijo Griffin incorporándose—. ¿Tú qué ganas? Al cambiar tu pasado, también te has liberado de él. ¿Por qué lo hiciste?

Gertrude levantó la cabeza y se quedó mirando a Griffin por encima de su nariz. Es como un pájaro, pensó Jimmy. Igual que un pájaro.

—Quería a Leyster —contestó—. Decidí que si no podía tenerle en un tiempo, le tendría en otro.

Se volvió hacia Salley, que parecía encogerse cuando ella la miraba.

—Lo hice por ti —dijo Gertrude triunfante—. Lo hice todo por ti.

Salley se miraba el regazo. No dijo nada.

El sol asomaba por encima del bosque circular. Cuando Gertrude les invitó, todos salieron al balcón.

El bosque circular era una circunferencia verde de kilómetro y medio de diámetro con agua en el centro. Olía distinto de los bosques que Jimmy conocía del mismo modo que un bosque de robles huele diferente a uno de pinos. Los pájaros anidaban en sus ramas y los peces nadaban entre las raíces. Había estanques y lagos dentro del bosque, claros naturales en los que pájaros como golondrinas revoloteaban y se golpeaban, levantando espigas blancas de agua cuando penetraban la superficie.

—Esto es precioso —comentó Molly Gerhard.

Gertrude asintió y sin ni una gota de ironía contestó:

—De nada.

Jimmy Boyle se acordaba de cómo, en una época anterior, Salley había hablado de las plantas acuáticas y de su importancia como desarrollo ecológico. Se preguntaba si aquello eran sus descendientes. Suponía que sí.

—Los bosques cubren todos los llanos continentales —dijo Gertrude—. Estos árboles se han adaptado a aguas más profundas. Sus zarcillos no pueden alcanzar el suelo oceánico, así que funcionan como anclajes al mar. Se mezclan y forman una rica variedad de hábitats que sirven de refugio a muchas especies distintas.

Mientras hablaba, Griffin y Salley se escabulleron. Se separaron de los demás para hablar en voz baja. Jimmy se colocó para poner la antena sin parecer entrometido mientras hacía ver que escuchaba a Gertrude.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí —preguntó Griffin—, con ella?

—Un mes.

—Ha debido de ser difícil.

Salley se acercó un poco más a él.

—No tienes ni idea —dijo enfadada—. Ha de ser la criatura más arrogante y egoísta…, y manipuladora del mundo.

Griffin sonrió con tristeza.

—Todavía no has conocido al Viejo.

—¡Oh, Dios! —exclamó Salley—. ¡Estoy tan avergonzada!

—No deberías avergonzarte de algo que no has hecho —replicó Griffin.

—¡Pero lo estoy! ¡Lo estoy! ¿Cómo podría no estarlo sabiendo que ella soy yo?

De pronto Salley empezó a llorar. Griffin la rodeó con sus brazos, consolándola, y ella le dejó.

—Tiene gracia —dijo—. Me juré a mí misma que jamás te dejaría volver a tocarme, y aquí estoy, pegada a ti como una lapa.

—Sí —contestó Griffin—. Tiene gracia.

—No puedo mantener ni una sola jodida resolución —comentó amargamente—. Ni aunque mi vida dependa de ello.

Jimmy se apartó. Allí no había nada más que averiguar.

Gertrude seguía hablando, por supuesto.

—¿Os habíais fijado alguna vez —preguntó— en que las estaciones están al final de una edad? ¿Justo antes de un evento de extinción mayor? ¿No os habíais preguntado nunca porque la estación de Washington debería ser distinta?

—En términos biológicos —dijo Jimmy—, nuestro hogar está en medio de uno de los eventos de extinción más grandes de la historia del planeta. Aunque no desapareciera una sola especie más después de nuestro tiempo, todavía sería una de las seis extinciones principales.

Había estado con científicos lo suficiente como para haber aprendido al menos eso.

—Tal vez —replicó Gertrude—. Pero mira a tu alrededor. Estamos extinguidos, la humanidad, quiero decir, y lo hemos estado mucho, mucho tiempo.

—¿Cómo? —susurró Molly Gerhard—. ¿Cómo desaparecimos?

—Eso —contestó Gertrude con firmeza— lo dejaremos como el ejercicio a realizar por un estudiante.

En su cara había algo raro, algo triunfante pero anhelante. Jimmy se daba cuenta de que estaba muy sola.

La vieja llevaba tanto tiempo viviendo ahí en su esplendoroso aislamiento que casi se le había olvidado cómo llevarse bien con otros seres humanos. Pero aun así notaba que le faltaba su compañía.

Sentía una terrible pena por ella. Pero al mismo tiempo, no necesitaba hacer nada al respecto. No formaba parte de su trabajo.

Sonó una campana.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Molly Gerhard.

—Ha llegado la hora —contestó Gertrude— de conocer a nuestros patrocinadores.

La puerta se encontraba en una habitación pequeña en el centro de la torre de Gertrude. Una puerta se abrió y de ella salió uno de los inalterables.

—Hemos venido —dijo— a llevarles a la reunión. A ti no —añadió mirando a Gertrude, y continuó volviendo a mirar a los otros—: Vamos.