«Sistema colega»
Colinas Expedición Perdida: era Mesozoica. Período Cretácico.
Época Senoniense. Edad Maastrichtiense. 65 millones de años a. C.
Cuando anocheció instalaron la tienda de campaña automática en un lugar protegido en una arboleda de sicomoros y se quedaron dormidos casi inmediatamente.
Por la mañana, Chuck fue el primero en salir silbando alegremente. Pero paró de silbar en el instante en que pisó el exterior.
Volvió a meter la cabeza en la tienda y alarmado susurró:
—No hagáis movimientos rápidos ni ruido. Coged las cosas y salid de la tienda. Ahora.
—Espero que esto no sea otro de tus… —empezó Tamara saliendo lanza en mano y blusa a medio abrochar—. Mierda.
Una manada de geistosaurios se había instalado en la arboleda. Era difícil contar cuántos eran a la luz del amanecer pero había por lo menos cuarenta. Estaban arrancando tranquilamente las hojas de las ramas bajas de los sicomoros.
Los geistosaurios eran blancos como la nieve y tenían manchas negras repartidas por el cuerpo y grandes círculos negros alrededor de los ojos. Esos círculos podrían haberle dado un aspecto cómico, pero no era así. Sus manchas combinadas con su absoluto silencio (los geistosaurios eran los únicos hadrosaurinos mudos que Leyster conocía) les daban una solemnidad fantasmal como si fueran espíritus de animales que se habían colado en la realidad desde las tierras sagradas de los muertos.
No se atrevieron a intentar escapar. Cualquier animal grande era potencialmente peligroso. Y aunque los geistosaurios no eran más agresivos que unos toros Brahma o unos yaks eran considerablemente más grandes. Si se asustaban, eran capaces de pisotearlos a todos con facilidad.
Tampoco serviría de nada trepar a un árbol. Les salvaría de un ceratopsio pero no de un hadrosaurio. Si se ponían de pie sobre sus patas traseras, los geistosaurios podían alcanzar todas las ramas excepto las más altas que agitarían tan salvajemente como fuera necesario para tirar lo que se estuviera agarrando a ellas.
Así que se mantuvieron sentados pegados a los troncos de los sicomoros durante horas, esperando pasar desapercibidos mientras los fantasmales gigantes blanquinegros pasaban por la arboleda: animales pálidos entre árboles pálidos.
—En otras circunstancias —murmuró Chuck sin que casi se le oyera—, estaría disfrutando. Estamos en primera fila.
—No logro descifrar su estructura social —murmuró Leyster—. Como norma, los adultos más pequeños parecen subordinarse a los más grandes. Pero…
—Joder, ¿queréis hacer el favor de callar? —susurró Tamara—. No queremos espantarles.
En ese instante sonó el teléfono.
Todos los geistosaurios de la arboleda levantaron alarmados la cabeza. Durante un largo y gélido instante, nada se movió. El teléfono continuó sonando. Era un ruido desconocido para estos animales y era completamente distinto a todo lo que habían oído.
Entonces huyeron.
Se dispersaron como palomas. Por un instante estuvieron en todas partes, enormes, aterrorizados. Las crías se pusieron a cuatro patas y trotaron raudas hacia el este y el norte. Después los adultos, dejando a sus crías marchar primero.
Con las prisas, un geistosaurio rozó la tienda automática que saltó por los aires y se elevó unos dos metros. Para cuando volvió a botar en el suelo, la arboleda estaba desierta.
El teléfono seguía sonando.
Leyster se puso de pie temblando. Antes de sacar la mochila para contestar el teléfono, estiró sus doloridos músculos. Tardó un poco en desembalarlo.
—¿Sí?
—Soy Daljit. Lai-tsz nos ha llamado para contarnos que ha construido un aparato para detectar infrasonido y… ¿Eh? ¿Por dónde vais?
—Pues no por donde nos gustaría. Pero esta tarde recuperaremos el tiempo perdido. ¿Qué tal, Jamal?
—Sólo tengo una pierna rota —se oyó a Jamal por detrás.
—Creo que está infectada —dijo Daljit—. ¿Os habéis acordado de traer antibióticos?
—Claro que sí. —Los últimos que les quedaban, pero Leyster no mencionó eso—. ¡Ah! y ya podéis tener cuidado con Chuck. Ha descubierto una teoría.
—Ya. ¿Qué teoría?
—Le dejaré que os caliente la cabeza cuando lleguemos. Ahora, contadnos lo del infrasonido.
Mientras él escuchaba, Chuck y Tamara guardaron el equipo. Cuando por fin colgó, Tamara dijo:
—Hemos tenido suerte. Los único que estaba roto de la tienda es un puntal de sujeción. Podemos hacer un repuesto usando el brote de un árbol.
—Gracias —contestó Leyster.
Andaban ya por la mitad del lento proceso de perder todo lo que habían traído. Lo primero el artilugio de la ducha solar, inmediatamente seguido por sus aparatos electrónicos (juegos, sistemas de música) y las pilas que requerían para funcionar. Después faltó un cuchillo y un peine y cuando se quisieron dar cuenta, estaban sufriendo incomodidades graves y enfrentándose a la posibilidad de pasarlo realmente mal. Cuando murió una de sus cámaras, Patrick estuvo de luto una semana.
Poco a poco, estaban dejando escapar la edad de las máquinas y cayendo de vuelta a la edad de piedra. Resultaba un panorama terrorífico no sólo porque era irreversible sino también porque les faltaba el complejo dominio de la tecnología paleolítica que tenía un cazador de la edad de piedra. Nils había pasado la mayoría de la estación lluviosa intentando construir un arco antes de rendirse porque le salía una chapuza. Ni siquiera había sido capaz de fabricar palos lo suficientemente rectos para ser las flechas.
—Vamos —dijo Leyster, poniéndose la mochila al hombro—. Os contaré lo del infrasonido por el camino.
Lai-tsz había manipulado chapuceramente dos grabadoras para poder detectar el infrasonido. El primer día que usaron el invento, los miembros del grupo que se habían quedado en casa pudieron establecer que el valle estaba lleno de comunicaciones subaudibles. Es más, según Daljit, los mensajes eran profundamente conmovedores.
—¡Cantan! —le había dicho a Leyster—. No, no como las ballenas. Mucho más grave, mucho más vibrante. Oh, es exquisito. Nos pusieron un poco por teléfono. Jamal dice que tenemos que quedarnos el copyright. Dice que está seguro de que una discográfica estaría interesada.
—Era una broma —se oyó replicar a Jamal por detrás.
—Ay, calla, claro que no era una broma. Afortunadamente nuestro equipo original incluía micrófonos direccionales. Como Lai-tsz ha conectado dos grabadoras, es posible apuntar con una a un tiranosaurio y con la otra a un herbívoro, grabar simultáneamente a ambos, y escucharlos a la vez para ver si hay algo que parezca comunicación interespecífica.
—¿Y la hay?
—Bueno, es un poco pronto para decirlo…
—No seas mala, Daljit —dijo Jamal.
—Pero sí, sí, parece que lo hay.
Cuando Leyster terminó de contarles la conversación, Tamara exclamó:
—¡Es genial!
—Jo, vamos —dijo Chuck poniendo voz de ofendido—. ¿Cómo te puede impresionar tanto algo que ya sospechábamos y no mi teoría? Quiero decir, asumámoslo: logra juntar la extinción K-T, la deriva de los continentes, el impacto del Chicxulub y la locura colectiva de los dinosaurios en un mismo y apetitoso paquete.
—Sí, pero eso son sólo ideas. Perdóname Chuck pero a todo el mundo se le pueden ocurrir ideas. Lo que los chicos han hecho en casa va más allá de las ideas. ¡Han establecido un nuevo hecho! Es como si el universo llevara desde siempre guardando este secreto y ahora ha sido descubierto. Es como leerle el pensamiento a Dios.
—¿Ahora quién está siendo grandilocuente?
—Louis Agassiz escribió una vez que un hecho físico es tan sagrado como un principio moral —intervino Leyster—. En este tema, estoy del lado de Tamara.
Chuck se encogió de hombros.
—De cualquier modo, han establecido que especies distintas se hablan entre ellas con infrasonidos. Considero que eso es un paso hacia la demostración de mi teoría.
—Eh, un momento. La ciencia no funciona así. Primero acumulas los datos, luego los analizas y después planteas una hipótesis y desarrollas un plan para ponerla a prueba. En ese orden.
—Y aun así, continuamente, los científicos plantean nociones estúpidas y se ponen a intentar demostrarlas —dijo Tamara—. Podría dar nombres, si quieres. Tu sistema funciona en teoría. Pero las cosas son distintas en el mundo real.
—Algún día ascenderé mi idea a Teoría —dijo Chuck—. En ella todo encaja.
—A veces me hacéis plantearme si valgo para enseñar. Una hipótesis no se puede demostrar, solamente se puede poner a prueba para ver si puede ser destruida. Si la hipótesis resiste todo intento de ser rebatida a lo largo de un período de tiempo, entonces se podrá decir que es extremadamente potente y que echarla abajo requeriría una extraordinaria cantidad de datos. La teoría de que las enfermedades son causadas por gérmenes es un buen ejemplo. La evidencia que la respalda convence. La gente se juega la vida cada día a que es verdad. Pero no ha sido demostrada. Simplemente es la mejor interpretación disponible para lo que sabemos.
—Pues, dado lo que sabemos, creo que mi hipótesis es la mejor interpretación disponible de los hechos.
—Pero no es parca. No es la explicación más simple posible.
Discutiendo y manteniéndose alerta por si había depredadores, avanzaron unos pocos kilómetros más por el bosque.
Estaban siguiendo una rastro viejo de hadrosaurio cuando el bosque se abrió en un gran claro. Había sido devorado casi hasta el suelo recientemente y estaba cubierto de vegetación nueva, tallos verdes frescos brotaban con capullos blancos de miraguano e isopogon con las puntas rojas. Un arroyo lo atravesaba. En el extremo opuesto del arroyo, el bosque continuaba con un grupo de magnolias en flor. Su aroma llenaba el claro.
Los pájaros se dispersaron cuando salieron de la oscuridad. Esperaron con cuidado otro instante, entonces dieron un paso adelante. Después otro.
No les atacó nada.
Aliviado, Leyster dejó caer su mochila al suelo.
—Vamos a hacer un descanso.
—Apoyo la moción —contestó Tamara.
—Aprobada. —Chuck se desplomó en el suelo.
Juntaron sus bolsas y se sentaron apoyados en ellas con las piernas estiradas. Leyster se enrolló las perneras del pantalón en busca de pulgas. Chuck se quitó un zapato y se masajeó el pie.
—Echemos un vistazo —dijo Tamara—. ¡Se te está cayendo la suela! ¿Por qué no lo has dicho?
—Sabía que la querrías pegar con la cinta y nos queda tan poca…
Leyster ya había sacado la cinta aislante de su mochila.
—¿Para qué te crees que es? —El zapato ya había sido reparado pero la cinta se había quebrado donde la suela se juntaba con el zapato. Lo recubrió con trozos generosos de cinta nueva encima de la vieja—. Ya está. Esto te durará un tiempo.
Chuck asintió pesaroso.
—Tenemos que empezar a hacer zapatos nuevos.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —dijo Leyster—. No podemos hacer curtidos de roble porque no hemos encontrado nada que parezca la forma ancestral del roble. Y el problema del curtido de cerebro es que los dinosaurios tienen cerebros tan pequeños que tendríamos que cosechar muchos.
—Suena al método de hacer palillos usado por los pioneros —observó Chuck—. Primero cortas una secuoya…
Todos se rieron. Guardaron silencio un rato. Entonces Tamara habló perezosamente.
—Eh, Chuck.
—¿Sí?
—¿No crees en serio eso de que el impacto de Chicxulub pueda hacer que la Tierra suene, verdad?
—¿Qué dificultad tiene? La Tierra suena durante dos o tres semanas tras un terremoto importante y la fuerza de la colisión fue de seis por diez a la octava potencia más fuerte que cualquier terremoto. La mayoría de esa fuerza se hizo calor y se convirtió en otras formas de energía. Si menos de la décima parte de un uno por ciento de eso se transformó en energía elástica, parece completamente plausible entonces que la propagación de ondas elásticas bastaría para que la Tierra sonara durante cien años.
—Oh.
—La única duda es en qué medida la energía calorífica cambió las propiedades de la corteza. Si se hizo más viscosa y menos sólida, entonces la corteza más viscosa absorbería las ondas elásticas. Sin embargo, no creo que eso ocurriera. En mi humilde opinión, es extremadamente improbable. Aunque estoy abierto a nuevas interpretaciones, si hay datos que las respalden.
Leyster sonrió por dentro. Chuck tenía una buena cabeza. Sería un buen científico tan pronto como aprendiera a no sacar conclusiones precipitadas. Suspiró, se estiró y se puso de pie.
—Hora de irse, chicos. —Leyster consultó la brújula mirando hacia las magnolias. Tamara le siguió, después Chuck.
Cruzaron el arroyo salpicando y volvieron a la sombra.
—Manteneos alerta —dijo Chuck—. Que no os distraiga lo tranquilo que parece todo.
Casi no había acabado de hablar cuando les atacaron los «dromis».
Los dromeosaurios no eran especialmente grandes para ser dinosaurios. Eran del mismo tamaño que los perros (a una persona le podían llegar entre la rodilla y la cadera) pero al igual que con los perros, a nadie le gustaría que uno le atacara. Este grupo en particular estaba cubierto de plumas verdes leonadas muy cortas excepto los abanicos en las muñecas de las hembras usados para dar sombra a los huevos cuando los empollaban. Las plumas, los dientecitos salvajes en su estrechas cabezas de lebrel y las garras excesivamente grandes de sus patas traseras se combinaban para hacerles parecer una suerte de periquitos propios del infierno.
Su forma de cazar consistía en tender una emboscada.
Todos a una salieron de los arbustos y se bajaron de los árboles. El aire se llenó de cuerpos volantes y pétalos de magnolia.
Chuck chilló una vez.
Leyster saltó y vio como Chuck caía cubierto de dromeosaurios.
Instintivamente dejó caer la brújula y sacó el hacha. La balanceó mientras chillaba y corría hacia el grupo de «dromis».
Tamara le adelantó corriendo, gritando a todo pulmón. Se había acordado de soltar la mochila, cosa que Leyster no. Llevaba el brazo que sujetaba la lanza hacia atrás y ponía cara de asesina.
Los «dromis» se dispersaron.
Eran suficientes criaturas para matar tanto a Tamara como a Leyster. Pero no estaban acostumbrados a ser desafiados. Como se enfrentaban a una situación completamente fuera de su experiencia, se retiraron cruzando el claro y hacia la protección del bosque, más allá.
Tamara no se había atrevido a usar la lanza cuando los «dromis» estaban sobre Chuck. La lanzó ahora, cogió la otra y la lanzó también.
Una de las lanzas se fue hacia un lateral. La otra dio justo en el pecho del blanco.
En el borde del claro, un «dromi» se volvió a vociferar una amenaza y casi le da una piedra que lanzó Tamara. Enfadado y alarmado, corrió como un rayo de vuelta al bosque. Por un instante la maleza se llenó de sombras oscuras merodeando confundidas. Pero cuando Tamara se metió bajo los árboles para buscarlos no los encontró.
Volvió hacia la pradera.
—¿Chuck?
Al caer, Chuck se había dado la vuelta. Su cuerpo yacía boca abajo debajo de las magnolias. Leyster se arrodilló a su lado y le tomó el pulso, aunque sabía lo que iba a encontrar. Habían sido entre seis y nueve monstruitos, y todos le habían mordido varias veces antes de ser espantados. Le habían mordido en las piernas, los brazos y la cara. Le habían abierto la garganta.
—Está muerto —dijo Leyster con suavidad.
—Oh… ¡mierda! —Tamara apartó la cara y se puso a llorar—. Joder, joder, joder.
Leyster empezó a darle la vuelta al cuerpo de Chuck. Pero al intentarlo no lo pudo mover bien y vio como algo le empezaba a fluir del abdomen. Recordó entonces cómo los dinosaurios se enganchan a su presa con las patas delanteras y usan las enormes garras de las patas traseras para sacarle las vísceras a su víctima. El abdomen de Chuck estaría rajado del escroto a las costillas.
Volvió a colocar el cuerpo en su postura original y se puso de pie.
Tamara parecía agitada. La rodeó con los brazos y ella escondió la cara en su hombro. La espalda le subía y bajaba por los sollozos. Pero Leyster no tenía lágrimas. Sólo un dolor seco y miserable. Vivir en el Maastrichtiense, con la muerte violenta como una posibilidad cotidiana, le había endurecido. Antes se hubiera sentido culpable por sobrevivir. Se hubiera culpado por la muerte de su amigo y buscado el motivo por el cual él se había salvado y Chuck no. Ahora sabía que esos sentimientos eran fruto de una mera autoindulgencia. Los dromeosaurios habían elegido a Chuck por ser el último de la fila. Si Leyster hubiera cojeado o Tamara estuviera con el período, las cosas hubieran sido distintas.
Había sido así.
En el campamento de supervivencia lo llamaban «sistema colega». Para sobrevivir a un ataque no tenías que ser más rápido que los depredadores, solamente más rápido que tu colega. Era un sistema que funcionaba bien entre las cebras y los alces. Pero era un infierno para los seres humanos.
Leyster abrió la mochila de Chuck para que pudieran redistribuir sus cosas entre sus dos bolsas. Controlando la repulsión, registró los bolsillos de Chuck por si hubiera cosas que pudieran necesitar. Después cogió los zapatos y el cinturón de Chuck. Hasta que no dominaran las técnicas de curtido, no se podían permitir abandonar ni el más pequeño resto de cuero.
—He encontrado la brújula —dijo Tamara. Entonces, cuando él negó con la cabeza confundido, ella continuó—: Se te cayó. Yo la recogí.
Le enseñó la brújula y rompió a llorar de nuevo.
—Hay muchas rocas en el arroyo. Deberíamos construirle a Chuck una señal de piedras. Nada sofisticado. Algo lo suficientemente grande para mantener a los «dromis» alejados de su cadáver.
Tamara se secó los ojos.
—Tal vez deberíamos dejar que lo cojan. No es mal destino para un paleontólogo: ser comido por los dinosaurios.
—Eso estaría bien para ti y para mí. Pero Chuck no era un hombre al que le gustaran los huesos. Era geólogo. Tendrá sus piedras.
Leyster no estaba seguro de cuántos kilómetros habían andado Tamara y él antes de que la noche se les echara encima. Menos de los planeados. Más de los que podía esperarse. Caminaron como aturdidos, sin cansarse. Después, él no se acordaba de si habían o no tenido cuidado con lo depredadores.
Justo antes de acostarse, Leyster llamó a Daljit y Jamal. No quería hablar con ellos en absoluto. De verdad no estaba de humor. Pero tenía que hacerlo.
—Escucha —dijo—. Hemos tenido un contratiempo, así que llegaremos más tarde de lo que esperábamos. Pero no te preocupes, llegaremos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Daljit—. ¿No habéis perdido los antibióticos, verdad?
—Los antibióticos están perfectamente. Os contaremos los detalles cuando lleguemos. Por ahora, no quiero que os preocupéis.
—Bueno, vale, será mejor que lleguéis pronto. Jamal no está muy bien. Le ha subido la fiebre y delira.
—Todo lo que quiero es una bicicleta —murmuró Jamal por detrás—. ¿Es tanto pedir?
—¡Él y su puñetera bicicleta! Voy a colgar. Dale recuerdos a Tamara y a Chuck, ¿vale?
Leyster hizo una mueca de dolor.
—Vale.
Guardó el teléfono y volvió a la hoguera. No se había alejado mucho. Sólo lo suficiente para evitar que el teléfono se quemara si se le caía.
—¿No se lo has dicho? —preguntó Tamara.
—No he podido. —Se sentó junto a ella—. Ya habrá tiempo cuando lleguemos. Ya tiene bastante de que preocuparse.
Durante un buen rato no dijeron nada, miraron en silencio cómo el fuego ardía hasta convertirse en brasas. Por fin, Tamara dijo:
—Voy adentro.
—Te acompañaré en un momento —contestó Leyster—. Quiero quedarme y pensar un rato.
Se quedó allí sentado escuchando la noche. Los murciélagos cuchicheaban y se oía el pulso regular de los grillos. El grito solitario de una grulla. Además había otros ruidos mezclados, carcajadas y gorgojos distantes que podían ser dinosaurios o mamíferos o cualquier otra cosa. Normalmente, estos ruidos le consolaban.
Esta noche no.
El esqueleto de un triceratops tenía más de trescientos huesos y si se los ponían todos amontonados delante de Leyster, él podría juntarlos en una tarde. Ordenaría correctamente las sesenta y tres vértebras, desde el sincervical hasta la última caudal. Reconstruiría los fragmentos craneales en una única pieza. Los pies serían difíciles pero separaría los huesos de los mismos en dos montones de veinticuatro empezando por los metatarsianos I al V, colocando las falanges según la fórmula 2-3-4-5-0 y enganchándolos todos en un tobillo compuesto de un astrágalo, un calcáneo y tres tarsianos distales. Las manos, casi sencillas en comparación, contenían cinco metacarpianos, catorce falanges dispuestas en la fórmula 2-3-4-3-2 y tres carpianos, pero aun así era una habilidad poco corriente poder colocarlas de vista. Leyster se sabía el esqueleto como nadie.
También conocía perfectamente las vías bioquímicas del metabolismo y el catabolismo de las criaturas, muchas sutilezas de su comportamiento y temperamento, sus estrategias para alimentarse, luchar, aparearse y criar, la historia de su evolución y un esquema aproximado de su extensión y estructura genéticas. Y ése era solamente uno de los dinosaurios (por no hablar de los no-dinosaurios) que había estudiado en profundidad. Sabía todo lo que podía saberse, con los recursos disponibles, sobre la vida y la muerte de los animales.
Todo excepto, tal vez, el misterio central. Sólo tenía datos y nada de su conocimiento era necesario. Cada vez que nacía un triceratops, los huesos encontraban la forma correcta de ordenarse. Las vías bioquímicas se controlaban por sí mismas. Los animales vivían, se reproducían y morían con todo éxito sin su intervención.
Chuck había estado aquí y ahora no estaba.
Parecía imposible.
No lo comprendía en absoluto.
En el bosque todo era negro sobre negro. Le mareaba. Le hacía sentirse pequeño, como una mota transitoria de vida más moviéndose inexorablemente hacia la muerte.
A pesar de todo su conocimiento, no sabía nada. A pesar de todo lo que había aprendido, su comprensión era nula. Estaba en el centro tenebroso de un universo totalmente vacío de significado. Aquí no había respuestas, ni dentro, ni en ninguna parte.
Perdió la mirada en la oscuridad. Quería adentrase en ella y no volver jamás.
Su infelicidad era tan grande en ese momento que le parecía que la misma noche sollozaba. El bosque desolado y el cielo sin estrellas se agitaron con un ruido grave y amortiguado que era la perfecta encarnación de la miseria. Entonces, de golpe, se dio cuenta de que el sonido era Tamara que lloraba silenciosamente en la tienda.
Después de todo no se había dormido.
Bueno, por supuesto que no. ¿Cómo podía dormir después de lo que le había pasado a Chuck? Aunque no lo hubiera visto, aunque no hubiera estado tan cerca, su pérdida reducía a diez la población humana del mundo. Era una catástrofe sin igual. Causaba un dolor terrible. Por eso era su deber entrar en la tienda a consolarla.
Al pensarlo su espíritu tembló. No puedo, pensó enfadado. No tengo ningún consuelo que ofrecer. No tengo nada más que miseria y autocompasión. Se había quedado sin fuerzas, sin capacidad de superación. Sentía que si soportaba un solo grano más de dolor del mundo, le aplastaría.
Tamara seguía llorando.
¡Pues déjala! Tal vez era egoísta por su parte pero no iba a someterse a nada más. ¡No podía! ¿Qué esperaba de él? Las lágrimas le corrían por las mejillas y se odiaba por ello. ¡Menudo jodido hipócrita estaba hecho! De todo el mundo, él era el último al que la gente acudiría buscando consuelo.
Tamara todavía no paraba de llorar.
Tienes que entrar, se dijo. No podía entrar.
Entró.